Capítulo 17. De Havilland Comet

El De Havilland Comet era un avión muy bonito, con un morro afilado y unos motores encastrados en el inicio del ala, hasta el punto de casi pasar desapercibidos. Además, era el primer avión de pasajeros propulsado a reacción, lo cual le bastaba y sobraba para formar parte de la historia de la aviación. Volaba más rápido y más alto que cualquier otro avión comercial anterior, por lo que se le auguraba una larga vida plagada de éxitos y, de hecho, un derivado de aquel Comet que empezó a volar en 1952 todavía surca los aires más de medio siglo después con el nombre de Nimrod: en el comienzo del siglo XXI es la plataforma aérea de la RAF para la guerra electrónica.

EL PRECIO DE LA COMODIDAD

La primera consecuencia de que volase tan alto es que necesitaba una completa presurización de la cabina de pasajeros, y la tenía. Los viajeros viajaban a unos nueve mil metros de altura pero con una presión atmosférica en la cabina equivalente a la de unos dos mil quinientos metros, con una comodidad muy por encima de la que podía encontrarse en los espectaculares cuatrimotores de hélice que por entonces cruzaban el Atlántico entre vibraciones y ruidos. Además, sus ventanillas eran bastante más grandes que las de sus competidores, permitiendo disfrutar del paisaje a la vez que de la suavidad del vuelo.

¿El «pero»? Sí, había un «pero»; un «pero» de apariencias inocentes, aunque con consecuencias trágicas: las ventanillas eran rectangulares, «con las esquinas en ángulo recto». Puede parecer nimio. En aquellos tiempos era un detalle decorativo, de la misma categoría que el color de la tapicería o los armarios de la cocina de a bordo. Pero esas esquinas fueron la causa de los accidentes. Los ingenieros tardaron en averiguarlo, porque en aquella época no existían los medios de investigación, de simulación y de ensayo que después fueron habituales y lo único que tenían los investigadores para descubrir al culpable eran varias naves que se habían estrellado y una flota de modernos aviones de pasajeros detenida en tierra hasta que pudiesen demostrar que eran seguros más allá de toda duda.

Para el Comet todo había empezado en 1943, cuando un comité auspiciado por el Gobierno británico abordó la planificación de las aeronaves que iban a ser necesarias en los siguientes años, cuando acabase la guerra. De allí salieron algunos aviones gloriosos, a la vez que diseños dignos del chiste del dromedario, el caballo y el comité.

El Tipo IV de los aviones propuestos por el comité Brabazon, así se llamaba, hablaba de un avión de pasajeros propulsado a reacción, lo cual era toda una muestra de optimismo, porque cuando lo decían todavía no había volado nada que no lo hiciese con hélices. De hecho, el resto de propuestas (los tipos I, II y III) eran aviones de hélice de diferentes tamaños y radios de acción.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Reino Unido intentó con todas sus fuerzas no quedarse retrasado en el mercado de los aviones de transporte, en el que Estados Unidos había avanzado durante la guerra (y el transporte C-40, reconvertido a civil con el nombre DC-3, todavía vuela) mientras los británicos se especializaban en bombarderos poco útiles en tiempos de paz. Pero no lo consiguió: los diseños resultaron poco competitivos y las compañías norteamericanas que habían prosperado durante la guerra (Boeing, Douglas, Lockheed, etc.) siguieron prosperando en la posguerra.

La excepción sin embargo era el Comet, diseñado según las recomendaciones que aquel comité puso bajo el nombre de Tipo IV. Sin llegar a tener unas ventas desmesuradas, iba por el (buen) camino para ser un éxito comercial. Empezó a volar en mayo de 1952 y los comentarios de los pasajeros eran todo alabanzas a su volar silencioso, sin vibraciones, sin verse afectado por las nubes y tormentas (volaba mucho más alto) y tardando la mitad de tiempo en el viaje.

ACCIDENTES MISTERIOSOS

En octubre de 1952 y en mayo de 1953 hubo sendos accidentes (el segundo con víctimas) en los que los Comet no llegaron a elevarse del suelo a causa de un apresurado levantamiento del morro ejecutado por los pilotos, antes de alcanzar la velocidad recomendada. El avión no tenía en ese momento velocidad suficiente como para sustentarse con las alas y, a la vez, el hecho de enfrentarse al viento con las alas y el fuselaje levantado producía una resistencia aerodinámica mucho más fuerte que haciéndolo en horizontal y la velocidad empezaba a disminuir en vez de seguir aumentando, hasta que se estrellaba a pocos metros. En aquella época no estaba todo tan estudiado ni tan controlado como ahora: hoy la «velocidad de rotación» es un parámetro bien determinado y ningún piloto levanta el morro antes de alcanzarla.

Se hicieron algunas modificaciones menores en las alas y en los procedimientos de despegue y no volvió a darse ese problema. Pero en mayo de 1953 se había perdido otro avión, aunque este accidente había sucedido en medio de fuertes turbulencias y lejos de los medios técnicos que se tenía en la fábrica, en una Calcuta afectada por el monzón: el accidente se achacó por tanto al mal tiempo.

La alarma cundió no obstante cuando en enero y en abril de 1954 sendos Comet se perdieron sobre el Mediterráneo sin causas aparentes. Según todas las pruebas, los Comet habían estallado en pleno vuelo.

INVESTIGAR PUEDE SER UN RETO

Se montó una verdadera operación naval para recuperar los restos de los fuselajes, en la que la Marina británica puso en juego sus mejores técnicas de detección submarina. Se recogieron todos los restos que se pudieron recuperar del mar, que no fueron muchos, y lo poco que se pudo hacer en un primer análisis fue descartar cualquier tipo de explosivo o incendio: se habían roto sin ninguna excusa para hacerlo[16].

Sin embargo alguna de las ventanillas que se recuperaron mostraban pequeñas «grietas», justo en las «esquinas». En alguno de los fuselajes que se habían utilizado para pruebas de montaje en Farnborough, la fábrica donde habían nacido los De Havilland, también se descubrieron conatos de grietas. Siempre en las esquinas.

LOS MATERIALES TAMBIÉN SUFREN

En aquella época no se había oído hablar mucho de la «fatiga de materiales», que hoy es una de las asignaturas más importantes en cualquier ingeniería aeronáutica, naval o industrial; pero es la explicación de lo que estaba sucediendo. Visto en un ejemplo de andar por casa: si tomamos casi cualquier pieza de un metal maleable, desde un alambre de cobre a un tenedor que no sea de hierro muy rígido (no debemos utilizar un cubierto al que tengamos aprecio) y lo doblamos, no pasa gran cosa. Si lo desdoblamos, se queda como estaba (aparentemente). Pero si lo hacemos muchas veces, el metal se parte.

En el fondo, lo que está sucediendo es que cada vez que doblamos el metal, en su superficie se forman grietas pequeñas, microscópicas, invisibles normalmente. Cuando lo desdoblamos, las grietas no sólo se cierran sino que, por la naturaleza de la mayoría de los metales como el hierro, se vuelven a soldar de una manera natural y quedan tan firmes como antes de doblarse. O casi.

Casi, porque siempre entra aire en las grietas, y algunas de las moléculas del metal se oxidan, y el metal oxidado ya no se «suelda» con la misma facilidad. Además, el proceso de oxidación produce calor (quemar un combustible es en cierta forma oxidarlo) y el calor hace más fácil la oxidación, que a su vez produce más calor. Es por eso por lo que al doblar muchas veces un metal, este se calienta (nosotros también sudamos al doblar y desdoblar el metal, y es por causas no demasiado diferentes).

En el caso del aluminio es mucho peor que con el hierro, porque el aluminio se oxida a gran velocidad y deja de ser blanco (el aluminio puro es blanco, pero sólo conserva ese color una ínfima fracción de segundo si hay oxígeno a la vista) y pasa a tener ese color gris metálico con el que lo vemos cuando está sin pintar: es el color del aluminio «oxidado». Por suerte, el aluminio oxidado forma una capa impermeable al oxígeno y el resto del bloque de aluminio se mantiene sin oxidar.

Si se consigue que polvo de aluminio sin oxidar se mezcle con algún otro combustible y que en la mezcla resultante, por ejemplo en forma de gel, entre oxígeno en el momento «oportuno», entonces habremos fabricado una de las variantes más peligrosas del napalm[17].

Pero volviendo a lo de la fatiga de materiales, el resultado es que el aluminio, que es un metal muy utilizado en la aeronáutica por su ligereza, sufre mucho con las flexiones y si el experimento de doblar y desdoblar un metal lo estamos haciendo con un trozo de aluminio, es probable que consigamos partirlo doblándolo no más de tres o cuatro veces. De paso es la razón por la que pocas marcas de coches se atreven a fabricar coches de aluminio (cualquier golpe los deteriora en su estructura y no se reparan con cuatro martillazos) y que las llantas de aluminio de los coches sean mucho más gruesas que las de acero y se recomiende cambiarlas al menor golpe: sus grietas son definitivas y acaban con la llanta en pocos kilómetros.

Precisamente eso era lo que le estaba pasando al fuselaje del Comet: cada vez que despegaba, el sistema de presurización de la cabina la cerraba a cal y canto mientras que el sistema de climatización mantenía la presión «atmosférica» del interior como si se estuviese a unos dos mil quinientos metros de altura, pese a que en realidad se estaba volando al triple o más: en otras palabras, el avión (y todos los reactores comerciales actuales) volaba «hinchado» a presión, como si fuera un globo de aluminio.

Y al igual que los globos de cualquier material, el aluminio se estiraba un poco en todas direcciones. Su elasticidad no es como la de la goma, pero si su capacidad de estirarse es, por decir una cifra, mil veces menor que la goma de un globo infantil, lo que pasa es que se estira mil veces menos y, como consecuencia, no «vemos» ese estiramiento, aunque ese estiramiento está ahí y, en el caso del aluminio, provoca que si hay alguna grieta, esta se ensanche y ya no vuelva a cerrarse: es un proceso acumulativo.

Las esquinas de las ventanillas, con sus vértices casi afilados, eran el principio natural de unas grietas que, una vez iniciadas, sólo podían crecer.

Los aviones despegaban, volaban (hinchados) y aterrizaban (deshinchados) varias veces cada día hasta que una de esas grietas se agrandaba tanto como para dejar escapar el aire, lo cual desataba un proceso catastrófico: el aire salía con cada vez más fuerza, el sistema de climatización hacía lo que podía para mantener la presión en cabina pero fracasaba con rapidez porque, al tiempo que el avión iba ganando altura y se movía en una atmósfera cada vez más enrarecida, la fuga de aire agrandaba la grieta y probablemente la ventanilla saltaba al exterior, toda la cabina (que seguramente tenía en ese momento en el resto de ventanillas muchas otras grietas a punto de ser fatales) se despresurizaba de forma casi explosiva, se abrían más grietas, saltaban más ventanillas, el avión dejaba de ser aerodinámico y «chocaba» con el viento a casi mil kilómetros por hora, rompiéndose en pedazos a gran altura.

INVESTIGAR PUEDE SER PELIGROSO

A los investigadores les costó mucho demostrar que «esa» era la historia, entre otras razones porque otros aviones de la época llevaban una presurización y unas ventanillas muy parecidas, como el bellísimo Lockheed Super Constellation, pero como volaban siempre por debajo de los siete mil metros de altura (la presurización no era, por lo tanto, tan potente) y no pasaban de los quinientos kilómetros por hora (el vuelo de TWA de Londres a San Francisco duraba más de 23 horas), el resultado es que las tensiones en el fuselaje no llegaron a dar problemas: era algo totalmente nuevo, los investigadores no tenían pistas ni referencias y las que tenían apuntaban en direcciones contradictorias.

Tuvieron que apartar un fuselaje entero de la cadena de fabricación y llenarlo de agua una y otra vez para simular las tensiones a las que se lo sometía al subir una y otra vez, hasta que vieron aparecer las grietecitas. Incluso llegaron a hacer vuelos de prueba, forzando los aviones al subir y bajar varias veces seguidas vigilando las ventanillas. La tripulación y los ingenieros viajaban con los paracaídas puestos con la esperanza de que si aquello se desmadraba sin poder controlarlo, al menos quizá podrían sobrevivir al desmembramiento de la aeronave y abrirlos para aterrizar cada uno por su cuenta con más o menos suavidad. ¿Alguien aceptaría hoy ese trabajo?

Los aviones destinados al uso militar fueron modificados inmediatamente y se les pusieron las ventanillas de esquinas redondeadas que ahora nos resultan tan familiares en todos los aviones, saliendo a volar sin más experimentos. Para los destinados a uso civil se lo pensaron bastante más. Tardaron tres años en resolver el problema técnico, pero la mala fama no se la quitaron jamás y, para colmo, entre medias había fracasado el intento de fabricar en gran volumen el canadiense Avro C-102 Jetliner.

Sin embargo Sud Aviation puso en vuelo en 1955 el Caravelle, un éxito comercial francés de reactores en posición trasera, con ventanillas triangulares pero de vértices redondeados, en el que abundaban los pegamentos y colas más que los pernos y las tuercas. Y Boeing puso en circulación en ese plazo el 707, con sus reactores bajo las alas, climatización, presurización y ventanillas de esquinas redondeadas, con lo que esa victoria quedó también, para siempre, del lado norteamericano con un honroso segundo puesto para la industria francesa.