Capítulo 15. Hindenburg

El Hindenburg fue la mayor aeronave de la historia, cruzó el Atlántico decenas de veces dando un servicio regular de pasajeros puntual y de calidad, pero sólo se la recordará por sus últimos treinta y siete segundos, cuando se incendió a punto de atracar en Lakehurst.

La película de la catástrofe se proyectó en todos los cines durante las siguientes semanas. Es una catástrofe aérea muy bien documentada desde el punto de vista periodístico, con una admirable narración de Herbert Morrison en directo, emocionada y emocionante, que podemos escuchar mientras vemos arder al coloso, lo vemos bajar con lentitud, podemos ver pasajeros y tripulantes saltando desde las ventanas en los últimos metros, supervivientes corriendo entre las llamas, etcétera.

Realmente no se sabe por qué sucedió. Hay varias teorías, alguna de ellas bastante bien fundada. Pero no hay manera de estar seguro de cuál fue la causa de aquello. Porque era una nave muy bien construida. La industria alemana llevaba por entonces cerca de medio siglo acumulando experiencia en la construcción de dirigibles para las mayores hazañas, habían hecho volar más de un centenar de grandes aeronaves y no habían tenido accidentes que no pudiesen explicarse por causas que no había por qué repetir. Alguno de sus dirigibles, en los primeros tiempos, había sido doblado por alguna racha de viento, pero se habían hecho más rígidos desde aquello.

En la Gran Guerra, por supuesto, habían sido derribados varios dirigibles por la artillería británica, pero también habían regresado muchos a las bases con averías, demostrando una notable capacidad de supervivencia en condiciones de combate. Incluso, en plena guerra, se organizó un vuelo a Tanganica para ayudar a las tropas del general Paul von Lettow-Vorbeck, acorraladas por los británicos en lo que ahora es Tanzania. El dirigible de socorro despegó el 21 de noviembre de 1917 desde Bulgaria con catorce toneladas de alimentos y municiones para tirárselos a los sitiados y bombas para ayudarles en el combate. La opción de rescatar a los sitiados y sacarles de allí o incluso volar hasta Alemania estaba descartada: no tenían combustible para el regreso.

El dirigible se dio la vuelta a doscientos kilómetros de Jartum, en Sudán, porque las noticias radiadas desde Berlín hablaban de que la guarnición se había rendido o había sido masacrada. Aterrizaron de nuevo en su base búlgara después de noventa y seis horas de viaje, tras recorrer zonas por las que nadie había volado antes y con combustible todavía para volar sesenta y cuatro horas más. No consiguió su objetivo, pero el solo hecho de que pusieran en marcha una misión así habla de la seguridad que inspiraban esas aeronaves y de sus inmensas capacidades, muy por delante y por encima de cualquier otro transporte aéreo de la época.

Tras la guerra los alemanes tenían prohibido construir dirigibles, pero no por ello dejaron de trabajar y de investigar y, cuando pudieron emprender la construcción de nuevas aeronaves, produjeron las más grandes, más famosas y más admirables de todos los tiempos. Entre ellas destaca el Graf Zeppelin. Quizá no era la más grande, pero sus diez años de servicio regular, ininterrumpido y sin incidentes le forjó una brillante aureola de maravilla de la técnica. Además, la mayor parte del mundo civilizado tuvo ocasión de contemplar su plateada figura, pues en sus viajes recorrió casi todo el planeta, incluyendo una vuelta al mundo por encima de Siberia, y sus viajes regulares para llevar carga, correo y pasajeros a Sudamérica le hicieron habitual de sus cielos.

Muchas ciudades del mundo tienen en sus archivos de «momentos históricos» alguna imagen del Graf Zeppelin flotando majestuoso por encima de sus tejados.

PASEANDO BIEN ALTO LA BANDERA… DEL PARTIDO

El dirigible era un gran éxito mediático y comercial, pero no por eso era lo mejor que se podía hacer. Además, en aquellos complicados años, Alemania estaba dirigida por Adolf Hitler y los éxitos técnicos se convertían en éxitos políticos con toda soltura: siempre había presiones para hacer algo mejor, más grande, más glorioso.

No es que entre medias no se construyesen otras aeronaves; incluso los alemanes construyeron dirigibles para exportar a Estados Unidos. Pero para mayor gloria del Reich había que hacer una aeronave que llevase la bandera alemana a más destinos. Se llamó Hindenburg. Y en lugar de pintarle en la cola la bandera alemana, dibujaron la esvástica del partido nazi. Es como si a los aviones de American Airlines, por poner un ejemplo, en lugar de la bandera de barras y estrellas les pintasen el anagrama del Partido Republicano (o del Demócrata, que tan absurda es una cosa como la otra).

El Hindenburg estaba diseñado para ser llenado de helio, un gas que tiene un 10% menos de potencia elevadora, pero que a cambio «no» es combustible. Uno de los primeros dirigibles del conde Zeppelin, el LZ4, tras un aterrizaje forzoso en el campo por una avería y una vez abandonado por la tripulación, fue arrastrado hacia unos árboles y, tras partirse la estructura, acabó ardiendo. Salvo el caso de aquel primitivo diseño los alemanes no habían tenido más incendios en sus aeronaves que los causados por las balas incendiarias de los cazas británicos en sus bombardeos sobre Londres, y estaban muy orgullosos de sus métodos que, confiaban (y tenían muchos años de experiencia que los corroboraban), hacían casi imposibles los accidentes: Pero si además no los llenaban de hidrógeno, mejor aún.

Sin embargo, el helio no abunda y, en aquellos años, los norteamericanos tenían el monopolio de su comercialización y ninguna gana de vendérselo a alguien que lo iba a utilizar para pasear una esvástica por todo el mundo. Los alemanes respondieron con un encogimiento de hombros oficial y lo llenaron de hidrógeno, lo que les permitió, además, cargar aún más personas, más paquetería y más lujos, incluyendo un segundo piano de cola. Era una aeronave en la que los pasajeros disponían de camarotes, cama, terrazas desde las que disfrutar del paisaje, salón de fumadores (sólo había un mechero en toda la nave y estaba allí, fijado a la pared y vigilado el salón por un camarero), dos pianos, comedor, cocinas, sala de juegos, etc. A día de hoy sigue sin volar una nave tan cómoda y lujosa como el Hindenburg.

En la temporada de 1936, realizó todos los vuelos programados sin ninguna incidencia y, al principio de la temporada de 1937 (sólo volaba en la ruta Alemania-Estados Unidos desde la primavera hasta el otoño), todo parecía que iba a seguir así: la travesía del Atlántico era ya algo rutinario. Pero el primer vuelo de la temporada sí despertaba cierta expectación, así que fue la ocasión de filmar unos metros de película para los noticiarios cinematográficos, y en Lakehurst estaban, además de los familiares de los pasajeros, unos cuantos periodistas cubriendo la noticia de la reanudación de los vuelos.

Para la transmisión radiofónica se estrenaba un método que entonces era original y que, gracias a él, pudo escucharse en los días siguientes por todos los norteamericanos, y todavía hoy podemos oír aquella emocionada transmisión: en lugar de emitir en directo se grababa un disco parecido a los de vinilo para después llevarlo a la emisora y emitirlo en diferido.

Cuando el Hindenburg ya estaba sobre el mástil de atraque, en una más de sus maniobras rutinarias, cuatro minutos después de soltar los cables de arrastre que ya estaban siendo llevados a la torre para desde ella acercar el dirigible como se hacía cuando el viento superaba cierto umbral, simplemente empezó a arder.

EL FINAL DE UNA ERA, EN TREINTA Y SIETE SEGUNDOS

Como mostraron las imágenes de la tragedia, el fuego empezó en la cola, cuando la aeronave todavía estaba a un centenar de metros de altura. Hay quien declaró que lo primero que vieron fue una nube de humo negro, lo cual alimenta desde entonces la teoría de que fue una bomba lo que lo provocó. Treinta y siete segundos después era un montón de chatarra en el suelo.

Lo que parece increíble contemplando las imágenes es que de las noventa y siete personas que viajaban a bordo entre pasajeros y tripulantes, sólo murieron treinta y cinco (más una persona del equipo del aeropuerto) y las sesenta y dos restantes se salvasen con diversos grados de heridas y quemaduras, alguno prácticamente ileso. Hubo quien saltó por las ventanas cuando el dirigible estaba a pocos metros del suelo, algún tripulante se salvó porque reventó sobre él un depósito de lastre y el agua le evitó lo peor del fuego, hubo un camarero de catorce años (la legislación de entonces no era como la de ahora y un empleado de catorce años pesaba menos que si tuviese treinta) al que le dio tiempo a intentar llevarse algún recuerdo (al día siguiente todavía volvió por su reloj, que encontró, y se llevó alguna pieza de porcelana de la vajilla del Hindenburg). Hubo alguno incluso al que se ve en las imágenes saliendo por su propio pie de entre las barras de duraluminio todavía en llamas.

Los últimos en abandonar el Hindenburg debieron de ser un par de ancianos pasajeros que se quedaron en su camarote (hecho de materiales relativamente ignífugos) y que fueron obligados a salir de allí, entre las llamas de lo que todavía ardía (el hidrógeno se consumió en segundos, pero las maderas y telas ardieron un rato más), por los primeros miembros del personal de tierra que se metieron entre los restos del dirigible para buscar supervivientes.

LOS ÚLTIMOS GIGANTES DE LOS CIELOS

Como hemos dicho, «no se supo la causa y, por lo tanto, no se pudo aprender nada de cara a evitar futuras tragedias como esa». Por eso mismo, la navegación en dirigibles sufrió un duro golpe, un golpe definitivo. Las conclusiones de las dos comisiones de investigación que se formaron, una norteamericana y otra alemana, son las mismas: quizá fue una bomba, quizá fue un disparo desde tierra de una bala incendiaria, quizá fue un rayo. Pero quizá fuera algo difícil de predecir y, por lo tanto, difícil de evitar.

Al Graf Zeppelin, en ese momento volando cerca de Canarias de regreso de Río de Janeiro, se le hizo atracar en su base y se suspendieron sus vuelos definitivamente. Fue deshinchado en junio de 1937, porque inflado con helio no tendría autonomía para atravesar el Atlántico: en su configuración, utilizaba el gas de sus globos como combustible para los motores.

El gemelo del Hindenburg, el Graf Zeppelin II, estaba en construcción y se terminó de poner a punto, aunque no se destinó a los vuelos civiles, sino que se convirtió en una aeronave militar con misiones de vigilancia y espionaje. A finales de mayo de 1939, con la guerra ya en el horizonte, hizo un vuelo sobre las Islas Británicas tratando de localizar los radares militares, pero los alemanes no sabían que esos radares funcionaban a unas frecuencias muy superiores a las que ellos vigilaban, no los detectaron y la misión fue un fracaso; si el Graf Zeppelin II hubiese tenido éxito, quizá la Batalla de Inglaterra se hubiese desarrollado de forma muy diferente.

Los norteamericanos, con diseños propios como el Shenandoah, y copiando soluciones del dirigible LZ-126, que compraron a los alemanes y rebautizaron como ZR-3 Los Angeles, escribieron su propio capítulo de la historia de los dirigibles. Fueron buenos aparatos, robustos, pero todos (menos el construido en Alemania, curiosamente) sucumbieron víctimas del mal tiempo y, en los casos del Shenandoah y del Akron, murieron varios de sus tripulantes.

Es curioso que la entrega del LZ-126 a sus compradores, con un vuelo sin escalas entre Alemania y Estados Unidos, fuese de paso en mayo de 1924 el primer vuelo de la historia entre la Europa y la América continentales. Para un dirigible era un vuelo casi rutinario, la entrega al cliente de lo que había comprado, pero supuso un hito de la aeronáutica.

Hay una espectacular foto del Los Angeles en posición completamente vertical, con el morro todavía amarrado al poste de tierra: lo colocó de esa manera una racha de viento de cola, pero el dirigible terminó colocándose de nuevo horizontal al otro lado del amarre sin más daños que los derivados de los objetos que rodaron de un lado para otro durante el malabarismo.

En Akron, Ohio, se formó una compañía mixta germano-norteamericana de nombre Goodyear-Zeppelin, con unas buenas instalaciones de las que surgieron dos nuevos dirigibles, el Akron y el Macon, unas ambiciosas naves militares a las que se dotó incluso de aviones, solución ensayada en el Los Angeles, biplanos que iban colgados de la panza del dirigible y se soltaban para misiones de defensa o de observación. Los aviones, diseñados para la ocasión por la Curtiss, en algún caso ni siquiera estaban provistos de ruedas para el aterrizaje, pues la idea era que siempre volvían al dirigible al final de sus misiones.

De todas formas en 1933 el Akron se estrelló en el Atlántico, de nuevo por culpa del mal tiempo, y murió la mayoría de sus tripulantes, y el Macon, con el agravante de una avería previa en el timón de cola, también cayó en 1935 víctima de una racha inoportuna aunque, en su caso, lo hizo sobre aguas templadas del Pacífico y se salvó la mayor parte de la tripulación.

Los norteamericanos llegaron a la conclusión de que no iban a seguir intentándolo y desguazaron el Los Angeles. Parece una maldición de esas naves que las mejores de ellas estuvieran condenadas a ser desguazadas cuando funcionaban perfectamente.

SUCESORES SIN ROMANTICISMO

En cualquier caso, los dirigibles terminaban su ciclo y, dos meses después del incendio del Hindenburg hizo su primer vuelo Berlín-Nueva York el FW200, un avión de pasajeros alemán capaz de atravesar el Atlántico sin escalas que dejaba atrás los anteriores tímidos avances hechos con hidroaviones.

Los hidroaviones tienen su momento de auge en esos años, con un vuelo regular a través del Pacífico. Les daba mucha seguridad a tripulación y pasajeros saber que podían amarar si tenían problemas por el camino. Incluso había habido un curioso conato de servicio regular de correo en el que un pequeño hidroavión con las sacas de correspondencia volaba cargado a la espalda de otro hidroavión más pesado, el cual le acercaba lo más posible a la costa contraria para que pudiese llegar con su limitado radio de acción mientras el hidro pesado se volvía al aeropuerto del que había salido.

Pero el hecho de cargar con un casco de barco por debajo del avión, con la robustez necesaria para embestir el mar, quizá con olas, a cientos de kilómetros por hora, los hacía pesados y poco capaces de cargar correo y pasajeros en comparación con los que aterrizaban sobre ruedas.

En esos días estalló la Segunda Guerra Mundial y el aire, durante casi seis años, fue territorio militar. A su final, cruzar el Atlántico era una tarea que estaba al alcance de la técnica sin llevarla a sus últimos extremos. Si el Hindenburg no hubiese terminado a sangre y fuego la era de los grandes dirigibles («lo que el fuego corona es irrepetible»), hubiesen desaparecido de todas maneras muy poco después, víctimas de los bombardeos masivos de la Segunda Guerra Mundial y sobrepasados en velocidad y rendimiento comercial por los aviones de pasajeros que cruzaban el océano, tras la guerra, cuatro veces más rápido, con la décima parte de tripulantes y, en suma, a un coste muchísimo menor.

NO HAY ELEMENTOS SIN IMPORTANCIA

Mucho después, técnicos de la NASA estudiaron las pinturas utilizadas en la cubierta exterior del Hindenburg: también había que pintar los cohetes para protegerlos de la corrosión. Descubrieron una cosa muy curiosa: para darle ese color plateado se había utilizado una pintura basada en óxido de hierro y acetato-butirato de celulosa impregnado de polvo de aluminio (que era lo que le daba el aspecto metalizado). Y el polvo de aluminio, si reacciona con el oxido de hierro, forma la «termita», que es un explosivo. El gran dirigible tenía infinidad de detalles orientados a eliminar cualquier posibilidad de que saltase una chispa eléctrica en su interior, pero estaba cubierto por una tela que, con la pintura con la que estaba recubierta, podía ser en extremo inflamable al envejecer.

Tampoco se puede afirmar con certeza que esa fue la causa de la pérdida del Hindenburg, sino tan sólo la constatación de que en un sistema muy complejo es posible encontrar muchas formas de que las cosas vayan mal y que el orgullo deriva a veces en prepotencia y esta en fracaso de maneras incontrolables. Y es una gran lástima, porque ver las evocadoras imágenes de aquellos gigantes del aire nos provoca las más tristes e intensas sensaciones al darnos cuenta de que hubo una vez algo que existió, que era bello, que voló y que nunca más surcará los cielos nada comparable, nada ni siquiera remotamente parecido. Para un ingeniero es una sensación equiparable a la que puede sentir cualquier alma sensible al contemplar en las ruinas de Olimpia el hueco en el que estuvo la estatua de Zeus Olímpico, la mejor obra de Fidias, que ya no está y cuya belleza es imposible de recuperar.

UN AEROPUERTO CÉNTRICO

Curiosamente, queda a la vista de todos un espectacular recuerdo de la época de los grandes dirigibles: un mástil de amarre que se diseñó para ser el punto de atraque de los dirigibles en sus vuelos transatlánticos, ofreciéndoles la ventaja de un «aeropuerto» céntrico: El Empire Estate Building, que tras la caída de las Torres Gemelas volvió a ser el edificio más alto de Nueva York, tiene esa curiosa forma de remate en el punto más alto porque se diseñó para que allí atracasen el Hindenburg y sus herederos y cualquiera que ahora visite el último mirador todavía puede imaginar el dirigible con su mole de casi doscientos cincuenta metros de largo enganchada donde después se añadió una antena de radio y a los pasajeros bajando por la escalerilla de proa al corredor circular que corona el edificio para, con un simple ascensor, terminar de aterrizar en el centro de la ciudad.

El Empire Estate Building con la cima iluminada en una noche nubosa. Foto de José Antonio de la Torre Arias.

De hecho, se llegaron a reservar espacios en los últimos pisos para salas de espera, taquillas, revisión de equipajes, etc., e incluso los abogados del constructor del edificio (que era el impulsor de la idea) prepararon sus argumentos para cuando los vecinos de los edificios próximos les demandasen por poner un monstruo de doscientos mil metros cúbicos sobre sus cabezas. Pero nunca atracaron allí los grandes dirigibles, porque eso no era más que una locura digna de compararse a la Torre de Babel. Para empezar, el aire que recorre las profundas calles de Nueva York produce unas turbulencias que parecen pensadas para espantar dirigibles. Además, atracar en esa azotea hubiese hecho descargar pasajeros, algunos quizá de cierta edad, con sus equipajes y carga o repostar combustible a través de una escalerilla única y no muy amplia, a medio kilómetro del suelo y que se estaría moviendo a un lado y a otro, dando vueltas alrededor del edificio al capricho del viento, porque no habría amarres de popa que sujetasen la nave y esta pivotaría sobre el enganche de proa, haciendo que el último escalón nos depositase en una plataforma que casi siempre estaría girando poco a poco a uno u otro lado.

Para más espanto, cada vez que el dirigible soltase lastre, este caería sobre los paseantes y taxis de la Quinta Avenida. Por suerte el lastre no es más que agua que se suelta por un desagüe, aunque en el caso de las maniobras de despegue y atraque se puede soltar por toneladas en pocos segundos. Y no hablemos de los peligros de una maniobra sin apenas personal de tierra, porque no habría sitio para mucha gente en la cima del edificio.

Fue otra de tantas locuras que se cometen cuando se afrontan las cosas con el corazón en lugar de con la cabeza. Pero esta tenía su lado bonito y romántico, como casi todo lo que se mueve alrededor de aquellos gigantes del cielo.