Hay dos clases de infinito: el universo y la estupidez humana.
De lo primero no estoy seguro.
Atribuida a Albert Einstein
El ser humano ha demostrado a lo largo de la historia que tiene una gran capacidad para crear nuevas herramientas con las que lograr una vida mejor. Sin embargo, el segundo principio de la termodinámica dice que el desorden (la entropía) siempre es creciente, y es un principio fundamental de la física que hoy por hoy nadie ha conseguido contradecir, sobre todo viendo nuestras mesas de trabajo.
Por otro lado, las leyes de Murphy (que era un optimista) dicen que todo lo que puede ir mal irá a peor.
El resultado de realidades como estas es que en todos los aspectos de la vida nos tropezamos con fallos, y cuanto más complejo sea el terreno en que nos movemos, más probabilidades hay de que se produzcan averías y defectos.
En palabras llanas, en cualquier sistema o mecanismo de gran complejidad, el fallo de alguna de sus partes puede hacer que otros elementos del sistema también funcionen peor, lo cual a su vez hace que otros más dejen de funcionar en una cascada que resulta interminable mientras queden piezas. Y en un sistema complejo hay muchas cosas que pueden fallar sin ayudas externas.
El resultado es que los fallos forman parte inevitable de la realidad y lo único que nos debería sorprender es que haya alguien que piense que está por encima de la realidad y que a él o ella no le va a fallar nada. Lo malo es cuando esa persona es responsable de algo que nos afecta, porque eso suele querer decir que no tenía nada preparado para cuando las cosas fallasen y, como segunda consecuencia derivada, provoca que cuando las cosas fallan dejará de estar controlada la situación y el fallo puede rodar ladera abajo y arrastrar toda una avalancha de problemas que resulta imparable hasta llegar al fondo del desastre, quizá incluso llevándose por delante a alguien.
Esos fallos son molestos de una manera muy especial en las «tecnologías aplicadas» porque, por su propia naturaleza, la gente espera que funcionen bien (aunque la mayoría no entienda cómo lo hacen).
No es igual en el mundo de las ideas. Grandes avances filosóficos, éticos o morales han demostrado ser provechosos para la humanidad y no por ello han dejado de tener toda una pléyade de detractores. Del mismo modo, otras supuestas «grandes ideas» han demostrado ser erróneas o incluso dañinas y no por eso han dejado de tener sus seguidores. Sólo por poner un ejemplo (sin entrar en política), podemos encontrar en internet infinidad de testimonios a favor y en contra de la validez de los horóscopos, así como todo tipo de controversias sobre la teoría de la evolución de Darwin, la pederastia, la caída del Imperio romano o la influencia del alcohol en la poesía de Li Tay Po.
En el ámbito de la técnica no se da ese margen de discusión: funciona el teléfono o no funciona y, en el segundo caso, ponemos una reclamación y exigimos que se nos resarza por daños y perjuicios. Sin embargo, no es corriente que nadie demande a un periódico porque su horóscopo del día anterior no se cumplió en alguna de sus facetas.
Esa es la aproximación habitual a la tecnología: «no es cuestión de creencias ni de opiniones». Y sin embargo, de cuando en cuando, una crisis, un incidente o un auténtico desastre llevan las cuestiones técnicas a la primera plana de los periódicos y, como si fuese un tema abierto a opiniones apasionadas, con una cerveza en la mano se discute sobre la oportunidad de desarrollar un avión sucesor del Concorde, sobre las ventajas de la energía eólica frente a la nuclear o sobre el avance que la Estación Espacial Internacional ha supuesto sobre la vieja Mir postsoviética.
Cuando lo que se tiene en la portada de los periódicos es, además, una catástrofe de cualquier calibre, es inevitable que la pasión aflore en los comentarios.
Además, este es un tema moderno. Desde que un mono con ínfulas descubrió que el fémur de un rumiante era muy útil para sacudirle en la cabeza a un vecino, la tecnología ha dado muchas vueltas, sobre todo en el área armamentística, pero se puede decir (y discutir hasta altas horas de la madrugada) que la tecnología ha sido parte de las discusiones de la gente desde finales del siglo XIX y, sobre todo, en la segunda mitad del XX.
Sin ser demasiado estrictos en lo que se refiere a los límites del «siglo XX», vamos a repasar aquí, sobre todo, los desastres más significativos del último siglo relacionados con la tecnología, aunque también comentaremos aquellos que se han sucedido en los primeros años del nuevo siglo que hemos comenzado. La mayoría han sido sucesos que han llegado a la prensa y, por lo tanto, al gran público en mayor o menor medida; pero por lo mismo, han sido conocidos por la sociedad con un carácter sesgado, dada la limitada capacidad de la prensa para explicar cuestiones tecnológicas que, además, en el momento de salir a la palestra no eran conocidas más que por minorías de científicos o ingenieros a los que se les ha concedido, en el mejor de los casos, apenas unos minutos en la pantalla. La opinión del público se ha visto mediatizada, por ello, tanto por las limitaciones de quienes hablaban del suceso como por la inevitable politización de todo lo relacionado con elementos estratégicos como la energía atómica, la carrera espacial, la salud o los intereses comerciales de la informática.
Por todo lo antes dicho, vamos a hablar bastante de astronáutica, porque ha sido la punta de lanza de la tecnología en la segunda mitad del siglo, y vamos a hablar de energía atómica, porque la trascendencia del tema lo merece y porque en pocos otros campos se da un nivel de desinformación y manipulación tan elevado. En el extremo contrario, no vamos a hablar mucho de desastres marítimos, porque los ingenieros navales han dejado los accidentes en manos de las tormentas y las imprudencias de las personas, dado que sus técnicas se llevan depurando varios miles de años.
Por parecidas razones no aparecen en estas páginas ninguna de las catástrofes mineras sucedidas en el siglo XX, porque la parte tecnológica de los problemas de la minería ya se resolvió en el siglo XIX y los siguientes accidentes han sido, casi sin excepciones, resultado de la imprudencia y la tacañería a la hora de invertir en seguridad. Un accidente ocurrido en 2010 ilustra esta afirmación: por el derrumbe de una galería treinta y tres mineros se quedaron atrapados a setecientos metros de profundidad en una mina chilena. Tardaron más de dos meses en sacarlos pero fue una operación limpia, sin nuevos incidentes y sin heridos de ningún grado. Quizá en el buen fin del incidente haya tenido mucho que ver el detalle de que el presidente chileno, don Sebastián Piñera, «exigió» en las primeras fases del accidente que el rescate se llevase a cabo sin que los políticos ni los empresarios discutieran las opiniones de los técnicos; a partir de ahí se hizo un plan a tres meses vista, sin histerias ni regateos, que se cumplió en todo menos en los plazos que, gracias al sobreesfuerzo de los implicados, se adelantaron en más de un mes.
En consonancia con el creciente papel de la tecnología en la sociedad, saldrán a relucir muchos más casos en la segunda mitad del siglo que en la primera; pero es que la Segunda Guerra Mundial comenzó transportando los cañones en mulas y terminó con bombas atómicas y aviones a reacción, y es desde entonces cuando la tecnología ha dirigido con mano férrea los avances de la humanidad. ¿Avances?… No todos, desde luego.
El paso del tiempo, además de perspectiva, nos ha proporcionado una curiosa miopía: a finales del siglo XX hacen falta años de pruebas y homologaciones para comercializar un medicamento, pero se venden incluso fuera de las farmacias algunos, como la popularísima aspirina, que difícilmente superarían hoy las pruebas que se exigen a los nuevos. Del mismo modo, se publicitan con todas las bendiciones esperpentos contaminantes como el coche eléctrico (justificaremos estas palabras en el capítulo correspondiente) mientras se mantienen sin suscitar debate gigantescas centrales eléctricas movidas por carbón y en China se inaugura cada semana una del tamaño de la más contaminante de Europa.
No podemos pretender ofrecer en las siguientes páginas «la verdad definitiva» sobre estos temas, pero sí que hemos hecho un esfuerzo por dar una visión que, además de amena, esté exenta de intereses políticos, comerciales o estratégicos, con la esperanza de servir al lector para tener una opinión mejor informada sobre temas polémicos y que afectan muy directamente a nuestras vidas.
La intención no es ofrecer una enciclopedia de los desastres, ni tratar todos ellos de la misma manera, porque no se aprende lo mismo de la catástrofe de Chernóbil que de la caída de «las bombas de Palomares», ni es tan compleja la caída del puente de Tacoma como la misión del Apollo XIII.
Veremos algunos casos conocidos y otros no tanto de tecnologías que han fallado estrepitosamente, pero que en muchos casos lo han hecho pese a que estaban bien programadas para evitarlo, en la mayoría de esos casos porque el ego que tenemos los humanos nos puede (¿el miedo a que el monstruo de Frankenstein nos supere?) y ha hecho que alguien, quizá creyéndose más capaz que las máquinas, desactive las precauciones del sistema, logrando que falle gracias a nuestro insistente deseo (más bien estupidez) de llevar la contraria a lo que otros habían planificado. Ese alguien por fin tuvo sus cinco minutos de televisión, aunque no como hubiera querido. Estamos hablando de Chernóbil, por ejemplo.
En otros casos, por el contrario, una serie de fallos que no estaban bien previstos han llevado a los sistemas al borde del desastre, pero el trabajo bien hecho del conjunto de técnicos implicados en el caso lo evitó o, al menos, evitó lo peor de la catástrofe y enseñó el camino para hacerlo mucho mejor la próxima vez. Por ejemplo, y sin salir de las técnicas nucleares, así sucedió con el accidente de la central de Harrisburg en la Three Mile Island.
Vamos, a partir de aquí a centrarnos en unos cuantos incidentes (un mal funcionamiento que podría haber sido mucho peor), desastres (un incidente que ha terminado causando grandes pérdidas de dinero, materias primas o tiempo) y catástrofes (un desastre que, además, ha costado víctimas humanas), agrupándolos por ramas tecnológicas como son las involucradas en la carrera espacial, en la generación de energía, en la aeronáutica, la informática, etc. A veces es difícil clasificar un accidente de una forma inequívoca; no pocas veces hemos tenido que recurrir al viejo chiste:
Si es verde y se mueve: biología.
Si huele mal: química.
Si duele: medicina.
Si sabe fatal: farmacia.
Si funciona mal… pero funciona: ingeniería.
Si parece que funciona bien, pero no funciona: informática.
Si levanta muuucho polvo: obras públicas.
Estamos convencidos de que al terminar el libro, el lector tendrá una visión de conjunto de la relación que guardan entre sí la tecnología, los desastres y el sentido común. Esperamos que también en ese momento comparta con nosotros una visión esperanzada de nuestro futuro y que, por el camino, haya pasado unos buenos ratos leyendo, pues el disfrute del lector es la «razón última» de escribir, publicar y leer libros.