Capítulo 17

—… Intentaron tomar por asalto la embajada de Estados Unidos en Teherán pero fueron repelidos por unidades de la Octogésima Segunda División Aerotransportada que mantiene sitiada la sede diplomática norteamericana desde febrero pasado. Al menos ciento treinta y dos revolucionarios iraníes podrían haber perdido la vida en los enfrentamientos; las bajas norteamericanas ascienden a diecisiete y los heridos a veintidós. El presidente Reagan ha ordenado nuevos ataques aéreos a las bases rebeldes de las montañas del este de Tabriz, donde se cree que el ayatolá Jomeini…

—Apague ese condenado aparato —le dijo Jeff a Russell Hedges.

—… el alto mando revolucionario. Entretanto, en Estados Unidos, la cifra de muertos del atentado terrorista perpetrado la semana pasada en el Madison Square Garden alcanza a seiscientos ochenta y dos. En un comunicado que ha hecho público el denominado Escuadrón Noviembre, el grupo terrorista amenaza con continuar los ataques en Estados Unidos hasta que todas las fuerzas norteamericanas se hayan retirado de Oriente Medio. El ministro de exteriores soviético Andrei Gromiko ha manifestado la «comprensión de su país hacia los objetivos de libertad de la jihad islámica» y ha declarado que la presencia de la Sexta Flota norteamericana en el mar Arábigo equivale a…

Jeff se inclinó hacia delante y apagó el televisor. Hedges se encogió de hombros, se metió una pastilla de menta en la boca y jugueteó con un lápiz sujetándolo como siempre hacía antes con sus ubicuos cigarrillos.

—¿Qué me dice de la creciente presencia soviética en Afganistán? —le preguntó Hedges—. ¿Piensan enfrentarse con nuestras fuerzas en Irán?

—No lo sé —contestó Jeff, malhumorado.

—¿Cuánta fuerza tienen los seguidores de Jomeini? ¿Podremos mantener al sha en el poder al menos hasta las elecciones del año que viene?

—¡No tengo ni puta idea! —estalló Jeff—. ¿Cómo iba a tenerla? Reagan no era presidente en 1979; todo este desastre lo tuvo que arreglar Jimmy Cárter y nunca enviamos tropas a Irán. Todo ha cambiado. Ahora ya no sé qué carajo va a pasar.

—Seguramente tendrá alguna idea de…

—No la tengo. No tengo ni idea.

Miró a Pamela que desde su asiento observaba a Hedges con ojos coléricos. Tenía la cara tensa y pálida; en esos últimos años había perdido su redondez femenina para volverse casi tan angular como la de Jeff. La tomó de la mano y la hizo levantar.

—Nos vamos a dar un paseo —le dijo Jeff a Hedges.

—Todavía tengo algunas preguntas.

—Métaselas donde ya sabe. Se me acabaron las respuestas.

Hedges chupó la pastilla de menta y observó a Jeff con sus fríos ojos azules.

—Está bien. Seguiremos hablando en la cena.

Jeff iba a decirle una vez más que no serviría de nada, que en esos momentos el mundo seguía un sendero extraño e indefinido, sobre el que ni él ni Pamela podrían ofrecerle ningún consejo, pero sabía que la protesta sería inútil. Hedges seguía creyendo que poseían una especie de capacidad psíquica, que podían predecir los acontecimientos futuros basándose en una serie de circunstancias actuales. A medida que la presciencia de Jeff y Pamela había ido desapareciendo a la luz de los acontecimientos mundiales drásticamente alterados, los había culpado silenciosa pero claramente de retener información. Ni siquiera las sesiones con pentotal sódico y el polígrafo a las que los habían sometido producían datos útiles, pero ellos habían dejado de protestar por los interrogatorios con drogas: creían que a medida que sus respuestas fueran perdiendo valor, iban a dejarlos en paz y, tal vez, algún día, incluso los liberaran de aquella prolongada «custodia». Sabían que la suya era una vana esperanza, pero seguían aferrándose a ella; era mejor que la otra alternativa, la de aceptar la verdad evidente de que iban a permanecer allí hasta que volvieran a morir.

El agua estaba tranquila y azul, y mientras caminaban por las dunas veían la corcova de la isla de Poplar, cerca de la costa oriental. Un grupo de barcas pescaba entre las boyas indicadoras, recorrían la bahía de Chesapeake, donde abundaban las ostras. Jeff y Pamela trataron de consolarse con la engañosa tranquilidad de aquella escena conocida e hicieron lo posible por no reparar en las dos parejas de hombres con traje oscuro que los vigilaban a escasos metros de distancia.

—¿Por qué no le mentimos? —le preguntó Pamela—. Dile que habrá una guerra si continúa la presencia militar en Irán. Dios santo, por lo que sabemos podría haberla.

Jeff se detuvo y recogió un palito de madera dejado por el mar.

—Se darían cuenta, sobre todo si nos ponen pentotal.

—Pero podríamos intentarlo.

—Cualquiera sabe el efecto que podría tener una mentira así. Reagan sería capaz de lanzar un ataque preventivo. Podríamos acabar provocando una guerra que aún se puede evitar.

Pamela se estremeció.

—Stuart McCowan estará contento —dijo amargamente—, esté donde esté.

—Hicimos lo que considerábamos conveniente. Nadie pudo haber previsto este resultado. No todo ha sido negativo, también hemos salvado muchas vidas.

—¡No puedes poner la vida humana en una hoja de balance!

—No, pero…

—Ni siquiera hacen nada por evitar las tormentas y los accidentes de aviación —dijo, disgustada, pateando un montón de arena—. Quieren que todo el mundo, especialmente los soviéticos, crean que hemos desaparecido, por eso dejan morir inútilmente a toda esa gente.

—Como se han muerto siempre.

Pamela se volvió hacia él, con el rostro cargado de una ira que jamás le había visto.

—¡Eso no lo justifica, Jeff! Se suponía que esta vez íbamos a hacer del mundo un sitio mejor, más seguro…, pero lo único que nos importaba en realidad éramos nosotros mismos, averiguar cuánto más iban a durar nuestras preciosas vidas, y ni siquiera hemos logrado saberlo.

—Todavía es posible que los científicos encuentren una…

—¡Me importa una mierda! Cuando veo las noticias y me doy cuenta de las muertes que hemos provocado con lo que le hemos contado a Hedges, los atentados terroristas, las acciones militares, puede que incluso una guerra a gran escala… ¡Cuando veo todo eso, me digo a mí misma que ojalá no hubiera hecho nunca esa mierda de película y ojalá no hubieras ido nunca a Los Ángeles y ojalá no me hubieras encontrado!

Jeff tiró el palito y la miró con una expresión incrédula y dolida.

—No lo dices en serio.

—¡Claro que sí! ¡Lamento haberte conocido!

—Pamela, por favor…

Le temblaban las manos y tenía el rostro enrojecido por la rabia.

—No pienso hablar más con Hedges. Y contigo tampoco. Me instalaré en uno de los cuartos de la tercera planta. Ya les puedes contar lo que te salga de las narices. ¡Adelante, métenos en una guerra, y que reviente el mundo entero!

Se dio media vuelta y echó a correr, resbaló torpemente en la arena, recuperó el equilibrio y salió disparada hacia la casa en la que estaban prisioneros. Una de las parejas de guardias corrió tras ella y la otra se acercó a Jeff por ambos lados. Él la vio partir, vio cómo los hombres la escoltaban hasta el interior de la casa; Hedges estaba en la puerta y Jeff oyó a Pamela que le gritaba, pero una ráfaga de viento estival sopló de la bahía y se tragó sus palabras ahogando el sentido de sus gritos.

Despertó en una corriente de aire frío con olor a sintético. Unos rayos finos y punzantes de sol se colaban por las tablillas entrecerradas de las persianas venecianas de la ventana iluminando el dormitorio parcamente amueblado. Un estéreo portátil descansaba en silencio en el suelo, delante de la cama, sobre la cómoda, encima de un montón de ropa, se veía un viejo magnetofón de casetes con micrófono y el logotipo de WIOD.

Por encima del murmullo del aire acondicionado, Jeff oyó un repiqueteo lejano, era el timbre de una puerta; fuera quien fuese, se iría si no le hacía caso. Echó un vistazo al libro que tenía en la mano, Incidente en el motel de Argelia, de John Hersey. Lo lanzó a un costado, sacó los pies de la cama y se acercó a la ventana. Levantó una de las tablillas blancas de la persiana, espió y vio una extensión de altas palmeras reales, detrás de las cuales no había más que marismas hasta donde alcanzaba el horizonte.

El timbre de la puerta volvió a sonar y oyó después el silbido de un avión que se aproximaba, lo vio sobrevolar a unos cuantos cientos de metros detrás de las palmeras. Jeff se dio cuenta de que iba a aterrizar en el aeropuerto internacional de Fort-Lauderdale-Hollywood. Se encontraba en su apartamento de Dania, a kilómetro y medio de la playa, demasiado cerca del aeropuerto, pero había sido la primera vivienda que había tenido, el primer lugar enteramente privado en el que se había instalado como adulto. Había conseguido su primer empleo como periodista a tiempo pleno en Miami, al comienzo de su carrera.

Inspiró hondo una bocanada del aire frío, con olor a encierro, y se sentó en la cama revuelta. Había muerto en horario, a la una y seis minutos del dieciocho de octubre de 1988; no había estallado una guerra, aunque el mundo había estado…

Volvió a sonar el timbre de la puerta, esta vez un timbrazo prolongado, insistente. Maldición, ¿por qué no se iban? Se hizo un silencio y luego volvió a sonar por cuarta vez. Del montón de ropa que había sobre la cómoda, Jeff se puso una camiseta y un par de tejanos cortados como bermudas y salió con rabia del dormitorio para sacarse de encima a quien fuera que estuviese llamando a la puerta. Al entrar en el salón topó de lleno con una pared inmóvil de aire húmedo y sofocante; el aire acondicionado de ese cuarto debía de estar estropeado, por eso estaba en su dormitorio en pleno día. Hasta el helecho de hoja ancha que había en un rincón estaba lacio, vencido por la fuerza del calor claustrofóbico. Jeff abrió la puerta justo cuando el timbre volvía a repiquetear con urgencia.

Se encontró con Linda que le sonreía, los mechones dorados de su cabellera castaña destacaban bajo el sol que la iluminaba por la espalda. Su mujer, la que había sido su mujer, con la que aún no se había casado; Linda que le sonreía con la extravagancia indisimulada de su amor reciente y que le tendía un ramo de margaritas. Era como si le ofreciera todas las margaritas del mundo, como si en aquel rostro dulce e inolvidable brillara toda la dicha ardiente y la generosidad de la juventud.

Jeff notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no pudo apartar la vista, no pudo pestañear siquiera, porque no quería perderse ni un solo instante de aquella visión que había guardado en su recuerdo durante tantos años, y que ahora tenía ante sí, recreada en todo su amoroso resplandor. Había pasado tanto, tanto tiempo…

—¿No vas a invitarme a entrar? —le preguntó ella con tono aniñado, tímido y provocativo a la vez.

—Esto…, sí, claro. Perdóname, anda, pasa. Es…, es estupendo. Las flores son preciosas. Gracias. No me lo esperaba.

—¿Tienes dónde ponerlas? ¡Caramba, hace más calor aquí que en la calle!

—Se ha estropeado el aire acondicionado, iba…, espera, deja que me fije si tengo algo donde poner las flores.

Echó una mirada distraída a la habitación y trató de recordar si tenía algún florero.

—¿No estará en la cocina? —sugirió Linda.

—Sí, buena idea, déjame que lo mire. ¿Quieres una cerveza, una Coca-Cola?

—Un poco de agua fría.

Lo siguió hasta la cocina desordenada y encontró un florero para las margaritas mientras él le servía un vaso grande de agua de la jarra que había en la nevera.

—Gracias —le dijo ella, abanicándose con la mano abierta mientras Jeff arreglaba las flores—. ¿No podríamos abrir las ventanas?

—El aire acondicionado de mi dormitorio funciona bien. ¿Por qué no nos vamos allí?

—De acuerdo. Será mejor que llevemos las flores. Con este calor se marchitarán.

Colocó las margaritas en una mesilla y observó a Linda haciendo piruetas delante de las salidas del aire acondicionado; su espalda, que el vestido escotado dejaba al desnudo, se veía perlada de sudor.

—¡Aah, qué delicia! —exclamó, levantando los brazos delgados por encima de la cabeza. Los pechos pequeños y firmes se elevaron debajo del fino vestido blanco. Jeff recordaba que la otra vez habían hecho exactamente lo mismo: buscar un florero para las margaritas, entrar en su dormitorio para estar frescos, y ella había girado y posado tal como en ese instante… ¿Cuánto tiempo había pasado? Varias vidas, varios mundos.

Sus grandes ojos castaños, la húmeda calidez con que lo miraban: Dios santo, hacía siglos que nadie lo miraba de aquel modo. Pamela se había encerrado en el último piso de la residencia gubernamental de Maryland, tal como había amenazado, y en las raras ocasiones en que se dignaba a cenar con el resto, procuraba que sus miradas no se encontrasen. En los últimos nueve años, los ojos que Jeff mejor recordaba eran los peligrosos y azules de Russell Hedges que lo observaban con creciente malicia a medida que el mundo se hundía en un caos infernal de atentados terroristas, conflictos limítrofes y confrontaciones de Estados Unidos con la Unión Soviética de los que Jeff nada sabía ni nada podía predecir.

Jeff se preguntó entonces qué sería de aquel mundo drásticamente alterado, si es que continuaba existiendo en su línea temporal divergente, siguiendo el curso que él y Pamela, impulsados por las mejores intenciones, le habían dado sin querer. En Estados Unidos llevaban ya tres años en estado de sitio como consecuencia de la destrucción del puente de Golden Gate por parte del Escuadrón Noviembre y la matanza en el edificio de las Naciones Unidas. Las elecciones presidenciales de 1988 se habían suspendido indefinidamente debido a la prohibición de reunirse en público, y los jefes de las tres principales agencias de espionaje eran quienes en realidad ejercían el control del país «mientras durara la emergencia».

Daba la impresión de que se estaba gestando un estado norteamericano de corte fascista; evidentemente, desde el principio ése había sido el objetivo del movimiento terrorista internacional. Sus miembros no habían pretendido otra cosa que provocar el nacimiento de un régimen genuinamente opresivo en Estados Unidos, un régimen que hasta los ciudadanos de a pie quisieran derribar. A menos que, por supuesto, el triunvirato decididamente anticomunista formado por la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad y el FBI, que llevaba interinamente las riendas del gobierno, decidiera desencadenar el conflicto nuclear que desde finales de los setenta amenazaba con estallar.

Linda estaba de pie, dándole la espalda sedosa y desnuda a la fría ráfaga de aire, mientras mantenía los ojos cerrados y con una mano se sujetaba el pelo en lo alto de la cabeza para que el fresco le diera en el cuello delgado. Los haces de luz que se filtraban por las persianas dejaban entrever a través del blanco vestido un trozo de sus piernas de bailarina.

Pamela había hecho bien al volverse en su contra, pensó Jeff angustiado; había hecho bien denunciando lo que ambos habían provocado sin darse cuenta, por más que sus intenciones hubiesen sido altruistas. Al darse a conocer al mundo y al hacer tratos con el gobierno a cambio de la escasa información que habían recibido, habían sembrado las semillas de un vendaval maligno que germinarían ahora en otro mundo. Quedaba aún por ver si ella, o para el caso si cualquiera de los dos, serían capaces de perdonarse por la brutal violencia que habían desencadenado en el mundo en nombre de la benevolencia y la comprensión. Pasarían años, tal vez diez o más, antes de que pudiera tratar de volver a hablarle, antes de que pudiera tratar de superar la distancia que los separaba y de aceptar el fracaso absoluto de sus esfuerzos por mejorar la suerte de la humanidad. El mundo estaba perdido, como perdida estaría Pamela durante los años venideros y quizá para siempre.

—Hazme cosquillas —le pidió Linda con su voz dulce y clara, y por un instante Jeff no supo a qué se refería.

Luego se acordó de las caricias delicadas que tanto le habían gustado, cuando él deslizaba lentamente las puntas de los dedos por su piel, con tanta sutileza que parecía que no la tocaba siquiera. Sacó una margarita del ramo que le había regalado y utilizó sus aterciopelados pétalos para trazar una línea imaginaria desde su oreja, pasando por el cuello y el hombro, bajando por su brazo derecho y vuelta a subir por el izquierdo.

—Aah, qué gusto —murmuró—. Aquí, aquí, acaríciame por aquí.

Se bajó los finos tirantes del vestido y dejó que sus pechos juveniles quedaran al descubierto. Jeff la acarició con la flor y se inclinó para besarle los pezones cuando se le pusieron erectos.

—¡Ah, me encanta! —suspiró—. Te quiero.

Y en aquel día perfecto, vivido por segunda vez, aceptó el ansiado consuelo que le ofrecía la pasión y el afecto incondicionales de esa mujer con la que hacía tanto tiempo que no compartía esos sentimientos. En el amor que ella le prodigaba, encontró él su amor por ella, y entonces volvió a renacer.

Los mechones cetrinos de la cabellera de Linda se habían vuelto de un rubio más claro aún después de pasar varios días bajo el sol marroquí, dando la impresión de que su cabello reflejara la luz imaginaria del enorme tapiz dorado que decoraba la extensa barra. Se aferró de la barandilla de la barra riendo a carcajadas, mientras el barco se mecía suavemente en las olas del Atlántico Norte. Su copa de gin tonic comenzó a deslizarse por la superficie inclinada de roble, la atrapó con un diestro movimiento y el hielo de la copa tintineó con su risa.

Encore, madame? —le preguntó el camarero. Linda se volvió hacia Jeff y le preguntó:

—¿Quieres otra copa?

Él negó con la cabeza y apuró su Jack Daniel’s con soda.

—¿Por qué no damos un paseo por la cubierta? Hace una noche cálida, me gustaría mirar el mar. —Apuntó el número de su camarote en la cuenta y se la entregó al camarero—. Merci, Raymond; á demain.

—Á demain, monsieur; merci.

Jeff cogió a Linda por el brazo, cruzaron el Bar Riviera que se mecía ligeramente y salieron a la Cubierta Mirador. Las llamativas chimeneas rojinegras del vapor France se proyectaban hacia el cielo nocturno, sus elegantes aletas horizontales parecían las aletas inmóviles de dos gigantescas ballenas cogidas en pleno salto. El barco se elevó y cayó suavemente en el surco formado entre las grandes olas tranquilas. No había nubes que cubrieran a las estrellas, pero hacia el sur, una línea de densos nubarrones encendía el horizonte con sus constantes descargas de truenos. La tormenta avanzaba hacia ellos, aunque a la velocidad de treinta nudos se liberarían de la tempestad antes de que sus violentos vientos y su lluvia arreciaran sobre esa parte del océano.

Jeff pensó entonces que Heyerdahl no habría podido permitirse el lujo de escapar a semejante furia; él habría visto la tormenta inminente con diferentes ojos, cautelosos y preocupados, mientras maniobraba la caña del timón de su barca de papiro, tan lejos de tierra firme. Había sido una tormenta como aquélla la que el año anterior le había obligado a abandonar su barca averiada en alta mar, a novecientos kilómetros de su objetivo.

—¿De veras crees que esta vez lo conseguirá? —le preguntó Linda, mirando las nubes iluminadas que se veían a lo lejos.

Ella había estado pensando exactamente lo mismo, preguntándose por el destino del afable y barbudo noruego con el que habían compartido los trabajos y los logros de las últimas tres semanas en el antiguo puerto fortificado de San, donde él había construido su histórica barca expresamente primitiva, lanzada al mar la semana anterior.

—Lo logrará —dijo Jeff con seguridad.

El viento de la tormenta que se aproximaba agitó el fino vestido de Linda y ella se sujetó con fuerza de la barandilla del barco.

—¿Por qué te fascina tanto? —quiso saber ella.

—Por la misma razón que me fascinan Michael Collins y Richard Gordon —repuso. Y Roosa, pudo haber añadido, y Worden y Mattingly y Evans y los prisioneros de guerra que dentro de tres años, en 1973, comenzarían a volver.

—La soledad, el aislamiento completo del resto de la humanidad…

—Pero Heyerdahl lleva una tripulación de siete hombres —le aclaró ella—. Collins y Gordon estaban completamente solos en sus cápsulas, al menos durante un tiempo.

—A veces el aislamiento se puede compartir —dijo Jeff, mirando el mar ondulante.

El olor cálido de la alteración tropical que se aproximaba le hizo pensar en el Mediterráneo, en un día en que ese mismo aroma había entrado por la ventana abierta de un pueblo de Mallorca. El olorcillo sabroso de la paella, la añoranza lacerante de la guitarra de Laurindo Almeida, la mezcla de pena y alegría en los ojos de Pamela, sus ojos moribundos.

Linda notó la sombra que acababa de velar el rostro de Jeff, acercó su mano a la de él y la aferró con la misma firmeza con que se había agarrado de la barandilla del barco.

—A veces me preocupas —le dijo—. Tanto hablar de soledad y aislamiento… No sé si este proyecto es tan buena idea. Me da la impresión de que te deprime demasiado.

La atrajo hacia sí y la besó en la cabeza.

—No —le aseguró con una sonrisa de afecto—, no me está deprimiendo. Sólo me pone pensativo, es todo.

Pero sabía que no era del todo cierto; su estado meditativo lo había impulsado a emprender aquella iniciativa que ahora lo obsesionaba y no al revés. La presencia de Linda, su desacostumbrada franqueza, habían calmado sus demolidos sentidos desde aquel día de agosto de 1968 en que había reiniciado esta vida justo a tiempo de descubrirla esperando delante de su puerta con un ramo de margaritas recién cortadas. Pero ni siquiera el inesperado renacer de cuanto habían compartido hacía tanto tiempo fue capaz de hacerle olvidar los tormentos que indirectamente había infligido al mundo en su vida anterior, a través de Russell Hedges, ni el abismo que todo ello había creado entre él y Pamela. No lograba escapar de la culpa y los remordimientos, que formaban una incesante corriente subterránea que erosionaba constantemente los cimientos de su renovado amor por la mujer con la que cierta vez se había casado. Y esa disminución conducía a nuevas formas de remordimiento, una culpa presente que empeoraba debido a su convicción de que tenía que poder cambiar sus sentimientos, olvidar el pasado y dedicarse plenamente a Linda como ella se dedicaba a él.

Había dejado inmediatamente su trabajo como periodista en radio WIOD de Miami, no soportaba la tarea diaria de buscar, observar y describir la tragedia humana, no después de todas las cosas por las que se sintió responsable en los años muertos transcurridos en el refugio del gobierno en Maryland. Aquel mes de octubre, Jeff había esperado a que el Detroit perdiera tres partidos a uno; luego había apostado todos sus ahorros a los Tigers en los tres últimos partidos de la liga. Tal como Jeff sabía que ocurriría, Mickey Lolich le permitió llevarse el gato al agua.

Con el dinero de la apuesta se compró un nuevo apartamento en primera línea de mar en Pompano Beach, más cerca de donde Linda seguía viviendo con sus padres y asistiendo a la universidad. La veía todas las tardes, al terminar sus clases, nadaba con ella en el mar tranquilo o se sentaba a su lado, junto a la piscina de su nueva casa, mientras ella estudiaba. Esa primavera se fue a vivir con él y le dijo a sus padres que «se iba a instalar por su cuenta». Sus padres le siguieron la corriente y nunca fueron a verlos al apartamento del décimo piso que Jeff y Linda compartían, pero continuaron invitándolo a comer en su casa todos los domingos.

Fue en el verano de 1969 cuando concibió el proyecto que ahora lo consumía. El padre de Linda le había dado la idea un domingo por la tarde, en la sobremesa, mientras tomaban café. Por esa época, Jeff tenía por costumbre no leer las noticias, desechar amablemente toda discusión de los acontecimientos nacionales o mundiales. Pero aquella semana, a su exsuegro le había dado por concentrarse en un único tema y no había manera de que lo cambiara: el viaje recientemente malogrado de Thor Heyerdahl y el quijotesco intento del noruego por probar que los exploradores primitivos que navegaban en barcas de caña de papiro habían llevado la cultura egipcia a las Américas tres mil años antes de que Colón descubriera aquel continente.

El padre de Linda se había mofado de la idea pues consideraba que el hecho de que Heyerdahl hubiese estado a punto de conseguir el éxito no era más que un fracaso, pero Jeff se había cuidado de revelar que el aventurero antropólogo triunfaría un año más tarde con su segunda expedición. Aquella conversación lo hizo reflexionar y esa misma noche no había podido pegar ojo hasta el amanecer escuchando el ruido de las olas que entraba por las ventanas de su apartamento e imaginándose a la deriva en el negro mar, a bordo de una endeble embarcación confeccionada por él mismo, una barca frágil que podía sucumbir a las tormentas de ese año pero que volvería para vencer al océano que se la había cobrado.

Ese mismo mes él y Linda fueron al Cabo, como en la ocasión anterior, a presenciar la furia controlada del inmenso cohete Saturno V que llevaría a la Apolo 11 hasta la luna. Después del lanzamiento, mientras avanzaban despacio para salir de la excesivamente urbanizada Costa Dorada en compañía de miles de coches llenos de espectadores como ellos, la mente de Jeff se llenó de ideas de alejamiento de los asuntos cotidianos de la humanidad. No se trataba del aislamiento y la soledad que había buscado anteriormente en Montgomery Creek, sino de un viaje de aislamiento, un viaje épico en soledad hacia un objetivo no alcanzado aún.

Jeff tenía la certeza de que Heyerdahl y la tripulación de la misión que acababa de ver partir conocían esa sensación, y entre los miembros de la tripulación nadie lo sabía tan bien como Michael Collins. Armstrong, y en menor grado Aldrin, recibirían la gloria, darían esos históricos primeros pasos, pronunciarían las primeras palabras confusas, plantarían la bandera en suelo lunar. Pero en las horas dramáticas en que sus compañeros de tripulación permanecerían sobre la superficie lunar, Michael Collins estaría más solo de lo que nadie había estado jamás: a trescientos setenta y cinco mil kilómetros de la tierra, en órbita alrededor de un mundo extraño, mientras los seres humanos más próximos se encontraban allá debajo, en aquel semiplaneta hostil. Cuando el módulo lunar lo llevara a la cara oculta de la luna, Collins perdería incluso el contacto por radio con sus semejantes, sería incapaz de ver siquiera el lejano globo azul y blanco donde había nacido. Se enfrentaría a la sombría infinitud del espacio en medio de una soledad y un silencio completos, que en los años siguientes iban a experimentar únicamente otros cinco seres humanos.

Mientras esperaba salir de aquel atasco de cuarenta kilómetros en la Autopista 1, cerca de Melbourne, Jeff supo que debía conocer a estos hombres, que debía comprenderlos. De ese modo, tal vez, llegaría a conocerse a sí mismo y a entender el viaje solitario por el tiempo en el que él y Pamela habían sido embarcados.

A la semana siguiente comenzó el primero de muchos viajes a Houston. En la entrevista mantenida el año anterior con Earl Warren, Jeff había logrado convencer a la NBC de que le ayudase a conseguir credenciales de prensa para la NASA como periodista colaborador. Entrevistó a Stuart Roosa y, poco a poco, se hizo amigo de él, y a partir de esa amistad, logró entrevistar a Richard Gordon, a Alfred Worden y a los otros. Hasta Michael Collins resultó ser relativamente accesible; la atención y la adulación del mundo seguían centradas en los hombres que habían pisado suelo lunar, y no en los únicos que habían permanecido en órbita alrededor de la luna.

Lo que había comenzado siendo una búsqueda personal de respuestas sobre su propio estado mental no tardó en ir más allá. Por primera vez en muchos años, Jeff empleaba su talento como periodista para explorar diestramente los pensamientos y recuerdos de sus entrevistados, sacándoles más provecho en los momentos en que dejaban de pensar en la conversación como una entrevista, cuando bajaban la guardia a la vista del genuino interés de Jeff y comenzaban a hablarle a nivel profundamente humano. Pathos, humor, rabia, miedo: Jeff lograba de algún modo suscitar en aquellos hombres la gama completa de emociones que los astronautas jamás habían revelado. Sabía que la visión especial que esos hombres tenían del universo formaba parte de algo que él ya no podía guardar para sí y que debía comunicar al mundo entero.

Ese otoño le había escrito a Heyerdahl para concertar la primera de varias citas que mantendría con el explorador en Noruega y luego en Marruecos. A medida que el impulso inicial que había llevado a Jeff a buscar a estos individuos especiales fue apoderándose de su mente, a medida que las imágenes y los sentimientos que fue viendo en ellos adquirían fuerza propia, se dio cuenta finalmente de lo que estaba llevando a cabo de manera inconsciente pero decidida: un libro sobre sí mismo en el que utilizaba la metáfora de estos solitarios viajeros como medio para tratar de abordar su propia experiencia única, para explicar el jaspeado tapiz formado por la acumulación de sus ganancias, sus pérdidas y sus pesares.

Una nueva descarga de relámpagos iluminó las lejanas nubes tormentosas y su débil reflejo blanco recorrió, juguetón, el perfil angélico del rostro de Linda.

«Y alegrías», pensó, deslizando suavemente la punta de los dedos por la mejilla de Linda cuando ésta le sonrió. Debía hablar también de las alegrías.

El despacho de Jeff, al igual que las demás habitaciones de la casa de Hillsboro Beach, al sur de Boca Ratón, daba al mar. Había llegado a depender de la constancia de esa vista y del interminable rumor de las olas, del mismo modo que en otra época se había sentido atraído por la visión de la blanca cumbre del monte Shasta que alcanzaba a ver desde su casa en Montgomery Creek. Lo aliviaba, lo mantenía anclado y a salvo en las noches en las que la luna se elevaba desde el mar recordándole cierta película que en ese mundo todavía no había sido realizada y una época que era mejor olvidar.

Pisó el pedal del magnetofón Sony y la profunda resonancia de la voz con fuerte acento ruso que salió del aparato resultó evidente a pesar de la escasa potencia del altavoz. Jeff había transcrito la mitad de la entrevista y cada vez que oía aquella voz se imaginaba la casa sorprendentemente modesta que el hombre tenía en Zurich, los platos de blini y caviar, la botella helada de vodka sobre la mesa, entre los dos. Y las palabras, el torrente en el que se reflejaba elocuentemente la pena del mundo entero, mechado con las inesperadas muestras de sabiduría e incluso las risas de aquel hombre fornido de la inconfundible barba rojiza. Muchas veces, durante aquella semana transcurrida en Suiza en contacto con la sabiduría manifestada con entusiasmo por aquel hombre, Jeff sintió la tentación de explicarle que compartía su pena, que comprendía muy bien la sensación de rabia impotente que se siente ante lo irrecuperable. Pero se contuvo, claro. No podía. Se había mordido la lengua, había desempeñado el papel de entrevistador inexperto pero perspicaz y se había limitado a grabar los pensamientos del gran hombre y a dejarlo solo con su dolor, del mismo modo que Jeff estaba sólo con el suyo.

Llamaron suavemente a la puerta y Linda le dijo:

—Cariño, ¿quieres hacer una pausa?

—Sí, claro —respondió, apagando la máquina de escribir y el magnetofón—. Pasa.

Abrió la puerta y entró haciendo equilibrios con la bandeja en la que llevaba dos porciones de pastel de lima Key y dos tazas de café jamaicano Blue Mountain.

—Tu sustento —anunció con una sonrisa.

—Mmm. —Jeff inhaló el oscuro aroma del café y el fresco olorcillo del pastel de lima—. Mucho más que eso. Infinitamente más.

—¿Qué tal va el material de Solzhenitsin? —le preguntó Linda mientras se sentaba con las piernas cruzadas en la otomana inmensa que había junto a su escritorio y se colocaba la bandeja sobre el regazo.

—Estupendamente. Tengo mucho con que trabajar y es todo tan bueno que ni siquiera sé por dónde empezar a cortar o a parafrasear.

—¿Es mejor que lo que conseguiste de Thieu?

—Mucho mejor —repuso entre bocado y bocado del delicioso pastel—. En el material de Thieu hay bastantes citas que merecen la pena incluirse, pero esto constituirá la esencia del libro. Estoy verdaderamente entusiasmado.

Jeff sabía que tenía motivos para estarlo; el nuevo proyecto llevaba gestándose en su mente desde que empezara a escribir el primer libro sobre Heyerdahl y los astronautas de la órbita lunar. Cuando se publicó, hacía dos años, en 1973, había tenido un modesto éxito de público y crítica. Estaba seguro de que su próximo libro para el que ya casi había terminado de investigar, superaría incluso los mejores aspectos de su obra anterior.

En esta ocasión escribiría sobre el exilio forzado, sobre la proscripción de la propia casa, del propio país, de los compatriotas. Con ese tema tenía la sensación de poder encontrar y transmitir todo un núcleo de empatia universal, una chispa de entendimiento que surgiría del exilio metafórico al que todos estamos sometidos, y que Jeff comprendía mejor que nadie: la expulsión inevitable, común a todos nosotros, de los años que hemos vivido y que hemos dejado atrás, de las personas que hemos sido y conocido y que hemos perdido para siempre.

Las prolongadas meditaciones que Jeff había logrado evocar a Alexander Solzhenitsin —sobre su exilio, no sobre el gulag— eran, tal como le había comentado a Linda, incuestionablemente las más profundas de todas las observaciones que había logrado reunir hasta la fecha. El libro incluiría también material de su correspondencia con el depuesto príncipe Sihanouk de Camboya, y de sus entrevistas de Madrid y Buenos Aires con Juan Perón, así como las reflexiones que consiguiera de Nguyen Van Thieü después de la caída de Saigón. Jeff había hablado incluso con el ayatolá Jomeini en su refugio de las afueras de París. Para asegurarse de que el libro fuera completamente democrático, había solicitado el comentario de decenas de refugiados políticos corrientes, hombres y mujeres huidos de los regímenes dictatoriales de derecha e izquierda.

Las otras notas y cintas que había reunido estaban cargadas de poderosos sentimientos y declaraciones fuertemente emotivas. Jeff se enfrentaba ahora a la tarea de exprimir aquella masa amorfa de palabras sentidas para destilar su esencia hasta la médula y combinarlas luego en un contexto efectivo. Las cítaras entre los álamos, pensaba titular su libro, por el salmo 137:

A orillas de los ríos de Babilonia

estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión;

en los álamos de la orilla

teníamos colgadas nuestras cítaras…

¿Cómo podríamos cantar un canto de Yahveh

en una tierra extraña?

Jeff terminó de comerse el pastel de lima Key, dejó el plato y sorbió la embriagante delicia del café jamaicano recién hecho.

—¿Cuánto crees que…? —empezó a preguntar Linda, pero su pregunta se vio interrumpida por el agudo timbrazo del teléfono.

—¿Diga? —contestó Jeff.

—Hola, Jeff —lo saludó la voz que había conocido a lo largo de tres vidas diferentes.

No supo qué contestar. En los últimos ocho años había pensado tantas veces en aquel momento, lo había temido y deseado tanto que había llegado a creer que jamás llegaría. Cuando por fin se había producido, se encontró con que había enmudecido y que todas las frases que había ensayado cuidadosamente habían volado de su mente cual etéreos pedazos de nubes al viento.

—¿Puedes hablar con tranquilidad? —le preguntó Pamela.

—En realidad no —le contestó Jeff, mirando incómodamente a Linda.

Ella había percibido el cambio en su expresión y lo observaba con curiosidad pero sin suspicacia alguna.

—Lo comprendo —le dijo Pamela—. ¿Quieres que llame más tarde o que nos encontremos en alguna parte?

—Sí, sería mejor.

—¿Cuál de las dos cosas? ¿Qué te llame más tarde?

—No. Creo que deberíamos reunimos un día de éstos.

—¿Puedes ir a Nueva York? —le preguntó.

—Sí. En cualquier momento. ¿Cuándo y dónde?

—Este jueves, ¿te va bien?

—No hay problema.

—El jueves a la tarde, entonces, en Fierre, ¿te parece bien el bar que hay allí?

—Me parece muy bien. ¿Qué tal a las dos?

—Mejor a las tres —dijo Pamela—. A la una tengo una cita en el West Side.

—De acuerdo. Te veré el jueves.

Jeff colgó y notó que debía de estar pálido y medio azorado.

—Era… un viejo amigo de la universidad, Martin Bailey —mintió, y se odió por haberlo hecho.

—Ah, sí, tu compañero de cuarto. ¿Pasa algo malo?

La preocupación que se reflejaba en su voz y en su cara eran genuinas.

—Tiene problemas con su mujer. Parece ser que se quieren divorciar. Está muy afectado y quiere hablar con alguien. Iré a Atlanta un par de días a ver si puedo ayudarlo.

Linda sonrió, comprensiva e inocente, pero Jeff no sintió ningún alivio cuando la vio tragarse con tanta facilidad aquella mentira improvisada. El sentimiento de culpa era tan fuerte que notó una especie de puñalada. La oleada innegable de júbilo ante la perspectiva de volver a ver a Pamela dentro de sólo tres días no hizo más que intensificar esa culpa.