Capítulo 13. Efecto 2000

A finales de los noventa la industria informática estaba en horas bajas. Cuando las empresas de alta tecnología se empezaban a recuperar de la crisis económica de principios de la década, les cayó encima el desplome de las «puntocom», esa crisis sectorial que afectó a miles de negocios construidos en el aire y apuntalados tan sólo en la presunción de que toda idea que tuviese detrás una web iba a tener un futuro brillante y eso iba a suceder de forma inevitable.

EL SARPULLIDO DE LAS PUNTOCOM

Durante algunos años había sido cierto, y ni siquiera los directores comerciales de algunas empresas «puntocom» tenían una idea clara de cuáles eran las razones de que el dinero pareciera que les buscaba aunque se escondiesen. Pero cuando internet dejó de ser algo mágico y pasó a ser un elemento más del paisaje empresarial, cuando los inversores, ante la afirmación de un directivo de que «estamos en internet» ya no ponían cara de admiración sino que preguntaban cuánto dinero les reportaba eso, miles de empresas desaparecieron tan rápido o más que como habían crecido. Lo cual, a pocos años del cambio de milenio[13], dejaba un panorama empresarial deprimido, árido, falto de ideas sobre las que trabajar.

Y allí surgió la nueva panacea: el Efecto 2000.

UN NUEVO NEGOCIO SURGIDO DE LA NADA

El problema, si lo describía un consultor al rancio estilo de la vieja Arthur Andersen, podía ocupar un informe de cientos de páginas y predecir el final inapelable de la civilización. Pero descrito con palabras llanas venía a ser que muchos programas de ordenador iban a tener problemas al comparar fechas, porque sólo guardaban los dos últimos dígitos del año (comodidad, a la vez que consecuencia del vicio de los viejos informáticos de ahorrar espacio) y, al cambiar de milenio, les parecería por ejemplo que faltaba casi un siglo para tener que pagar una factura del 99, dado que estábamos en el año 00.

Hay que pensar que en la época en que se escribieron esos vetustos programas, un disco de treinta megas podía costar más de un millón de pesetas, unos quince mil dólares de los de entonces: se miraba con lupa cada bit que se almacenaba allí. Ciertamente podía ser un problema, muy agravado por el detalle de que se trataba de algunos programas muy viejos, hechos por programadores que también eran ya muy viejos. Y los programadores en activo no tenían ni idea de las técnicas de programación de moda cuando sus padres se conocieron y esos programas se estaban creando a toda velocidad y en muchos casos, adornados con el hecho de que había innumerables entidades que llevaban una doble contabilidad: una para hablar con Hacienda y otra para llevar las cuentas de verdad. Estamos diciendo que cualquiera de las dos contabilidades podía dar problemas. Lo de que el problema fuese grave era más discutible.

Pero todo aquel que se enteraba del chollo que se les venía encima procuraba echar un par de leños más en la hoguera. Al poco, circularon alarmantes informes de que los ordenadores personales se iban a parar en el peor momento porque no entenderían en qué fecha estaban (bueno, los ordenadores personales ya llevaban tiempo parándose sin necesidad de encontrar una buena excusa, por lo que era creíble que también por esto se pararían), que los tratamientos de texto harían tonterías y las hojas de cálculo, tan llenas como están de fechas, iban a ser un galimatías indescifrable.

HISTERIA COLECTIVA

Por supuesto, todos los bancos empezaron a publicar que ellos en concreto no iban a tener ningún problema porque iban a hacer unas enormes inversiones en repasar hasta el último programa para garantizar que (puede que por primera vez en su historia) iban a tener una informática perfecta y sin errores.

Lo peor no obstante les cayó a las compañías eléctricas, de gas, agua, aviación, etc. Las esporas del alarmismo están depositadas por toda la sociedad y, al igual que las esporas de las setas, están ahí aguardando el tiempo que haga falta un pequeño chaparrón de nada que les permita medrar, crecer y surgir en el paisaje como vistosos elementos decorativos pero muy peligrosos: muchos hongos y no pocos alarmistas son un veneno para quien se trague sus productos.

Según se acercaba la fatídica fecha, quien leyese periódicos estaría preocupado porque en el momento de brindar por el nuevo año iba a suceder un apagón, nos íbamos a quedar sin agua, sin calefacción, sin teléfonos, los bancos iban a olvidar para siempre nuestros saldos y, prácticamente, las únicas máquinas que iban a seguir funcionando eran las pistolas y las bicicletas. En los últimos meses de 1999 era muy difícil comprar un sistema de alimentación ininterrumpida de tamaño suficiente como para mantener en marcha una sala de ordenadores, se vendieron toneladas de velas y candiles y millones de pilas alcalinas.

Unos pocos días antes del cambio de milenio (el 28 de diciembre, tradicional día en el que en España se gastan todo tipo de bromas pesadas) a la empresa de uno de los autores le dejó de funcionar la contabilidad (en pleno cierre de las cuentas anuales). Para cuando se demostró que era un problema que no tenía nada que ver con el cambio de milenio sino con el contrato de renovación de la aplicación, cuya actualización se vio perjudicada por un error de la empresa proveedora del servicio, había muchas caras de profunda preocupación alrededor del director de informática, que llevaba meses diciendo que no había que ponerse histéricos con eso del Efecto 2000.

A RÍO REVUELTO, GANANCIA DE PESCADORES

Hubo empresas que ganaron, y otras gastaron, millones de euros (virtuales: los euros sólo se implantaron unos pocos años después) o de dólares vendiendo o comprando equipos que llevasen la etiqueta de «Compatible» con el año 2000, renovando aplicaciones que se cobraban como nuevas y cuya única diferencia con la anterior versión era que no se hacían un lío con las fechas. Durante unos pocos pero revueltos meses cualquier informático al que habían prejubilado un par de años atrás se pudo dar el gustazo de volver a su antiguo banco, tomarse un café con sus antiguos compañeros y trabajar unos pocos días cobrando por ello lo que en tiempos le pagaban durante varios meses de rutinaria programación.

Y llegó el año 2000. Eso era casi lo único real e inevitable.

Y NO PASÓ NADA

Por supuesto, no hubo apagones, ningún banco se arruinó por hacer mal las cuentas, los coches siguieron teniendo los mismos accidentes que en 1999 y los ordenadores siguieron encontrando variadas e imaginativas excusas para hacernos la vida difícil sin necesidad de hacerse líos con las fechas. El único problema que sufrimos alguno de nosotros en primera persona es que, a causa de la precaución que habíamos tomado de mandar apagar todos los ordenadores posibles en esa Nochevieja, a la hora de ponerlos de nuevo en marcha siempre había alguien que no se acordaba de la clave de acceso.

Las grandes consultoras que habían cobrado facturas millonarias a sus clientes para revisar sus sistemas tuvieron que agarrarse con todas sus fuerzas al argumento de que si no había habido ningún problema en ninguna parte era gracias, precisamente, a que se habían revisado los sistemas. Y cuando se les respondía que tampoco había habido problemas conocidos en las empresas que no habían revisado sus sistemas, en vez de decir que esas otras empresas no tenían grandes problemas porque no tenían grandes consultoras aconsejándoles, se agarraban al argumento de que había sido un éxito que tenían que agradecer a la revisión de los sistemas y repetían una y otra vez esas consignas como un mantra.

A continuación se pusieron a redactar los prolijos informes que advertían de los apocalípticos castigos que caerían sobre la banca y las empresas por el advenimiento del euro, agravado en España e Italia por haber dejado de trabajar con céntimos décadas atrás, acostumbrándonos a «redondear» en todas las operaciones, y los viejos programadores se volvieron a frotar las manos con esa nueva ocasión de complementar sus siempre escasas jubilaciones, ayudados también por Hacienda, que sigue haciendo necesaria para muchas entidades la doble contabilidad.