Durante más de treinta años, cualquiera podía aspirar a grabar una canción en un magnetofón. Los había de cinta de varios tamaños, alguno incluso barato, y en los años setenta el casete terminó de popularizar la tecnología. Hubo otros intentos, como la cinta de ocho pistas, que no necesitaba ser rebobinada, pero de la que nunca se comercializaron grabadores domésticos, así que los clientes se decantaron por otras técnicas con las que sí pudiesen grabar cualquier cosa: el cartucho de ocho pistas fue uno de esos pequeños desastres comerciales.
Pero, en un mundo en el que la «fuerza» estaba del lado de la televisión, grabar una canción de la radio sabía a poco.
TRES OPCIONES SON DEMASIADAS COMO PAREJA DE BAILE
El mercado doméstico estaba pidiendo un magnetoscopio y a principios de los ochenta llegaron no «una», sino «tres» soluciones para esa pretensión.
Philips proponía su casete Philips V2000, con gran duración y con una ventaja diferenciadora: la cinta se podía dar la vuelta y por la cara B grabar y reproducir otro tanto como en la cara A, una ventaja frente a la necesidad que tenían sus competidores de rebobinar los casetes durante minutos que se hacían eternos para volver a ver esa película.
Sony vendía su sistema Betamax, con una calidad de imagen inferior a la de Philips y unas cintas que duraban mucho menos, aunque eran más pequeñas.
Matsushita (JVC, Panasonic, etc.) comercializó el VHS, con la peor calidad de imagen de los tres sistemas (tenía bastantes menos líneas por pantalla) y unas cintas más grandes y aparatosas.
Si por los técnicos hubiese sido, es evidente que el V2000 se hubiese impuesto a Betamax y VHS, pero Philips, que en ese momento era todo un imperio holandés de la electrónica, no estableció ningún acuerdo significativo con otras marcas para fabricar magnetoscopios con su tecnología y descubrió, demasiado tarde, que en muchas tiendas sus equipos ni siquiera eran ofrecidos a sus clientes, por tener más ofertas de Beta y VHS mientras que de V2000 sólo había un modelo o dos, que quedaban arrinconados entre decenas de modelos de la competencia. Llegados a ese punto la solución sólo podía ser gastar una fortuna en publicidad, pero no lo hicieron, fueron tacaños, y le dejaron el campo de batalla a las compañías japonesas.
Philips desapareció del panorama con cierta rapidez y Sony, a la vista del fracaso de Philips por presentarse sola en el mercado, y muy segura de que su mejor calidad de imagen les daba ventaja frente al único oponente que quedaba, se gastó una fortuna en publicidad pero estableció acuerdos casi sólo con Sanyo.
NO BASTA CON SER EL MEJOR: ALGUIEN TIENE QUE DECIRLO
Se repitió la historia: en las tiendas había dos o tres «vídeos» de Sony y Sanyo y el resto del escaparate estaba plagado de ofertas de JVC, Panasonic y la propia Philips, que abrazó la causa del VHS con el entusiasmo del converso. Hasta cuarenta marcas licenciaron las patentes de Matsushita y le decían a los aspirantes a compradores que la mejor opción era una en formato VHS. Al final, Sony pasó también a fabricar videocasetes (magnetoscopios) de formato VHS y nos quedamos todos con la peor de las tres opciones, por el poco empuje de Philips y la excesiva ambición de Sony, que pretendía cobrar demasiado por sus patentes.
Otra forma de ver este pequeño desastre comercial es que en cuestiones tecnológicas, las decisiones «por mayoría» no tienen ningún sentido, por democráticas que resulten, pero elegir la mejor tecnología al comprar tampoco garantiza que sea una buena adquisición si esa tecnología no está apoyada por una empresa adecuada y con voluntad de perdurar.