El DC-10 era un magnífico avión. El preferido por los pilotos y muy apreciado por los pasajeros. Cuando podían olvidarse de su mala fama. En esa época se discutía entre configuraciones de dos o de cuatro motores (en las rutas transoceánicas no se solía dar permisos de vuelo a bimotores) y algunos diseñadores intentaron sacar adelante diseños de tres motores, a priori una solución más eficiente y mucho más barata que la de cuatro, pero con un éxito muy desigual.
Boeing, con el 727, produjo un avión destinado a rutas domésticas, con el tercer motor encastrado en la cola del fuselaje, con la toma de aire justo en la base del empenaje vertical de la cola y los otros dos a sus lados, lo que le daba una eficiencia aerodinámica mediana. Fue un habitante muy común de los aeropuertos durante decenas de años, pero su alto consumo, unido a que los motores a reacción no podían cambiarse por los más modernos Turbo-Fan (sobre todo el tercero: metido dentro del fuselaje), que consumían mucho menos, hizo que las compañías de aviación que pudieron los retirasen del servicio relativamente pronto.
Lockheed produjo el Tristar, el L-1011, un modelo mucho más ambicioso, de fuselaje ancho, con capacidad para más de trescientos pasajeros en rutas incluso transoceánicas. Pero la configuración era también con el tercer motor encastrado dentro del fuselaje y los otros dos bajo las alas, por lo que era asimismo casi imposible que evolucionara a motores más eficientes. Pese a que todo el mundo reconocía que era un modelo tecnológicamente muy avanzado, no se vendió en las cantidades mínimas que lo hacían rentable, y Lockheed se dedicó de forma definitiva a los aviones militares.
Douglas por su parte diseñó el DC-10. El tercer motor estaba también bajo el estabilizador vertical de la cola, pero en su caso dividía en dos el empenaje vertical y era un motor completamente exterior. Los motores que colgaban de las alas iban en una posición muy próxima al suelo cuando estaba en tierra, lo que le daba una postura en la pista aplastada y estable y no había que subir demasiadas escaleras para entrar al avión. Además, los motores ya eran Turbo-Fan, mucho más anchos en su parte delantera.
Esto era así para que los ventiladores que en su parte frontal comprimen el aire hasta la ignición del combustible en la cámara, estén sobredimensionados y parte del aire que mueven lo utilicen directamente para propulsar la nave, como una hélice. De paso, el chorro que sale a gran velocidad por la parte de atrás del motor se encuentra «arropado» por esa corriente de velocidad intermedia que viene de la hélice/ventilador de la parte delantera, con lo que se reducen mucho las turbulencias, y crece el rendimiento.
El avión empezó a volar en 1970 y era eficiente, se desplazaba con suavidad y los pilotos lo defendían a capa y espada. Pero una serie de incidentes y accidentes fueron minando la imagen del DC-10 hasta convertirlo en sinónimo de «desastre».
NO VIAJAR CON LAS PUERTAS ABIERTAS
El primer problema surgió con las puertas de la bodega de carga. Para aprovechar más el espacio, se diseñaron para abrirse hacia fuera, con lo que se podía poner un último contenedor incluso justo detrás de la puerta. Pero ello implicaba que había que poner todo tipo de seguridades para evitar que se abriese en marcha cuando, al ganar altura, la presión en cabina fuese superior a la exterior, además del efecto de succión que el aire exterior, a gran velocidad, añadiese en el sentido de apertura.
Es por eso por lo que las puertas de los aviones tienen a veces esos mecanismos tan complicados que abren la puerta hacia adentro, luego la giran, la sacan, etc. También pasa en los coches: si el capó del motor se abre de delante atrás, lleva un enganche extra que hay que buscar al tacto para desbloquearlo y terminar de abrirlo: incluso en los coches hay que evitar a toda costa que se abra algo en marcha.
En el DC-10 añadieron todo tipo de cerrojos para evitar una apertura accidental de las puertas de la bodega, pero en junio de 1972, a un empleado del aeropuerto de Detroit se le complicó la situación con tanto cerrojo y terminó forzando el cierre, lo cual dañó los sistemas de seguridad. El avión perdió la puerta tras el despegue, aunque los pilotos consiguieron hacer un aterrizaje de emergencia sin daños para los pasajeros.
Menos suerte tuvieron los que despegaron de París en marzo de 1974, pues el avión se estrelló y murieron todos. En ese caso, lo que sucedió es que la puerta se abrió a más altura y la descompresión brusca de la bodega de carga hizo que el suelo de la cabina de pasajeros se hundiese, succionado por el vacío que tenía debajo. Además de los daños personales inmediatos a quienes viajaban allí, se rompieron los cables que pasaban por ese suelo/techo y se perdió el control del aparato de manera catastrófica.
Las autoridades aeronáuticas, tras el primero de esos accidentes, habían recomendado hacer orificios en ese suelo/techo, precisamente para evitar situaciones como la sucedida en las cercanías de París, pero habían sido sólo «recomendaciones» para evitarle mala prensa al modelo (Airbus Industries empezaba a hacer mella en los resultados económicos de las compañías aeronáuticas norteamericanas) y la mayoría de las empresas de aviación se ahorraron los costes de algo que no era obligatorio.
Esta vez hubo trescientos cuarenta y seis muertos y la flota de DC-10 de todo el mundo perdió sus permisos de vuelo hasta que se resolviese el problema de las puertas de la bodega mientras el prestigio del modelo empezaba a perder brillo.
HACER PUNTUALMENTE LAS REVISIONES QUE RECOMIENDA EL FABRICANTE
Cinco años después, en mayo de 1979, las televisiones de todo el mundo mostraban otro DC-10 estrellado tras perder el motor izquierdo en pleno vuelo, sobre el aeropuerto de Chicago, con doscientas setenta y tres personas muertas. Esta vez no habían sido las puertas, sino un motor, el que iba bajo el ala izquierda, que había roto el anclaje, había basculado hacia delante y arriba (todavía estaba funcionando a pleno rendimiento) y había dañado el borde del ala antes de caerse.
Eso no tendría que haber supuesto la pérdida de la aeronave, pues podría haber seguido volando con dos motores pese al ala dañada, pero el DC-10 no tenía un mecanismo que sujetase los flaps y slats (esas extensiones que le salen al ala por delante y por detrás durante el despegue y el aterrizaje y que le hacen tener mayor sustentación a velocidades bajas), y esos elementos, vitales a baja velocidad, a falta de la presión hidráulica que proporcionaba el motor de ese lado, se replegaron, dejando sin sustentación suficiente el ala izquierda del avión, que cayó hacia ese lado y siguió en picado hasta el suelo.
Los DC-10 volvieron a quedarse en tierra hasta investigar la causa e implantar la solución a lo que había pasado. Y lo que había pasado es que las compañías aéreas habían descubierto otra manera de ahorrarse unos dólares, esta vez en las tareas de mantenimiento. Para desmontar los motores de las alas, cosa que hay que hacer de vez en cuando, el procedimiento recomendado por la Douglas era desenganchar en primer lugar el motor de su anclaje, bajarlo y apartarlo para, después, desmontar el propio anclaje que lo sujetaba al ala. Es fácil imaginar que no era un proceso tan sencillo como lo es describirlo, e implicaba muchas horas de mucha gente manejando grúas y herramientas enormes, delicadas y muy caras.
Así que a alguien se le ocurrió que se podía desmontar el motor y su soporte «juntos» y así llevarlos hasta el taller en el que se hacía el mantenimiento del motor. Con ello se ahorraban varias horas de trabajo. Sin embargo, en el proceso, al no separarse el motor de su enganche (esa especie de brazo que sale del ala y agarra el motor desde arriba), tampoco se revisaban en su momento los pasadores que fijaban uno a otro. Y esos pasadores resultaron estar muy necesitados de revisión, porque en algunos casos tenían grietas. Y ya sabemos que las grietas no son buenas en un avión.
Se ordenó la revisión de todos los pasadores de todos los aviones (con un gasto por el que sería poco educado preguntar) y se encontraron bastantes deteriorados en mayor o menor grado. Además de cambiar los métodos de mantenimiento (y todos los pasadores), se cambiaron los mecanismos hidráulicos del ala para que en caso de fallo no se retrajesen los slats y flaps, y se cambió parcialmente la posición del cableado del ala, porque iba por la parte delantera y el choque de aquel motor también había roto muchos cables.
El DC-10 volvió a volar, pero su fama estaba muy seriamente tocada y los pasajeros, todos gente muy bien informada, se subían al aparato mirando hacia los enganches de los motores y a las puertas de las bodegas.
ESQUIVAR LOS OBSTÁCULOS (SOBRE TODO LOS GRANDES)
Diez años después sucedió otro accidente grave, que también fue debido a fallos en el diseño. Puede parecer que diez años son muchos pero es que, además, entre medias no había dejado de aparecer el DC-10 en los noticiarios por aterrizajes accidentados o despegues abortados en el último momento.
Por ejemplo, en Málaga un DC-10 abortó el despegue, sobrepasó la pista y los telediarios mostraron el avión invadiendo en llamas la vía del ferrocarril. Además, pese a que se inició el desalojo del aparato de forma ordenada, el pánico de algunos y el incendio de la cola del avión produjo algunas víctimas: parecía un avión maldito.
Otros aviones salían en las fotos partidos por la mitad después de patinar en la lluvia de la pista de Kampala, o se perdían por una mala navegación cerca de la Antártida y se estrellaban de pleno contra el volcán Erebus (no se puede pedir más espectacularidad y morbo), o atropellaban dos vehículos de obras en México. Eran accidentes tan trágicos como espectaculares, aunque no tenían nada que ver con el diseño del aparato, le podían pasar a cualquiera. Pero cuando le pasaba a un DC-10, las televisiones desplegaban una intensa cobertura para divulgar la noticia aprovechando que tenían además abundante material en sus archivos como para cubrir las primeras horas del suceso hasta que llegaba el vistoso material gráfico de cada nuevo accidente.
Y NUNCA PERDER EL CONTROL
Los pilotos seguían declarando que era un magnífico aparato en el que les encantaba volar, pero el público ya entraba de muy mala gana en el modelo cuando, en el año 1989, en pleno mes de julio (cuando los periódicos no tienen mucho que publicar y se sacan de los armarios las famosas «serpientes de verano»), llegó a las pantallas un accidente grave, perfectamente filmado por un aficionado sobre los cielos de Sioux City, en Iowa.
Todo sucedió porque al motor trasero, el que va espectacularmente colocado en mitad del estabilizador vertical de la cola, se le rompió uno de los ventiladores, esos discos/hélices que en la parte delantera giran a muy alta velocidad y comprimen el aire lo necesario para que en la parte central del reactor se produzca la explosión controlada del combustible que allí se inyecta y los gases resultantes, dirigidos hacia atrás, empujen al avión hacia adelante. Esos ventiladores son unos discos que giran a una velocidad extrema y parece ser que uno de ellos se partió en varios trozos y uno de esos pedazos golpeó en fuselaje rompiendo varias cosas en su camino.
El avión, todo avión, está preparado para volar con seguridad con unas cuantas cosas rotas. El DC-10 tenía tres motores, pero podía volar con uno solo. La pérdida del motor no tendría que haber sido un problema demasiado grave. Pero las piezas que penetraron en el fuselaje cortaron las conducciones hidráulicas del control del estabilizador de cola, que se quedó sin control de dirección. Esos sistemas eran críticos, por lo que no estaban duplicados, sino triplicados: podían fallar dos de los sistemas de control del avión y no ser un problema grave. Pero la maldita pieza del ventilador, lanzada a gran velocidad al salir despedida por la fuerza centrífuga[18], cortó los tres.
Se culpó de ello a que los tres sistemas, en el escaso espacio disponible cerca de la cola, iban muy juntos y la pieza en su vuelo alocado acertó en el peor sitio. Hubo ciento once muertos, pero también ciento ochenta y cinco supervivientes. Fue un accidente, además, con toques épicos, pues la tripulación, con la ayuda de un pasajero (que era piloto profesional e inspector), logró dirigir el avión acelerando y reteniendo los motores de un lado y de otro para hacer girar la aeronave y terminar aterrizando de una forma casi controlada pese a no gobernar la cola. Tocaron tierra algo más violentamente de lo recomendable y a veinte metros a la derecha de la pista lo cual, en las condiciones en las que lo hicieron, fue todo un logro.
La historia completa, narrada hasta la náusea durante todo ese verano, terminó de dar la puntilla al DC-10 y, de paso, a la propia Douglas, que vio cómo de repente le era casi imposible vender un solo avión. Cambiaron el nombre de la compañía para llamarse McDonnell Douglas y cambiaron el nombre del modelo para que fuese el MD-11. Pero fue inútil.
Desde 1996 Douglas/McDonnell Douglas forma parte de Boeing y el DC-10/MD11 dejó en poco tiempo de fabricarse en beneficio de los modelos equivalentes de Boeing.
Los pilotos siguen diciendo que es un buen avión, así es que la industria aeronáutica ha reservado el modelo para las situaciones en las que no hay que depender de que los pasajeros se asusten o no: el MD-11 es un éxito como avión de carga y las puertas de las bodegas se abren hacia afuera sin problemas (los vuelos de carga no suelen despegar con tantas prisas como los de pasajeros) al igual que muchos otros modelos posteriores que han copiado su inteligente solución.
El epílogo de la desastrosa historia de este modelo es que cuando en el año 2000 se estrelló un Concorde, en el único accidente de aquel precioso avión supersónico, la investigación posterior descubrió que la rotura del depósito en el despegue había sido debida a una pieza de titanio que estaba en la pista y que reventó una rueda del Concorde cuando ya iba lanzado a toda velocidad desencadenando la catástrofe porque un trozo de rueda perforó el tanque del combustible. La pieza que estaba en el suelo era una chapa de buen tamaño que se le había caído al avión que había despegado justo antes: un maldito DC-10.