En esta ocasión no hubo necesidad de salir en todas las publicaciones del mundo como habían hecho con su anuncio anterior, el pequeñito con el que esperaban llamar la atención únicamente de los repetidores. La ambigüedad y el anonimato empleados en aquella ocasión no servían a los fines que tenían ahora. El New York Times se negó a sacar el anuncio de página entera una sola vez, pero apareció en el New York Daily News, el Chicago Tribune y el Los Ángeles Times.
EN LOS PRÓXIMOS DOCE MESES:
A finales de mayo el submarino nuclear norteamericano Scorpion se perderá en el mar. Una gran tragedia echará por tierra en junio la campaña presidencial norteamericana. El asesino de Martin Luther King, hijo, será detenido fuera de Estados Unidos. El juez Earl Warren renunciará el 26 de junio y le sucederá el juez Abe Portas. La Unión Soviética, al frente de las tropas del Pacto de Varsovia, invadirá Checoslovaquia el 21 de agosto. Quince mil personas morirán en un terremoto que se producirá en Irán a primeros de septiembre. Una nave espacial soviética sin tripulantes volará alrededor de la órbita lunar y será recuperada en el Océano índico el 22 de septiembre. En octubre se producirán golpes militares en Perú y Panamá. Richard Nixon derrotará por estrecho margen a Hubert Humphrey en la lucha por la presidencia. Tres astronautas norteamericanos volarán alrededor de la órbita lunar y regresarán a la tierra en la semana de Navidad. En enero de 1969 se producirá un intento frustrado de asesinato contra el dirigente soviético Leónidas Breznev. En febrero un espectacular vertido de petróleo contaminará las playas del sur de California. El presidente francés Charles de Gaulle renunciará a finales de abril próximo. No haremos más comentarios acerca de estas manifestaciones hasta el 1.º de mayo de 1969. En esa fecha nos reuniremos con los medios de comunicación en un lugar que anunciaremos dentro de un año.
Jeff Winston y Pamela Phillips. Nueva York, N. Y., 19 de abril de 1968
Todas las butacas de la amplia sala de conferencias que habían alquilado en el hotel Hilton de Nueva York estaban ocupadas, y quienes no lograban encontrar asiento se amontonaban impacientes en los pasillos o en los laterales de la sala, tratando de que sus pies no se enredaran en los cables serpenteantes de micrófonos y cámaras de televisión. A las tres de la tarde en punto, Jeff y Pamela entraron en la sala y ocuparon juntos el estrado destinado a los oradores. Ella sonrió nerviosa al encenderse las luces enceguecedoras de los focos de los canales de televisión; sin que nadie lo notara, Jeff le apretó la mano para darle ánimos. Desde el instante en que hicieron su aparición, la sala estalló en una algarabía de preguntas y los periodistas se peleaban por llamar su atención. Jeff pidió que hicieran silencio varias veces y por fin logró que los gritos se acallaran hasta convertirse en un murmullo.
—Contestaremos todas sus preguntas —anunció a los periodistas allí reunidos—, pero vamos a establecer un cierto orden. Empezaremos por la última fila de izquierda a derecha, una pregunta por persona. Pasaremos luego a la fila siguiente en el mismo orden.
—¿Qué pasa con los que no tenemos asientos? —gritó un hombre que ocupaba un lugar en un lateral de la sala.
—Los que han llegado tarde preguntarán en último lugar, empezando por el lateral izquierdo de la sala y de atrás para adelante. Ahora —dijo Jeff, señalando— contestaremos a la primera pregunta de la señora del vestido azul. No hace falta que se identifiquen; pregunten lo que quieran.
La mujer se puso de pie con una estilográfica y una libreta en la mano.
—Una pregunta obvia. ¿Cómo pudieron hacer unas predicciones tan exactas sobre acontecimientos tan variados? ¿Acaso tienen ustedes poderes psíquicos?
Jeff inspiró hondo y habló con toda la calma de que fue capaz.
—He dicho una pregunta por persona, por favor, contestaré las dos sólo por esta vez. No, no nos consideramos psíquicos, tal como se entiende comúnmente el término. La señorita Phillips y yo hemos sido los beneficiarios, o las víctimas, de un fenómeno recurrente que al principio nos resultó tan difícil de creer como indudablemente les ocurrirá hoy a ustedes. Seré breve, los dos estamos reviviendo nuestras vidas, o partes de ellas. Los dos morimos y moriremos en octubre de 1988 y hemos resucitado y vuelto a morir en varias ocasiones.
El ruido con el que los habían recibido al entrar en la sala no fue nada comparado con el tumulto que se organizó después de esta declaración; el tono burlón que se apreciaba por encima del pandemónium generalizado resultó inconfundible. Un equipo de televisión apagó los reflectores y empezó a guardar las cámaras, varios reporteros salieron a grandes zancadas de la sala con cara de ofendidos, pero hubo muchos otros dispuestos a ocupar los asientos que dejaban vacíos. Jeff volvió a pedir que hicieran silencio y señaló al siguiente periodista que esperaba para formular su pregunta.
—Otra pregunta obvia —dijo el hombre corpulento y ceñudo—. ¿Cómo diablos esperan que nos creamos todos esos infundios?
Jeff guardó la compostura, le sonrió a Pamela para darle valor y se dirigió tranquilamente al público desdeñoso:
—Acabo de decirles que lo que vamos a revelar les parecerá increíble. Sólo puedo hacer referencia a la absoluta validez de las «predicciones» que publicamos hace un año, que para nosotros no eran más que recuerdos, y les pido que se reserven su opinión hasta que nos hayan escuchado.
—¿Van a hacer más predicciones? —inquirió el siguiente periodista.
—Sí —respondió Jeff, y el tumulto amenazó con volver a estallar—. Pero sólo cuando hayamos contestado a todas las demás preguntas y cuando consideremos que hemos dicho cuanto necesitábamos decir.
Tardaron casi una hora en exponer un esquema esencial y sucinto de sus vidas: quiénes habían sido originalmente, qué habían hecho de importante en cada uno de sus replays, cómo se habían conocido, el hecho preocupante de la distorsión temporal. Tal como habían acordado de antemano, se dejaron en el tintero muchos detalles sobre sus vidas personales, así como toda aquella información que, a su juicio, podía resultar peligroso o inoportuno revelar. Llegó entonces la pregunta que temían que les formularan y que no sabían cómo manejar.
—¿Conocen alguna otra persona que esté haciendo una…, una repetición, como la llaman ustedes? —inquirió una voz cínica de la tercera fila. Pamela miró a Jeff y luego respondió decidida antes de que él tuviera ocasión de decir palabra.
—Sí —dijo—. Un hombre llamado Stuart McCowan que vive en Seattle, Washington.
Se produjo una pausa momentánea mientras cien bolígrafos apuntaban el nombre en cien libretas. Jeff frunció el ceño para tratar de advertir a Pamela, pero ella no le hizo caso.
—Por lo que sabemos, es el único —prosiguió Pamela—. Nos pasamos gran parte de una de nuestras repeticiones buscando a otros, pero McCowan es el único al que pudimos verificar. Pero permítanme que les diga que tiene sobre todo esto unas ideas con las que estamos en absoluto desacuerdo, por eso no está hoy aquí con nosotros. Aunque creo que les resultará interesante entrevistarlo, e incluso seguir todos sus pasos para comprobar cómo se enfrenta a la situación en la que nos encontramos los tres. Se trata de un hombre poco corriente, lo cual es poco decir.
Pamela miró a Jeff y éste la obsequió con una sonrisa satisfecha. No había dicho nada difamante ni incriminatorio sobre McCowan pero se había asegurado de que se investigaran a fondo sus antecedentes y que a partir de entonces vigilaran cada uno de sus movimientos. Esta vez no volvería a matar.
—¿Qué esperan conseguir con todo esto? —preguntó otro periodista—. ¿Acaso están lanzando un plan para hacer dinero, una especie de culto?
—En absoluto —respondió Jeff con firmeza—. Podemos conseguir todo el dinero que necesitamos o que queremos a través de los canales de inversión normales, y me gustaría pedirles que en sus notas incluyan bien claro que no queremos que nadie nos envíe dinero para nada. Devolveremos todo lo que nos manden. Lo único que buscamos es información. Una explicación de lo que nos está ocurriendo y de cómo acabará. Quisiéramos que el mundo científico, en especial los físicos y los cosmólogos, estén al tanto de la realidad de lo que nos está ocurriendo y que se pongan en contacto directo con nosotros para exponernos sus opiniones. Es el único propósito que nos guía al hacer pública nuestra situación. Nunca antes nos hemos dado a conocer y no lo habríamos hecho de no ser por los temas que nos preocupan y que acabamos de exponer.
En la sala se produjo un murmullo de escepticismo. Todo el mundo vendía algo, como Pamela se había encargado de señalar en cierta ocasión; resultaba difícil que aquel grupo de periodistas endurecidos aceptaran el hecho de que Jeff y Pamela no se trajeran nada entre manos, a pesar de la aparente sinceridad de la pareja y de las pruebas irrefutables de la inconcebible infalibilidad de su presciencia.
—¿Cuáles son sus propósitos si no intentan ustedes sacar partido de estas manifestaciones? —inquirió alguien.
—Depende de lo que averigüemos como consecuencia de lo que hemos anunciado —respondió Jeff—. Por el momento, vamos a esperar y ver qué ocurre cuando publiquen sus notas. ¿Hay alguna otra pregunta? Si nadie quiere preguntar nada más, tengo aquí copias de nuestras más recientes… predicciones, tal como las consideran ustedes.
Se produjo una estampida general hacia el estrado de los oradores; una multitud de manos pugnó por conseguir las fotocopias y siguió luego un estallido de preguntas mordaces.
—¿Habrá una guerra nuclear?
—¿Le ganaremos a los rusos la carrera por llegar a la luna?
—¿Encontraremos un modo de curar el cáncer?
—Lo siento —gritó Jeff—. No aceptaremos preguntas sobre el futuro. Todo lo que tenemos que decir está en este documento.
—Una última pregunta —gritó un hombre de gafas con un sombrero que tenía todo el aspecto de haberle servido de asiento a alguien—. ¿Quién ganará el derby de Kentucky del sábado?
Jeff sonrió y, por primera vez desde el inicio de la tensa conferencia de prensa, se relajó.
—Haré una única excepción para este caballero —dijo—. Príncipe Majestuoso ganará el derby y la carrera de Preakness, pero Arte y Literatura lo desbancará del circuito de Triple Crown. Creo que con esta información he echado a perder mi propia apuesta.
Príncipe Majestuoso inició la carrera con apuestas de uno contra diez y pagó 2,10 dólares a los ganadores, la cifra más baja permitida según las leyes que regían el sistema de apuestas con totalizador. Cuando la historia de Jeff y Pamela hubo llegado a los medios de comunicación, casi nadie había apostado por los demás caballos del derby. La Comisión de Hipódromos de Kentucky pidió una amplia investigación y en Maryland y Nueva York se hablaba de cancelar las carreras de Preakness y Belmont.
Los teléfonos de su nueva oficina en el edificio Pan Am comenzaron a sonar a las seis de la mañana del lunes siguiente a la carrera; a mediodía, habían contratado a otras dos empleadas temporales de Kelly Girls para que contestaran las llamadas y los telegramas y atendieran a los curiosos que se presentaban sin cita previa.
—Tengo la lista de la última hora, señor —le informó una joven con cara de susto que lucía un minivestido tableado y jugueteaba nerviosamente con el largo collar de abalorios que llevaba puesto.
—¿Puede resumírmela? —le pidió Jeff, agobiado.
Dejó a un lado el editorial publicado esa mañana en el New York Times en el que se pedía «una actitud escéptica ante estos modernos Nostradamus y su manipulación de las coincidencias».
—Sí, señor. Cuarenta y dos peticiones de consulta privada, se trata de personas gravemente enfermas, padres de niños desaparecidos y demás, nueve agentes de bolsa que han llamado ofreciendo sus servicios a una comisión reducida; doce llamadas y ocho telegramas de personas dispuestas a poner dinero en distintos planes de apuestas; once mensajes de otros tantos psíquicos que desean compartir…
—No somos psíquicos, señorita… Kendall, ¿verdad?
—Sí, señor. Elaine, si lo prefiere.
—Bien, Elaine. Quiero que quede bien claro ese punto; Pamela y yo no manifestamos poseer poderes psíquicos, y hay que aclarárselo a toda persona que lo dé por sentado. Se trata de algo muy diferente, si va a trabajar aquí, tiene que saber cómo queremos que nos representen.
—Lo comprendo, señor. Pero es que…
—Le resulta un tanto difícil aceptarlo, claro. No he dicho que tenga que creernos; cuando hable con la gente, sólo debe asegurarse de que no se tergiversen los elementos básicos de lo que hemos dicho, es todo. Y ahora, siga con la lista.
La muchacha se alisó la blusa y miró sus apuntes estenográficos.
—Hubo once…, las llamaría once llamadas odiosas, algunas de ellas obscenas.
—No tiene por qué aguantarlas. Dígale a las demás chicas que pueden colgarle el teléfono a las personas que se propasen. Llamen a la policía si insisten en esa actitud.
—Gracias, señor. Hemos recibido varias llamadas de un grupo futurista de California. Quieren que vaya a verles para hablar con ellos.
Jeff enarcó una ceja con aire interesado.
—¿La Rand Corporation?
La muchacha echó otro vistazo a sus apuntes y respondió:
—No, señor; se llaman «Grupo Porvenir».
—Pásele los datos a mi abogado. Pídale que los investigue para ver si se trata de una asociación legal.
Elaine apuntó las instrucciones en su libreta y continuó resumiendo la lista.
—Ya que voy a hablar con el señor Wade, quizá sea conveniente que le informe de todas las líneas aéreas que amenazan con demandarlo. Aeronaves de México, Allegheny Airlines, Philippine Airlines, Air France, Olympic Airways… y las Juntas de Turismo de Ohio y de Mississippi. Nos han llamado los abogados de todas ellas. Estaban muy enfadados, me pareció prudente advertírselo.
Jeff asintió distraídamente.
—¿Es todo? —inquirió.
—Sí, quedan las llamadas de unas cuantas revistas que quieren una entrevista exclusiva con usted o con la señorita Phillips, o con los dos.
—¿Hay alguna revista científica?
Negó con la cabeza y le recitó:
—El National Enquirer, Fate… Me parece que la más seria de toda las que llamaron es Esquire.
—¿Ninguna noticia de ninguna universidad? ¿Ni de ninguna fundación científica aparte del grupo de California que todavía no sabemos a qué se dedica?
—No, señor. Es toda la lista.
—Muy bien —suspiró—. Gracias, Elaine, manténgame informado.
—Sí, señor. —Cerró la libreta y se disponía a marcharse pero se detuvo—. Señor Winston…, me preguntaba…
—¿Sí?
—¿Cree usted que debería casarme? Es que he estado pensándolo y… mi novio ya me lo ha pedido en dos ocasiones, pero me gustaría saber…, bueno, me gustaría saber si funcionará o no.
Jeff sonrió con tolerancia, notó el desesperado deseo de conocer el futuro reflejado en los ojos de la muchacha y repuso:
—Ojalá lo supiera. Pero se trata de algo que tendrá que descubrir usted misma.
Aeronaves de México retiró la demanda el cinco de junio, el día después de que uno de sus aviones se estrellara contra la ladera de una montaña, cerca de Monterrey, tal como Jeff y Pamela habían vaticinado. El dirigente político mexicano Carlos Madrazo y la estrella del tenis Rafael Osuna no iban a bordo del avión en el que habían muerto en cinco ocasiones anteriores; sólo once personas y no setenta y nueve habían considerado oportuno tomar el fatídico vuelo.
Después de aquello, de las restantes compañías aéreas para las que Jeff y Pamela habían pronosticado algún desastre, sólo Air Algerie y Royal Nepal Airlines decidieron hacer caso omiso de la advertencia y no cancelar los vuelos en cuestión. Esas dos compañías fueron las únicas de todas las empresas comerciales de aviación del mundo que sufrieron accidentes mortales en lo que quedaba de 1969.
La Marina de Estados Unidos se negó a aceptar lo que el Secretario de Defensa Laird denominó «una superstición» y el destructor Evans siguió su curso por el Mar de la China Meridional, pero el gobierno de Australia, sin decir nada a nadie, ordenó a su portaaviones Melbourne que parara las máquinas y permaneciera anclado la primera semana de junio y el choque que siempre había partido en dos al Evans no ocurrió nunca.
El número de víctimas producido por las inundaciones del cuatro de julio en el lago Erie, en la parte norte de Ohio, se redujo de cuarenta y uno a cinco, pues los habitantes de la zona hicieron caso de las alertas insistentemente publicadas en los medios de comunicación y se trasladaron a tierras más altas antes de que comenzaran las lluvias. Una situación similar se produjo en Mississippi; a mediados de agosto, las reservas turísticas en los hoteles de la costa en Gulfport y Biloxi estaban prácticamente a cero, y los residentes huyeron tierra adentro en cantidades que las advertencias de los servicios de defensa civil no habían logrado nunca. El huracán Camila azotó una zona costera prácticamente desierta y sobrevivieron ciento treinta y ocho de las ciento cuarenta y nueve víctimas habidas en casos anteriores.
Las vidas cambiaron. Las vidas continuaron donde antes habían quedado truncadas. Y el mundo tomó nota.
—¡Mitchell, quiero que presentes un requerimiento judicial ahora mismo! Esta misma semana, si podemos, o a mediados de la próxima a más tardar.
El abogado se concentró en las gafas; limpió los gruesos cristales con una precisión propia del cuidado que podría dedicársele a un telescopio carísimo.
—No lo sé, Jeff —dijo—. No estoy seguro de que sea posible.
—¿Cuándo podemos presentarlo, entonces? —preguntó Pamela.
—Tal vez no podamos hacerlo —reconoció Wade.
—¿Quieres decir que no nos está permitido? ¿Que esa gente tiene las manos libres para seguir tejiendo todas esas ridiculas fantasías sobre nosotros y que no podemos hacer nada?
El abogado localizó otra mancha invisible en una de sus lentes y la limpió delicadamente con un cuadradito de gamuza.
—Es muy probable que actúen dentro de los derechos que les concede la primera enmienda.
—¡Nos están desangrando! —estalló Jeff, agitando el folleto que había provocado aquella reunión. En la cubierta del folleto aparecía bien visible su foto junto con una más pequeña de Pamela.
—Se aprovechan de nuestros nombres y de nuestras declaraciones sin contar con nuestra autorización, y de paso se burlan de todo lo que hemos intentado hacer.
—Se trata de una organización sin ánimo de lucro —le recordó Wade—. Y como institución religiosa han presentado una solicitud para que se la exima de pagar impuestos. Resulta muy difícil luchar contra ese tipo de cosas; lleva años y las probabilidades de ganarles son muy escasas.
—¿Qué me dices de las leyes de difamación? —insistió Pamela.
—Os habéis convertido en figuras públicas, con lo cual no contáis con excesiva protección. De todas maneras, no estoy seguro de que los comentarios que hacen sobre vosotros puedan considerarse difamatorios. Un jurado podría llegar incluso a considerarlos como exactamente lo contrario. Esta gente os adora. Cree que sois la encarnación de Dios en la tierra. Lo mejor que podéis hacer es no prestarles atención, un juicio sólo contribuiría a darles mayor publicidad.
Jeff hizo un gesto mudo de disgusto, arrugó el folleto que tenía en una mano y lo lanzó al extremo opuesto de su despacho.
—Esto es justamente lo que queríamos evitar —dijo, enfurecido—. Aunque no les hagamos caso o lo neguemos, nos afecta que nos relacionen con ellos. Después de esto, ninguna organización científica de prestigio querrá tener nada que ver con nosotros.
El abogado volvió a ponerse las gafas y se las ajustó al puente de la nariz con su gordo dedo índice.
—Comprendo vuestro dilema —les dijo—, pero no…
El intercomunicador que había sobre el escritorio de Jeff lanzó dos pitidos cortos seguidos de uno largo, la señal que tenía establecida para la notificación de mensajes urgentes.
—¿Sí, Elaine?
—Ha venido a verlo un señor. Dice que es del gobierno federal.
—¿De qué departamento? ¿De Defensa Civil, de la Fundación Nacional de Ciencias?
—Del Departamento de Estado. Insiste en hablar con usted personalmente. Con usted y con la señorita Phillips.
—¿Jeff? —lo llamó Wade, frunciendo el ceño—. ¿Quieres que me quede?
—Quizá —respondió Jeff—. Veremos qué quiere. —Jeff volvió a pulsar el botón del intercomunicador—. Hágalo pasar, Elaine.
El hombre que la muchacha condujo al despacho rondaría los cuarenta y cinco, empezaba a tener calva, sus ojos azules estaban alertas y tenía los dedos manchados de nicotina. Estudió a Jeff de una mirada veloz y penetrante e hizo lo mismo con Pamela antes de mirar a Mitchell Wade.
—Preferiría que habláramos en privado —dijo el hombre.
Wade se puso de pie y se presentó.
—Soy el abogado del señor Winston. También represento a la señorita Phillips.
El hombre sacó una billetera del bolsillo de la americana y le entregó su tarjeta a Wade y a Jeff.
—Russell Hedges, del Departamento de Estado de Estados Unidos. Me temo que la naturaleza de lo que voy a discutir aquí es confidencial. Señor Wade, ¿le importaría marcharse?
—Claro que me importaría. Mis clientes tienen derecho a…
—En esta situación no necesitan asesoramiento legal —le dijo Hedges—. Se trata de una cuestión que afecta la seguridad del país.
El abogado se disponía a protestar otra vez, pero Jeff se lo impidió.
—Está bien, Mitchell. Me gustaría escuchar lo que ha venido a decirnos. Piensa en lo que hemos estado comentando antes, y dime si existe alguna alternativa válida, te llamaré mañana.
—Llámame hoy si es preciso —le dijo Wade, lanzándole una mirada colérica al representante del gobierno—. Estaré en mi oficina hasta tarde, probablemente hasta las seis o las seis y media.
—Gracias. Te llamaremos si es necesario.
—¿Les importa si fumo? —preguntó Hedges, sacando un paquete de Camel en cuanto se hubo marchado el abogado.
—No, adelante —le dijo Jeff indicándole una de las sillas que había delante del escritorio, y le acercó el cenicero.
Hedges sacó una caja de cerillas de madera y encendió el cigarrillo. Dejó que la cerilla se quemara despacio hasta convertirse en un trocito renegrido, entonces la dejó caer, aún humeante, en el cenicero de cristal.
—Tenemos noticia de ustedes, por supuesto —dijo Hedges finalmente—. Resulta difícil lo contrario, en vista de que en los últimos cuatro meses han sido el centro de atención de los medios de comunicación. Pero he de reconocer que gran parte de mis colegas han tendido a no hacer caso de sus vaticinios por considerarlos pura charlatanería… hasta esta semana.
—¿Por lo de Libia? —preguntó Jeff, sabiendo la respuesta de antemano.
Hedges asintió y le dio una fuerte chupada a su cigarrillo.
—Cuantos trabajan en lo de Oriente Medio siguen absolutamente anonadados; los informes más fiables de nuestros servicios de espionaje indicaban que el rey Idris tenía un régimen muy estable. No sólo dieron ustedes la fecha del golpe, sino que aclararon que la junta estaría formada por los mandos intermedios del ejército libio. Quiero que me digan cómo supieron todo eso.
—Ya lo he explicado con toda la claridad de que soy capaz.
—Esa historia de que está repitiendo su vida… —Su fría mirada incluyó a Pamela—. Sus vidas. No esperará que nos lo creamos, ¿verdad?
—No le queda a usted otro remedio —respondió Jeff como quien no quiere la cosa—. A nosotros tampoco nos queda otro remedio. Lo único que sabemos es que nos está pasando. Y el motivo que nos ha impulsado a convertirnos en un espectáculo es que queremos averiguar más sobre esto. Ya lo he explicado bien antes.
—Imaginaba que me diría esto.
Pamela se inclinó hacia adelante resueltamente.
—Sin duda el Gobierno contará con investigadores que podrían estudiar este fenómeno y ayudarnos a encontrar las respuestas que estamos buscando.
—No están en mi departamento.
—Pero podría indicarnos cómo llegar a ellos, informarles que nos toman en serio. Hay físicos que podrían…
—¿A cambio de qué? —preguntó Hedges, depositando la larga ceniza del cigarrillo.
—¿Cómo ha dicho?
—Lo que nos pide requiere fondos, personal, laboratorios… ¿Qué obtendríamos a cambio?
Pamela apretó los labios y miró a Jeff.
—Información —repuso, al cabo de una pausa—. Conocerán por adelantado ciertos acontecimientos que afectarán a la economía mundial y provocarán la muerte de miles de inocentes.
Hedges aplastó el cigarrillo sin apartar de Pamela sus ojos azules de lince.
—¿Como cuáles?
Pamela volvió a echarle una mirada a Jeff; el rostro de éste no reflejaba expresión alguna, ni de aprobación ni de advertencia.
—El asunto de Libia —le dijo Pamela a Hedges—, tendrá consecuencias desastrosas de largo alcance. El año que viene, el jefe de la junta, el coronel Gadafi, se autoproclamará presidente; es un demente, el personaje más maligno de los próximos veinte años. Hará de Libia un semillero y un paraíso del terrorismo. Él será el causante de que ocurran cosas horribles, inimaginables.
Hedges se encogió de hombros.
—Lo que acaba de decirme es sumamente vago. Podrían pasar años antes de que se pueda probar si esas declaraciones son ciertas o no. Además, nos interesan más los acontecimientos del Sudeste de Asia, y no las idas y venidas de estos pequeños estados árabes.
Pamela sacudió la cabeza con decisión.
—Hacen ustedes mal. Vietnam es una causa perdida; en los próximos veinte años, Oriente Medio será una región de primordial importancia.
El hombre la miró, pensativo, y sacó otro cigarrillo del paquete arrugado.
—En nuestro país existe una minoría que ha expresado esa misma opinión. Pero cuando manifiesta usted que nuestra posición en Vietnam está perdida… ¿Qué me dice de la muerte de Ho Chi Minh que ocurrió anteayer? ¿No debilitará eso la determinación del Frente Nacional de Liberación? Nuestros analistas dicen que…
Jeff lo interrumpió para aclararle:
—Lo único que logrará es fortalecer su determinación. Ho Chi Minh será poco menos que canonizado, se convertirá en un mártir. Le pondrán su nombre a Saigón en…, cuando hayan recuperado la ciudad.
—Iba a decir usted una fecha —dijo Hedges, entrecerrando los ojos para verlo a través de la nube de humo.
—Opino que debemos ser selectivos con lo que le digamos —repuso Jeff cuidadosamente, al tiempo que le lanzaba a Pamela una mirada de advertencia—. No queremos aumentar los problemas del mundo, sino ayudar a evitar algunos de los desastres más evidentes.
—No lo sé… En el departamento quedan aún algunos incrédulos como santo Tomás, y si lo único que nos pueden ofrecer son comentarios generales evasivos…
—Kosiguin y Chu En Lai —declaró Jeff vigorosamente—. Se entrevistarán en Pekín la semana que viene, y a principios del mes próximo la Unión Soviética y China acordarán mantener conversaciones formales para resolver las disputas sobre sus límites.
Hedges frunció el ceño con incredulidad.
—Kosiguin nunca visitaría China.
—Lo hará —le aseguró Jeff con una sonrisa forzada—. Y Richard Nixon no tardará en seguir su ejemplo.
El viento de marzo que soplaba desde la bahía de Chesapeake agitó la ligera lluvia convirtiéndola en una niebla fina y helada, detuvo la caída de las gotitas aisladas y las azotó de aquí para allá hasta formar un microcosmos atmosférico sobre las cabrillas que golpeaban la bahía. El impermeable con capucha de Jeff brillaba bajo la humedad omnipresente mientras la fría llovizna le golpeaba la cara infundiéndole vigor.
—¿Qué me dice de Allende? —le preguntó Hedges, tratando infructuosamente de encender un Camel humedecido—. ¿Tiene alguna posibilidad?
—¿Quiere decir si tiene posibilidades a pesar de que su gente se está inmiscuyendo en la política chilena?
Hacía tiempo que Jeff y Pamela sabían que la relación que Russell Hedges tenía con el Departamento de Estado era más bien insustancial. Ignoraban si pertenecía a la CIA, a la Agencia Nacional de Seguridad o quién sabe qué. En realidad no les importaba; el resultado final era el mismo.
Hedges lanzó una de sus sonrisas ambiguas y se las arregló para encender su cigarrillo.
—No tiene que decirme si lo van a elegir o no, sólo si tiene alguna posibilidad razonable.
—Si le digo que sí, ¿qué pasará luego? ¿Correrá la misma suerte que Gadafi?
—Nuestro país no tuvo nada que ver con el asesinato de Gadafi; se lo he dicho mil veces. Fue pura y exclusivamente un asunto interno de Libia. Ya sabe cómo funcionan las luchas de poder en esos países del tercer mundo.
No tenía sentido que volviera a discutir con el hombre; Jeff sabía muy bien que a Gadafi lo habían asesinado incluso antes de que asumiera el poder, como resultado directo de lo que él y Pamela le habían contado a Hedges sobre las políticas del futuro dictador. No era que Jeff llorara la muerte de un maníaco sediento de sangre como aquél, pero en general se suponía que la CIA había estado relacionada con el asesinato y esos rumores bien fundados habían llevado a la creación de una organización terrorista inexistente hasta ese momento que respondía al nombre de Escuadrón Noviembre, dirigida por el hermano menor de Gadafi. El grupo había jurado venganza eterna en nombre del asesinado dirigente. En el desierto, al sur de Trípoli, unos pozos petrolíferos ardían descontroladamente como consecuencia del atentado perpetrado tres meses antes por el Escuadrón Noviembre contra la instalación de Mobil Oil, atentado en el que habían muerto once norteamericanos y veintitrés empleados libios.
Salvador Allende no era ningún Gadafi; era un hombre decente y con buenas intenciones, el primer presidente marxista libremente elegido de la historia. Según el curso que tomaría la historia, no tardaría en morir, probablemente por instigación de los norteamericanos. Jeff no tenía ninguna intención de adelantar ese fatídico día.
—No tengo nada que decir sobre Allende. No representa una amenaza para Estados Unidos. Dejémoslo así.
Hedges intentó darle una calada al cigarrillo humedecido, pero había vuelto a apagársele y el papel mojado había empezado a romperse. Lo lanzó al rompeolas y el cigarrillo cayó desmayadamente a las aguas inquietas.
—No le hizo tantos ascos a contarnos que Heath sería elegido primer ministro de Inglaterra este verano.
Jeff le lanzó una mirada sardónica.
—Tal vez fue para asegurarme de que mandaran matar a Harold Wilson.
—Maldita sea —le soltó Hedges—, ¿quién lo ha nombrado árbitro moral de la política exterior de Estados Unidos? Su trabajo consiste en adelantarnos información, punto. Deje a los que mandan que decidan lo que es importante, lo que no lo es y cómo manejarlo.
—Ya he visto los resultados de algunas de esas decisiones —adujo Jeff—. Prefiero ser selectivo con lo que le revele. Además —añadió—, se suponía que éste iba a ser un acuerdo justo. ¿Qué me dice de su parte del trato, hay alguna novedad?
Hedges tosió y se volvió de espaldas al viento que soplaba desde la bahía.
—¿Por qué no entramos y tomamos algo caliente?
—Me gusta estar aquí fuera —respondió Jeff, desafiante—. Me hace sentir vivo.
—Pues lo que es yo me moriré de pulmonía si nos quedamos aquí mucho más. Venga, entremos y le comentaré lo que los científicos han dicho hasta ahora.
Jeff cedió y echaron a andar hacia la vieja casa de propiedad del gobierno, situada en la costa occidental de Maryland, al sur de Annapolis. Llevaban allí seis semanas hablando de las consecuencias de la independencia de Rodesia y del inminente derrocamiento del príncipe Sihanouk de Camboya. Al principio, Jeff y Pamela habían considerado su estancia en ese lugar como unas vacaciones, pero a Jeff le preocupaban cada vez más los interrogatorios minuciosos a los que los sometía Hedges, que al parecer había sido asignado al caso como enlace permanente. Se cuidaron muy bien de no decir nada que pudiera causar perjuicios en caso de ser utilizado por la administración Nixon, pero empezaba a resultarles cada vez más difícil discernir dónde trazar la línea. Incluso el ambiguo «sin comentarios» con el que Jeff había contestado a la cuestión de las elecciones del otoño siguiente en Chile podía ser interpretado por Hedges y sus superiores como un indicio de que Allende iba efectivamente a ganar la presidencia. ¿Qué tipo de acción secreta por parte de Estados Unidos podía provocar esa suposición? Estaban pisando terrenos muy peligrosos y Jeff empezaba a lamentar el haberse prestado a participar en ese tipo de reuniones.
—¿Y? —inquirió Jeff cuando se aproximaban a la casa con los postigos cerrados a cal y canto y de cuya chimenea de ladrillo rojo salía una invitadora columna de humo—. ¿Cuáles son las últimas novedades?
—De Bethesda no se sabe nada definitivo —masculló Hedges, escudado tras el cuello levantado de su impermeable—. Les gustaría hacer más pruebas.
—Ya nos han hecho todas las pruebas médicas habidas y por haber —comentó Jeff con impaciencia—, incluso antes de que ustedes intervinieran. No es ése el quid de la cuestión; se trata de algo superior a nosotros, algo a nivel cósmico o subatómico. ¿Han descubierto algo los físicos?
Hedges entró en el porche de madera, se sacudió las gotas de agua del sombrero y del impermeable como si fuera un perro gigantesco.
—Están trabajando en ello —le contestó vagamente—. Berget y Campagna, del Instituto de Tecnología de California, creen que está relacionado con los pulsars, algo sobre la formación masiva de neutrinos…, pero necesitan más datos.
Pamela esperaba en el salón de vigas de roble, acurrucada en el sofá delante de un buen fuego.
—¿Una sidra caliente? —les preguntó, levantando el tazón e inclinando la cabeza con una mirada inquisitiva.
—Me encantaría —respondió Jeff, y Hedges afirmó con la cabeza.
—Ya las traigo yo, señorita Phillips —dijo uno de los jóvenes de uniforme oscuro que montaban guardia permanentemente en aquel centro apartado.
Pamela se encogió de hombros, se bajó las mangas del grueso jersey para cubrirse las muñecas y tomó un sorbo del tazón humeante.
—Russell dice que es posible que los físicos hayan adelantado algo —le comentó Jeff.
Pamela se alegró y sus mejillas sonrojadas por la proximidad del fuego destacaban radiantes contra la lana azul de su jersey y el brillo de su pelo rubio.
—¿Qué me dices de la distorsión? —inquirió—. ¿Han hecho alguna extrapolación?
Hedges se llevó a los labios otro cigarrillo seco, entornó los párpados y la miró cínicamente de reojo. Jeff reconoció la expresión, pues sabía ya que aquel hombre no se creía que ellos hubieran vivido otras vidas ni que volvieran a vivir. No importaba. Que Hedges y los demás pensaran lo que quisieran, con tal de que otras mentes, las persistentes y receptivas mentes científicas, continuaran centrándose en el fenómeno que Jeff sabía que era real.
—Dicen que las fechas con las que cuentan son demasiado inciertas —comentó Hedges. Lo máximo que pueden hacer es sugerir un cálculo aproximado.
—¿Y cuál es ese cálculo? —preguntó Pamela tranquilamente, y apretó con tal fuerza el tazón caliente que los nudillos se le pusieron blancos.
—De dos a cinco años para Jeff y de cinco a diez años para usted. Me dicen que es poco probable que los plazos sean inferiores, pero que el número máximo de años que han calculado podría incrementarse si la distorsión continúa avanzando.
—¿Cuánto más? —quiso saber Jeff.
—No hay modo de preverlo.
Pamela suspiró y su respiración siguió por un instante el ritmo del viento.
—Pues más que calcularlo parece que lo hubieran adivinado —dijo Pamela—. Para eso nos arreglábamos solos.
—Tal vez con las nuevas pruebas se sepa…
—¡Al diablo con las nuevas pruebas! —aulló Jeff—. Serán tan poco concluyentes como las demás, ¿no es así?
El joven taciturno del traje oscuro volvió al salón con dos gruesos tazones. Jeff cogió el suyo y revolvió rabiosamente el contenido con un trozo de canela en rama.
—En Bethesda quieren más muestras de tejido —dijo Hedges, después de tomar cuidadosamente un sorbo de sidra caliente—. Uno de los equipos que trabajan en el caso piensa que la estructura celular podría…
—No volveremos a Bethesda —le dijo Jeff, decidido—. Con lo que les hemos dado ya tienen bastante material.
—No es preciso que vuelvan al hospital —le explicó Hedges—. Lo único que necesitan son unas muestras de piel. Nos han enviado los instrumentos, podemos sacarlas aquí mismo.
—Nos volvemos a Nueva York. Tengo mensajes pendientes de todo el mes que todavía no he visto, a lo mejor alguno nos resulta útil. ¿Podría conseguirnos un avión para salir esta misma noche de Andrews?
—Lo lamento…
—Si no dispone de un medio de transporte del gobierno, tomaremos un vuelo comercial. Pamela, llama a Eastern Airlines. Pregúntales a qué hora…
El hombre que les había llevado la sidra avanzó un paso con la mano preparada junto a la chaqueta abierta. Un segundo guardia entró por la puerta como respondiendo a una silenciosa señal y un tercero apareció en las escaleras.
—No quise decir eso —dijo Hedges cuidadosamente—. Me temo que no podemos dejarlos marchar de aquí.