Capítulo 20

Jeff dejó su trabajo, hizo apuestas e inversiones con rendimiento a corto plazo suficientes como para permitirle a Linda salir adelante los siguientes tres años. No tenía tiempo de conseguir una herencia mayor que dejarle; aumentó diez veces la cobertura de su seguro de vida y así dejó las cosas.

Se mudó a un pequeño apartamento del Upper West Side y se dedicó a pasar los días y las noches deambulando por las calles de Manhattan, disfrutando de las imágenes, los olores y los sonidos de la humanidad de la que llevaba aislado tanto tiempo. Lo que más le fascinaba eran los ancianos, sus ojos llenos de recuerdos lejanos, de esperanzas perdidas, sus cuerpos encogidos a la espera de que se acabara el tiempo.

Ahora que Pamela ya no estaba, los temores y los pesares que le había manifestado volvieron para preocuparlo igual que la habían preocupado a ella hacia el final. Había hecho lo que había podido para darle fuerzas, para aliviar el dolor y el miedo que sintió los últimos días, pero ella había tenido razón. A pesar de todo lo que habían luchado, de todo lo que habían logrado, el resultado final era nulo. Incluso la felicidad que habían logrado encontrar juntos les había resultado de una brevedad frustrante; unos cuantos años robados aquí y allá, momentos fugaces de amor y alegría como trocitos de espuma que se disuelve en un mar de soledad, de separación inútil.

Y pensar que les había parecido que iban a tener un infinito de posibilidades por delante. Habían malgastado demasiado de aquel tiempo inestimable que les había sido concedido, lo habían desperdiciado en amarguras, en culpas y en la búsqueda inútil de respuestas inexistentes, cuando ellos mismos, el amor que sentían el uno por el otro había sido la única respuesta que necesitaban. Y ahora le estaba eternamente negada la oportunidad de decírselo, de estrecharla entre sus brazos y contarle cuánto la había querido, cuánto la había venerado. Pamela estaba muerta, y dentro de tres años Jeff también moriría sin saber por qué había vivido.

Vagó por las calles de su ciudad observando y escuchando, bandas de punks de miradas duras, enfadados con el mundo, hombres y mujeres vestidos para ir a la oficina afanándose por alcanzar los objetivos que se habían fijado, multitud de niños sonrientes, exuberantes ante la novedad de sus vidas. Jeff los envidiaba a todos, codiciaba su inocencia, su ignorancia, sus expectativas.

Unas cuantas semanas después de que dejara su trabajo en la emisora WFYI, recibió una llamada de uno de los reporteros de noticias que trabajaba allí, una mujer, en realidad una chica, llamada Lydia Randall. Le comentó que en la radio todos estaban preocupados por él y que se habían quedado de piedra con su dimisión, y su preocupación aumentó aún más cuando supieron que se había separado de su mujer. Jeff le dijo lo mismo que le había dicho a Gene Collins, que estaba bien. Pero ella no se dio por satisfecha e insistió para reunirse con él, tomar una copa y charlar.

Se encontraron al día siguiente por la tarde, en el Sign of the Dove, en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Sesenta y Cinco. Ocuparon una mesa junto a una de las ventanas que estaba abierta pues hacía uno de esos gloriosos días soleados de junio en Nueva York. Lydia llevaba un vestido de algodón blanco que dejaba al desnudo sus hombros y un sombrero a juego de ala ancha del que colgaba una cinta de satén rosa. Era una muchacha extraordinariamente guapa, con una abundante cabellera rubia y ondulada y unos ojos verdes enormes.

Jeff le soltó la historia que se había inventado para explicarle su súbito retiro, el manido cuento del periodista quemado, combinado con algunas verdades a medias sobre la «suerte» repentina que había tenido en sus inversiones. Lydia asintió, comprensiva, y pareció aceptar sus explicaciones tal como él se las ofrecía. En cuanto a su matrimonio, le dijo que hacía tiempo que se había terminado sin entrar en más detalles, le explicó que se trataba del caso de dos personas que poco a poco se habían ido alejando.

Lydia lo escuchó, solícita. Se pidió otra copa y se puso a hablar de su propia vida. Tenía veintitrés años, se había establecido en Nueva York en cuanto acabó sus estudios en la Universidad de Illinois y vivía con el novio que había conocido en la facultad. Se llamaba Matthew y estaba ansioso porque se casaran, pero ella ya no estaba tan segura. Se sentía «atrapada», necesitaba «espacio», quería hacer nuevos amigos y vivir todas las experiencias arriesgadas que se había perdido al haberse criado en un pequeño pueblo del Oeste Medio. Ni ella ni Matthew eran las mismas personas de antes, le comentó ella, pues sentía que había madurado más que él.

Jeff la dejó hablar, dejó que descargara sobre él todos los lugares comunes y las añoranzas de la juventud que para ella era abrumadoramente fresca y tenía una importancia fundamental en su vida. No tenía la perspectiva suficiente como para darse cuenta de lo corriente que era su historia, si bien podía decirse que había abierto un poco los ojos puesto que deseaba deshacerse del cliché en que se había convertido su vida.

Él se compadeció de ella, y estuvieron charlando una hora o más de la vida, el amor, la independencia; después le dijo que tenía que tomar sus propias decisiones, que debía aprender a arriesgarse; le dijo todas las cosas obvias y necesarias que hay que decirle a alguien que se enfrenta a una crisis universal y humana por primera vez en su vida.

Por la ventana se coló un remolino de aire que fue a agitar el pelo de Lydia y a echarle la cinta del sombrero sobre la cara. La muchacha la apartó y Jeff encontró en ese gesto, en la forma infantil en que movió la mano, algo que lo conmovió de un modo inexplicable. En su cara ansiosa vio de repente un reflejo de Judy Gordon, y de Linda el día en que le llevó el ramo de margaritas, era un rostro brillante de promesas y sueños incipientes.

Se terminaron las copas y Jeff la acompañó hasta el taxi. Cuando se metía en el taxi, lo miró a la cara y con todo el optimismo y la supuesta eternidad de la juventud le dijo:

—Supongo que todo se arreglará, al fin y al cabo tenemos mucho tiempo para buscar una solución. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Jeff conocía muy bien esa ilusión. Le sonrió sin demasiado entusiasmo, le estrechó la mano y se quedó viéndola marchar hacia la vida, mientras su larga cinta rosa se agitaba libremente al viento.

Desde su puesto de observación, a unos treinta metros del andén, Jeff vio que el tren de oficinistas Metro North se detenía justo en horario. A esa altura del día no era del todo acertado llamarlo tren de oficinistas, porque eran muy pocos los empleados y ejecutivos que tomaban el tren de las once en dirección a la ciudad.

Jeff se dirigió a paso rápido hacia la rampa de la Terminal, como si se hubiera bajado de la línea equivocada. Aminoró la marcha cuando pasó delante del tren que venía de New Rochelle y vio que había acertado; entre los pasajeros que se apearon iban unas cuantas mujeres vestidas para ir de compras, un puñado de estudiantes universitarios, pero casi nadie con traje, corbata y maletín.

Ella fue la última en salir del tren. A punto estuvo de perderla y había empezado a pensar que la información que le habían dado era incorrecta. Iba bien vestida, pero sin la fanática atención por el detalle que distinguía a las mujeres que iban a Bendel’s o a Bergdorfs. Sus zapatos planos estaban hechos para caminar y su vestido de lino azul claro y el jersey de fina lana tenían un atractivo aire de practicidad.

Jeff la siguió a veinte o treinta pasos de distancia cuando subió la rampa que conducía al vestíbulo principal de la estación Grand Central. Tenía miedo de perderla entre la multitud, pero su altura y su distinguida cabellera lacia y rubia le sirvieron de guía mientras iban abriéndose paso entre aquel hormiguero de gente.

Ella subió la amplia escalinata que llevaba al edificio Pan Am y Jeff aminoró la marcha al seguirla por el vestíbulo menos atestado y al salir a la calle Cuarenta y Cinco Este. Ella cruzó Park Avenue, pasó delante del hotel Roosevelt, cruzó Madison y siguió por la Quinta, donde giró al norte. Los escaparates de Saks y Cartier la impulsaron a hacer pausas brevísimas que obligaron a Jeff a rezagarse delante de Korean Airlines y a fingir que se interesaba en sus viajes organizados o en los juegos de maletas de Mark Cross.

En la calle Cincuenta giró hacia el oeste y entró en el Museo de Arte Moderno. La agencia de detectives que Jeff había contratado hacía un mes y medio tenía razón, al menos en lo que respectaba a la rutina de ese día: le informaron que dos jueves al mes Pamela Phillips Robison tomaba un tren hasta Manhattan y dedicaba la tarde a ver museos y galerías de arte.

Jeff pagó la entrada y al pasar por el torniquete notó que tenía las palmas de las manos húmedas. Por el momento la había perdido de vista.

Jeff todavía no estaba seguro de por qué se complicaba tanto la vida para verla, aunque sólo fuera de lejos; era plenamente consciente de que esa mujer no era la Pamela que él había conocido y amado, y que nunca lo sería. Sus replays habían terminado. No podía esperar que su cara volviera a mostrar aquella repentina expresión de íntimo reconocimiento que había visto aquella noche en el bar universitario cuando comprendió quién era ella y quién era él, y quiénes y qué habían sido juntos durante tantos años.

No, esta versión de Pamela no sabría nunca nada de todo aquello; sin embargo, él se moría por volver a mirarla a los ojos, por oír aunque fuera brevemente su voz. La tentación se había vuelto irresistible y no sintió ninguna vergüenza de albergar ese deseo, ni ninguna culpa por haberla seguido.

Jeff la buscó en la tienda del museo, al costado del vestíbulo, por si se había parado a comprar un libro o un póster, pero Pamela no estaba entre los que curioseaban. Volvió al vestíbulo y se metió en la sala de paredes acristaladas y de allí accedió a las galerías del primer piso antes de subir por las escaleras mecánicas a los niveles superiores. Se estaban haciendo dos exposiciones, además de las habituales dedicadas a la colección permanente. Una de ellas era una conmemoración del centenario del nacimiento de Mies van der Rohe, la otra era una retrospectiva del escultor Richard Serra. Jeff se paseó rápidamente por las salas porque todavía no había encontrado a Pamela.

En la cuarta planta vio algo que lo hizo sonreír a pesar de su creciente impaciencia. Como parte de la exposición de van der Rohe, el museo había instalado numerosos ejemplos de muebles diseñados por el arquitecto, incluyendo una silla Barcelona idéntica a la que Frank Maddock había elegido hacía tanto tiempo para la oficina de Jeff en Future, Inc.

Todavía no había señales de Pamela. Quizá iba a tener que esperar dos semanas antes de que volviera a la ciudad para seguirla hasta otro museo, o quizá inventarse algún encuentro momentáneo y casual en la estación de trenes misma, el tiempo suficiente para verle bien la cara, para oírla decir «Disculpe» o «Son las once menos veinte».

Al volver al Garden Hall del tercer piso, Jeff se detuvo a descansar, se apoyó en una barandilla y miró por la inmensa pared de cristal, y en el Jardín de Esculturas de abajo vio el casco suave y rubio de su cabello y el azul cielo de su vestido de lino.

Ella seguía fuera cuando Jeff bajó al jardín. Estaba de pie, con los brazos cruzados mirando una de las esculturas de Serra. Jeff se detuvo a tres metros de ella mientras un millar de emociones y recuerdos encontrados le cruzaban por la mente. Entonces, así de repente, Pamela se volvió hacia él y le preguntó:

—¿Qué le parece?

No se había preparado una respuesta en caso de que ella iniciara la conversación, ni siquiera había podido pensar qué pasaría después de que volviera a encontrarse con ella cara a cara, aunque fuera brevemente, y que ella lo traspasara con aquellos ojos verdes que tan bien conocía. Hizo entonces un esfuerzo por recordarse que no conocía aquellos ojos, que tras ellos se ocultaba un alma que le había estado y le estaría para siempre vedada. Esa mujer del jardín sólo conocería una vida, una vida que acabaría pronto, que no se repetiría, y en la que él no tenía cabida.

—Le he preguntado qué opina de esta escultura de Serra.

Tan directa como siempre; era así por naturaleza, no se debía a nada que hubiera aprendido en sus repeticiones.

—Un poco abrasiva para mi gusto —contestó al fin, mientras su pensamiento estaba en cualquier parte menos en la obra del artista.

Ella asintió, pensativa.

—Casi todos sus trabajos parecen contener una amenaza implícita. Como esa pieza, Delineador II. ¿La ha visto? La que tiene un plato de acero enorme en el suelo y esa otra que está fijada en el techo encima de ella. A mí lo único que me dio por pensar fue qué pasaría si la de arriba llegaba a desprenderse. El que estuviera abajo moriría aplastado.

No podía quedarse ahí hablando de intrascendencias; por su mente desfilaban, una tras otra, imágenes de las vidas que habían compartido. Pamela sonriendo desde la cabina de un planeador cercano; Pamela en la cocina de Mallorca; Pamela en las muchas camas que habían compartido a lo largo de los años. Era como si su memoria hubiera creado un duplicado de la exposición en vídeo de sus vidas que ella le había preparado en una de sus repeticiones.

—Y esa otra —siguió diciendo ella—, la que se llama Circuito II. Sé que el efecto pretendía crear una división interesante del espacio de la sala, pero todos esos rectángulos de acero que salen de los rincones me hacen sentir como si estuviera rodeada de cuchillas de guillotina. —Lanzó una carcajada burlona y espontánea, y añadió—: A lo mejor es que tengo una imaginación muy morbosa, no sé.

—No —le dijo Jeff, recuperando la compostura—. Ya sé a qué se refiere. Yo sentí lo mismo. Serra tiene un estilo muy agresivo.

—Demasiado, creo. Merma mi capacidad de apreciar las formas a nivel objetivo.

—Ésta de aquí da la impresión de que va a venirse abajo de un momento a otro —dijo Jeff.

—Es verdad. Y además, caería hacia este lado.

Él se echó a reír a pesar de sí mismo, sintió que lo embargaba la misma confianza que sentía cuando… Hizo un esfuerzo para no seguir pensando. De nada le serviría recordar esos tiempos, los tiempos pasados con alguien a quien esta mujer sólo se parecía por fuera. Sin embargo, sin embargo… conservaba el mismo ingenio seco, la misma aura de calidez debajo de una sensibilidad fríamente analítica. Era un placer hablar con ella, aunque nunca recordara absolutamente nada de lo que habían pasado juntos.

—¿Le gustaría salir de aquí antes de que esta cosa se nos caiga encima y almorzar algo? —le preguntó.

Almorzaron en el café que daba al Jardín de Esculturas y volvieron a reírse de la naturaleza descaradamente amenazante de las piezas de Serra y criticaron la creciente renuencia del museo a exhibir obras de artistas menos conocidos. Jeff la ayudó a ponerse el jersey cuando la sombra de la torre de apartamentos que había encima del museo cayó sobre el jardín; su mano le rozó el pelo y le costó un enorme esfuerzo no acariciar aquella cara tan familiar, perdida hacía tanto tiempo.

Ella le habló de su abandonada carrera de arte, de las frustraciones y alegrías de criar a sus hijos. Notó que sus ojos reflejaban el descontento, que la carcomía la sensación de no haber vivido plenamente su vida; una vida que Jeff sabía que acabaría pronto. Se moría de ganas de contarle cuánto había hecho ya.

Terminaron de almorzar y la conversación llegó a un incómodo estancamiento.

—Y bien —dijo, tratando de prolongar el encuentro sin saber cómo—. Ha sido muy agradable.

—Sí que lo ha sido —convino ella jugueteando, incómoda, con la cucharilla de café.

—¿Vienes con frecuencia a la ciudad?

—Un par de veces al mes.

—Tal vez podríamos…

Dejó la frase en el aire, no sabía muy bien lo que iba a proponerle y tenía menos idea aún de si debía proponerle nada.

—¿Podríamos qué? —le preguntó ella al ver que se había callado.

—No lo sé. Ir a otro museo, volver a almorzar juntos.

Ella siguió jugueteando con la cuchara.

—Para que sepas, estoy casada.

—Ya lo sé.

—No soy de las que…, quiero decir que no…

Él sonrió y le dio una servilleta de papel.

—¿Para qué me la das? —le preguntó ella, sorprendida.

—Para que la rompas en pedacitos.

Pamela lanzó una carcajada y luego lo miró intrigada.

—¿Cómo sabías que…? —Meneó la cabeza despacio y añadió—: A veces tengo la sensación de que me lees el pensamiento. Como cuando me preguntaste si había pintado delfines. No te he comentado nunca cuánto me gustan las ballenas y los delfines.

—Se me ocurrió que podían gustarte.

Partió la servilleta por la mitad con un ademán exagerado y lo miró entre divertida y curiosa, con un aire repentinamente resuelto.

—Está la exposición de Jack Youngerman en el Guggenheim —dijo—. A lo mejor, la semana que viene vengo a verla.

Después de hacer el amor flotaba en el dormitorio un cálido aroma de almizcle que evocó todo un catálogo de recuerdos. Aquel olor dulce y penetrante le recordó vívidamente las noches transcurridas en la cabaña de Montgomery Creek, bajo gruesas mantas, los días soleados y calurosos pasados en la cubierta de un yate delante de los cayos de Florida, las mañanas dominicales envueltos en las sábanas de su suite en el Fierre… y las tardes, un año entero de tardes robadas en ese apartamento.

Jeff miró la cara de ella, apoyada contra su pecho, sus ojos cerrados, los labios entreabiertos como los de un crío dormido. Recordó espontáneamente los versos del Bhagavad-Gita que ella le había recitado con intensa pasión una noche de hacía tanto tiempo en su refugio de Topanga Canyon: «Tú y yo, Arujna, hemos vivido muchas vidas. Yo las recuerdo todas, tú no recuerdas».

Pamela se agitó entre sus brazos, se estiró emitiendo un sonido de placer y su cuerpo se deslizó contra el de él como un gatito afectuoso.

—¿Qué hora es? —le preguntó bostezando.

—Las seis y veinte.

—Maldita sea —dijo, sentándose de golpe en la cama—. Tengo que marcharme.

—¿Volverás a venir el martes?

—Me han suspendido la clase, pero… en casa no he comentado nada. Podemos pasar todo el día juntos.

Jeff sonrió y trató de no parecer satisfecho. El próximo martes. Todo el día juntos. Leves ecos amargos y dulces de lo que había sido; pero no había manera de que ella lo supiera.

—A lo mejor puedo terminar el cuadro —dijo, al tiempo que se levantaba de la cama y recogía su ropa esparcida por el cuarto.

—¿Cuándo podré verlo?

—Hasta que no esté terminado, nada. Lo prometiste.

Él asintió y se sintió levemente culpable porque el día anterior había espiado lo que ocultaba el lienzo que cubría el cuadro. En el último año, desde que había comenzado a pintar regularmente y a tomar cursos superiores sobre composición avanzada en la Universidad de Nueva York, había mejorado mucho; pero jamás volvería a alcanzar el nivel de habilidad, los osados destellos de imaginación que había exhibido en sus otras vidas olvidadas.

La pintura que estaba a punto de terminar era un estudio desnudo de los dos: iban cogidos de la mano y reían y corrían por un túnel soleado, cubierto de un enrejado de vides. A Jeff le conmovió su sencillez, la alegría ingenua que representaba; era el cuadro de una artista que empezaba a amar, que no había tenido ocasión de poner a prueba los límites del amor, de la vida misma.

El tiempo que habían compartido desde aquel primer encuentro no planificado del museo había sido indefectiblemente limitado: una tarde una o dos veces por semana en el apartamento de Jeff, y en raras ocasiones, una noche entera, para lo cual ella le había dicho a su marido que quería quedarse en la ciudad para ir a un concierto o al teatro. Y una única vez se habían marchado a Cape Cod a pasar un largo fin de semana. Ella dijo a su familia que se iba a Boston, a visitar a una compañera de la universidad.

En una sola ocasión discutieron brevemente la posibilidad del divorcio; pero Jeff sabía que ella no estaba preparada para una ruptura tan drástica. Cuanto podían compartir estaba sujeto a más limitaciones de las que ella imaginaba, una cortante línea de demarcación entre la percepción que cada uno tenía del otro. Había veces en que daba la impresión de que Pamela lo percibía vagamente, en la mirada perdida de Jeff, en alguna conversación interrumpida así de repente.

Él la quería, la quería de verdad por cómo era en ese momento, y no sólo porque fuera un reflejo de todas las otras Pamelas, de las otras existencias. Sin embargo, el recordatorio constante en su mirada abstraída, de cuanto habían dejado atrás, teñía todo lo que hacían de una melancolía incesante.

Pamela había terminado de vestirse y se cepilló el cabello fino y lacio con el que se había levantado de la cama. ¿Cuántas veces la había visto peinarse así, en cuántos espejos? Más de los que ella podía imaginar o de los que él se atrevía a recordar.

—Te veré la semana que viene —le dijo Pamela inclinándose para besarlo, y luego cogió su bolso de la mesilla de noche—. Intentaré coger el tren temprano.

Él le retribuyó el beso, sostuvo unos instantes entre sus manos su rostro sonriente y pensó en los años, las décadas, las esperanzas y los planes logrados y malogrados de sus vidas…

Pero a la semana siguiente disfrutarían de un día entero para ellos, un día cálido de primavera. Algo que merecía la pena esperar. La primera brisa invernal sopló desde el lago agitando las hojas amarillo rojizas de los árboles de Cherry Hill. La fuente del vestíbulo de la estación soltaba sus chorros de agua fría cuando Jeff y Pamela pasaron delante de ella en dirección del Bow Bridge de Central Park con su agraciado arco de hierro forjado.

Al llegar al otro lado del puente, deambularon hacia el norte por los senderos arbolados del Paseo, dejando el lago a la izquierda. Cientos de pájaros cantaban alegremente a su alrededor, preparándose para el viaje hacia el sur.

—¿No sería maravilloso que pudiéramos ir con ellos? —comentó Pamela, apretujándose contra Jeff mientras seguían andando—. Volar a alguna isla o a Sudamérica…

Él no le contestó, se limitó a abrazarla con más fuerza enlazándola por la cintura con gesto protector. Pero sabía con amarga certeza que no podía protegerla de lo que pronto iba a ocurrirles a ambos.

En el extremo norte del lago se detuvieron en Balcony Bridge, desde donde se quedaron mirando las arboledas que había debajo y el agua en la que se reflejaban los rascacielos de Manhattan.

—Adivina qué —susurró Pamela, acercando su rostro al de él.

—¿Qué?

—Le he dicho a Steve que el fin de semana volveré a Boston a ver a mi antigua compañera de la universidad. Desde el viernes hasta el lunes. Si quieres, podríamos irnos en avión a alguna parte.

—Es…, es estupendo.

No podía decir nada más; habría sido el colmo de la crueldad contarle lo que sabía. Que ése sería el último día que iban a verse. Dentro de cinco días, el martes siguiente, para ellos el mundo acabaría para siempre.

—No te veo nada entusiasmado —le dijo, frunciendo el ceño.

Jeff se esforzó por sonreír y trató de ocultar la pena y el miedo. Dejaría que ella se aferrara a su inocente confianza en los años que creía tener por delante; tan cerca del fin, mentirle era el mejor regalo que podía hacerle.

—Es genial —le dijo con fingido entusiasmo—. Es que me ha sorprendido, es todo. Podemos ir adonde tú quieras. A cualquier parte. Barbados, Acapulco, las Bahamas…, elige tú.

—Me da igual —contestó ella, apretándose contra él—, con tal de que sea un lugar caluroso y tranquilo y que vaya contigo.

Jeff sabía que si volvía a hablar su voz lo delataría. La besó y luchó para que la pena infinita que sentía se transformara en una expresión tangible de cuanto había sentido por ella, de cuanto habían…

Ella gimió de repente y cayó completamente sin fuerzas contra su cuerpo. Él la aferró de los hombros y la sostuvo para que no se fuera de bruces contra el suelo.

—¿Pamela? Dios mío, ¿qué…?

Pamela recuperó el equilibrio, apartó el rostro y lo miró asombrada.

—¿Jeff? Cielos, ¿Jeff?

En sus ojos volvió a reflejarse todo nuevamente: comprensión, reconocimiento, recuerdos. El conocimiento y la angustia acumulados en ocho vidas distintas le ensombrecieron el rostro y le crisparon la boca con repentina confusión.

Miró a su alrededor, vio el parque, el horizonte irregular de Nueva York. Se le llenaron los ojos de lágrimas y buscó con la mirada los de Jeff.

—Me había… ¡Se suponía que esto había acabado!

—Pamela…

—¿En qué año estamos? ¿Cuánto tiempo tenemos?

No podía ocultárselo, tenía que saberlo.

—En 1988.

Volvió a mirar los árboles, las hojas cobrizas que se arremolinaban a su alrededor.

—¡Ya es otoño!

Con la mano le alisó el pelo que el viento le había alborotado, y deseó poder aplazar la verdad aunque tan sólo fuera un instante, pero no pudo.

—Trece de octubre —le dijo en voz baja.

—¡Faltan sólo cinco días!

—Sí.

—No es justo —sollozó—. La última vez me había preparado, casi había llegado a aceptarlo… —Se le quebró la voz y lo miró otra vez con asombro—. ¿Qué hacemos aquí juntos? ¿Por qué no estoy en casa?

—Tenía…, tenía que verte.

—Me estabas besando —le dijo, acusadora—. ¡La estabas besando a ella, a la persona que fui!

—Pamela, creí que…

—No me importa lo que hayas creído —le espetó, apartándose de él con violencia—. Sabías que no era yo, ¿cómo has podido ser tan…, tan perverso?

—Pero eras tú —insistió—. Te faltaban los recuerdos, pero seguías siendo tú, nos…

—¡No puedo creer lo que me estás diciendo! ¿Cuánto llevamos con esta historia, cuándo has empezado con esto?

—Hace casi dos años.

—¡Dos años! Me has estado… usando como si fuera un objeto inanimado, como…

—¡No fue así, de ningún modo! Nos queríamos, volviste a pintar, a estudiar…

—¡No me importa lo que hice! Me sedujiste para alejarme de mi familia, me engañaste. ¡Sabías exactamente lo que estabas haciendo, qué cuerdas tocar para influir en mí, para controlarme!

—Pamela, por favor. —Tendió la mano para cogerla del brazo, para tratar de calmarla y hacer que entendiera—. Lo estás tergiversando todo, te…

—¡No me toques! —le gritó, alejándose del puente en el que momentos antes habían estado abrazándose—. ¡Déjame sola, déjame morir en paz! ¡Ojalá nos muramos los dos y que esto acabe de una vez!

Jeff trató de impedir que saliera corriendo, pero no pudo. Había perdido la última esperanza de su última vida, la había perdido en el sendero que conducía a la calle Setenta y Siete, en la ciudad anónima y devoradora…, la muerte, la muerte inmutable y certera se la arrebataría.