Capítulo 29. Harrisburg

El viernes 16 de marzo de 1979 se estrenó en los principales cines de Estados Unidos la película El síndrome de China. Era una historia abocada al éxito, que seguía la fórmula de unir a un actor veterano y consagrado (Jack Lemmon), una actriz atractiva y con su propia aureola de activista comprometida con las causas justas (Jane Fonda, hija de Henry Fonda) y un novato melenudo tratando también de superar su propio «síndrome» de ser hijo de un actor famoso (Michael Douglas, que por aquel entonces no era más que un vástago del popularísimo Kirk Douglas). Contaba con un guión tenso, una intriga de tintes políticos (en un país que había visto dimitir a su presidente cinco años antes) basada en lo que ahora llamaríamos una «leyenda urbana»: la suposición de que si se producía la fusión del núcleo de un reactor, el peso o, más bien, la densidad del uranio fundido y la enorme cantidad de calor disponible haría que el reactor fundiese el suelo a su alrededor, se enterraría/sumergiría y seguiría bajando y bajando y bajando para terminar atravesando la Tierra y saliendo a la superficie en China (que es donde los norteamericanos de a pie parece que entendían que estaban sus antípodas).

UNA LEYENDA URBANA A TODO COLOR

Entre los miles de espectadores que vieron la película, más las decenas de miles a quienes se la contaron, hubo bastante gente que se creyó su argumento como algo científico y probado. Siempre hay alguien así, pero cuando en vez de contarlo con unas frases más o menos acertadas en la estrecha columna de un periódico, se narra en color durante algo más de dos horas, muchos se lo acaban creyendo, así como también creyeron una de las afirmaciones que un oscuro personaje decía en alguna escena: que si se fundía el núcleo del reactor, quedaría «inhabitable y lleno de cadáveres un territorio del tamaño de Pensilvania». Es muy curioso que, pese a que la película se desarrollaba en California, ese personaje pusiese como ejemplo Pensilvania, que estaba al otro lado del país y era donde se hallaba la central que iba a tener un grave accidente pocos días después.

LOS NOTICIARIOS PLAGIANDO LA PELÍCULA

Doce días más tarde, tiempo razonable para que la mayor parte de la población tenga oportunidad de comentar algo y que la expresión «síndrome de China» adquiera categoría de concepto establecido a nivel popular, los noticiarios de primera hora de la mañana arrancaban en todo el país con lo que parecía un anuncio/resumen del argumento de la película: se había producido un accidente nuclear en la central de Three Mile Island (Isla de las Tres Millas, TMI a partir de aquí), cerca de Harrisburg, Pensilvania; al parecer se había producido la fusión del núcleo y se estaba esperando más información acerca de qué se podía esperar sobre la evolución futura del accidente.

Como primer golpe de efecto hay que reconocer que la noticia tenía fuerza y las caras de preocupación de los presentadores y de todo aquel que escuchaba los boletines informativos parecían más que justificadas. Las informaciones siguieron el habitual cauce de empezar siendo confusas, luego contradictorias y, para cuando se llega a un nivel de certeza sobre lo realmente sucedido, algunos medios no podían publicar las conclusiones porque ello hubiese significado desmentir lo ya publicado por ellos mismos con anterioridad como «cierto y sin dudas». De todas formas, pese a las excepciones, la mayor parte de lo publicado en esos días era razonablemente compatible con la realidad, aunque se llegó a desatar el pánico en algunos puntos.

NIEBLA INFORMATIVA

Una anécdota clarificadora de hasta qué punto las cosas se empeñan a veces en salir mal es que en una de las primeras conferencias de prensa, una de las autoridades (el vicegobernador del Estado de Pensilvania) estaba diciendo que no había habido ninguna lectura en los instrumentos que dijese que se había escapado radiación mientras uno de los periodistas recibía en ese instante un aviso de uno de sus ayudantes que decía que sí, que se acababa de detectar algo así. Preguntó (sin tener la honestidad de advertir que era una información muy reciente, de apenas unos minutos de antigüedad), la autoridad (basándose en todo lo que sabía) lo negó con vehemencia y quedó desprestigiado para el resto de su vida. Lo que había pasado es que a él, como estaba en el atril respondiendo a las preguntas de los siempre peligrosos periodistas, ninguno de sus colaboradores se había atrevido a interrumpirle con las novedades que se iban sucediendo de forma constante y estaba peor informado que la gente que tenía delante, lo cual es siempre un riesgo añadido.

Esa lectura de radiación, por cierto, cuando se llevaron a la zona otros instrumentos se demostró errónea por una avería del medidor.

CUATRO FALLOS SIMULTÁNEOS

En una simplificación a grandes rasgos, el accidente de la central de Harrisburg se originó por el fallo de unas válvulas que por una cadena de circunstancias terminaron dejando sin refrigeración el reactor, lo cual se agravó por un fallo humano que al principio no detectó de forma correcta esa situación y porque fallaron hasta cuatro elementos simultáneamente (sólo uno de los fallos fue realmente una avería). Algo, curiosamente, muy parecido a lo narrado por la película más famosa de esos días. El recalentamiento subsiguiente provocó la fusión parcial del núcleo (tras la parada del reactor) y las altas temperaturas crearon una gran burbuja de hidrógeno primero en la vasija y después en el edificio de contención.

Para evitar el estallido del edificio de contención por la ignición espontánea del hidrógeno, se liberó una cantidad limitada de este para bajar la presión por debajo del umbral de riesgo. Esa liberación de hidrógeno arrastró isótopos radioactivos y fue la principal causa de riesgo para las personas en todo el desarrollo del accidente. La dosis media para las personas que vivían en un radio de dieciséis kilómetros de la central fue de ocho milirems, y no hubo ninguna dosis superior a los cien milirems en ningún individuo, ni siquiera en los empleados de la central que entraron en algún momento en el edificio de contención. Una dosis de ocho milirems viene a ser equivalente a una radiografía del pecho, y cien milirems es aproximadamente la tercera parte de la radiación natural de fondo que reciben los residentes en Estados Unidos en un año.

El resto de acciones emprendidas por los responsables técnicos de la central consiguieron refrigerar el reactor y controlar la situación, pero no evitaron los daños, irreversibles, en la vasija y que nunca pudiera volver a dar servicio.

Vamos con los detalles, aunque hay que reconocer que, treinta años después del desastre, hay cosas que todavía se ignoran, dado que en la confusión de algunos momentos no se ha llegado a saber quién cerró o abrió alguna válvula clave y a que el fallo afectó a la vasija del reactor, que quedó seriamente dañada y sin posibilidad de sacar de ella las barras de uranio por los métodos rutinarios. Con el tiempo se ha sacado casi todo, pero los trabajos se han centrado en retirar los elementos radioactivos de dentro del edificio de contención, cerrarlo y poco menos que «tirar la llave».

Aquel 28 de marzo de 1979 a las cuatro de la madrugada el reactor n.o 1, el más antiguo de los dos de esa central, llevaba cuatro años produciendo con suavidad sus setecientos ochenta y seis megavatios de electricidad; pero ese día estaba parado en fase de recarga de combustible. El vecino de al lado (compartían la misma isla, pero eran dos centrales independientes separadas por unos cientos de metros) era el reactor n.o 2 de la central de TMI, un reactor con pocos meses de servicio, refrigerado por agua y diseñado para una potencia eléctrica de un gigavatio.

UN INCIDENTE SIN IMPORTANCIA

A aquellas 4:00:36 horas de aquel miércoles de principios de primavera, por razones que nunca se han conocido con total certeza, se pararon las bombas de agua del secundario y eso desencadenó una serie de consecuencias en cascada, de una forma automática. El bloqueo de la circulación de agua del condensador provocó automáticamente el cierre de su válvula de descarga: si no está circulando el vapor/agua, hay que cerrar la válvula de salida, pues en caso de no hacerse se vaciaría el condensador y se podría deteriorar todo el circuito. Pero esa ruta de salida es la de entrada a la vasija para enfriarla: se está deteniendo pues el mecanismo que saca del circuito primario el calor, la energía.

Como segunda consecuencia, ya que ha dejado de circular el vapor/agua que saca el calor de la vasija, hay que dejar de producir calor en esa vasija o, en otras palabras, debe pararse el reactor y enfriar todo el primario. En el circuito secundario, se paran también las bombas que hacen circular el agua/vapor de este lado de la central, ya que un momento después ya no van a recibir calor del primario y, en cascada, se para también el sistema principal de alimentación de agua; por último, se deja de producir electricidad.

Hasta ahí, es un incidente sin riesgos para nada ni nadie. Han pasado sólo dos segundos, el panel de control de la central parece un árbol de Navidad con muchas lucecitas parpadeando y se ha desatado una parada del reactor que quizá hubiese llegado a los periódicos locales, pero sólo si ese día no hubiera mucho más de lo qué hablar. En principio, lo que se puede esperar que suceda a continuación es que la vasija, que está caliente, se enfríe poco a poco y que el agua del circuito primario aumente de temperatura por un tiempo. Pero el sistema está dimensionado para que, si no se produce más calor, todo ello se enfríe de forma controlada, por lo que no es una situación de alarma.

Los técnicos tienen como tarea, a partir de ese momento, vigilar las temperaturas y niveles hasta que todo se calme para, después, preocuparse de solucionar el origen del problema. Las cosas se empezaron desarrollando según la rutina que cabía esperar.

SOLTANDO EL EXCESO DE PRESIÓN

Como no salía el calor del circuito primario, el agua se calentó allí y se dilató, subió el nivel en el presurizador y la presión llegó a ciento cincuenta y tres atmósferas, unas siete por encima de lo normal, por lo que se abre la válvula de descarga (Pilot-Operated Reliev Valve, PORV; hablaremos mucho de ella en este capítulo) y el agua sobrante sale del sistema de refrigeración del reactor hacia el tanque de rebosamiento en el suelo del edificio de contención. La presión sigue subiendo pero ocho segundos después del primer incidente el reactor ya se ha parado por la caída de las barras de control (son muy largas: tardan un tiempo en bajar).

Un segundo después de la bajada de las barras de control el calor producido por la fisión del uranio es prácticamente cero, pero el resto de materiales radioactivos producto de la fisión del combustible nuclear (la central lleva tres meses funcionando y rompiendo átomos, lo cual crea muchos elementos exóticos en las barras de combustible) siguen produciendo una cierta cantidad de calor, apenas un 6% de la potencia nominal, lo cual puede parecer poco, y lo es en comparación con lo que estaba evacuando el sistema unos segundos antes, pero se trata del 6% de unos tres mil trescientos millones de vatios, una cifra muy grande incluso como número de la seguridad social, con lo que ese 6% seguía significando unos doscientos megavatios, una cantidad respetable que hay que evacuar, para lo cual se ponen en marcha unas bombas de forma automática que introducen agua en el sistema a través de dos tuberías (la normal y la de emergencia).

Y ahí se empezaron a torcer las cosas.

Por cierto, esa «inercia» radioactiva de un núcleo tras bajar las barras de control es también lo que cobró protagonismo en el caso de Chernóbil, pero ese incidente tendrá su momento unas páginas más adelante.

¿UN DESPISTE?

Catorce segundos después del primer fallo un operador comprueba en una parte del panel de control que las bombas están funcionando, pero aparentemente no ve, poco más allá, las dos luces que avisan de que cada una de las tuberías tiene la válvula de paso «cerrada». Una de las luces está tapada por una etiqueta amarilla de mantenimiento pero nadie sabe qué pasó con la segunda luz. En consecuencia, el agua que se creía que estaba entrando en el sistema de refrigeración no lo estaba haciendo y las siguientes decisiones que tomaron fallaban en esa suposición.

UNA AVERÍA

Con el reactor parado y la válvula de alivio (PORV) abierta, la presión en el sistema de refrigeración baja; hasta aquí todo normal para una situación de parada de las turbinas del secundario. La PORV debería haberse cerrado a los trece segundos del incidente, cuando la presión bajó de ciento cincuenta atmósferas, pero «no lo hizo» y esa fue la única verdadera «avería» implicada en todo el desastre.

Esa válvula no es conceptualmente distinta de las válvulas de limitación de presión que, en un entorno muy casero, hacen que se escape el vapor de la olla en la que estamos cocinando unas legumbres. Cuando se enfría la olla un poco, cuando bajamos el fuego, esa simplísima válvula cae y deja de salir vapor; raramente se atasca en su bajada pero si por lo que sea se atasca y no se cierra, y la persona que está cocinando no se da cuenta, la olla se queda sin líquido y se quema el guiso. En el caso de un reactor nuclear, la válvula es mucho más compleja y el hecho de que no se cerrase en el momento adecuado iba a ocasionar diversos problemas; pero en lenguaje coloquial se podría describir que, por falta de líquido, se les iba a «quemar el guiso» que estaba dentro de esa enorme olla.

UN DEFECTO DE DISEÑO

Para empeorar las cosas, los operadores tardaron muchísimo en darse cuenta del fallo de la PORV, aunque tienen una excusa: una luz en el panel de control que, al estar apagada, indicaba que la maldita válvula estaba cerrada y, ante eso, es de imaginar que los ojos de los operadores seguían su escrutinio mirando a otros rincones que les explicasen lo que sucedía: tenían muchas otras lucecitas de las que preocuparse.

En realidad lo que indicaba esa luz era sutilmente distinto: lo que decía era que «la corriente eléctrica» que abría la válvula ya no circulaba, lo cual, en condiciones de buen funcionamiento, implicaba que la válvula debería estar cerrada, pero no tenían una manera directa de comprobar que la válvula estaba efectivamente cerrada; era sólo una evidencia indirecta y, ese maldito día, pese a que no circulaba por la válvula la corriente de activación, la PORV seguía abierta. En la investigación posterior del accidente, una de las más exhaustivas de la historia, pedida por el presidente Jimmy Carter (aquel ex ingeniero nuclear que había participado en las tareas de descontaminación del primer accidente atómico civil) y dirigida por el senador Kennedy, se sacó la conclusión de que eso era una ambigüedad en la señalización y un defecto en el diseño de la central.

Hay que recordar que estamos hablando de algo que estaba en la cima del presurizador, un imponente aparato de buen tamaño situado dentro del edificio de contención; es decir: estaba en un lugar potencialmente radioactivo y, en consecuencia, despoblado y alejado de los operadores que fundamentalmente sabían lo que allí sucedía por las luces e indicadores del enorme panel de control.

La válvula quedó abierta durante dos horas y veintidós minutos y en ese tiempo se escapó por allí el vital líquido de refrigeración, unos ciento veinte metros cúbicos (un tercio del total del reactor). Si la válvula PORV hubiese funcionado bien, o si no hubiesen estado cerradas esas válvulas de las tuberías de alimentación de agua, o si los operadores hubiesen visto a la primera la luz que avisaba de las válvulas cerradas, o si (más adelante) hubiesen mantenido las bombas de alta presión en marcha más tiempo, todo habría quedado en incidente sin importancia para la Metropolitan Edison Company (conocida popularmente como Met Ed), dueña de la central, y no se habría escrito este capítulo. Como esas cuatro cosas salieron mal a la vez, fue un desastre de los muy caros. Vamos a terminar de analizarlo con detalle antes de pasar al de Chernóbil.

UN ENORME PANEL DE CONTROL

También hay que intentar hacerse una idea del entorno en que los técnicos de guardia (menos de media docena) trabajan allí en ese día y en cualquier otro: la sala de control de la central.

El panel de control de una central es intimidante, se trata de un enorme tablero de más de cinco metros de largo que hay que observar mientras los altavoces dan sus avisos y cientos de luces parpadean y suenan pitidos. Está repleto de indicadores y mandos de actuación, con todos los sistemas duplicados, tanto los de funcionamiento rutinario como los de seguridad (los «A» y los «B», respectivamente), lo cual hace por lo general sencillo controlar las situaciones. En un sistema así, hace falta que fallen muchas cosas para que se lleguen a tener verdaderos problemas.

Pero, en ese enorme panel, el procedimiento normal durante, por ejemplo, labores de mantenimiento, era que se dejase «encima» de cada indicador afectado un cartel o una etiqueta explicativa de qué se hace y por qué. Es muy posible que una de esas etiquetas, tapando la luz indicadora de la apertura/cierre de las válvulas clave, desencadenase el fallo humano que convirtió el incidente en accidente.

Además los operadores están entrenados para seguir procedimientos de forma automática. Otra de las conclusiones de la investigación posterior fue que ese entrenamiento tenía un defecto de orden general: estaba dirigido a que los operadores averiguasen cuál era el «origen» del problema para a partir de ahí aplicar los procedimientos para solucionarlo desde ese origen; pero en este accidente no tenían la información adecuada para acertar en cuál era el origen de los problemas y su diagnóstico fue equivocado. Desde entonces, los procedimientos están más orientados «al síntoma»: a solucionar los problemas sin profundizar en su comprensión y, de momento, ese planteamiento da mejores resultados porque si hay que enfriar se enfría, independientemente de si el calentamiento es por una u otra causa, por ejemplo.

Los que ese día torearon el incidente al principio fueron cuatro técnicos: William Zewe, supervisor de las dos centrales, Fred Scheimann, jefe de turno para TMI-2 y los dos operadores, Edward Frederick y Craig Faust, entrenados por la compañía eléctrica (Met Ed) y Babcock & Wilcox, la constructora de la central, y con licencia de la Comisión de Regulación Nuclear. La información sobre su entrenamiento es pertinente ya que al final se llegó a la conclusión de que ellos hicieron su trabajo de una forma correcta, pero que el entrenamiento era en parte responsable del desastre.

Los dos operadores estaban en la sala de control cuando saltó la primera alarma, seguida de una cascada de hasta cien alarmas diferentes en los siguientes minutos. En este libro tratamos de ir «al grano» y ofrecer un resumen de sólo las partes significativas de los hechos, pero siempre hay mucha «paja» alrededor del «grano» y uno de los operadores confesó después que le daban ganas de destrozar el panel de alarmas porque no les decía nada útil.

El supervisor, desde su despacho acristalado llamó al jefe de turno para que volviese a la sala de control. El jefe de turno estaba supervisando un mantenimiento en otra parte de la central, en la máquina n.o 7 de las que limpian el agua de refrigeración usando aire y más agua para limpiar las resinas de las tuberías, y ese detalle (la realización de mantenimientos en otra parte de la central) es muy posible que fuese el origen del incidente.

UN (POSIBLE) DESENCADENANTE EVITABLE

Resulta por tanto que no había empezado todo en una situación rutinaria, sino en mitad de unas tareas de mantenimiento, unas tareas que incluían movimientos de aguas limpias y resinas de un lado a otro, por lo que algunas válvulas no estaban en sus posiciones habituales. El mantenimiento incluía además la limpieza de algunas tuberías y tanques de refrigeración.

El agua que circula por el reactor está purificada por medio de resinas de intercambio iónico (como en tantos otros campos que precisan agua desionizada y pura). El agua se toma, por lo normal, de algún río o lago de las proximidades y para purificarla no basta con hervirla sino que hay que extraerle cualquier partícula que lleve (hervir el agua sólo sirve para matar la mayoría de las bacterias que contenga, pero no saca de allí los cadáveres de las bacterias). Para eso se utilizan resinas que, de una forma simplista, se pueden ver como sustancias pegajosas a las que se adhiere cualquier partícula que esté en el agua y que se eliminan luego con facilidad.

Periódicamente debe cambiarse el agua del sistema de refrigeración y limpiarla, para lo que se extraen a continuación las resinas usadas soplando con aire comprimido a través de las tuberías. Ese trabajo estaba relacionado con el condensador, esa especie de radiador que elimina el remanente de calor que todavía tiene el vapor después de pasar por las turbinas; en el proceso, ese vapor se enfría y vuelve a ser agua líquida (conceptualmente no es muy distinto del radiador de un coche, que saca el calor del motor y se lo pasa al aire).

En todo ello participa esa tremenda chimenea que suele haber al lado de una central nuclear: es allí donde el agua se enfría y suele producir nubes de vapor, pero es vapor de agua limpia: nadie debería alarmarse por ver esas nubes. De hecho las grandes centrales de carbón, gasóleo o gas utilizan el mismo diseño de chimeneas.

Con posterioridad se achacó a esa actividad de mantenimiento el inicio del incidente, puesto que una válvula defectuosa dejó entrar algo de agua en el sistema neumático que cierra las válvulas del sistema de limpieza, lo cual podría haber causado un cierre muy brusco de las mismas justo unos segundos antes del inicio del suceso. Es tan sólo una relación temporal (un cierre brusco, unas vibraciones que se transmiten por las tuberías y unos segundos después se paran las turbinas), no una evidencia directa, pero es lo mejor que se tiene como causa desencadenante.

Lo peor es que, por lo visto, eso había sucedido ya un par de veces antes y si se hubiese reparado el problema de la válvula defectuosa de los limpiadores la primera vez que sucedió, el accidente quizá nunca hubiese ocurrido.

UNA CONCLUSIÓN ERRÓNEA

Ignorando que la válvula de alivio (PORV) estaba erróneamente abierta y que las válvulas de entrada de agua en el sistema estaban cerradas, los operadores empezaron a equivocarse en la interpretación de lo que veían. En el sistema de refrigeración la presión y la temperatura bajaban y el nivel de agua bajaba también en el presurizador. Pero eso podía parecer por completo normal, porque el agua disminuye de tamaño al enfriarse. A los pocos segundos del incidente se habían puesto en marcha las bombas para añadir agua al sistema. A los cuarenta y ocho segundos del incidente con la «presión» todavía bajando, el «nivel» de agua en el presurizador empezó a subir, lo cual se interpretó como una consecuencia de la entrada de agua en el sistema (todavía se ignoraba que las tuberías de alimentación de agua estaban cerradas por sendas válvulas y que se estaba perdiendo por la PORV).

Lo que tampoco sabían es que tras un minuto y cuarenta segundos de incidente, debido a que las válvulas que alimentaban el sistema con agua fresca estaban cerradas, en el generador de vapor hervía la que quedaba, el agua del reactor se calentaba también y el vapor producido en la vasija, al llenar la parte de arriba y hacer salir de allí más agua por debajo, hizo subir de nuevo el «nivel» del presurizador. Los operadores estaban entrenados para evitar que se llenase por completo, pues eso hubiese llevado a dejar sin control la presión. Además, entendieron que si el presurizador estaba lleno era porque el sistema entero estaba lleno: no había una manera directa de comprobar el nivel dentro del núcleo y tenían que suponerlo basándose en el nivel de agua en el presurizador; sin embargo en el reactor el nivel de agua estaba por el contrario bajando, el agua era apartada por el vapor y no se estaba enfriando, y eso no lo dedujeron porque creían que estaba entrando agua fresca en el núcleo.

Dos minutos y medio después de que se pusiesen en marcha las bombas de alta presión uno de los operadores apagó una y redujo el flujo de la otra a sólo unos cientos de litros por minuto. En principio, la presión menguante y el que el reactor no se enfriase les debería haber alertado de que estaban frente a un descenso del nivel del refrigerante, pero les habían entrenado tanto para temer una pérdida de control de la presión que eso es lo que tuvo prioridad en sus decisiones.

AL BORDE DEL PRECIPICIO

En la mencionada película, bastante fiel a la realidad en términos generales (excepto por las afirmaciones de algún personaje alarmista), se disfruta de una gran interpretación de Jack Lemmon cuando expresa una máxima tensión: descubre que el indicador que marcaba el nivel del agua de refrigeración en el núcleo tenía atascada la aguja, le da unos golpecitos, se desatasca y marca que el reactor está a punto de dejar las barras de uranio al descubierto porque, basándose en que la dichosa agujita estaba (atascada) en la posición más alta, habían abierto las válvulas que sacaban agua del núcleo para evitarle una sobrepresión y otros disgustos mucho peores. Uno de los personajes afirma que si hubiera ocurrido una mayor pérdida de agua, no habrían podido evitar la fusión del núcleo.

LOS MOMENTOS CRÍTICOS

En el accidente de TMI, el caso real de unos días después, sucedía lo mismo pero por dos causas complementarias: no estaban haciendo nada para sacar el agua, pero «no» estaba entrando cuando creían que sí lo hacía y, a la vez, la estaban perdiendo por una avería en el otro extremo del circuito: por la PORV.

En el secundario baja la temperatura por falta de circulación del agua, pero en el primario sigue aumentando el nivel en el tanque de presurización. El agua del primario está a presión para que no hierva a cien grados centígrados como hace a presión normal, sino por encima de trescientos veinticinco grados, y esa presión se mantiene gracias al presurizador, que ha de tener siempre algo de aire en la parte superior para, quitando y poniendo ese gas, controlar la presión de todo el sistema (si no hay gas, se pierde el control sobre la presión). Y el inyector de agua a presión funciona a una presión todavía mayor para forzar la circulación en cualquier circunstancia.

Si con el agua a esa temperatura baja la presión, se pone a hervir con furia. Es el mismo caso que si destapamos la olla a presión con las legumbres. Si no nos quemamos con las salpicaduras (que es lo más probable), veremos que el caldo se pone a burbujear; si se hace de una forma menos brutal, quitando la válvula de encima de la olla, al principio sale vapor (y, dentro de la olla, hierve el caldo), pero enseguida empieza a salir el líquido que, al hervir, ha llegado al nivel de la válvula y, si nos descuidamos, salen incluso las legumbres a través de la válvula: algo parecido, sólo que a una escala mucho mayor, a lo que estaba pasando en el núcleo del TMI-2.

Como estaba bajando la presión porque la PORV estaba abierta y, a la vez, el agua de las bombas de refrigeración no entraba porque unas válvulas estaban cerradas en esas tuberías y las luces de advertencia no las habían visto, el agua del núcleo estaba hirviendo. Eran los momentos críticos. Las burbujas de vapor que se estaban formando al hervir el agua del sistema de refrigeración, a los cinco minutos y medio del incidente seguían desplazando más y más agua fuera del reactor, agua que iba a parar al presurizador subiendo allí el nivel aún más, lo cual hacía creer a los operadores que todo el sistema estaba lleno de agua, incluido el núcleo, en el que, sin embargo, lo que pasaba es que hervía el agua, el vapor y su presión espantaban *** NO HAY *** más agua de allí y el uranio se estaba quedando al descubierto.

Los operadores, sin embargo, al apagar una de las bombas y limitar el funcionamiento de la otra, estaban escatimando el agua del sistema para que no subiese demasiado la presión. Estos fueron siguiendo escrupulosamente los procedimientos del manual, pues esas bombas, de funcionamiento muy en el límite (y muy caras) no se recomienda utilizarlas más de unos pocos minutos cada vez (lo normal es utilizarlas alternativamente en ciclos de cuatro minutos). En El síndrome de China una de esas bombas también tenía cierto protagonismo, pero no desvelamos más detalles para no chafar la intriga de la película.

POR FIN SE DAN CUENTA

A los ocho minutos del primer incidente alguien (hay discusión sobre quién fue el primero) se dio cuenta de que no estaba llegando el agua al reactor por el sistema de emergencia. Un operador (Faust) comprobó las luces del panel que decían que las dos válvulas del sistema de alimentación estaban cerradas; primero comprobó las dos válvulas que sólo se abren cuando las bombas ya han alcanzado la presión necesaria (si se abriesen antes, al tratar de meter agua en un sistema que está a una presión aún más alta, en vez de meter agua, saldría esta «marcha atrás» y es probable que la bomba se averiase); aquellas válvulas resultó que estaban abiertas. Después pasó a comprobar el segundo par de válvulas, que se supone que siempre están abiertas y sólo se cierran durante tareas de mantenimiento, y resultó que eran las que estaban cerradas. Las abrió y por fin empezó a fluir el agua fresca en el sistema de refrigeración. Habían pasado ocho minutos. Ocho minutos que fueron críticos y determinaron el futuro de la central.

UN DESCUIDO YA OLVIDADO

Cuarenta y dos horas antes del incidente se habían pasado unas pruebas rutinarias a las bombas de alimentación de agua. En el curso del procedimiento de pruebas se cierran y abren esas válvulas y al final del proceso no se debieron quedar abiertas aquel día (las otras posibles opciones eran mucho menos probables como, por ejemplo, que en las pruebas del día 26 se habían dejado correctamente abiertas y durante el principio del incidente alguien las cerró por error; muy improbable).

Ese cierre, en sí mismo, no fue la causa del accidente, pero ayudó a confundir a los operadores en un momento crítico y les hizo tomar decisiones equivocadas en un contexto en el que, además, la válvula PORV de alivio estaba expulsando agua del sistema sin que ellos se enterasen. Han sido los momentos clave: el núcleo del reactor ha estado sin refrigeración y la temperatura ha subido sin límite: en estos minutos es cuando se sobrepasó la frontera más allá de la cual no hay buenas soluciones para el problema.

Las barras de uranio (recubiertas de circonio para dejar en circulación sólo los neutrones y evitar que la radiación no aprovechable salga) o las de control (de boro, normalmente) están sumergidas en agua y por lo tanto su superficie está más o menos a la temperatura del agua en ese punto (unos cientos de grados). Según fuésemos penetrando más y más adentro de las barras la temperatura subiría de forma continua. Pero si no tienen refrigerante, el circonio de la superficie llega a la temperatura máxima del interior de la barra con rapidez y el núcleo de las barras, al no estar rodeado de metal menos caliente, también sube aún más de temperatura sin que nada lo frene.

En esos minutos, a tan alta temperatura, se supuso después que el agua reaccionó con el circonio de las vainas de las barras y se produjo hidrógeno y oxígeno. Este último, a esas temperaturas, oxidó las vainas y el hidrógeno quedó suelto formando una burbuja en la parte superior de la vasija e impidiendo que se llenase de agua por completo incluso cuando por fin se abrieron las válvulas que dejaban entrar el agua de refrigeración. Las vainas, además, se deteriorarían y multitud de partículas (cenizas, óxidos, esquirlas) se añadieron al flujo de agua de refrigeración creando el peligro de que cualquier mecanismo que se encontrase por el camino se atascase o, al menos, se deteriorase.

Además, el hidrógeno sobrante empezó poco después a escaparse en parte con el vapor de agua y saliendo a través de la maldita PORV al edificio de contención. Ese hidrógeno es el que más dolores de cabeza daría en las siguientes horas y días (todavía hoy, de hecho, es el tema de discusión entre los interesados).

UN SÍNTOMA IGNORADO

Sin embargo, durante más de dos horas los operadores siguieron sin darse cuenta de que la válvula PORV estaba abierta. De acuerdo, en el panel las luces decían que estaba cerrada (en puridad, decían que no había corriente eléctrica de activación de la válvula y, por lo tanto, no había nada que justificase que estuviera abierta), pero también tenían un marcador que decía la temperatura que había en esa tubería.

La teoría que habían estudiado es que si la temperatura de esa tubería superaba los mil noventa grados eso significaba que por ahí estaba circulando agua o vapor y, por lo tanto, era porque la PORV estaba abierta; por contra, si bajaba de setecientos grados la válvula debajo de ella debería haberse cerrado de forma automática. Pero los operadores, según declararon ante la comisión de investigación, estaban acostumbrados a que esa tubería siempre estaba a una temperatura bastante alta, siempre cercana al máximo, por lo que no hacían mucho caso a las cifras exactas. Además, como daban por sabido que la válvula se había abierto (correctamente) al principio del incidente, estaban convencidos de que esa temperatura tan alta se debía a que la tubería estaba tardando en enfriarse.

Por otra parte, vigilar esa temperatura no era prioritario en los procedimientos aprobados, hasta el punto de que ese marcador estaba en la parte de atrás del panel principal: no parece que se considerase importante lo que marcaba.

AGUA POR TODAS PARTES

A las 4:11 hubo una primera indicación de que en el edificio de contención había agua por el suelo. Había salido (aunque los operadores todavía no lo sabían) por la válvula PORV junto con vapor hacia el tanque de desbordamiento, y a las 4:15 la válvula de seguridad de ese tanque saltó ante la presión excesiva tirando aún más agua (radioactiva) al suelo del edificio de contención, que por cierto se había construido para situaciones como esa.

A las 4:20 los instrumentos midieron más neutrones de lo normal dentro del núcleo. Los neutrones deberían haber sido casi eliminados por las barras de control y por el agua del refrigerante, por lo que eso era síntoma de que una de esas dos cosas no estaba en su sitio, pero los operadores no lo notaron porque estaban atendiendo a la subida de temperaturas y presiones del edificio de contención y poniendo en marcha la refrigeración del edificio y los ventiladores del interior. No darse cuenta de que estaban en un LOCA (loss of coolant accident, un ‘accidente por pérdida de refrigerante’) se interpretó durante la investigación como un grave problema de formación.

Por entonces Frederick recibió una llamada desde el edificio auxiliar en la que se le comunicó que allí un instrumento decía que había casi dos metros de agua en el fondo del edificio de contención (el edificio no tiene un fondo plano: eso no quería decir que «todo» el edificio tenía esos dos metros de agua). Preguntó a la sala de ordenadores y le confirmaron el dato. A las 4:39 pararon las bombas de achique que se habían puesto en marcha porque no sabían cuál era el origen de esa agua y podría ser radioactiva; se habían bombeado ya unos treinta mil litros al edificio auxiliar. Y ninguna luz del panel les avisaba de que había una válvula perdiendo agua.

UNA SITUACIÓN NO PREVISTA EN LAS NORMAS

En seguida se había avisado al superintendente del soporte técnico, George Kunder, que llegó a la isla a las 4:45. Se le había dicho que tenían una avería en una turbina del secundario y una parada del reactor (eso, a las 4:00, era una descripción correcta de la situación), pero no es lo que él apreció cuando llegó, porque le extrañó que el «nivel» del agua en el presurizador estuviese alto a la vez que la «presión» en el sistema estaba baja; todo se había hecho según las normas, pero estaban en una situación que nunca antes se había planteado, ni siquiera en unas prácticas y personas como aquellas, acostumbradas a seguir normas, no tenían nada a lo que agarrarse para saber cómo actuar.

En esos momentos, a las 5:00, las bombas de refrigeración empezaron a vibrar con fuerza. Deberían haberse dado cuenta de que se podía deber a que estaban trabajando con agua mezclada con vapor, señal de que el refrigerante estaba hirviendo, pero se limitaron a parar las bombas para evitar averías, dos de ellas a las 5:14 y las otras dos a las 5:41. Con el agua escapándose por la PORV, aunque no lo supieran, dejar de alimentar con agua fresca la vasija fue una mala decisión,

A las 6:00 se empezó a sospechar que había alguna rotura que dejaba escapar gases radioactivos, porque saltaron las alarmas de radiación del edificio de contención. Con el refrigerante que seguía saliendo por la válvula PORV en forma de vapor y añadiéndose una cantidad insuficiente de agua, la parte superior del núcleo estaba quedándose al descubierto y, sin refrigeración al haber parado las bombas, la temperatura subía sin freno en puntos clave. A las 6:00 se producía además el cambio de turno y llegaron a la central varios técnicos de refresco que venían descansados y vieron la situación en su conjunto. Eso fue crucial en los siguientes minutos. Uno de ellos, un tal Rogers, era empleado de la empresa constructora de la central.

En una conferencia telefónica entre varios técnicos de alto nivel se habló de la válvula PORV. El representante de la empresa constructora, Rogers, preguntó al superintendente del soporte técnico (George Kunder) si estaba cerrada la válvula de bloqueo que estaba en serie con la PORV, válvula que estaba allí por seguridad por si la propia PORV no funcionaba o se necesitaba anular por cualquier causa (por ejemplo para cambiarla). En realidad cada válvula de la instalación que funcionaba según algún automatismo tenía en serie o en paralelo otra de seguridad que se accionaba manualmente. George contestó que no lo sabía, envió a alguien a comprobarlo y se pudo oír en los teléfonos como la contestación era «la válvula está cerrada».

Los operadores cerraron la válvula que anulaba la PORV a las 6:22, dos horas y veintidós minutos después de que se empezase a escapar vapor y agua por allí, pero no se sabe quién la había cerrado ni por qué. Pudo ser que uno de los nuevos lo hiciese por su propia iniciativa, pudo ser que se acordara cuando Rogers preguntó por ella. En cualquier caso, a partir de ahí dejó de perderse refrigerante y la PORV abandonó su papel protagonista en esta historia. Sin embargo, no dejaron de producirse problemas porque, básicamente, a esas alturas la burbuja de hidrógeno que ocupaba gran parte del interior del núcleo impedía que el agua enfriase las barras de uranio y de boro que, seguramente, ya estaban fundidas y formando un magma incontrolable dentro de la vasija.

LA PUNTILLA: PONER AL MANDO UN COMITÉ

Más adelante se llegó a la conclusión de que hasta ese momento el núcleo se había recalentado y había producido la burbuja de hidrógeno, pero que sólo quedó gravemente al descubierto a partir de las 6:15. Lo malo fue que ahora era un comité el que estaba tratando de controlar la situación, todavía estaban discutiendo si la situación era más o menos grave o si declarar el estado de emergencia o no y de qué grado, y en esos instantes críticos se tardó más de una hora en dar la orden de poner de nuevo en marcha las bombas que añadían refrigerante. Perdieron tiempo en el momento más inoportuno.

Hasta ese momento la radiación en el edificio de contención era moderada, pero empezó a subir. Un especialista entró para hacer medidas con un sensor portátil (una tarea de unos veinte minutos) y volvió diciendo que la radiación crecía hasta ser del orden de un rem por hora. A las 6:48 había radiación detectada en varias partes del edificio y los síntomas indicaban que unos dos tercios del núcleo estaban al descubierto sin refrigeración. Durante la investigación posterior se llegó a la conclusión de que en esos momentos se alcanzaron temperaturas de entre mil novecientos y dos mil doscientos grados en algunas partes del núcleo, mucho más de lo necesario para fundir los materiales allí contenidos. El uranio es un metal que se funde a los 1132 oC y el boro a los 2180 oC.

Quizá es el momento de recordar que en el núcleo de un reactor no hay nunca tanto uranio como para que estalle en forma de bomba; se calienta, pero no puede estallar bajo ningún concepto porque no hay cantidad suficiente lo coloques como lo coloques y le hagas lo que le hagas.

A las 6:54 los operadores pusieron en marcha una de las bombas de refrigeración, pero la tuvieron que apagar a los diecinueve minutos por las vibraciones (estaba bombeando casi más vapor que agua, lo cual acelera las piezas y provoca todo tipo de vibraciones y roturas si no se frenan). A las 7:00 declararon formalmente la situación de emergencia y le dieron la calificación de «liberación incontrolada de radiación al entorno inmediato» (edificio de contención).

Se definieron responsabilidades de los técnicos presentes y se avisó a las autoridades, lo cual se hizo rutinariamente con la notable excepción de la Comisión Reguladora Nuclear, que tenía un contestador automático que sugería que, en caso de emergencia, se llamase a los responsables a sus domicilios. Pero ya no estaban en sus domicilios, sino todos camino de sus oficinas y todavía no se había desarrollado y extendido el teléfono móvil: fueron los últimos en enterarse a causa de su puntualidad.

También se enviaron en ese momento técnicos con sensores a medir la radiación en los alrededores de la central y en las poblaciones vecinas, recogiendo niveles ínfimos de radioactividad. Quince minutos después se comienzan a notar picos de presión. También estaban teniendo lugar pequeñas deflagraciones espontáneas en el primario, pero aún no lo sabían. A las 7:20 pusieron de nuevo en marcha las bombas de refrigeración cuando los medidores decían que la radiación dentro del edificio de contención era de ochocientos rem por hora. Solo mantuvieron las bombas en marcha dieciocho minutos.

Por entonces la única radiación que había salido del edificio de contención era la que llevaba el agua que se había bombeado a los edificios auxiliares. Posteriores diseños harían eso imposible porque para conceder la licencia de funcionamiento había que garantizar el aislamiento total del edificio de contención en circunstancias como las del accidente del TMI-2.

A las 8:26 volvieron a activar las bombas y esta vez las mantuvieron en marcha; se calcula que a las 10:30 consiguieron que el núcleo, o lo que quedaba de él, volviese a estar cubierto de refrigerante. A partir de aquí pierde protagonismo este otro personaje del drama que pasa a enfriarse poco a poco sin mayores intentos de llamar la atención.

SE HACE PÚBLICO EL ACCIDENTE

Sobre las 8:00 un periodista, oyendo la emisora de la policía, se enteró de que había una emergencia y sobre las 8:30 la noticia empezó a ser pública. Por entonces los niveles detectados de radiación seguían siendo nulos en los alrededores (nunca son nulos, siempre hay algo de radiación natural en todas partes, pero cuando no pasan del nivel de la radiación «de fondo» preexistente en la zona podemos decir que la lectura es «cero»). En determinado momento un sensor captó yodo-131, un ión especialmente dañino y relacionado con el cáncer de tiroides, pero resultó ser una medida errónea que nuevos sensores enviados a la zona no detectaban.

En la sala de control la situación era muy diferente, los empleados a las 11:00 iban con mascarillas y se había desalojado a todo el personal no imprescindible.

HIDRÓGENO

Es posible que el hidrógeno hubiese salido de la vasija arrastrado con el agua por las bombas de alta presión, pero también podría ser que hubiera bajado tanto el nivel del agua en la vasija que alguna válvula hubiese quedado por encima del nivel del líquido y por allí hubiera salido el hidrógeno. Las canas de algunos técnicos es probable que tuviesen su origen en esos momentos: estaban descubriendo la magnitud del problema.

A estas alturas ya se sabía que los daños en el reactor eran muy graves y, con toda probabilidad, irreversibles: la central estaba muerta y todos los trabajos estaban encaminados tan sólo a enfriar el núcleo, bajar las presiones y estabilizar la situación antes de pensar siquiera en planear el desmantelamiento de la vasija y, quizá, de la propia central.

Pero no hay manera de hacer desaparecer las burbujas de hidrógeno. Si baja «mucho» la temperatura, baja la presión, pero no por ello desaparece el hidrógeno, que sólo deja de ser peligroso cuando se recombina con el oxígeno y produce de nuevo agua; lo malo es que ese proceso es «explosivo». Es otro de esos típicos experimentos de químicos aficionados que deja el laboratorio de casa hecho añicos…, si hay suerte y se trabajaba con muy pequeñas cantidades.

Si el hidrógeno arde al aire libre, el incendio del Hindenburg podría ser una buena ilustración de lo que sucede, aunque el gran volumen de gases resultantes, al expandirse en un entorno abierto, se dispersan en la atmósfera sin mayores daños: es vapor de agua. Pero si eso sucede en un espacio cerrado, entonces el resultado es una buena explosión. Y en ese edificio de contención había muchos metros cúbicos de hidrógeno, a una alta presión, mezclado con el oxígeno del aire y en el centro de todo una vasija a una altísima temperatura y que estaba costando mucho enfriar.

A las 13:50 se oyó un golpe sordo que mucho más tarde se identificó como una explosión tal vez parcial del hidrógeno que había en el edificio de contención. Mientras se sigue sacando calor del núcleo con el sistema de alta presión y desciende la diferencia de temperatura entre el agua entrante y el agua saliente, baja por fin la temperatura del interior de la vasija y, en consecuencia, se aleja el riesgo de que el hidrógeno de la propia vasija estalle dentro del edificio de contención (aunque ese riesgo seguía existiendo). A cambio, como ese calor que se estaba sacando de la vasija no se iba de la central (antes, cuando funcionaba bien, se marchaba de allí en forma de electricidad), el calor se está quedando dentro del edificio de contención y aumenta la temperatura y la cantidad de hidrógeno en él, la última barrera entre las radiaciones y la atmósfera.

¿QUÉ HACER CUANDO SE TIENE UNA BOMBA EN LAS MANOS?

Dentro del edificio, el hidrógeno se ha mezclado con el oxígeno del aire, está sobrecalentado y varía la presión. En cualquier momento puede producirse una deflagración espontánea, incluso a partir de determinados niveles de concentración es inevitable que se produzca.

Incidentalmente, es el mismo principio físico por el que funcionan los motores diésel: el combustible (gasóleo) se mezcla con el aire en la cámara del cilindro y se comprime. Al llegar al máximo previsto de presión, con el pistón en la parte alta de su trayectoria, en el final de la fase de compresión, con toda puntualidad se produce la explosión que mueve el motor, sin necesidad de bujías, sin ningún desencadenante más que el aumento de la presión. Rutinario. Esto ocurre con muchos otros productos que reaccionan entre sí de forma espontánea, pero el gasóleo lo hace a presiones y temperaturas más fáciles de alcanzar y controlar. También hay motores de hidrógeno, pero no se popularizan porque el hidrógeno es mucho más inestable que el gasóleo y controlarlo sube demasiado el precio del motor.

Según pasaban las horas, en el edificio se estaba alcanzando esa concentración crítica. Si estallaba todo el hidrógeno, sería un estallido en el que el explosivo era un gas que llenaba por completo el edificio. Lo hubiese dañado, quizá gravemente y, a continuación, toda la radiación que ya se había escapado de la vasija (y toda la que se pudiese escapar en el futuro de esa vasija averiada) podría salir a la atmósfera sin control. Es justo lo que pasó en Fukushima cuarenta y dos años después.

ENFRIAMIENTO PAULATINO

El resto del día 28, así como el 29, fueron horas de dejar que se enfriase poco a poco el reactor y tratar de mantener la situación controlada. También fueron horas que los responsables de la central tuvieron que dedicar más a tratar con la prensa que a pensar en soluciones. De todas formas se estimó que la burbuja no explotaría dentro del edificio de contención hasta dentro de cinco a ocho días, tomándose ese horizonte como límite para encontrar la manera de eliminarla.

BUSCANDO VACUNAS CONTRA EL CÁNCER DE TIROIDES

En algún momento de esos días se buscaron dosis de yoduro potásico para preparar a la población por si había liberación de yodo-131. El yodo-131 se acumula en el tiroides y es cancerígeno, pero si se ingiere yoduro potásico con antelación, como el tiroides se llena de él, para cuando llega el yodo-131, no puede implantarse en un órgano ya saturado de yodo inocuo y se evitan los problemas de salud. Lo malo era que nadie tenía fabricadas dosis masivas de yoduro potásico y se necesitaban del orden de doscientas cincuenta mil para toda la población de la zona. Se consiguieron 237 013 dosis para el 4 de abril, pero no se llegaron a distribuir porque para entonces resultaban innecesarias al bajar el nivel de alarma.

Diagrama publicado por la comisión investigadora del incidente sobre el estado final del Núcleo.

SOLTANDO GAS

Finalmente se realizó la acción que más críticas podía desatar (y desató): se dejó escapar hidrógeno a la atmósfera, de manera controlada y limitada, para evitar el estallido del edificio de contención.

El viernes, dos días después de iniciarse el incidente, con la presión de la burbuja de hidrógeno en el edificio de contención ya casi imposibilitando el bombeo de refrigerante, se dejó salir gas al edificio auxiliar sabiendo que no era estanco y que se filtraría a la atmósfera, pero que sería una salida de radiación muy lenta y ligera. Se llegó a discutir la evacuación de la población a sotavento de la central e incluso una emisora de radio anunció que se había dado la orden de evacuación, con la consiguiente alarma social, pero cada vez que se consultaba con un técnico y este explicaba las cifras y su (no) gravedad se desechaba la opción de la evacuación.

Desalojar esa cantidad de hidrógeno ya fue suficiente para resistir hasta que las temperaturas, que seguían bajando, llegaron a niveles inocuos y se pudo empezar a pensar en la extracción controlada de la radioactividad del edificio de contención, y el sellado de la vasija y del propio edificio.

FIN DEL INCIDENTE

A finales de abril se dio por terminado el incidente con el reactor ya frío. Con posterioridad se calculó que en los ocho minutos en los que el nivel del agua había bajado y la temperatura había subido de forma descontrolada dentro de la vasija, el 90% de las barras de combustible había sufrido daños parciales.

Las barras de combustible dañadas por la elevada temperatura son las que habían hecho que se produjera hidrógeno por reacción con el agua del primario y su deformación hizo que las barras de control también quedasen deformadas con casi total seguridad. Ese hidrógeno es el que había impedido que el agua, en los siguientes momentos, enfriase el núcleo como se esperaba.

Finalmente, no había habido roturas, fisuras ni poros en la vasija, pues pese a las válvulas que funcionaron mal, y gracias a las que funcionaron bien, se evitó que se forzara la resistencia de los materiales más allá de sus límites. Muchos años después, como consecuencia del gran terremoto de Japón de marzo de 2011, se produjeron unas circunstancias muy similares en el reactor n.o 1 de la planta de Fukushima, en la costa noreste a más de doscientos kilómetros de Tokio, pero allí la evacuación del gas no fue suficiente para evitar una explosión. La televisión decía que la explosión del edificio no había dejado libre la radioactividad, pero se referían a que la vasija no era lo que había explotado y por tanto el uranio todavía estaba dentro. Aunque la verdad es que ni siquiera de eso estaban seguros.

BARRER, FREGAR Y ¿QUÉ HACER CON LA BASURA?

Las tareas de cierre del reactor n.o 2 de TMI se prolongaron durante años. Hasta 1980 no entró nadie más en el edificio de contención. El vaciado del reactor se dio por terminado en 1993. Se sacó casi toda la carga: más de cien toneladas de combustible nuclear. Queda algo en el fondo, fundido y soldado con la vasija, aunque menos del 5 %.

El TMI-1, que está a unos cientos de metros del TMI-2 y en su propio edificio de contención, se detuvo durante el incidente y por precaución sólo volvió a ponerse en marcha tras la investigación, siete años después. En 2012 sigue en explotación, y por el momento se prevé que continúe su vida útil al menos hasta 2034.

El TMI-1 tiene en estos momentos el récord mundial de funcionamiento sin interrupciones de centrales eléctricas de cualquier tecnología (616 días) y el de horas/hombre (el total de las personas que trabajan multiplicado por las horas que lo han hecho) continuadas sin accidentes laborales (tres millones de horas).

La polémica sobre los daños a la población, sin embargo, se prolongará mucho más. El Departamento de Salud de Pensilvania mantuvo durante dieciocho años un registro de las más de treinta mil personas que vivían en un radio de cinco millas alrededor de TMI en el momento del accidente. Este registro se abandonó en junio de 1997 sin que se hubiera detectado prueba alguna de tendencias sanitarias anormales en la zona.

INFORMACIONES FUERA DE CONTEXTO

Por supuesto hay cifras de casos de cáncer, malformaciones y todo tipo de problemas de salud en la población implicada, cifras que puestas encima de la mesa sin compararlas con nada pueden causar alarma en quien no esté bien informado, pero lo que el Departamento de Salud de Pensilvania dijo es que esos niveles sanitarios no son diferentes de los de cualquier otra zona del país. En otras palabras: si alguien utilizase las cifras de Madrid, por ejemplo, e insinuase que todos esos (miles y miles de) casos de cáncer que llenan los hospitales son debidos a un accidente nuclear que las autoridades tratan de ocultar, también ocasionaría la misma o mayor alarma, incluso en ausencia total de accidentes nucleares conocidos en la zona.

HAY QUIEN NO SE ALARMA POR QUE LE HAGAN UNA RADIOGRAFÍA

La emisión de gases a la atmósfera en el accidente de TMI (el hidrógeno no es radioactivo, pero arrastró isótopos radioactivos con él) produjo una irradiación que se calculó en treinta milirems a ciento ochenta metros del edificio de contención y que, por los vientos dominantes, se dispersó en una gran superficie de manera que su efecto se diluyó.

La geometría básica, en concreto la fórmula del volumen de una esfera o de cualquier cuerpo, nos enseña que si esos gases se dispersaban en una esfera del «doble» de radio, la concentración de radiación sería de la «octava» parte[25]; es decir: a quinientos metros de la central la irradiación sería de unos cuatro milirems o menos, simplemente porque los mismos isótopos se reparten en un volumen mucho mayor, ocho veces mayor.

Hay que decir que un milirem es una unidad de medida de la radiación. Una persona normal recibe a lo largo del año de cien a trescientos milirems, y eso si no ve una televisión en color demasiado antigua, hace una vida activa en una ciudad sin problemas de radioactividad y sale al campo en zonas normales. Por cierto, la sierra del Guadarrama (su granito produce emisiones de radón, un gas radioactivo), cerca de Madrid, o la provincia de Salamanca (su Campo Charro es muy rico en uranio) «no» son zonas normales, pues tienen sus propias fuentes naturales de radioactividad de cierta importancia[26].

Hoy en día se considera peligroso recibir una dosis de más de mil milirems anuales, aunque en otros tiempos se definía el nivel de peligro en cien de una sola vez y cinco mil milirems anuales (y antes de 1930 incluso más).

Cada radiografía que nos hagan nos aporta unos diez milirems o menos. Es de suponer que nos la hacen bien: sin irradiarnos más de lo estrictamente necesario tanto en potencia como en superficie del cuerpo expuesta. Los más mayores de entre los lectores todavía recordarán cuando las radiografías no se hacían sacando una «foto» sobre una placa que luego el médico examina con calma, sino que se nos ponía detrás o dentro de un aparato en una sala bastante oscura y se nos estaba irradiando mientras el médico veía con calma nuestras interioridades en la pantalla en la que terminaban su recorrido los rayos X que nos estaban atravesando, a veces durante varios minutos. Ahora esa forma de examinar a un paciente nos parecería una salvajada, pero la utilización clínica de rayos X y de isótopos radioactivos sigue siendo para la mayoría de la población la fuente de irradiación más importante; salvo para los que tienen factores específicos de riesgo.

Según todo eso, la exposición de la población cercana a la central TMI (a kilómetros y decenas de kilómetros como muy cerca) no debería haber provocado una irradiación apreciable, desde el punto de vista técnico. Sin embargo se llegó a producir un cierto nivel de pánico en la población, tanto entre la relativamente próxima como entre gente muy alejada de los posibles efectos del accidente.

LA NIEBLA INFORMATIVA NO SE DESPEJA

En algún canal de televisión se afirmó que había estallado una válvula y que eso es lo que, de forma inesperada, había dejado escapar sin control la radioactividad de la central. Pese a que se desmintieron esos extremos, poco o nada se consiguió frente a las voces alarmistas que llenaban de forma mucho más vistosa las pantallas.

La válvula que se mencionaba dando detalles muy concretos simplemente no existía y el hidrógeno que salió no lo hizo por un escape inesperado, sino por una liberación cuidadosamente controlada días después de iniciado el accidente. Eran matices importantes para que cada cual graduase su propio nivel de alarma, pero matices al fin y al cabo dentro de un maremágnum de informaciones que en estos casos llegaban desde todos los frentes excepto desde la sala de control del reactor, en la que a esas horas había todavía mucho que hacer y sus ocupantes habían sido entrenados en la prudencia: para manejar una central nuclear se valora mucho la prudencia y los técnicos son prudentes incluso a la hora de abrir la boca.

CONCLUSIONES

La investigación posterior, una de las más exhaustivas de la historia, dejó libres de culpa a los técnicos de servicio, porque lo único que ese día hicieron mal (no darse cuenta de lo que marcaba un sensor de posición de la válvula) parece que sucedió accidentalmente a causa de una etiqueta que se había puesto allí siguiendo los procedimientos establecidos.

Incluso los informes periféricos que se realizaron (ante un desastre de esta categoría hay multitud de organismos[27] que envían estudiosos y observadores para obtener informes de primera mano) tuvieron que reconocer que lo que hizo que el desastre no resultase mucho mayor fue la profesionalidad de los técnicos involucrados ese fatídico día.

Babcock & Wilcox, y la compañía propietaria, General Public Utilities, llegaron cuatro años después del desastre a un acuerdo amistoso tras meses de proceso ante un tribunal de Nueva York. General Public Utilities, siguiente propietaria de la central, reclamaba en un principio cuatro mil millones de dólares a Babcock & Wilcox y acusaba a esta empresa de haber suministrado una información insuficiente e incompleta sobre el funcionamiento técnico de la central, lo que en última instancia, sostenían, fue la causa del problema. Tras el acuerdo entre las dos compañías (y una evaluación realista de los costes de cierre del reactor), la General Public Utilities recibió treinta y siete millones de dólares de la constructora mediante trabajos de descontaminación. Lo de siempre: cuando hay una factura de por medio es que el incidente se ha terminado.

UNA CASI VÍCTIMA DEL ACCIDENTE

Pero aquí hay un epílogo con tintes de humor (negro, por supuesto). Jane Fonda abanderó todo tipo de manifestaciones antinucleares en los siguientes meses y años. Para contrarrestar su notable influencia y popularidad, el científico Edward Teller («padre» de la bomba de hidrógeno y asesor del gobierno norteamericano) empezó a prodigarse en declaraciones públicas y mantuvo un largo enfrentamiento con Jane.

Cuando unos meses después del accidente, en medio de esa situación, Teller sufrió un ataque cardiaco, tras toda una vida de bregar con elementos radioactivos en las peores situaciones posibles, el comentario general fue que la radioactividad no era tan estresante ni peligrosa como enfrentarse a Jane Fonda en las pantallas de la televisión.