Capítulo 21

Jeff Winston murió solo, pero la suya no fue una muerte definitiva. Despertó en su despacho de la WFYI, donde se había truncado abruptamente la primera de sus muchas vidas; de las paredes colgaban horarios de periodistas, en su escritorio había un retrato de Linda, el pisapapeles que se había mellado cuando él se había aferrado el pecho y dejó caer el teléfono hacía tanto tiempo. Echó un vistazo al reloj digital de la estantería de libros:

12:57 18 OCT 1988

Le quedaban nueve minutos de vida. No tenía tiempo para pensar en nada más que en el dolor que se perfilaba, amenazante, y en la nada.

Las manos empezaron a temblarle y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Eh, Jeff, lo de la nueva campaña… —Ron Sweeney, el director de promociones, estaba en el vano de la puerta de su despacho y lo miraba fijamente—. ¡Caray, estás blanco como un papel! ¿Qué te ocurre?

Jeff volvió a mirar el reloj.

13:02 18 OCT 1988

—Sal de aquí, Ron.

—¿Quieres que te traiga un Alka-Seltzer o algo así? ¿Quieres que llame a un médico?

—¡Que salgas, joder!

—Vaya, lo siento, yo sólo… —Sweeney se encogió de hombros y cerró la puerta.

El temblor de las manos le fue subiendo a los hombros y de ahí pasó a la espalda. Cerró los ojos, se mordió el labio superior y sintió gusto de sangre.

Sonó el teléfono. Lo cogió con mano temblorosa cerrando el amplísimo círculo que había comenzado hacía tantas vidas.

—Jeff —le dijo Linda—. Tenemos que…

El martillo invisible le golpeó el pecho y volvió a matarlo.

Volvió a despertar y miró aterrado los números rojos que brillaban en la otra punta de la habitación:

13:02 18 OCT 1988

Lanzó el pisapapeles al reloj y le destrozó la esfera de plástico. Sonó el teléfono y siguió sonando. Jeff acalló sus timbrazos con un grito, un aullido animal, y luego murió y volvió a despertar con el teléfono en la mano, y oyó las palabras de Linda y volvió a morir una y otra vez. Despertó y murió, la conciencia y el vacío se alternaron tan deprisa que no logró percibirlos, pues no podía hacer otra cosa que concentrarse en el momento en que se iniciaba el dolor en el pecho.

La mente estragada de Jeff suplicó que la liberaran, pero su súplica no fue atendida, e intentó huir, hacia la locura o el olvido, ya no importaba. Pero él seguía viendo, oyendo y sintiendo, plenamente consciente de aquel tormento, suspendido sin fin en la terrible oscuridad que impera en el momento paralizante que media entre la vida y la muerte.

—Tenemos que… —oyó decir a Linda—, tenemos que hablar.

Sintió un dolor pero no supo dónde. Tardó un momento en identificar su origen: la mano con la que sujetaba el teléfono estaba rígida como una garra. Jeff la relajó y el dolor aminoró.

—¿Jeff? ¿Has oído lo que te he dicho?

Intentó hablar pero a duras penas le salió un sonido gutural mezcla de gemido y gruñido.

—He dicho que tenemos que hablar —repitió Linda—. Tenemos que sentarnos y hablar muy en serio sobre nuestro matrimonio. No sé si a estas alturas se podrá arreglar, pero me parece que merece la pena intentarlo.

Jeff abrió los ojos, miró el reloj de su estantería:

13:07 18 OCT 1988

—¿Vas a contestarme? ¿Entiendes lo importante que es esto para los dos?

Los números de la esfera del reloj cambiaron silenciosamente avanzando hasta la 13:08.

—Sí —respondió con gran esfuerzo—. Lo entiendo. Hablaremos.

Ella soltó un largo suspiro.

—Tendríamos que haberlo hecho hace tiempo, quizá no sea tarde.

—Ya veremos.

—¿Crees que podrás volver temprano?

—Intentaré —le dijo Jeff con un nudo en la garganta reseca.

—Te veré entonces —dijo Linda—. Tenemos mucho de que hablar. Jeff colgó sin dejar de mirar el reloj. Eran las 13:09.

Se tocó el pecho y notó el latido acompasado. Vivo. Estaba vivo y el tiempo había retomado su fluir natural. ¿Acaso había dejado de fluir alguna vez? Tal vez había tenido un ataque al corazón, un ataque leve, aunque lo bastante fuerte como para empujarlo al borde de la alucinación. No era nada raro; él mismo había pensado en la analogía del hombre que se ahoga y ve repetirse los acontecimientos de su vida en el fondo; la primera vez que sintió el dolor esperaba que le ocurriera algo así. El cerebro era capaz de elaborar prodigiosas fantasías en las que el tiempo se comprime o se expande, sobre todo en un momento de crisis como la que él había experimentado.

Claro, pensó secándose con alivio la frente sudorosa. Tenía sentido, más que creer que había pasado por todas esas vidas, experimentado todos esos…

Jeff volvió a mirar el teléfono. Sólo había un modo de salir de dudas. Sintiéndose un poco tonto, marcó el número de información del condado de Westchester.

—¿Qué ciudad, por favor? —le preguntó el operador.

—New Rochelle. Busco a un señor que se llama Robison, Steve o Steven Robison.

Siguió una pausa, un clic en la línea y a continuación, una voz monótona sintetizada por ordenador le leyó el número.

A lo mejor había oído aquel nombre en alguna parte, pensó Jeff, tal vez en alguna noticia menor. Pudo habérsele grabado en la mente y quedar sutilmente entrelazado en su delirio durante semanas, incluso meses.

Marcó el número que le había dado el ordenador. Le contestó la voz gangosa y congestionada de una chica joven.

—¿Está tu madre? —le preguntó Jeff.

—Ahora se pone. ¡Mamá, teléfono!

Le contestó la voz distorsionada y sin aliento de una mujer.

—¿Diga?

Resultaba difícil precisar nada porque respiraba deprisa, como si le faltara el aire.

—¿Eres… Pamela Robison? ¿Pamela Phillips?

Silencio. Hasta la respiración se detuvo.

—Kimberly —dijo la mujer—. Ya puedes colgar. Y tómate otro Contac y el jarabe para la tos.

—¿Pamela? —repitió Jeff cuando la niña hubo colgado el teléfono—. Soy…

—Ya lo sé. Hola, Jeff.

Jeff cerró los ojos, inspiró hondo y soltó el aire despacio.

—Entonces… sí ocurrió. Todo esto ocurrió de verdad. Starsea, Montgomery Creek y Russell Hedges. ¿Sabes de qué te estoy hablando?

—Sí. Yo tampoco estaba segura de que fuera real hasta que oí tu voz. Dios mío, Jeff, empecé a morirme y a resucitar una y otra vez, tan deprisa que…

—Ya lo sé. A mí me pasó lo mismo. Pero ¿de veras te acuerdas de todo lo que pasamos juntos, de todas esas vidas?

—De cada una de ellas. Fui médico, pintora…, tú escribiste libros, los dos…

—Planeamos.

—Sí, de eso también me acuerdo.

La oyó lanzar un largo suspiro cargado de pena, de fatiga, de algo más. Y entonces le dijo:

—En cuanto al último día en Central Park…

—Creí que iba a ser mi última vida, que tú…, que tú ya no volverías nunca. Cuando vi que se acercaba el final sentí la necesidad de estar contigo, aunque sólo fuera… con una parte de ti que en realidad no me conocía.

Ella no dijo nada y al cabo de unos instantes, el silencio quedó suspendido entre los dos como los años que habían perdido.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó al fin Pamela.

—No lo sé. Todavía no logro pensar con claridad, ¿y tú?

—Tampoco —reconoció ella—. En estos momentos no sé lo que es mejor para nosotros —hizo una pausa vacilante—. ¿Sabes…? Kimberly no ha ido a la escuela porque está enferma, por eso se puso ella al teléfono. Es un simple resfriado, pero además, ayer tuvo su primera regla. Me morí justo cuando ella empezaba a ser mujer. Y ahora…

—Lo entiendo.

—Nunca la he visto crecer. Su padre tampoco. Y Christopher empezará el bachillerato dentro de poco… Estos años son muy importantes para ellos.

—En estos momentos es demasiado pronto como para que hagamos ningún plan definitivo —le dijo Jeff—. Tenemos que digerir un montón de cosas y aceptarlas.

—Me alegra saber que…, que no fueron imaginaciones mías.

—Pamela… —Luchó por encontrar las palabras con las que expresar lo que sentía—. Si supieras cuánto…

—Ya lo sé. No tienes que decir nada más.

Jeff colgó despacio y se quedó mirando el teléfono un rato largo. Tal vez habían pasado juntos por demasiadas cosas, habían visto, conocido y compartido más de lo que es normal en este mundo. Habían ganado y perdido, se habían aferrado a las cosas y las habían dejado ir…

En cierta ocasión Pamela le había dicho que «sólo habían logrado hacer las cosas distintas, no mejores». No era del todo cierto. Algunas veces sus actos habían tenido resultados positivos tanto para ellos como para el mundo en general; otras veces habían sido negativos, pero en la mayoría de casos no habían sido ni lo uno ni lo otro. Cada una de sus vidas había sido distinta, como lo son las elecciones que hacemos y sus imprevisibles resultados o efectos. Sin embargo, según Jeff, tenían que hacer esas elecciones. Había aprendido a aceptar las pérdidas potenciales, con la esperanza de que las ganancias las superasen. Sabía que el único fallo seguro, el más lamentable, habría sido no arriesgar nada.

Jeff levantó la vista y vio su propia imagen reflejada en el cristal ahumado de la estantería de libros: tenía el pelo mechado de canas, unas bolsas hinchadas debajo de los ojos, unas arrugas que empezaban a surcarle la frente. Ya no volverían a desaparecer aquellas marcas del tiempo; se ahondarían y aumentarían, con cada año transcurrido la juventud perdida formaría nuevos jeroglíficos y los dejaría escritos indeleblemente en su cara y su cuerpo.

Sin embargo, esos años serían nuevos, sin estrenar, cargados de la pompa siempre cambiante de acontecimientos y sensaciones imprevistos que hasta ese momento le había sido negada. Nuevas películas y obras de teatro, nuevos adelantos tecnológicos, nueva música… ¡Se moría por escuchar una canción, la que fuese, que no hubiera oído antes!

El ciclo insondable en el que habían quedado atrapados Pamela y él resultó ser una especie de confinamiento más que una liberación. Se habían dejado obnubilar por el lujo engañoso que representaba el pensar siempre en las opciones futuras, del mismo modo que Lydia Randall, cegada por la esperanza de su juventud, había supuesto que siempre tendría a mano todas las alternativas de la vida. «Tenemos tanto tiempo», le había dicho a Jeff, y fue entonces cuando resonaron en su mente las palabras que siempre le repetía a Pamela: «La próxima vez…, la próxima vez».

Ahora todo era distinto. Ésta no sería «la próxima vez», aquello se había terminado; ahora sólo disponía de esta vez, esta única vez, esta vez mensurable, de cuya dirección y resultado Jeff lo desconocía todo. No perdería ni daría por sentado un solo segundo.

Jeff se levantó, salió de su despacho y entró en la redacción. Había un escritorio central en forma de U ante el cual estaba sentado Gene Collins, el jefe de noticias de mediodía, rodeado de terminales de ordenador en los que aparecían informaciones de AP, UPI y Reuters, y de monitores de televisión sintonizados en el CNN y sus tres redes, una consola de comunicaciones conectada a la de los periodistas de calle y sus propios corresponsales en Los Ángeles, Beirut, Tokio…

Jeff se sintió recorrido por la eléctrica frescura del mundo imprevisible de ahí fuera. Uno de los redactores de noticias pasó a toda prisa a su lado y entró una hoja verde con un boletín a la cabina de emisión. Había ocurrido algo importante, tal vez algo desastroso, tal vez algún descubrimiento de increíble trascendencia, sumamente beneficioso para la humanidad. Fuera lo que fuese, Jeff sabía que para él y para todos los demás sería toda una novedad.

Esa noche hablaría con Linda. Aunque no estaba seguro de lo que le diría, debía hacerlo aunque sólo fuera por ella y por él mismo. Ya no estaba seguro de nada y cuando se dio cuenta de ese detalle, se sintió invadido por un entusiasmo sin límites. Tal vez volviera a intentarlo con Linda, o algún día volviera a reunirse con Pamela, o quizá cambiara de oficio. Lo único que importaba era que el cuarto de siglo de vida que le quedaba más o menos sería suyo, para vivirlo como le viniera en gana y aprovecharlo como mejor le pareciera. No había una cosa más importante que otra: ni el trabajo, ni las amistades, ni las relaciones con mujeres. Eran todos componentes de su vida, muy valiosos, por cierto, pero no la definían ni la controlaban. Eso sólo dependía de él. Jeff sabía que las posibilidades eran ilimitadas.