—Me crié en Cincinnati —les contó Stuart McCowan—. Mi padre era obrero de la construcción, pero como era alcohólico no siempre lograba encontrar trabajo. Cuando yo cumplí los quince, mi padre se emborrachó mientras estaba en el trabajo y se le cayó un cable. Perdió una pierna y después de aquello el único dinero que entraba en casa era el que ganaba mi madre cosiendo a destajo uniformes de policía, y el que ganaba yo en propinas llevando maletas en Kroger’s.
»Mi padre siempre se metía conmigo porque era delgado y no muy tuerte; él era un hombre grandote y muy fuerte, tenía unos bíceps más gruesos que los de Mike, al que tenéis ahí sentado. Cuando perdió la pierna las cosas empeoraron entre nosotros. No soportaba que por canijo que yo fuera estuviese entero. Había veces en que tenía que llevarle las cosas cuando él no podía con las muletas y un montón de paquetes. Lo detestaba. Al cabo de un tiempo llegó a odiarme y lo de la bebida fue de mal en peor…
»Me marché de casa cuando cumplí los dieciocho años, eso fue en 1954. Me fui al oeste, a Seattle. No era muy fuerte, pero tenía buena vista y el pulso firme. Encontré trabajo en Boeing, aprendí a fabricar algunas piezas más pequeñas del avión, aletas de compensación y cosas así. Conocí a una chica, me casé, tuve un par de hijos. No me iba mal.
»En la primavera de 1963 tuve el accidente del que ya les he hablado. Me había dado por beber, no como lo hacía mi padre, pero unas cuantas cervezas después de salir del trabajo y una o dos copas al llegar a casa, ya saben… iba medio trompa cuando me estrellé contra aquel árbol. No recuperé el conocimiento hasta al cabo de dos meses, y después de aquello la cosa no volvió a ser igual. El golpe me dejó la vista y el pulso a la miseria así que no pude seguir con mi trabajo. Era como si me estuviera pasando lo mismo que a mi padre. Empecé a beber más y a chillarle a mi mujer y a mis hijos, hasta que ella hizo las maletas y se marchó de casa llevándose a los crios.
»El banco no tardó en embargarme la casa por no pagar la hipoteca. Me lancé a la calle, empecé a vagar y a beber. Y así me pasé casi veinticinco años. Era uno de los “sin hogar”, como los llaman en los ochenta. Pero sabía muy bien lo que era, un vago, un borracho. Morí en un callejón de Detroit; ni siquiera sabía cuántos años tenía. Pero lo calculé más tarde, tenía cincuenta y dos.
»Entonces cuando me desperté otra vez, me vi en el mismo hospital, saliendo del estado de coma. Como si acabara de soñar todos esos malos años, y me pasé mucho tiempo creyendo que todo había sido un sueño.
En realidad, era muy poco lo que recordaba de aquellos años. Pero recordaba lo suficiente, y no tardé en darme cuenta de que algo muy raro estaba pasando.
McCowan miró a Jeff con una chispa repentina en los ojos que se habían hastiado de tanto contar la historia de su primera vida.
—¿Es usted aficionado al béisbol? —le preguntó—. ¿Apostó en la liga de ese año?
Jeff le sonrió.
—Claro que sí.
—¿Cuánto?
—Mucho. Antes había apostado por Chateaugay, en el derby de Kentucky y en Belmont, y saqué una buena tajada.
—¿Cuánto apostó? —insistió Stuart.
—En esa época tenía un socio que no era repetidor, sino alguien que conocí en la universidad y entre los dos apostamos casi ciento veinticinco dólares.
—¿Ciento veinticinco?
Jeff asintió y McCowan soltó por lo bajo un largo silbido.
—Se forró bien pronto —le dijo Stuart—. Yo lo único que pude reunir fue un par de cientos de dólares y mi mujer a punto estuvo de plantarme cuando se enteró, pero no cuando volví con veinte mil; ahí sí que se quedó en casa.
»Y seguí apostando, sólo en los grandes acontecimientos, los más evidentes, las peleas por el título de pesos pesados, las ligas de fútbol, las elecciones presidenciales, todas las cosas de las que ni siquiera un borracho empedernido podía ignorar los resultados. Dejé de beber para siempre. Desde entonces en ninguna de las repeticiones por las que he pasado he vuelto a tomar siquiera una cerveza.
»Nos mudamos a una casa grande en Alderwood Manor, en el condado de Snohomish, al norte de Seattle. Me compré un bonito barco; lo guardaba en el puerto deportivo de la bahía de Shilshole. Todos los veranos recorríamos el Puget Sound, a veces llegábamos hasta Victoria. Nos dábamos la gran vida. Y entonces…, entonces empecé a tener noticias de ellos.
—¿De quién…? —inquirió Jeff, dejando la pregunta inconclusa. McCowan se inclinó hacia adelante en el asiento y bajando la voz respondió:
—De los antareanos, los que están haciendo esto.
—¿Cómo…, cómo se pusieron en contacto con usted? —le preguntó Pamela, tanteando el terreno.
—Al principio a través del televisor. Generalmente cuando daban los noticieros. Así descubrí que se trataba de una representación.
Jeff se iba poniendo cada vez más nervioso.
—¿Qué era una representación?
—Todo, todo lo que salía en las noticias. Y a los antareanos les gustaba tanto que las pasaban una y otra vez, una y otra vez.
—¿Qué era lo que les gustaba? —preguntó Pamela, frunciendo el ceño.
—Los temas sangrientos, los disparos y las matanzas, todo eso. Vietnam; Richard Speck que se cargó a esas enfermeras en Chicago; el asunto de Manson; Jonestown y los terroristas. Caray, se ponían a cien con los terroristas, el aeropuerto de Lod, las bombas del IRA, el coche bomba en el cuartel general de los infantes de marina en Beirut y todo eso. No se cansan nunca de este tipo de cosas.
Jeff y Pamela intercambiaron una mirada veloz y un leve movimiento afirmativo de cabeza.
—¿Por qué? —le preguntó Jeff a McCowan—. ¿Por qué a los extraterrestres les gusta tanto la violencia que hay en la tierra?
—Porque ellos mismos se han debilitado. Son los primeros en reconocerlo. ¡A pesar de todo su poder, a pesar de que controlan el tiempo y el espacio, son débiles!
Dio un golpe en la mesa con su puño delgado haciendo vibrar las tazas y los platos. Mike, el fornido ayudante, los miró un instante enarcando las cejas, pero Jeff le hizo un gesto indicándole que todo estaba en orden y el hombre volvió a enfrascarse en su puzzle.
—Ellos ya no se mueren —prosiguió Stuart apasionadamente—, y han perdido los genes agresivos, así que en el lugar del que ellos provienen ya no existen las guerras ni las matanzas. Pero la parte animal de sus cerebros sigue necesitando todo eso, al menos como sustituto. Y es ahí donde entramos nosotros.
»Somos su entretenimiento, como la televisión o las películas. Y esta parte del siglo XX es la mejor, la más aleatoriamente sangrienta de todas, por eso se pasan el tiempo repitiéndola una y otra vez. Pero los únicos que lo saben son los actores, los que estamos en escena, los repetidores. Manson es uno de nosotros, lo sé; lo veo en sus ojos y los antareanos me lo han confirmado. Lee Harvey Oswald es otro, y Nelson Bennett, aquella vez que mató a Kennedy. Ahora somos muchos.
Cuando Jeff volvió a hablar procuró hacerlo con el tono más calmado y amable de que fue capaz.
—¿Pero qué me dice de usted, de mí, de Pamela? —inquirió, tratando de evocar en aquel hombre algún resto de racionalidad—. No hemos hecho ninguna de esas cosas terribles, ¿por qué entonces estamos metidos en la repetición o replay?
—Ya he aportado mi parte de apaciguamiento —dijo McCowan con orgullo—. Nadie puede acusarme de haberme dejado estar en eso.
Jeff se sintió repentinamente enfermo, no quería formular la siguiente pregunta, la que era imprescindible formular:
—Ya ha utilizado antes la palabra «apaciguamiento». ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Vaya, es nuestro deber. Todos los repetidores tenemos que impedir que los antareanos se aburran. O si no son capaces de apagarlo todo y entonces el mundo se acabará. Tenemos que apaciguarlos, entretenerlos para que sigan mirando.
—¿Y cómo lo ha hecho usted? ¿Cómo los ha apaciguado?
—Empiezo siempre con la niña de Tacoma. Me la cargo a cuchilladas. Ésa es fácil porque nunca me cogen. Después mato a dos putas de Portland, o de Vancouver…, procuro que no sean muchas cerca de casa, pero viajo mucho. A veces al extranjero, pero en general, las mato aquí, en Estados Unidos, gente de Texas que hace autoestop, chicos de la calle de Los Ángeles y San Francisco. No se piensen que voy a volver a venir a Wisconsin, esta vez me cogieron bastante pronto. Pero me soltarán dentro de cuatro o cinco años. Siempre dicen que estoy loco y acabo encerrado en uno de estos centros, pero yo sé muy bien cómo engañar a los médicos y las comisiones de libertad bajo palabra. Al final siempre logro salir y entonces puedo volver a dedicarme al apaciguamiento.
Pamela se apoyó contra la puerta del coche y se echó a llorar mientras avanzaban a través de los remolinos de nieve.
—¡Yo tengo la culpa! —sollozaba, y las lágrimas le bajaban incontroladas por las mejillas—. Dijo que fue Starsea lo que…, lo que le había dado un sentido de la determinación. ¡Con todo lo que yo esperaba lograr a través de esa película, al final acabó siendo una incitación al asesinato en masa!
Jeff aferraba con fuerza el volante del Plymouth alquilado, tratando de no patinar en el camino helado.
—La película no fue lo único. Había empezado a matar mucho antes de verla, desde la primera repetición. Para empezar, estaba loco, no sé si fue por el accidente que tuvo o por el choque que le produjo lo de la repetición, o si fue una combinación de las dos cosas. Quizá se debiera a muchos factores diferentes; no hay manera de saberlo. Pero por el amor de Dios, no te culpes de lo que ha hecho ese hombre.
—¡Mató a una niña! ¡Y sigue matándola, acuchillándola cada vez que vuelve!
—Ya lo sé. Pero tú no tienes la culpa, ¿entendido?
—No me importa de quién es la culpa. Tenemos que impedírselo.
—¿Cómo? —le preguntó Jeff, entrecerrando los ojos para ver mejor el camino a través de las densas cortinas de nieve.
—Asegurándonos de que esta vez no salga. Poniéndonos en contacto con él la próxima vez antes de que empiece a matar.
—Si deciden que está «curado», van a soltarlo a pesar de lo que digamos nosotros. ¿Por qué iban los médicos y los tribunales a hacernos caso? ¿Les decimos que somos repetidores como McCowan pero que nosotros estamos cuerdos y él no? Ya sabes que no llegaríamos muy lejos.
—Entonces, la próxima vez…
—Vamos a la policía de Seattle o Tacoma y les decimos que este ciudadano de sólida posición económica, que tiene una casa carísima en un barrio lujoso y un yate, se dispone a recorrer el país matando a gente al azar. No daría resultado. Pamela, lo sabes bien.
—¡Pero tenemos que hacer algo! —suplicó.
—¿Qué deberíamos hacer? ¿Matarlo? Yo sería incapaz, y tú también.
Lloró en silencio con los ojos cerrados para no ver la mortal blancura de la tormenta de nieve.
—No podemos quedarnos sentados y dejar que esto siga ocurriendo —susurró finalmente.
Jeff giró a la izquierda con cuidado y enfiló hacia la autopista en dirección a Madison.
—Me temo que no nos queda más remedio. Tenemos que aceptarlo.
—¡Cómo puedes aceptar algo así! —le espetó—. ¡Que unos inocentes mueran asesinados por este loco, mientras nosotros sabemos lo que va a hacer!
—Lo hemos aceptado desde el mismo principio. Manson, Berkowitz, Gacey, Buono y Bianchi…, se trata de un salvajismo sin propósito que forma parte de este período histórico. Nos hemos acostumbrado. Ni siquiera recuerdo la mitad de los nombres de los asesinos en serie que aparecen en los siguientes veinte años. ¿Y tú?
Pamela se quedó callada, con los ojos rojos de tanto llorar y los dientes muy apretados.
—No hemos tratado de intervenir en esos otros asesinatos, ¿verdad? —le preguntó Jeff—. Ni siquiera se nos ocurrió hacerlo, salvo la primera vez en que intenté impedir el asesinato de Kennedy, y fue un caso completamente diferente. Nosotros, no me refiero sólo a ti y a mí, sino a cuantos vivimos en esta sociedad, vivimos con la brutalidad, con la muerte violenta. No le hacemos ni caso, salvo cuando nos amenaza directamente. Lo que es peor, hay gente que lo considera como algo entretenido, una especie de sustituto de las emociones fuertes. Por lo menos el ochenta por ciento del negocio de la prensa se basa en eso, en suministrar a Estados Unidos su dosis diaria de tragedia, de sangre y dolor ajenos.
—Nosotros somos los antareanos de las locas fantasías de Stuart McCowan. Él y los demás carniceros inhumanos que están ahí fuera son los verdaderos actores en escena, y el público sediento de sangre está aquí mismo, no viene del espacio exterior. Ni tú ni yo podemos hacer nada para cambiar todo esto, ni para restañar siquiera una gota de toda esa sangre. Hacemos lo que hemos hecho siempre y lo que seguiremos haciendo, aceptarlo, quitárnoslo de la cabeza lo mejor que podamos y seguir viviendo nuestras vidas. Acostúmbrate a ello como nos acostumbramos a los demás dolores ineludibles y sin esperanza.
Continuaron recibiendo respuestas al anuncio, si bien ninguna de ellas dio fruto. En 1970 redujeron el número de publicaciones en las que aparecía; a mediados de la década, se publicaba únicamente una vez al mes en menos de una decena de periódicos y revistas de gran circulación.
El apartamento que Jeff y Pamela tenían en la calle Bank, en el Village, quedó dominado por filas y más filas de archivadores. Guardaban incluso las respuestas al anuncio menos prometedoras, junto con los recortes de voluminosas pilas de periódicos que leían diariamente en busca de potenciales anacronismos que fueran el indicio de la obra de otro repetidor en alguna parte del mundo. Les costaba mucho estar seguros de si un acontecimiento u obra de arte sin importancia había existido o no en las repeticiones anteriores; nunca antes se habían concentrado tanto en semejantes detalles. Con frecuencia se ponían en contacto con inventores o empresarios cuyas creaciones, anunciadas de forma indiferente, les resultaban desconocidas; todas las pistas resultaban ser falsas, sin excepción.
En marzo de 1979, Jeff y Pamela descubrieron esta nota en el Chicago Tribune:
LOS MÉDICOS DAN DE ALTA AL ASESINO DE WISCONSIN
Crossfield, Wisc. (AP). El asesino en serie Stuart McCowan, que en 1966 fue declarado no culpable por demencia de los asesinatos de cuatro jóvenes estudiantes pertenecientes a un club universitario femenino de Madison, fue dado de alta ayer en la clínica psiquiátrica privada donde permaneció internado los últimos doce años. El doctor Joel Pfeiffer, director del Centro Crossfield, manifestó que McCowan «está plenamente recuperado de sus delirios y no representa ninguna amenaza para la sociedad». McCowan fue acusado de la mutilación de cuatro estudiantes de una universidad mixta después de que un testigo identificara su coche como el que había sido visto al abandonar el aparcamiento del club universitario en la madrugada del 6 de febrero de 1966, el día en que se descubrieron los cadáveres. La policía del estado de Wisconsin detuvo a McCowan ese mismo día en las afueras de la ciudad de Chippewa Falls. Los agentes encontraron en el maletero de su coche un punzón para el hielo manchado de sangre, una sierra para metales y otros instrumentos de tortura.
McCowan confesó libremente haber asesinado a las jóvenes y dijo haberlo hecho obedeciendo a las instrucciones recibidas de unos seres extraterrestres. Dijo, además, que creía haberse reencarnado unas cuantas veces y que en sus «vidas anteriores» también había cometido otros asesinatos. Se lo consideró sospechoso de haber cometido otros asesinatos múltiples similares en Minnesota e Idaho en 1964 y 1965, pero no se pudo probar su relación con esos crímenes. El 11 de mayo de 1966, McCowan fue declarado incapaz de comparecer ante un tribunal y se lo condenó a ser recluido en el hospital del estado de Wisconsin para enfermos mentales. En marzo de 1967 fue trasladado al Centro Crossfield de cuyos gastos se hizo cargo él mismo.
Pamela apretó más el tubo de goma que Jeff llevaba atado al brazo, le indicó qué vena pinchar y cómo introducir la hipodérmica, paralela y lateralmente con respecto a la vena y con el lado biselado hacia arriba.
—¿Qué me dices de la adicción psicológica? —le preguntó Jeff—. Sé que nuestros cuerpos estarán limpios cuando volvamos, pero ¿no seguiremos deseando ardientemente la sensación?
Ella negó con la cabeza mientras miraba cómo se ponía la inyección de prueba; la inocua solución salina fue entrando despacio en la vena azul y formó un bultito en el hueco de su antebrazo.
—No si la utilizamos sólo un par de veces —le dijo—. Espera hasta la mañana del dieciocho, y ponte la suficiente como para mantenerte sedado. Después duplica la dosis hasta la cantidad que te indiqué e inyéctatela unos minutos antes de la una. Estarás inconsciente cuando…, cuando se produzca el paro cardíaco.
Jeff vació la jeringa en la vena y esperó a la siguiente palpitación para retirar la aguja. Lanzó la hipodérmica a la papelera, se limpió la zona del pinchazo con un algodón embebido en alcohol. Sobre la mesita de café había dos cajitas de cuero a juego; cada una de ellas contenía unas agujas y jeringas estériles, un trozo de tubo de goma, una botellita de alcohol, un paquete de discos de algodón y cuatro ampollas de heroína de gran pureza. No les había resultado difícil conseguir la droga y los elementos con los cuales utilizarla; el agente de bolsa de Jeff le había recomendado un traficante de cocaína de confianza y éste estaba bien provisto de material para suministrar heroína a su creciente clientela de clase alta y media.
Jeff se quedó observando las cajas que tanto dinero le habían costado y luego miró a Pamela a la cara. Una delicada maraña de arrugas le surcaba la frente. La última vez que la había visto a esa misma edad, las arrugas se le habían concentrado en las comisuras de la boca y de los ojos, pero tenía la frente suave como cuando era una muchacha. La diferencia entre una vida feliz y otra llena de ansiedades y preocupaciones se le quedó grabada en la piel.
—Esta vez no nos hemos lucido demasiado, ¿verdad? —comentó él, taciturno. Ella intentó sonreír, no pudo y dejó de esforzarse.
—No, supongo que no.
—La próxima vez —comenzó a decir él, y se le quebró la voz.
Pamela tendió el brazo y se estrecharon la mano.
—La próxima vez —dijo ella—, prestaremos más atención a nuestras necesidades diarias.
—En esta ocasión hemos perdido el control, permitimos que se nos escapara de las manos.
—Me empeciné en buscar a otros repetidores. Fuiste muy amable al dejar que me saliera con la mía, pero…
—Quería encontrarlos tanto como tú —la interrumpió, llevándose su mano a los labios—. Era algo que teníamos que hacer, nadie tiene la culpa de que saliera como salió.
—Imagino que no, pero ahora que miro atrás, todos esos años me parecen tan pasivos, tan vacíos. Casi no salimos de Nueva York por temor a perder el contacto que esperábamos.
Jeff la atrajo hacia sí y la abrazó.
—La próxima vez volveremos a coger las riendas —le prometió—. Nos encargaremos de ser nosotros quienes hagamos que las cosas ocurran.
Se mecieron juntos en el sofá sin expresar lo que llevaban metido en lo más hondo del alma: que no había manera de saber cuánto tardaría Pamela en reunirse con él después de esa nueva muerte…, ni siquiera si en el siguiente replay iban a volver a estar juntos.
El sueño de la heroína se vio interrumpido con una brusquedad asombrosa. Jeff se encontró rodeado por infinidad de llamas ardientes que le caían en cascada desde el cielo, un Niágara cilíndrico de fuego blanquecino de cuyo centro pendía él inexplicablemente. Al mismo tiempo, sus oídos recibieron los embates de las trompetas y las armonías exageradas de una orquesta de mariachis que interpretaban Feliz Navidad a un volumen increíblemente alto.
Esta vez Jeff no guardaba ningún recuerdo de su muerte, ni del dolor que siempre había sentido cada vez que se le paraba el corazón. La droga había cumplido con su finalidad anestesiante, pero no por eso le había facilitado el pasaje del sueño entontecido a aquel medio sorprendente y desconocido. El cuerpo nuevo y joven en el que volvía a habitar no tenía ni un solo rastro del narcótico y se vio obligado a despertar del todo sin poder desperezarse siquiera.
Las llamas que lo rodeaban y la música acosaban sus obnubilados sentidos manteniéndolo en un limbo de desorientación aterradora. En aquel lugar no había más luz que la ígnea catarata que lo rodeaba, pero a través de su brillante fosforescencia alcanzó entonces a percibir las siluetas de otras personas sentadas, de pie o bailando. Él mismo estaba sentado a una mesita y en la mano temblorosa tenía una copa helada. Bebió un sorbo y notó el sabor salado de un margarita.
—¡Joder! —le gritó alguien al oído por encima del clamor de la música—. ¡Qué espectáculo, tío! Me gustaría saber cómo se ve desde fuera.
Jeff dejó la copa y se volvió para comprobar quién le había hablado. Bajo el blanco fulgor de las llamas que descendían desde lo alto alcanzó a distinguir las facciones huesudas de Martin Bailey, su compañero de cuarto de Emory. Volvió a mirar a su alrededor; sus ojos se fueron acostumbrando a la iluminación extrañamente incandescente que salía por los cuatro costados del local. Estaba en un bar o un club nocturno; había parejas risueñas sentadas ante decenas de mesitas; la orquesta de mariachis situada junto a la pista de baile vestía unos trajes extravagantes y del techo pendían piñatas de brillantes colores con formas de burros y toros.
Ciudad de México. Vacaciones de Navidad, 1964; aquel año, siguiendo un impulso, había viajado hasta allí en compañía de Martin. Carreteras desiertas llenas de vacas sarnosas que se metían en la autopista de dos carriles, puertos de montaña con curvas cerradísimas, camiones cisterna de gasolina Pemex adelantando al Chevy en medio de la niebla algodonosa. Un prostíbulo de la Zona Rosa, el largo ascenso a la Pirámide del Sol por la escalera de piedra.
Cayó en la cuenta de que el brillo que veía descender del cielo a través de las ventanas era un espectáculo de fuegos artificiales; ríos de pirotecnia líquida que manaban del tejado del hotel en lo alto del cual se encontraba el club nocturno. Martin tenía razón; desde las calles debía de ser un verdadero espectáculo. El hotel parecería una aguja ígnea, treinta o cuarenta pisos envueltos en llamas alzándose en el cielo nocturno de la ciudad.
¿Sería la Nochebuena o la Noche Vieja? Porque eran ésas las noches en que se organizaban ese tipo de espectáculos en México. Fuera como fuese, estaban a finales de 1964 o principios de 1965. En este replay había perdido catorce meses, casi tantos como Pamela en su repetición anterior. Sabía Dios qué consecuencias iba a tener aquello para ella, para los dos.
Martin le sonrió y le encajó un exuberante y amistoso puñetazo en el hombro. Jeff recordó que se habían divertido en grande en aquel viaje. Nada se había torcido; entonces les parecía que nada podía irles mal en la vida. Estaban pasando unos buenos momentos, el futuro les iba a deparar sólo cosas buenas, así era como pensaban entonces. En cada repetición, Jeff había logrado al menos impedir que su viejo amigo se suicidara a pesar de sus propias circunstancias. Aunque no había podido evitar que Martin hiciera un mal matrimonio y ya no tuviera una empresa multinacional que pudiera ofrecerle a su antiguo compañero de dormitorio un puesto vitalicio, siempre había ayudado a Martin a evitar la quiebra haciendo que invirtiese a tiempo en excelentes acciones.
Eso planteaba el tema de qué iba a hacer Jeff para conseguir dinero; su antiguo recurso, la Liga de Béisbol de 1963, ya había pasado a la historia y a corto plazo no había ninguna apuesta que pudiera resultarle tan provechosa como aquélla. La temporada de fútbol profesional ya había terminado y los partidos de copa no iban a jugarse hasta dentro de dos años. Si estaban en Nochebuena, podía o no llegar a tiempo de arreglar una apuesta desde Ciudad de México, vía Illinois pasando por Washington, para la Rose Bowl del día siguiente. Lo más probable era que esta vez tuviera que conformarse con lo que lograra sacar del campeonato de baloncesto ya en curso, pero nunca había podido colocar unas apuestas decentes con el Boston Celtics, menos en su octava temporada en la NBA.
Las llamas que se veían caer a través de las ventanas se transformaron en un lento chisporroteo hasta apagarse del todo y las luces mortecinas del club nocturno volvieron a encenderse en el momento mismo en que la orquesta arrancaba con Cielito lindo. Martin estaba mirando a una esbelta rubia sentada a un par de mesas de donde ellos estaban y levantó una ceja como preguntándole a Jeff si le interesaba la pelirroja que iba con ella. Jeff recordó que las chicas eran turistas de los Países Bajos; Martin y él no se iban a comer un rosco, pero pasarían —habían pasado— una velada muy agradable bebiendo y bailando con las holandesas. Encogiéndose de hombros le indicó a Martin que por qué no.
En cuanto al problema del dinero, pues ya no le importaba tanto, menos a esas alturas. Sólo le hacían falta fondos suficientes como para ir tirando… hasta que Pamela apareciese. Desde ese momento hasta entonces, no le quedaba más remedio que esperar.
Pam llevaba un colocón monumental; estaba hecha polvo. Peter y Ellen habían conseguido una hierba asesina, la mejor que había fumado desde la que le convidara aquel tío el mes anterior en el Circo Eléctrico, y seguramente los flashes, la música, los tragafuegos de la pista y todo lo demás habían contribuido enormemente a que le pareciera mejor de lo que en realidad era. La música que era estupenda, pensó, Clapton interpretaba Sunshine of your love, pura dinamita; hubiera deseado únicamente que el estéreo portátil tuviera más volumen, eso era todo.
Recogió los pies debajo de los muslos, se reclinó contra el enorme póster de Peter Max que cubría la pared detrás de su cama y se enfrascó en la parte posterior de la funda del álbum de Disraeli Gears. Aquel ojo era algo genial, con las flores que le crecían de las pestañas y los nombres de las canciones apenas legibles en el blanco y el iris…, aah, Dios, había otro ojo. Cuanto más miraba, más le parecía que no veía más que ojos; era lo único que veía. Hasta las flores parecían tener ojos, rasgados como los de los gatos o de un oriental…
—¡Ey, mira esto! —gritó Peter.
Ella levantó la vista; Ellen y Peter estaban viendo el programa de Lawrence Welk con la televisión sin el sonido. Pam se quedó mirando la imagen en blanco y negro en la que aparecían parejas de viejos bailando una polka o algo así, y claro, daban la impresión de moverse al ritmo del disco. La imagen dio paso luego a Welk que agitaba su bastoncito en el aire y entonces Pam se echó a reír; Welk seguía el ritmo, como si el muy cretino dirigiera a Cream en Dance the night away.
—Vamos chicos, bajemos a la calle —les pidió Ellen, aburrida de la televisión—. Esta noche estará todo el mundo.
Llevaba una hora tratando de motivarlos para que salieran de la habitación y fueran andando hasta Adolph’s. Tenía razón; esa noche habría muy buen ambiente en el bar universitario; había mucho que celebrar. A principios de esa semana, Eugene McCarthy había estado a punto de derrotar a Johnson en las primarias de Nueva Hampshire y ese mismo día, Bobby Kennedy anunció que había cambiado de parecer y que iba a entrar en liza por la nominación del Partido Demócrata.
Pam se puso las botas y descolgó del gancho de la puerta su gruesa bufanda de lana y el viejo chaquetón de marinero. Ellen tardó lo suyo en bajar las escaleras de caracol que conducían al vestíbulo; imaginaba que el dormitorio se había convertido en antigua mansión y se veía como Tara, el personaje de Lo que el viento se llevó. Cuando llegaron a la calle, Peter se sumó al juego. Vagó por el jardín ornamental adyacente y se puso a declamar diálogos reales e imaginados de la película imitando un marcado acento sureño. Pero la noche de marzo era demasiado fría como para que pudieran seguir mucho rato con aquel juego beodo y los tres no tardaron en avanzar pesadamente por la nieve en dirección al reconfortante edificio de madera que estaba en un extremo del campus, frente a la oficina de correos de Annandale.
En Adolph’s se encontraron con la misma multitud de los sábados a la noche. Todos los que no iban a pasar el fin de semana a Nueva York, tarde o temprano acababan metidos allí; era el único bar al que se podía ir andando desde la universidad, y el único a este lado del Hudson en el que los estudiantes de Bard, de aspecto desgreñado y ropas poco convencionales, podían relajarse y sentirse completamente a gusto. En la región más bien conservadora del norte de Poughkeepsie, existía un serio conflicto entre la ciudad y los estudiantes; los residentes permanentes, tanto jóvenes como mayores, detestaban la extravagante disconformidad reflejada por la indumentaria y el comportamiento de los estudiantes de Bard, y hacían circular unas historias —«muchas de ellas más ciertas de lo que podían llegar a imaginar jamás», pensó Pam, divertida— en las que se decía que en el campus reinaban el abuso desenfrenado de drogas y la promiscuidad sexual.
Algunas veces los chicos de la ciudad iban medio borrachos a Adolph’s a tratar de ligar con las «macizas hippies». Esa noche no había muchos chicos de la ciudad a la vista, según notó Pam con alivio, a excepción de un tío rarísimo que había estado merodeando por el campus durante todo el año, pero que no tenía mal aspecto. Era un tipo solitario y muy callado; nunca se había metido con nadie. A veces tenía la impresión de que la vigilaba, no la seguía ni nada por el estilo, sino que el tío aparecía a propósito un par de veces a la semana en alguno de los sitios que ella frecuentaba: la biblioteca, la galería del departamento de arte, allí. Pero nunca la había molestado, ni siquiera la había abordado.
Algunas veces el tipo le sonreía y le hacía una seña con la cabeza, y ella medio había pensado en sonreírle también, sólo para darle a entender que lo había reconocido. No estaba mal el tío; si se dejaba crecer el pelo hasta podía resultar atractivo.
Desde la máquina de discos, Sly y la Family Stone cantaban Dance to the music, y la pista del salón principal estaba a rebosar. Pam, Ellen y Peter se abrieron paso entre la multitud y buscaron donde sentarse.
Pam seguía colocada. Se habían fumado otro porro en el camino del campus al bar, y la escena pintoresca y estridente del bar le llamó la atención de repente como si se tratara de una pintura o de una serie de pinturas. Poder reflejar los flecos de un chaleco que se agitaban por aquí, o el revoleo de una larga melena negra por allá, los rostros, los cuerpos, la música, el ruido…, sí, le gustaría tratar de volcar en un lienzo el sonido de aquel lugar agradablemente familiar, traducir visualmente el modo en que esa transformación sinestésica se producía a menudo en su mente cuando estaba colocada. Echó un vistazo al bar y fue eligiendo personas y detalles de escenas, y sus ojos se centraron en aquel tipo raro con el que se topaba siempre.
—Ey —dijo, dándole un codazo a Ellen—, ¿sabes a quién me gustaría pintar?
—¿A quién?
—A ese tío de ahí.
Ellen miró en la dirección en la que Pam le indicaba discretamente.
—¿Cuál? ¿No te referirás a «ese soso de ahí, con cara de tía de ciudad»?
—Sí, a ése. Sus ojos tienen un no sé qué, son…, no lo sé, es como si fueran antiguos o algo así, como si fuera mucho mayor de lo que realmente es, como si hubiera visto tantas cosas que…
—Sí, claro —le dijo Ellen con marcado sarcasmo—. Seguro que es un exinfante de marina y que ha visto un montón de niños muertos y de mujeres a las que se cargó de un disparo en Vietnam.
—¿Volvéis a hablar de la ofensiva de Tet? —inquirió Peter.
—No, a Pam la pone cachonda ese tío con cara de ciudad.
—Retorcida —le espetó Peter, soltando una carcajada.
Pam se sonrojó, indignada.
—Yo no he dicho semejante cosa. Sólo he dicho que tiene ojos interesantes y que me gustaría pintarlos.
En la máquina de música sonó Dock of the bay y la mayoría de las parejas regresó a sus mesas. Pam se preguntó quién habría puesto la melodía lúgubremente contemplativa de Ottis Redding que resultaba un irónico epitafio del propio cantante, muerto antes de que el disco fuera lanzado al mercado. Quizá fuera el tipo de los ojos extraños. Era la clase de música que seguramente le gustaría.
—Perdiendo el tieeempo —cantó Peter junto con el disco, y luego sonrió traviesamente. Se quitó el reloj y con un gesto teatral lo dejó caer en la jarra medio llena de cerveza.
—¡Ahoguemos el tiempo! —declaró, levantó la copa y la chocó contra las de las muchachas.
—He oído decir que Bobby le da a la hierba —comentó Ellen, sin que viniera a cuento cuando hubieron terminado el brindis—. Le compra chocolate al mismo camello que les vende a los Stones cuando vienen por aquí.
Habían tocado uno de los temas preferidos de Peter.
—Dicen que R. J. Reynolds ha… ¿Cómo se dice…? Ya sé. Que ha patentado en secreto todos los nombres buenos.
—Registrado la marca.
—Eso, eso, registrado las marcas. «Dorado Acapulco», «Rojo Panamá». Los de las fábricas de tabaco tienen todas las marcas buenas por si las moscas.
Pam prestaba atención a los rumores ya conocidos y asentía interesada.
—Me gustaría saber cómo serían los paquetes y los anuncios.
—Cartones con dibujos como el estampado de cachemir —dijo Ellen con una sonrisa.
—Pondrían a Hendrix en los anuncios de la tele —añadió Peter.
Empezaron a soltar una parida tras otra, dando inicio a uno de los tantos interminables ataques de risa beoda que tanto gustaban a Pam. Se rió tanto que se le saltaron las lágrimas y de tanto inspirar aire le entró un mareo que…
Pamela se preguntó dónde diablos había despertado esa vez y por qué tenía aquel mareo. Parpadeó para quitarse aquella inexplicable película de lágrimas y contempló el nuevo ambiente. Santo cielo, estaba en el Adolph’s.
—¿Pam? —la llamó Ellen al notar de repente que su amiga había dejado de reírse—. ¿Te encuentras bien?
—Muy bien —contestó Pamela, inspirando despacio.
—No te estará entrando el miedo, ¿eh?
—No. —Cerró los ojos y trató de concentrarse, pero su mente no paraba de dar vueltas a la deriva. La música estaba muy fuerte y aquel lugar, incluso sus ropas, olían a… Se dio cuenta de que estaba colocada. Era lo que normalmente ocurría cuando iba a Adolph’s, cuando «bajaban a la calle» como solían llamarlo, tenía que tranquilizarse, así, así…
—Tómate otra cerveza —le sugirió Peter con aire preocupado—. Te ves rara, ¿seguro que te encuentras bien?
—Segurísima.
No había hecho amistad con Peter y Ellen hasta después del cuatrimestre de invierno del primer año de carrera. Peter se había graduado y Ellen había abandonado los estudios para mudarse con él a Londres cuando Pamela cursaba segundo año; o sea que estaban en 1968 o 1969.
En la máquina de discos comenzó a sonar otra canción, Linda Ronstadt interpretaba Different drum. No era sólo Linda Ronstadt, se corrigió Pamela, sino los Stone Poneys.
«Más vale que no te confundas —se dijo—, debes aclimatarte despacio, no permitas que la marihuana que tienes metida en la cabeza te dificulte más las cosas. No trates de tomar ninguna decisión, ni siquiera intentes hablar demasiado ahora. Espera hasta que se te pase el colocón, espera hasta que…».
Ahí estaba. Dios santo, sentado a unos metros de distancia, mirándola. Pamela se quedó boquiabierta ante la visión incongruente, imposible y maravillosa que tenía ante sus ojos: Jeff Winston sentado tranquilamente en medio del barullo juvenil de su antiguo bar universitario. Notó que él había percibido el cambio y la obsequió con una sonrisa cálida de bienvenida.
—¿Ey, Pam? —dijo Ellen—. ¿Por qué lloras? Escúchame, quizá sea mejor que volvamos al dormitorio.
Pamela negó con la cabeza y aferró a su amiga del brazo para tranquilizarla. Después se levantó de la mesa, recorrió el bar y los años que los separaban y se entregó a los brazos de Jeff que la esperaban.
—La chica del tatuaje —se rió Jeff, besando la rosa rosada que tenía en el interior del muslo—. No recuerdo habértelo visto antes.
—No es un tatuaje, es una calcomanía; se va con agua.
—¿Y a lengüetazos qué? —le preguntó, mirándola con una expresión pícara en los ojos.
—Puedes probar —repuso ella sonriente.
—Tal vez luego —le dijo, se deslizó hacia arriba y se recostó a su lado, contra las almohadas—. Me gusta esta faceta tuya de hija de las flores.
—Ya lo sabía yo —dijo ella, dándole un codazo en las costillas—. Anda, sirve más champán. Él cogió la botella de Mumm’s de la mesilla y llenó las copas.
—¿Cómo adivinaste cuándo empecé mi replay? —le preguntó Pamela.
—No lo adiviné. Llevaba meses vigilándote. Alquilé la casa en Rhinebeck a comienzos del año académico y llevo esperando desde entonces. Fue frustrante y empezaba a impacientarme, pero el tiempo que pasé aquí me ayudó a aceptar algunos viejos recuerdos. Antes vivía río arriba, en una de las antiguas mansiones, cuando estaba con Diane… y mi hija Gretchen. Siempre pensé que nunca iba a poder regresar aquí, pero tú me diste un motivo para hacerlo y me alegro de haber vuelto. Además, me resultó divertido ver cómo fuiste realmente en esta época.
Ella le hizo una mueca.
—Era una hippie universitaria. Flecos de cuero y ropa teñida con la técnica del nudo. Espero que no me hayas oído nunca hablar con mis amigos; lo más probable es que me fuera de la lengua.
Jeff la besó en la punta de la nariz.
—Eras monísima. Eres monísima —se corrigió, apartándole de la cara el largo pelo lacio—. Pero no podía evitar imaginarme a todos estos chicos dentro de quince años, vistiendo ternos y yendo en sus BMW a la oficina.
—No todos —le dijo ella—. De Bard salieron muchos escritores, actores, músicos y… —Sonrió tristemente y añadió—: Mi marido y yo no teníamos un BMW, sino un Audi y un Mazda.
—Admito la diferencia —dijo él, y tomó un sorbo de champán.
Permanecieron tumbados tranquilamente, pero Jeff notaba la seriedad detrás de la expresión alegre de Pamela.
—Diecisiete meses —le dijo Jeff.
—¿Qué?
—Esta vez perdiste diecisiete meses. Pensabas en eso, ¿verdad?
—Quería preguntártelo —admitió ella—. No podía dejar de preguntármelo. En este caso mi distorsión es de… ¿Has dicho que estamos en marzo del sesenta y ocho?
Jeff asintió y repuso:
—Tres años y medio.
—Contando desde la última vez. Pero cinco años desde las primeras repeticiones. Dios santo. La próxima vez podría…
Él le puso un índice sobre los labios.
—¿Recuerdas que íbamos a concentrarnos en esta vez?
—Claro que lo recuerdo —dijo ella, arrimándose más a él debajo de las mantas.
—Lo he estado pensando. He tenido tiempo para reflexionar y creo que tengo un plan, o algo parecido.
Ella apartó la cabeza, lo miró con expresión interesada y le preguntó:
—¿Qué quieres decir?
—Verás, primero pensé en dirigirme a la comunidad científica para plantearles todo esto…, a la Fundación Nacional de la Ciencia, a alguna organización privada dedicada a la investigación…, a cualquier grupo que pareciera el más adecuado, quizá al departamento de física de Princeton o el MIT, alguien dedicado a investigar la naturaleza del tiempo.
—Nunca nos creerían.
—Exactamente. Ése ha sido el principal inconveniente. Pero nosotros hemos contribuido a mantener ese inconveniente con nuestro secretismo.
—Teníamos que ser discretos o la gente iba a tomarnos por locos. Fíjate en Stuart McCowan, él…
—McCowan está loco…, es un asesino. Pero no es ningún crimen predecir acontecimientos; nadie nos va a encerrar por eso. Y cuando las cosas que predigamos hayan ocurrido de verdad, habremos probado nuestro conocimiento del futuro. Tendrán que escucharnos. Se darían cuenta de que algo real, inexplicable pero real, está ocurriendo.
—¿Y cómo vamos a hacer para entrar por la puerta grande? —inquirió Pamela—. En el MIT nadie va a molestarse en mirar ninguna lista de predicciones que les diéramos. Nos meterían en el mismo saco que a los fanáticos de los ovnis y los psíquicos en cuanto les dijésemos lo que tenemos en mente.
—Ahí está la cuestión. No nos dirigiremos a ellos, sino que ellos vendrán a nosotros.
—Pero… Eso que dices no tiene sentido —protestó Pamela, sacudiendo la cabeza embargada por la confusión.
—Pues lo hacemos público —le explicó Jeff.