CUANDO LOS INGENIEROS SON GENIALES
Ha habido en el diseño de automóviles algún fallo realmente cómico, como le sucedió al mismísimo Wilfredo Ricart. Este hombre será eternamente recordado como diseñador de los deportivos Pegaso, unos coches brillantes y llenos de soluciones técnicas atrevidas y acertadas que en los años cincuenta eran una buena alternativa a los primeros deportivos europeos de postguerra.
También se cuenta en su biografía que antes y durante la Segunda Guerra Mundial era uno de los ingenieros-estrella de Alfa Romeo y, cuando fue nombrado responsable de los vehículos de competición de esa marca, otro de los ingenieros de la plantilla, que también aspiraba a ese puesto, se tomó muy mal no ser el elegido y esto le llevó con el tiempo a montar su propia escudería, al principio con coches Alfa Romeo y, con el tiempo, con sus propios diseños. Ese ingeniero rival de Wilfredo era un tal Enzo Ferrari, fundador de la escudería que lleva su apellido.
Pero Wilfredo, antes que todo eso, había diseñado y fabricado motores y coches en Barcelona con cierto éxito, y sus modelos participaron en algunas carreras regionales. En una ocasión, poco antes de la Guerra Civil española, preparó los planos para un prototipo que debía participar en la Subida a la Rabassada, una competición muy popular en aquellos años. Mientras se fundían y mecanizaban las piezas y se montaba el coche, él se fue a Italia, donde tenía cada vez más intereses profesionales. Pero volvía justo el día antes de la carrera y dio instrucciones de que le fuesen a buscar al puerto con el coche para probarlo nada más desembarcar.
Uno de los diseños de Wilfredo Ricart de aquellos años: un «Ricart y Pérez»; el copiloto por entonces se conocía como «mecánico». Foto del archivo de la Penya Rhin, organizadora del evento.
Y así se hizo: un ayudante estaba esperándole al pie de la escalerilla del barco y le llevó hasta el coche, aparcado frente a la estatua de Colón, al pie de las Ramblas, pero no le permitió que se pusiera al volante.
Wilfredo, seguro que algo mosca, se sentó en el asiento del copiloto. El piloto arrancó el motor, que sonaba bien, engranó la primera marcha, enfiló la entrada del aparcamiento que estaba justo enfrente y, al llegar a la calle, para girar a la derecha, «giró el volante hacia la izquierda». Wilfredo Ricart había diseñado la dirección al revés. Y, para cuando los colaboradores del gran ingeniero (dicho esto sin sorna: lo era de verdad) se dieron cuenta, ya no había tiempo de rehacer el diseño y fabricar las nuevas piezas.
No ganó la carrera.
CUANDO LOS INGENIEROS NO SON GENIALES
Si esto le podía pasar a alguien de tal categoría, es obvio que anécdotas como esa se pueden encontrar muchas, pero los fallos son muy raros en el conjunto de una industria que fabrica cada año millones de vehículos cada vez más complejos y que funcionan de una manera muy predecible.
La verdad es que el resto de problemas, esas averías que nos enfadan de vez en cuando, nos las podría anunciar con bastante antelación un ingeniero de los involucrados en el diseño y fabricación de ese modelo. Porque en algún momento de la historia de nuestro coche (de cualquier coche) se tomaron decisiones del estilo de que la bomba de la gasolina, por ejemplo, puede ser un poco más barata, aunque eso implique que se romperá a los doscientos mil kilómetros, por poner una cifra, pero este coche imaginario se hace con esa pieza más barata porque es una avería que sólo afectará al 32,5% de los coches, pues los demás no llegarán a ese kilometraje, es un fallo que no puede provocar un accidente pues será un fallo progresivo, será barata de arreglar, si va a un servicio oficial de la marca los talleres la cambiarán rutinariamente en el mantenimiento regular de los ciento sesenta mil kilómetros y, sobre todo, sucederá cuando el modelo ya no esté en fabricación y la mala fama no pueda influir en las ventas. Así se movía y se mueve el mundo del automóvil.
Hay algún ejemplo de fallos sorprendentes, pero no muchos, como cuando en 1997 Mercedes estaba a punto de poner en producción su primer coche «pequeño», el Clase A, y en una de las pruebas de estabilidad (un frenazo de emergencia simultáneo a un giro de volante, conocido como «la prueba del ciervo») el prototipo no sólo volcó, lo cual ya era un fallo, sino que se abolló mucho más de lo aceptable. Y encima con los malditos periodistas sacando fotos del resultado. La solución fue regalar de serie el sistema de control de estabilidad, que hasta ese día era una opción bastante cara.
Otros modelos han tenido fallos inesperados y muy aireados por la prensa: un modelo de Ford comercializado en Estados Unidos sufría un incendio con cierta facilidad si alguien chocaba contra su parte trasera (allí estaba el depósito de gasolina) justo cuando estaba encendido el intermitente de ese lado. Resulta que el mecanismo de encender y apagar la luz se calentaba bastante y, aunque estaba diseñado para soportar esa temperatura, estaba cerca de algún material sucio e inflamable y en el camino de la gasolina si se rompía el tanque justo en ese momento.