Capítulo 23. Las fábricas de coches

Una máquina no puede ser perversa, pero las fábricas de coches son todo un mundo y en ellas sí que se dan casos curiosos y aleccionadores. Pero es que un coche utilitario de 1975 se movía con sólo mil doscientas cincuenta piezas, incluyendo hasta la última arandela en ese inventario, mientras que una fábrica capaz de montar mil coches diarios partiendo de lingotes de hierro y rollos de chapa consta de infinitas piezas y tiene muchísimas maneras de fallar de forma catastrófica.

Vamos a contar aquí algunos de estos fallos del complejo mecanismo que es una gran fábrica, pero nos vamos a permitir no decir cuál es la fábrica a la que nos referimos, porque no son fallos conocidos por el público, los hemos conocido por razones de trabajo, en algún caso bajo acuerdos de confidencialidad y además podrían perjudicar la imagen de esa marca y sería un perjuicio «injusto» porque «todas» las fábricas de ese tamaño tienen fallos como los que vamos a contar ahora; o peores.

JUGANDO A LOS RECORTABLES

Los coches llegan a la fábrica en forma de rollos de chapa enormes, y sobre la banda de acero que de allí se despliega, una prensa hidráulica descarga su furia y les arranca con unos moldes carísimos[19] las piezas que un poco más allá formarán carrocería, puertas, etc. Del rollo de chapa queda muy poco, pero ese poco, en forma de virutas, hay que llevarlo a las grandes acerías que utilizan hierros «de segunda mano» en el proceso de fabricación del acero.

En una fábrica (de cuyo nombre no nos vamos a acordar) se pensó, ya que había por allí una vía de tren, en un transporte por ferrocarril hasta los altos hornos para deshacerse de esos restos metálicos. Para comprobar la rentabilidad del sistema se cargaron vagones con las virutas, se comprobó su capacidad, se midieron, se hicieron cuentas y se vio que resultaba algo más productivo por ferrocarril que en camiones, por lo que a continuación se abordó la construcción de unas gigantescas tolvas para cargar los vagones, se les puso a las tolvas unas válvulas hidráulicas capaces de cortar el flujo de acero con energía y exactitud[20], se reforzó la estructura (soldada a los raíles, para mayor precisión de movimiento) de cara a soportar el cierre de esas potentes válvulas y, cuando ya estaba todo terminado, y se fue a colocar debajo el primer vagón, no cabía: se habían tomado las medidas con el vagón «cargado» de acero y, al meterlo descargado, le sobraban tres centímetros de altura.

Nunca se modificó esa sólida estructura cuyas altas tolvas todavía adornan un rincón de la fábrica y las virutas se siguieron llevando en camiones hasta las acerías.

COLOREANDO

Un poco más adelante de la cadena de producción, con esas piezas de chapa que habían salido de la prensa hidráulica, soldando unas a otras se formaba un chasis y ese chasis se dirigía al taller de pintura, todo un mundo con atmósfera propia en el que, a modo de rito iniciático, se empezaba por una piscina en la que, colgando de unas cadenas, se sumergía el protocoche como parte de su viaje: era el «proceso de imprimación» con el que, gracias a unas sustancias pegajosas y químicamente muy activas, se convierte una chapa con inevitables restos de óxido y quizá de grasas en una superficie a la que la pintura se adhiere con entusiasmo.

Pero cuando se pusieron en producción las primeras furgonetas derivadas de turismos (hablamos de esos vehículos del tamaño de utilitarios que llenan los centros de las ciudades a la hora de distribuir mercancías a las tiendas), bajo la forma abombada del techo sobreelevado que convierte la parte de atrás de un turismo en una furgoneta pequeña se formaba una burbuja de aire que impedía que esa parte de la carrocería se impregnase.

La primera consecuencia fue que los coches no recibían el tratamiento de imprimación en esa zona y la pintura de la cara interior se caía a los pocos años de dejarlos aparcados al sol. Pero la segunda consecuencia era que, si la burbuja era suficientemente grande, algunos de los vehículos flotaban. Y, a continuación, alguna de las cadenas que los arrastraban por la piscina de imprimación se soltaba a veces, el coche chocaba con las paredes, se inclinaba, se escapaba la burbuja, naufragaba, entorpecía el paso del siguiente mascarón que embarrancaba en el escollo del fondo y un momento después se paraba la línea de producción, unas cadenas se hundían en la piscina muy tensas hacia atrás, el responsable del taller de pintura iba de un lado a otro dando gritos y un par de empleados estaban poniéndose un complejo traje de buzo para meterse en la piscina de pintura y tratar de enganchar de uno en uno los coches amontonados en el fondo.

Si a alguien le parecía una escena divertida, lo más prudente era no manifestarlo hasta haber salido del taller de pintura o, como mínimo, hasta estar a una distancia segura del borde de la piscina de imprimación. El problema no obstante se solucionó haciendo un agujerito en la parte alta del techo y diciendo que todas las furgonetas industriales llevaban pre-instalación de antena para la radio (en una época en la que ni siquiera todos los turismos llevaban la radio instalada de fábrica).

Esos coches (los que superaban la prueba de la piscina de imprimación) entraban en el proceso de pintura propiamente dicho, durante el que recorrían un túnel en el cual unos brazos robotizados disparaban la pintura con un chorro pulverizado y uniforme. Lo malo era cuando había «cambio de color» en la cadena de producción, porque surgían dos fuentes de error. Una, muy rara porque estaba sumamente estudiado el caso, era que no se podía pasar de pintar en rojo un coche, por ejemplo, a pintar de blanco el siguiente, porque la niebla de pintura que quedaba en el ambiente hacía que saliese un poquito rosa. Había que ventilar el túnel y, cuando se tenía prisa y no se respetaban los plazos, a veces salía algún coche de un color imaginativo. Eso se solía detectar a la salida del túnel y el responsable de ese punto podía reenviar esa carrocería hacia atrás en la cadena de producción, dando un rodeo y colgada del techo de la enorme nave hasta volver a entrar de nuevo en el túnel para una nueva mano de pintura (quien se compraba ese coche estaba de enhorabuena: dos manos de pintura), pero ahí intervenía el otro riesgo del taller de pintura, pues un coche fuera de su lugar en la fila puede que entrase justo en un nuevo cambio de color y se le terminase de estropear el tono con un tercer matiz o (con mucho lo más espectacular), que entrase en la cadena de montaje un poco antes o un poco después del punto previsto y recibiese una nueva capa de la pintura correcta, pero terminada por un par de brochazos del color siguiente pues, por ejemplo, después de un coche verde sí se podía pintar uno azul sin esperar a ventilar, y lo que salía era un coche verde con un grafiti azul en el portón trasero.

ARMANDO EL MECANO

Y llegaba el gran momento del montaje final, un espectáculo en el que un motor y unas suspensiones se montan en unos quince segundos, por ejemplo. Allí convergen diversas cadenas de transporte, una con las carrocerías pintadas (algunas con el color previsto), otras sorteando vigas y esquinas por el techo con los motores, otras con las ruedas, cristales, tapicerías, cableado, instrumentos, etc., y en una fábrica moderna todas confluyen con el motor adecuado para la carrocería adecuada con las tapicerías adecuadas. Es lo que se llama montaje «just in time». No siempre fue así, y hasta el último tercio del siglo era muy normal que al lado del punto en el que se montaban los motores hubiese docenas de motores de todos los tipos y subtipos esperando que el operario seleccionase el correcto para cada ejemplar y eso, es fácil imaginarlo, daba margen para errores importantes.

Pero incluso en una fábrica moderna hay días memorables, como cuando en esta fábrica de nuestros recuerdos se empezó a fabricar un nuevo modelo, revolucionario y muy vistoso. Ese día se puso en marcha toda la maquinaria para montar sus piezas, entre ellas una espectacular herramienta que montaba las ruedas a gran velocidad: unos brazos que rotaban por lo alto dando una imagen de robot temible; cada uno de ellos agarraba la llanta, le ponía la válvula o le metía una cubierta, lo sellaba, hinchaba la rueda y la depositaba en un receptáculo desde donde un operario la tomaba como si se la diese el dios Visnú y la colgaba «por el agujero del centro de la llanta» en una cadena de transporte que movía la rueda hasta el punto donde se acoplaba al coche. Ese operario fue el primero en descubrir el problema: esas revolucionarias llantas «no tenían agujero central» y, por lo tanto, no eran compatibles con el sistema de transporte interno de esa fábrica. Como había que enviar coches a los concesionarios para empezar a firmar pedidos, la serie inicial de ese modelo (quinientos coches, por lo tanto dos mil quinientas ruedas) se hizo con ruedas que una fila de operarios llevaba por los pasillos de la fábrica hasta el punto de montaje rodando. Los que de niños habían jugado al «aro» lo hacían mucho mejor que los más jóvenes.

Ese mismo modelo revolucionario dio muchos más disgustos. Por ejemplo, en el control de calidad al final de la cadena de montaje un operario descubrió que si el capó del motor se cerraba de golpe, el aire, al salir por el poco hueco que le dejaba un morro bajo y aerodinámico, arrancaba los faros que acababan medio metro delante del coche porque estaban bien preparados para golpes delanteros, pero no para que los empujasen desde atrás.

En otra ocasión, se modificó un modelo para «ponerlo al día» desde el punto de vista de los gustos del público. El proceso incluyó un parabrisas algo más grande, cosa que no se tuvo en cuenta a la hora de organizar la entrega de los cristales, que un camión descargaba en la parte de atrás de la fábrica y que viajaban hasta el punto de montaje en unas cestas, metálicas y hechas a medida de cada modelo, que incluía huecos para cada cristal del coche: una cesta cargaba con todos los cristales de un ejemplar de ese modelo de coches. Se reutilizaron las cestas del modelo original, pues la mayoría de los cambios eran de motores y tapicerías, pero el parabrisas también había disfrutado de un leve aumento de tamaño, y no cabía.

Se tomó la decisión provisional de llevar el parabrisas un poco ladeado, con lo que sobresalía por arriba de la cesta, lo cual parecía una buena solución, y los cristales empezaron a llegar a la línea de montaje, pero la cadena de transporte era, en ese caso, especialmente larga, así que vagaba por los techos de la fábrica durante un tramo extenso y, en uno de los puntos del trayecto, el parabrisas golpeaba una viga.

Al principio no era grave, porque era una pre-serie y la cadena circulaba a la velocidad más baja posible: simplemente sonaba un discreto «gonnng» y en los siguientes metros la cesta se balanceaba como un columpio, detalle en el que, en el ruidoso ambiente de una fábrica, nadie se fijó, hasta que unos días después se empezó a fabricar en grandes cantidades, se subió la velocidad de la cadena de transporte y, después de unos centenares de cestos, uno de ellos en vez de hacer «gonnng» hizo «¡crash!» y sembró de cristalitos un pasillo de la fábrica.

Con el tiempo se cuantificó que por cada cien o doscientos «gonnng» sonaba un «¡crash!» y se destinó a un par de empleados con escobas para que recogieran los cristales en minutos hasta que otro equipo de soldadores retocaba los cestos para que entrasen los parabrisas de una forma más aburrida. Así nacieron los «aburricestos».

ENCENDIENDO

Con el tiempo, llegaba el momento de arrancar por primera vez el coche, y hay que reconocer que arrancaban a la primera con toda regularidad. Pero eso no quiere decir que arrancar un coche nuevo sea algo desprovisto de emociones, porque los motores de gasolina se habían fabricado en una nave anexa y en lugar de con gasolina se habían afinado y puesto a punto con butano (más barato) y a veces quedaba algo de gas en los cilindros o incluso el cárter y, al arrancar, casi todos los meses, algún coche se incendiaba y el operario, que cobraba por ello un plus de (in)seguridad, acababa dándose un baño de espuma antiincendios y el coche yéndose (empujado) a una línea de limpieza e inspección.

Y AL FINAL… SIEMPRE SOBRAN PIEZAS

Si todo había ido de la mejor manera posible, por una de las puertas de la fábrica salían coches preciosos, limpios, nuevos, a millares cada día. Y se aparcaban en unas coloridas explanadas al lado de la fábrica a la espera de los trenes y camiones que se los llevaban a sus destinos.

Quizá lo más espectacular de la fabricación de coches era que cada una de esas explanadas se vaciaba de forma rotativa y se barría cada semana, aproximadamente, y cada vez que se barría una explanada se recolectaba de su pavimento un montoncito de unos diez o veinte centímetros de altura de tuercas, tornillos y arandelas que se habían caído de los coches por estar un par de días aparcados.