Capítulo 18

A las dos y veinte, Jeff bajó en ascensor desde su habitación en el Fierre, giró a la izquierda y traspuso la entrada de mármol gris italiano con incrustaciones de bronce que daba acceso al Café Fierre. Buscó una mesa tranquila hacia el final de la larga y estrecha barra, pidió una copa y esperó nerviosamente sin dejar de vigilar la entrada. Cuántos recuerdos tenía de aquel hotel: prácticamente al comienzo de su primera repetición, él y Sharla habían visto gran parte de los partidos de la Liga de Béisbol de 1963 desde una de sus habitaciones, y en los años pasados se había hospedado allí con frecuencia, casi siempre con Pamela.

Ella entró a las tres menos cinco. Llevaba el cabello lacio y rubio, tal como lo recordaba, sus ojos eran los de siempre. Sus labios plenos tenían una expresión seria, pero no se veía en ellos aquel rictus amargo de los últimos años transcurridos en Maryland. Lucía unos delicados pendientes de esmeraldas, a juego con sus ojos, unos zorros blancos y… un vestido premamá de color gris y corte elegante. Pamela estaría por el quinto o sexto mes de embarazo.

Se acercó a la mesa, tomó la mano de Jeff entre las suyas y así las sostuvo durante un largo rato sin decir palabra. Él bajó la vista y vio el anillo de bodas de oro.

—Bienvenida —le dijo él cuando ocupó el asiento de enfrente—. Estás…, estás preciosa.

—Gracias —dijo ella cautelosamente sin apartar la mirada de la mesa.

Se les acercó un camarero; ella pidió una copa de vino blanco. El silencio se prolongó hasta que le sirvieron el vino. Tomó un sorbito y se puso a frotar la servilleta entre los dedos.

Jeff sonrió al recordarlo.

—¿La vas a hacer pedazos? —le preguntó.

Pamela lo miró a la cara y sonrió.

—Es posible.

—¿Cuándo…? —empezó a preguntar él, y se contuvo.

—¿Cuándo qué? ¿Cuándo empecé mi replay o cuándo voy a parir?

—Supongo que las dos cosas. Empieza por la que quieras.

—Hace dos meses que he vuelto, Jeff.

—Ya lo veo.

Esta vez fue él quien apartó la vista y se puso a mirar uno de los candelabros dorados que asomaban entre las cortinas de satén.

Pamela tendió la mano y le tocó el brazo.

—Me costó horrores llamarte, ¿no lo comprendes? No sólo por las diferencias que tuvimos la última vez, sino…, sino por esto. Para mí fue un tremendo choque emocional.

Él se ablandó y volvió a mirarla a los ojos.

—Lo siento. Ya me lo imagino.

—Estaba comprando ropa para el bebé en una tienda de New Rochelle. Christopher, mi hijo de tres años, estaba conmigo. Entonces me noté el vientre y, cuando me di cuenta…, me vine abajo. Me eché a llorar y, claro, Christopher se asustó. Él también se puso a llorar y a gritar «Mami, mami».

A Pamela se le quebró la voz y se secó los ojos con la servilleta. Jeff le cogió la mano y se la acarició hasta que ella recuperó la compostura.

—Estoy embarazada de Kimberly —dijo por fin en voz baja—. Mi hija. Nacerá en marzo. El dieciocho de marzo de 1976. Será un día precioso, más propio de finales de abril o principios de mayo. Su nombre significa «de la pradera real». Yo siempre decía que había traído consigo la primavera.

—Pamela…

—Nunca creí que volvería a verlos. No te imaginas…, ni siquiera tú puedes imaginarte lo que ha sido esto para mí, lo que es y lo que será durante los próximos once, casi doce años. Porque los quiero más que nunca y esta vez sé que voy a perderlos.

Se echó a llorar otra vez, y Jeff supo que nada de lo que le dijera iba a aliviarla. Pensó en lo que sentiría al estrechar otra vez entre sus brazos a su hija Gretchen, al verla jugar en el jardín de la casa del condado de Dutchess, mientras él era consciente cada minuto, cada hora, del momento en que volvería a desaparecer de su vida. Dicha imposible, angustia incalculable y no tener la esperanza de poder separar ambas cosas. Pamela tenía razón; la lucha insoportable y constante entre esas dos emociones superaba incluso su desarrollada capacidad de comprensión.

Al cabo de un rato, ella se excusó, abandonó la mesa y fue a enjugarse las lágrimas en privado. Cuando volvió, tenía la cara seca y se había vuelto a maquillar inmaculadamente. Jeff había pedido otra copa de vino para ella y otra bebida para él.

—¿Qué me cuentas de ti? —inquirió ella sin pasión alguna—. ¿Cuándo volviste esta vez?

Jeff vaciló y se aclaró la garganta.

—Estaba en Miami. En 1968.

Pamela reflexionó un instante y le lanzó una mirada perspicaz.

—Con Linda.

—Sí.

—¿Y ahora?

—Seguimos juntos. No nos hemos casado todavía, pero… vivimos juntos.

Pamela sonrió con añoranza y pasó el dedo por el borde de su copa de vino.

—Y eres feliz.

—Lo soy —reconoció él—. Los dos lo somos.

—Entonces me alegro por ti. Lo digo en serio.

—Esta vez ha sido diferente —le explicó él—. Me hice la vasectomía, así que no tendrá que pasar por todas las dificultades que tuvo que aguantar en los embarazos. Tal vez adoptemos un hijo. Podría soportarlo, ya lo hice antes, cuando me casé con Judy y no fue lo mismo que… Ya sabes a qué me refiero.

Jeff hizo una pausa y lamentó haber sacado otra vez el tema de los hijos. Luego añadió apresuradamente:

—La seguridad económica ha ayudado considerablemente a que la relación funcionara. No me he dedicado a fondo a las inversiones, pero vivimos cómodamente. Tenemos una bonita casa en primera línea de mar, viajamos mucho. Y ahora escribo, me dedico a un trabajo muy gratificante. Para mí ha sido una especie de proceso de curación, mucho más que el tiempo que pasé sólo en Montgomery Creek.

—Ya lo sé. Leí tu libro; me pareció muy conmovedor. Me ayudó a olvidar gran parte de las cosas que no funcionaron entre nosotros la última vez, toda la amargura.

—¿Cómo…? Tienes razón, se me olvidaba que llevas ya dos meses en esta repetición. Gracias, me alegra que te gustara. Ahora estoy trabajando en otro libro sobre el exilio. He entrevistado a Solzhenitsin, a Perón… Cuando lo termine te mandaré un ejemplar antes de que se publique.

Ella bajó la vista y se llevó la mano a la barbilla.

—No creo que sea buena idea.

Jeff tardó un instante en entender a qué se refería.

—¿Tu marido?

Pamela asintió con la cabeza.

—No es que sea excesivamente celoso, pero… Ay, Dios, ¿cómo explicarlo? Si nos mantuviéramos en contacto, si empezáramos a escribirnos y a telefonearnos tendría que explicarle tantas cosas. ¿No te das cuenta lo extraño que parecería?

—¿Lo quieres? —le preguntó Jeff, tragando saliva.

—No del mismo modo que tú quieres a Linda —repuso con voz firme y fría—. Steve es un hombre decente; se preocupa por mí a su manera. Pero sobre todo pienso en los niños. Christopher sólo tiene tres años y Kimberly todavía no ha nacido. No puedo separarlos de su padre antes de que tengan ocasión de conocerlo. —Una expresión colérica le iluminó un instante los ojos, pero ella se dominó—. Ni siquiera si me lo pidieras —añadió.

—Pamela…

—No puedo sentirme molesta porque quieras a Linda —le dijo—. Llevamos demasiado tiempo separados como para haberme vuelto posesiva y sé lo que ha de significar para ti el poder solucionarlo, después de los problemas que tuvisteis la primera vez.

—Eso no cambia lo que siento por ti.

—Ya lo sé —dijo ella suavemente—. No tiene nada que ver con nosotros, pero es real, y en estos momentos, para ti es prioritario. Del mismo modo que necesito pasar este tiempo con mis hijos y mi familia; lo necesito desesperadamente.

—No sigues enfadada por…

—¿Por lo que pasó la última vez con Russell Hedges? No. No estoy enfadada contigo; los dos pusimos en marcha todo aquello e hicimos lo que creíamos mejor. Hubo muchas veces, sobre todo en los últimos meses, que quise acercarme a ti para pedirte perdón por haberte echado la culpa, pero… no lo hice por cabezonería. No podía manejar la culpa que sentía. Tuve que achacárselo todo a alguien para proteger mi cordura; tendría que haber sido Hedges, no tú. Lo siento.

—Lo comprendo. También te comprendía entonces, aunque me costó lo mío.

El anhelo reflejado en los ojos de Pamela, la profunda pena, eran el espejo de las emociones de Jeff.

—Ahora será más difícil —le dijo ella, cubriéndole las manos con sus palmas suaves—. Los dos tendremos que poner mucha comprensión de nuestra parte.

La galería se encontraba en la calle de Chambers en TriBeCa, el triángulo debajo de la calle Canal, que había pasado a suplantar al Soho como enclave de artistas de Manhattan. Sin embargo, desde mediados de los ochenta, el mismo proceso que había provocado el éxodo del Soho se había repetido en TriBeCa; los bares y restaurantes de moda proliferaban en las calles laterales cerca del Hudson y Varick, los precios de las tiendas y galerías comenzaron a reflejar el poder adquisitivo de sus clientes de los barrios altos, y los desvanes estaban muy solicitados. Los jóvenes pintores, escultores y actores, cuya presencia había iniciado el florecimiento de aquel rincón antes desolado de la ciudad, se verían atraídos por otro barrio más bohemio, más indeseable y, por lo tanto, más asequible, de la congestionada isla.

Jeff descubrió la sencilla placa de bronce que identificaba la Galería Hawthorne y traspuso con Linda la entrada del edificio restaurado que en otros tiempos había sido una casa de vecindad, contigua a un depósito industrial. Entraron en la recepción amplia y elegante, de paredes y techo blancos, donde había un sofá negro justo delante de un escritorio curvo del mismo color. La única decoración era una pieza sorprendentemente delicada de hierro que colgaba del techo; sus prolongados y finos zarcillos parecían una extensión de las intrincadas filigranas de hierro propias de los portones y balcones de la vieja Nueva Orleans.

—¿En qué puedo servirles? —les preguntó la muchacha delgada como un lebrel que estaba sentada detrás del escritorio.

—Hemos venido a la inauguración —le dijo Jeff, entregándole la invitación grabada en relieve.

—Muy bien —dijo, consultando una lista impresa y tachando sus nombres—. Pasen ustedes, por favor.

Jeff y Linda dejaron atrás el escritorio y entraron en el salón principal de la galería. Las paredes eran de un blanco impecable, pero en ellas se exhibía lo que podía interpretarse como una revolución de imágenes, si su disposición no hubiera seguido un orden tan cuidado. La amplia sala había sido subdividida en pequeños gabinetes que permitían estudiar tranquilamente las obras contemplativas que albergaban, mientras que en el otro extremo, el pleno esplendor de las piezas más grandes era realzado por la amplitud de las zonas en las que se exhibían.

Dominaba la galería una tela de seis metros de alto en la que se reproducía una vista del fondo del mar, que sólo podía existir en la imaginación de la artista: la cima serena de una montaña sepultada debajo de las olas conservaba incólume su inconfundible simetría y las nieves de la cumbre permanecían intactas a pesar de las aguas que las rodeaban. Un grupo de delfines nadaba entre las grietas de sus laderas más bajas; al mirar más de cerca, Jeff se dio cuenta de que dos de los delfines tenían unos ojos sin edad, claramente humanos.

—Es… sorprendente —dijo Linda—. Fíjate en ése de ahí.

Jeff se volvió para mirar hacia donde ella le indicaba. El cuadro de menor tamaño que le señalaba no le resultó menos sorprendente que la imagen de la montaña sumergida; en él se mostraba una vista de un planeador, estirada como si hubiera pasado por un gran angular para abarcar un campo visual de ciento ochenta grados. Al fondo se veían la caña del timón y los montantes del planeador; por las ventanas se apreciaba otro planeador en las proximidades…, los dos volaban, planeaban, pero no por el cielo azul, sino por el espacio infinito, en órbita alrededor de un planeta anaranjado oscuro rodeado de anillos.

—Me alegro de que pudieras venir —dijo una voz a espaldas de Jeff.

Esta vez los años habían sido benignos con ella. No se apreciaba el vacío macilento y tenso que había devastado su rostro en Maryland y en Nueva York, la primera vez que se encontraron con Stuart McCowan. Aunque no había dudas de que rondaba los cuarenta, su rostro relucía con la clara luz de la satisfacción.

—Linda, me gustaría presentarte a Pamela Phillips. Pamela, ésta es Linda, mi mujer.

—Me alegra mucho conocerte —le dijo Pamela, estrechándole la mano—. Eres más bonita de lo que Jeff me había contado.

—Gracias. No sabes lo impresionada que me tiene tu trabajo, es absolutamente magnífico.

Pamela sonrió con gracia.

—Siempre es un placer oírlo. Tendrías que mirar algunas de las piezas más pequeñas; no son tan imponentes ni tan austeras. Hay algunas que son incluso humorísticas, me parece.

—Me muero por ver toda la exposición —dijo Linda ansiosamente—. Has sido muy amable al invitarnos.

—Me alegro de que pudierais venir desde Florida. Ya conocía bien la obra de tu marido mucho antes de que nos presentaran el mes pasado. Pensé que disfrutaríais viendo algunas de las cosas que he hecho.

Pamela se volvió hacia un grupo de personas que había allí cerca tomando vino y comiendo unos platitos de ensalada de pasta al pesto con piñones.

—Steve, acércate un momento, quisiera presentarte.

Un hombre de aspecto afable, con gafas y chaqueta gris de sarga, se separó del grupo y se acercó a ellos.

—Éste es mi marido, Steve Robison —dijo Pamela—. Para mi trabajo uso mi apellido de soltera, pero para lo demás utilizo el de casada. Steve, éstos son Jeff Winston y Linda, su mujer.

—Es un gusto —dijo el hombre con una amplia sonrisa, al tiempo que estrechaba la mano de Jeff—. Un verdadero placer. Creo que Las cítaras entre los álamos es uno de los mejores libros que he leído. Ganó el Pulitzer, ¿no?

—Sí —respondió Jeff—. Gratifica el hecho de que haya suscitado recuerdos en tantas personas.

—Un libro grandioso —dijo Robison—. Y el último que has publicado sobre la gente que regresa a los lugares donde se han criado, no le va a la zaga. Hace tiempo que Pamela y yo somos tus admiradores; creo incluso que algunas de tus ideas han influido en su obra. Cuando me dijo que te había conocido en el avión de Boston hace un par de semanas no me lo podía creer. ¡Qué maravillosa coincidencia!

—Has de estar muy orgulloso de ella —comentó Jeff, obviando la mentira que él y Pamela se habían inventado para explicar que se conocían.

Ella le había escrito a principios del verano diciéndole que quería verlo aunque fuera brevemente antes de que se organizara su exposición a finales del otoño siguiente. Jeff ni siquiera había ido a Boston ese año. Pamela había viajado sola para darle mayor credibilidad a la historia mientras él pasaba una semana en Atlanta, recorriendo el campus de Emory y pensando en todo lo que le había pasado desde aquella primera mañana en que despertara en la habitación del dormitorio.

—Estoy muy orgulloso de ella —admitió Steve Robison, colocando un brazo sobre los hombros de su mujer—. Detesta que hable así de ella, dice que da la impresión de que no estuviera presente. Pero no puedo dejar de jactarme cuando pienso en todo lo que ha hecho en tan poco tiempo y con dos hijos para criar.

—Hablando de hijos —sonrió Pamela—, son esos que veis allí, junto a la escultura del fénix. Espero que estén portándose bien.

Jeff miró en aquella dirección y vio a los niños. Christopher era un muchacho torpe y enternecedor de catorce años que se encontraba en ese incómodo límite que separa la infancia de la pubertad; a sus once años, Kimberly era ya una copia en pequeño de Pamela. Once años. Dos menos que Gretchen cuando…

—Jeff —lo llamó Pamela—, hay una obra que quiero enseñarte. Steve, ¿por qué no le sirves un poco de pasta y un vaso de vino a Linda?

Linda siguió a Robison hacia el bufete y la barra, y Pamela condujo a Jeff hacia un pequeño recinto cilindrico, una diminuta habitación dentro de otra, situada en el centro de la galería. Varias personas esperaban su turno para entrar en el cubículo en cuya entrada un cartelito pedía que no pasasen más de cuatro personas a la vez. Pamela giró el cartelito y en el reverso decía: «Temporalmente cerrado por reparaciones». Pidió disculpas a quienes esperaban en la cola y les explicó que necesitaba hacer algunos ajustes en el equipo. Asintieron, comprensivos, y se dirigieron hacia otras zonas de la exposición. Al cabo de unos instantes, de la cabina salieron cuatro invitados y Pamela hizo entrar a Jeff y cerró la puerta.

Se trataba de una exposición en vídeo; en las paredes del cilindro a oscuras se veía una decena de monitores en color de varios tamaños y en el centro había una silla de cuero. Mirara donde mirara, el espectador se encontraba siempre con las pantallas titilantes a metro escaso de distancia. Los ojos de Jeff pasaron de una pantalla a la otra tratando de enfocar la imagen. Luego empezó a entender lo que veía.

El pasado. Su pasado y el de Pamela. Lo primero que vio fueron las imágenes de las noticias: Vietnam, el asesinato de los Kennedy, la Apolo 11. Luego se dio cuenta de que también había trozos de varias películas, programas de televisión y antiguos vídeos musicales. De repente, en uno de los monitores, descubrió una imagen de su cabaña en Montgomery Creek, y en otro, había una foto fija sacada de un álbum universitario en la que aparecía Judy Gordon, seguida de un vídeo de ella ya adulta, saludando a la cámara junto con su hijo Sean, el niño que en otra vida había estudiado a los delfines por influencia de Starsea.

Los ojos de Jeff iban velozmente de pantalla en pantalla tratando de captarlo todo, de no perderse nada: Chateaugay ganando el derby de Kentucky en 1963, la casa de sus padres en Orlando, el club de jazz de París donde el clarinete de Sidney Bechet le había traspasado el alma, el bar universitario donde había visto cómo Pamela comenzaba uno de sus replays, los jardines de su finca… En uno de los monitores se veía un plano largo de la aldea situada en una colina de Mallorca; la cámara se acercaba lentamente a la aldea donde Pamela había muerto para interrumpirse bruscamente y dar paso a las imágenes de un vídeo familiar en el que se la veía a los catorce años, junto con sus padres, en la casa de Westport.

—Dios mío —dijo Jeff, paralizado por el montaje perpetuamente cambiante de sus repeticiones—. ¿De dónde has sacado todo esto?

—Algunas fueron fáciles. No es demasiado complicado conseguir las imágenes de los noticieros. En cuanto al resto, las filmé casi todas yo en París, California, Atlanta… —Sonrió y el resplandor de las pantallas le iluminó la cara—. Para ésta tuve que viajar mucho. Fui a sitios que me resultaban conocidos y también a otros que conocí a través de ti.

Una de las pantallas mostraba los pasillos y las salas de un hospital en las que se veían camas llenas de niños; Jeff supuso que se trataba de la clínica de Chicago donde ella había ejercido de médico en su primera repetición. En otro monitor aparecían imágenes de la barca que habían alquilado en Cayo Hueso, anclada cerca de la misma isla desierta en la que habían decidido iniciar la búsqueda de otros repetidores. Las imágenes continuaron apareciendo como en un incesante rompecabezas cinético de sus muchas vidas, unidas pero separadas a la vez.

—Es increíble —susurró—. No sabes cuánto te agradezco que me permitas ver todo esto.

—Lo hice para ti. Para nosotros. Nadie más que nosotros puede entenderlo; te divertiría saber las interpretaciones que han dado algunos de los críticos.

Apartó los ojos de las pantallas y la miró.

—Todo esto…, toda la exposición…

Pamela asintió devolviéndole la mirada.

—¿Pensabas que me había olvidado? ¿O que ya no me importaba?

—Ha pasado tanto tiempo.

—Demasiado. Dentro de un mes volveremos a empezar otra vez.

—La próxima vez será para nosotros, si tú quieres.

Ella apartó la mirada y se concentró en uno de los monitores en el que se veían imágenes del restaurante de la playa, en Malibú, donde habían mantenido su primera conversación, donde habían tenido el primer desacuerdo sobre la película que ella tenía intención de hacer para convencer al mundo de la naturaleza cíclica de la realidad.

—Tal vez sea mi último replay —dijo ella en voz baja—. En esta ocasión la distorsión fue de casi ocho años; la próxima no volveré hasta la década de los ochenta. ¿Me esperarás? ¿Vas a…?

La atrajo hacia sí y acalló sus palabras temerosas con sus labios y sus manos, acariciándola para infundirle ánimos. Se abrazaron en el silencio de aquel cubículo iluminado por el brillo de todas las vidas que habían vivido, al abrigo de la limitada promesa de la única vida breve que les quedaba por compartir.

—¿Qué pasa, es que no me oyes? Baja el volumen de ese maldito televisor. Además, ¿desde cuándo te interesa el patinaje sobre hielo?

Era la voz de Linda, pero no la que él se había acostumbrado a oír. No, aquélla era una voz de hacía mucho tiempo, una voz tensa, cargada de sarcasmo. Entró en la habitación a grandes zancadas y bajó el volumen del televisor. En la pantalla muda se veía a Dorothy Hamill saltar y girar grácilmente por la pista de hielo; su cola de caballo caía inmaculadamente en su sitio cada vez que la patinadora hacía una pausa.

—He dicho que la cena está lista. Si la quieres, ve a buscarla. Seré la cocinera pero no soy la sirvienta.

—Está bien —dijo Jeff pugnando por adaptarse, tratando de identificar su nuevo ambiente—. De todos modos no tengo hambre.

Linda lo miró burlona.

—No quieres comerte lo que he cocinado, querrás decir. ¿Qué tal una langosta, eh? ¿Y unos espárragos frescos? ¿Y un poco de champán?

Dorothy Hamill hizo un último tirabuzón y la corta falda roja se transformó en un manchón en movimiento sobre sus muslos. Cuando terminó con sus ejercicios, parpadeó sonriente a la cámara y, a continuación, el canal retransmitió esa expresión en cámara lenta: un dulce júbilo, la sonrisa que nacía gradualmente como el sol al amanecer, al perder su velocidad, el parpadeo se convirtió en una expresión modesta y sensual a la vez. En ese instante prolongado, la muchacha parecía el paradigma mismo de una juventud fresca y vital.

—Tú solo dime —le espetó Linda— qué comida de gourmet te gustaría mañana en lugar del pastel de carne. Y de paso dime también cómo nos las arreglamos para darnos ese lujo, ¿quieres?

La imagen congelada de la sonrisa de Dorothy Hamill desapareció tras un fundido a negro para dar paso a una de las miniexcursiones del canal ABC por Innsbruck, Austria. Las Olimpiadas de Invierno de 1976. Él y Linda estaban en Filadelfia. En realidad, en Camden, Nueva Jersey, ahí era donde vivían cuando trabajaba en la WCAU, al otro lado del río.

—¿Y bien? —inquirió ella—. ¿Se te ocurre algo brillante para que la semana que viene podamos comprar otra cosa que no sea ternera o pollo picado?

—Linda, por favor…, déjalo ya.

—¿Dejar qué, Jeffrey?

Sabía que él detestaba que usara su nombre completo, cada vez que lo utilizaba era para provocar una pelea.

—La discusión —dijo él cortésmente—. Ya no hay nada más que discutir, todo ha… cambiado.

—¡No me digas! Así como así, ¿eh?

Puso los brazos en jarras y dio vueltas en círculo haciendo ver que inspeccionaba el apartamento diminuto y los muebles alquilados.

—Yo no veo que haya cambiado nada. A menos que estés a punto de comunicarme que después de tantos años, te has conseguido un trabajo en el que te pagan mejor.

—Olvídate del trabajo. Eso no tiene importancia. Ya no tendremos más problemas de dinero.

—¿Qué quieres decirme? ¿Qué hemos ganado la lotería?

Jeff suspiró, le dio al botón del mando a distancia y apagó el televisor que lo distraía.

—No importa. Ya no tendremos problemas económicos, eso es todo. Por el momento tendrás que aceptar mi palabra.

—Grandes palabras las tuyas. Se te dan bien las palabras, ¿eh? Hace años que se te da bien la charla, desde que se te llenaba la boca hablando de periodismo televisivo, de cómo te ibas a convertir en un periodista de primera, en una especie de Edward R. Murrow en sus últimos tiempos. Dios santo, y la muy imbécil de mí que me lo tragué todo. ¿Y qué es lo que ha conseguido el señorito? Trabajar en una emisora de radio tras otra, a cual peor, recorriendo todo el país, viviendo en lugares de mierda como éste. ¿Sabes lo que te digo? Que tienes miedo al éxito, Jeffrey L. Winston. Tienes miedo de pasarte a la televisión o de meterte en el aspecto económico del negocio, porque tienes miedo de carecer de lo que hace falta para salir airoso. Y empiezo a pensar que no tienes lo que hace falta.

—Basta ya. Linda, para ahora mismo. Esto no nos beneficia en nada y además no tiene sentido.

—Claro, me callaré. Vaya si me callaré.

Fue a la cocina como una tromba. La oyó que se preparaba la cena para ella, que ponía la mesa golpeando cacharros deliberadamente y cerrando con fuerza la puerta del horno. Acababa de echar mano a una de sus «curas de silencio». Habían comenzado más o menos por esa época, y con el paso de los años, se habían ido prolongando cada vez más. Las discusiones que tenían entre medio eran casi siempre por dinero, pero ésa era sólo una de las fuentes más evidentes de sus dificultades. Los verdaderos problemas tenían raíces más profundas, se habían producido y agravado por su incapacidad para comunicarse sobre los asuntos que los preocupaban de verdad, como lo del embarazo ectópico. Había ocurrido el año anterior y nunca habían comentado lo que aquella decepción había significado para los dos, ni cómo superarla para seguir adelante juntos.

Jeff echó un vistazo en la cocina y vio a Linda inclinada con gesto amargo sobre la mesa, picoteando la comida con desgana; no se molestó en mirarlo. Él cerró los ojos y se acordó de aquel día en que se presentó ante su puerta con un ramo de margaritas, se la imaginó bajo la brisa cálida en la cubierta del vapor France. Se dio cuenta de que aquélla había sido una persona distinta; alguien con quien había compartido sus sentimientos más profundos, a pesar de no haberle revelado desde el principio los detalles de sus numerosas vidas. Ya estaban establecidas las pautas de silencio y no había dinero en el mundo que pudiera ayudarlo en ese sentido, y menos si no eran capaces de hablar de las cosas realmente importantes.

Sacó un abrigo del armarito del vestíbulo, se lo puso y salió del apartamento. Se marchó sin decir palabra.

Afuera la nieve estaba mugrienta y acumulada en diferentes sitios, tan diferente de las prístinas capas de blanco que la televisión había transmitido desde Innsbruck como lo era la mujer de la cocina de la Linda que él había amado esos últimos diecinueve años.

Decidió que en esta ocasión haría dinero deprisa y se encargaría de que ella tuviera suficiente como para vivir cómodamente el resto de su vida, pero de ninguna manera pensaba quedarse. Lo único que tenía que pensar era en qué iba a emplear el tiempo hasta que por fin llegara Pamela.