Después del Comet, la industria aeronáutica británica nunca alzó el vuelo o, al menos, no llegó tan alto como sus competidores.
LA APUESTA CAPITALISTA: EL CONCORDE
Unos años después, los británicos se aliaron con sus eternos vecinos y rivales, los franceses, para desarrollar el Concorde, que se llamó al principio Super-Carabelle y fue (desde el punto de vista técnico) un éxito absoluto y uno de los aviones más bizarros que han surcado los cielos. Los norteamericanos intentaron desarrollar su propio avión supersónico (el Boeing B2707), pero no lo consiguieron por razones financieras y organizativas (la razón de fondo es que nunca «creyeron» en el proyecto) y se dedicaron durante el resto de la larga vida útil del Concorde a criticar el ruido que hacía o su consumo. Incluso, en principio no le dejaban sobrevolar territorio estadounidense, por lo que sólo podía aterrizar en Nueva York o Washington.
LA RESPUESTA COMUNISTA: EL TU-144
La competencia rusa en el ámbito de los vuelos supersónicos merece unos párrafos aparte.
El Tupolev Tu-144 era tan parecido al Concorde, que se ganó el apodo de «Concordosky». Se cuenta que era un éxito del espionaje soviético, pues se desarrolló a partir de los planos robados del Concorde. Sin embargo, si así fue, ese fue uno de los peores desastres del espionaje, porque robaron el juego de planos de la versión 2 del Concorde (o, al menos, es a esa versión a la que se parecía como dos gotas de agua), mientras que los franco-británicos construyeron el prototipo basándose en la versión 7 de los planos del avión.
Siempre pareció que más que transportar pasajeros a dos veces la velocidad del sonido, lo que importaba era hacerlo más rápido, más alto y antes que el Concorde; y algo de eso sí que consiguió, puesto que voló dos meses antes, alcanzó la velocidad máxima también antes, etc. Pero las prisas no son buenas y, aunque voló antes, su consumo y sus costes de mantenimiento lo hacían muy poco eficiente. De todas formas, su vocación natural no era el competitivo mercado capitalista, sino la acotada y protegida estructura comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y allí desarrolló su carrera, volando sobre todo entre Moscú y Alma Ata (en mitad de Siberia).
EXHIBIENDO ERRORES
De todas formas, la imagen que el mundo occidental recuerda del Tu-144 es su intento de impresionar a los asistentes al Salón Aeronáutico de Le Bourget, en junio de 1973, cuando realizó un giro excesivamente cerrado a poca altura y, a la vista de toda la prensa mundial, se estrelló. Murió toda la tripulación y la comisión de investigación determinó que no había habido fallos técnicos: sólo había sido una maniobra excesivamente atrevida por el intento de presumir; el avión entró en pérdida y el sobreesfuerzo de motores y alerones durante el intento de sacarlo de la barrena hizo estallar el aparato cuando faltaban pocos metros para chocar con el suelo.
No es que los soviéticos fuesen estúpidos o, si lo eran, no estaban solos en ello. Un par de años antes, también en el Salón Aeronáutico de Le Bourget, un avión español, el CASA C212 Aviocar, pilotado por el experimentadísimo Ernesto Nienhuisen, mientras intentaba mostrar lo corto que podía ser un aterrizaje con ese modelo bajó demasiado la velocidad todavía a varios metros de altura, de hecho puso las hélices en posición de frenado y a toda potencia todavía en el aire, y cayó como un fardo sobre la pista. Los espectadores aplaudieron el cortísimo aterrizaje y el piloto llevó el avión hasta el hangar, donde hubo que desarmarlo: había dañado las vigas principales del ala, que se había hundido unos centímetros en el techo del fuselaje. De todos modos, en ese momento nadie se dio cuenta y el modelo fue un éxito comercial; de hecho, ese ejemplar concreto es el que se exhibe en el Museo del Aire de Cuatro Vientos y aún vuela de vez en cuando.
El Tupolev todavía voló bastantes años en rutas interiores de la URSS, pero cuando empezó a importar el coste de esos vuelos (casi todos fueron vuelos de carga) Aeroflot, la única compañía aérea que lo tuvo en explotación, lo retiró del servicio y las unidades que quedaban todavía presentables se repartieron por los museos que las solicitaron.
Pese a todo ese panorama, el Concorde sí que siguió volando, y durante treinta y cuatro años llevó bien alto la bandera de la tecnología europea.