Capítulo 14

Pamela se arregló la borla del birrete, miró al público que atestaba el auditorio y vio a Jeff sentado junto a sus padres. Su madre estaba radiante de orgullo y felicidad. Pamela y Jeff intercambiaron una mirada, ella le hizo un guiño y él le lanzó una sonrisa forzada. Los dos eran conscientes de la cómica ironía de aquella ceremonia: a ella que había sido médico, pintora de éxito y famosa productora cinematográfica, por fin iban a darle el título de bachillerato. Por tercera vez.

Aquello le había exigido una tenacidad considerable, y se alegraba de que Jeff hubiera comprendido lo tediosos que le habían resultado los tres últimos años. En su segundo replay él ya había pasado por la experiencia de volver al mundo académico a nivel universitario, pero tener que repetir el bachillerato tantas veces era como entrar en un círculo del infierno.

Tal como Pamela había previsto, su perseverancia rindió sus frutos. Al cumplir los dieciséis, sus padres cedieron un poco al comprobar que sacaba sobresalientes y no demostraba ningún interés por salir con chicos que supuestamente tenían su misma edad, por lo que le permitieron que viera a Jeff dos noches a la semana. Jeff alquiló un apartamento en Bridgeport para los fines de semana y fue escrupulosamente puntual, todos los viernes y sábados la devolvía a casa de sus padres a medianoche en punto. Por lo que respecta a los padres de Pamela, la joven pareja se dedicaba a ir mucho al cine, y si alguna vez llegaban a preguntarles algo, podían recitarles fácilmente los argumentos de películas como Morgan, La soltera retozona o Un hombre para la eternidad, que habían visto al menos dos veces en los años anteriores.

Por extraño que pareciera, el arreglo les había resultado divertido cuando comenzó a disminuir la negativa presión paterna. Lo limitado del tiempo que pasaban juntos y lo furtivo de su pasión dio origen a una deliciosa tensión erótica. Se amaron con sus cuerpos frescos y jóvenes como si nunca hubieran tenido contactos íntimos, como si nunca hubieran compartido semejantes placeres ni entre ellos ni con nadie más.

Si sus padres sospecharon algo de sus relaciones sexuales con Jeff —a esas alturas era cosa casi segura—, se habían mostrado admirablemente discretos. La tolerancia precavida que habían demostrado al principio hacia Jeff poco a poco fue dando paso a la aceptación, luego a la aprobación y, con el tiempo, a un cariño abierto. La abismal diferencia de cuatro años que al principio tanto había perturbado a sus padres cuando él tenía dieciocho y ella catorce, se había convertido en una discrepancia convencional cuando él cumplió los veintidós y ella los dieciocho. Además, en la era del LSD y del inconformismo promiscuo, los padres de Pamela se sintieron evidentemente aliviados de que ella hubiera cultivado una relación estable con un joven tan educado, tan claro y tan próspero.

Entregaron el último diploma y los graduados en ciernes que rodeaban a Pamela abandonaron corriendo el escenario dando vivas alborozados. Pamela se abrió paso tranquilamente hacia el lugar donde la esperaban Jeff y sus padres.

—¡Ay, Pam, qué guapa te veías en el estrado! Dejabas a los demás en ridículo.

—Enhorabuena, cariño —le dijo su padre, dándole un abrazo.

—Tengo que devolver el birrete y la toga —le dijo Pamela a Jeff—. Después podemos irnos.

—¿Os vais a marchar tan pronto? —preguntó la madre de Pamela un tanto desilusionada—. Podríais quedaros a cenar y partir mañana temprano.

—La familia de Jeff nos espera el jueves por la noche, mamá, esta misma noche tenemos que llegar por lo menos a Washington. Anda, coge esto —le dijo a Jeff, entregándole el diploma enrollado—. Vuelvo en seguida.

En el vestuario de chicas, se quitó la toga negra de algodón y se puso una blusa blanca con una falda azul. Algunas de las otras chicas la felicitaron tímidamente y ella hizo lo mismo, pero la excluyeron sutilmente de la camaradería general, las conversaciones nerviosas sobre novios, los planes para el verano y las universidades a las que asistirían en otoño. Aquellas muchachas habían sido amigas suyas en su existencia original; había compartido plenamente con ellas todas las trampas y engaños, las bromas y los primeros pasos hacia la condición de adulto. Pero tal como le había ocurrido al comienzo de su primer replay cuando volvió a cursar el bachillerato, comprobó que entre ellas existía un abismo, y las compañeras de Pamela se habían percatado de ello, aunque no lograban comprender por qué. Pamela había mantenido aquella distancia, había prescindido de los aspectos sociales de la adolescencia, había hecho lo que debía para terminar sus estudios antes de marcharse de casa para vivir con Jeff. Por fin había llegado ese día, y esperaba que su marcha resultara lo menos violenta posible.

Terminó de cambiarse, regresó al auditorio que se había ido vaciando gradualmente para reunirse con sus padres y el hombre con el que compartiría el resto de su vida.

—De modo que crees de veras que debo dejar ese dinero donde lo tengo —le decía su padre a Jeff.

—Desde luego —contestó Jeff—. Como inversión a largo plazo es lo más seguro. Yo calculo que de aquí a diez o doce años, le reportará unos intereses considerables.

Pamela se dio cuenta de que la pregunta de su padre apuntaba a aminorar la tensión y le estuvo agradecida. El comentario confirmaba que había llegado a respetar a Jeff personalmente como un inversor creativo y astuto y que sabía que su hija iba a estar en buenas manos. Jeff mismo había aprovechado para comprar antes de que desaparecieran, varios miles de dólares en monedas fuera de curso de diez y veinticinco centavos, que contenían un noventa y nueve por ciento de plata; le había recomendado al padre de Pamela que hiciera lo mismo. Se trataba de una maniobra financiera conservadora que no sorprendería a su padre aumentando de valor con sospechosa rapidez, ni le parecería excesivamente arriesgada. Pero con el tiempo iba a dar sus resultados, pues en enero de 1980, las secretas manipulaciones ilegales del mercado de la plata por parte de los hermanos Hunt harían subir el precio del metal precioso a cincuenta dólares la onza. Jeff le comentó a Pamela que se pondría en contacto con su padre ese mes para asegurarse de que vendiera las monedas antes de que se produjera la precipitada caída de los precios que seguiría poco después.

—¿Vais a quedaros mucho tiempo en Orlando, cariño? —le preguntó su madre.

—Unas semanas —contestó Pamela—. Después iremos en coche hasta los cayos, y tal vez alquilemos un barco unas semanas.

—¿Habéis decidido ya adónde iréis al final del verano?

Aquél seguía siendo un punto de discordia; a pesar de que sus padres sabían que tanto a ella como a Jeff no iba a faltarles nada material, lamentaban que no quisiera ir a la universidad.

—No, mamá. A lo mejor conseguimos un piso en Nueva York, no lo sabemos bien todavía.

—Todavía estás a tiempo de matricularte en la Universidad de Nueva York; sabes que tienes ingreso directo gracias a tus notas.

—Me lo pensaré. Jeff, ¿ya está todo en el coche?

—Las maletas, el depósito lleno y listos para partir.

Pamela abrazó a sus padres sin poder evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ellos sólo querían lo mejor para ella e ignoraban que hacía tiempo que había dejado de necesitar su guía amorosa y su disciplina, pero no podía reprocharles nada por querer proporcionársela. Ahora, por fin, Jeff y ella eran verdaderamente libres, libres para ser ellos mismos, para salir a comerse ese mundo conocido, como los adultos independientes —y algo más— que habían sido siempre bajo sus aspectos engañosamente juveniles. Por fin un día propicio, después de todo lo que habían pasado.

Ella salió del agua con un grácil movimiento, subió la escalerilla situada en la popa del barco y cogió la toalla que Jeff le lanzó justo cuando estaba subiendo a bordo.

—¿Una cerveza? —le preguntó él, buscando en la nevera.

—Bueno —dijo Pamela, enroscando la amplia toalla azul alrededor de su cuerpo desnudo y sacudiendo vigorosamente el pelo. Jeff abrió dos botellas de Dos Equis, le entregó una y se tendió en una tumbona de lona.

—Te ha ido bien nadar, ¿eh?

—¡Ajá! —asintió ella, satisfecha, presionando la botella helada contra su cara—. El agua está casi como en un jacuzzi.

—La corriente del Golfo. Desde aquí baja por todo el Atlántico. Estamos justo encima del respiradero de la calefacción que impide que Europa pase por otro período glaciar.

Pamela volvió la cara hacia el sol, cerró los ojos e inspiró la fresca brisa salada. Un sonido repentino la arrancó de su ensoñación; escrutó el cielo y vio una enorme garza blanca planear elegantemente sobre el barco, con las largas patas y el pico ahusado extendidos en aerodinámica simetría; se zambulló luego en dirección de la costa del cayo sin nombre delante del cual habían anclado esa misma mañana.

—¡Dios mío! —suspiró ella—. No quiero irme nunca de aquí.

Jeff sonrió, levantó la botella de Dos Equis manifestando su aprobación con un brindis.

Pamela se dirigió a la borda, se apoyó en la barandilla y miró el mar verdeazulado del que acababa de salir. A lo lejos, hacia el oeste, las aguas tranquilas se agitaron al paso de las traviesas payasadas de un grupo de delfines. Se quedó un rato observándolos y luego volvió junto a Jeff.

—Hay algo que hemos estado evitando —le dijo—. Algo que deberíamos discutir pero todavía no lo hemos hecho.

—¿De qué se trata?

—¿Por qué esta vez me costó tanto comenzar mi repetición? ¿Por qué perdí un año y medio? Hace demasiado tiempo que evitamos el tema.

Era cierto. Nunca habían hablado de la desafortunada desviación del modelo cíclico con el que habían llegado a familiarizarse. Jeff se había sentido agradecido por el solo hecho de que Pamela hubiera vuelto; y ella había dado largas a las preocupaciones que le rondaban la mente para concentrarse en la laboriosa tarea de terminar el bachillerato y en la delicada diplomacia de convencer a sus padres de que aceptaran su necesidad de estar con Jeff.

—¿Por qué sacas el tema ahora? —le preguntó él, frunciendo la frente bronceada por el sol.

Ella se encogió de hombros y repuso:

—Tarde o temprano tendremos que hablar de esto.

Él la miró con ojos implorantes.

—Pero no tenemos que preocuparnos de ello hasta por lo menos dentro de veinte años. ¿No podemos dedicarnos a pasárnoslo bien hasta que llegue ese momento? ¿A saborear el presente?

—Se trata de algo que no podremos pasar por alto nunca —le dijo ella en voz baja—, al menos por completo. Y lo sabes.

—Si no hemos podido descifrar nada sobre los replays, ¿qué te hace pensar que seremos capaces de dilucidar por qué ocurrió? Creí que era un tema que había quedado zanjado.

—No me refiero necesariamente a por qué ocurrió, ni cómo, sino que he estado pensándolo y me da la impresión de que forma parte de un esquema general, que no se trata de una alteración única.

—¿Y eso? Ya sé que esta vez volví tres meses más tarde de lo acostumbrado, pero es algo que nunca nos había ocurrido a ninguno de los dos.

—No estoy segura, al menos no se produjo nunca un retraso tan grande, pero en nuestras repeticiones hubo siempre una…, una distorsión casi desde el mismo inicio. Sólo que ahora empezó a acelerarse.

—¿Una distorsión?

Asintió con la cabeza.

—Piénsalo. Al principio de tu segundo replay no estabas en la habitación de la universidad, sino en el cine con Judy.

—Pero era el mismo día.

—Sí, pero… ¿qué serían, ocho o nueve horas más tarde? Y la primera vez que volví yo, fue a las primeras horas de la tarde, pero la vez siguiente lo hice en plena noche, unas doce horas más tarde.

Jeff se quedó pensativo.

—Cuando empecé mi tercera repetición, es decir, la anterior a ésta, y me vi en el coche de Martin con Judy…

—¿Sí? —lo alentó ella.

—Supuse que era la misma noche y que volvíamos de haber visto Los pájaros. Estaba tan afectado por la pérdida de mi hija Gretchen que no presté demasiada atención a lo que ocurría a mi alrededor. Me limité a emborracharme y a pasarme un par de días bebido. Pero el derby de Kentucky se produjo bastante más rápido. Logré que Frank Maddock apostara por mí apenas el día anterior a la carrera. A pesar de estar muy afectado, recuerdo que me sentí aliviado de no haber perdido esa oportunidad. Creí que la bebida me había hecho perder la noción del tiempo, pero es posible que comenzara mi repetición más tarde, unos dos o tres días quizá. Es posible que volviera a casa con Judy de otra salida completamente distinta.

Pamela asintió.

—Yo tampoco me fijé bien en el calendario esa vez —le confesó—. Pero sí me acuerdo de que mis padres estaban en casa esa mañana en que empecé mi replay, de modo que debía de ser en fin de semana; el anterior había comenzado un martes, el último día de abril. Es decir que se produjo una distorsión de cuatro o cinco días.

—¿Cómo pudo pasar de unos pocos días a unos meses? ¿A más de un año, en tu caso?

—A lo mejor se trata de una progresión geométrica. Si conociéramos las diferencias exactas de tiempo entre cada una de nuestras repeticiones, creo que podríamos deducir e incluso calcular de cuánto será la distorsión la próxima vez.

La idea de la muerte y de otra separación posiblemente más prolongada hizo que entre ambos cayera un súbito manto de silencio. En la costa lejana, detrás de la rompiente, legarzas, solas y apartadas, se paseaban majestuosas sobre sus patas larguiruchas. El grupo de delfines había continuado su camino hacia el oeste dejando las aguas otra vez tranquilas.

—Pero ya es demasiado tarde para eso, ¿no? —dijo Jeff. Era más una aseveración que una pregunta—. Jamás podremos reconstruir con exactitud esas divergencias, porque no les prestamos atención en su momento.

—No teníamos motivos para hacerlo. Todo era tan nuevo y la distorsión era tan ínfima. A los dos nos preocupaban otras cosas.

—Entonces es inútil que especulemos. Si de verdad se produce una progresión geométrica que ha ido pasando de horas a días y a meses, entonces cualquier cálculo aproximado que podamos hacer podría tener un margen de error de años.

Pamela le lanzó una larga mirada.

—A lo mejor hay alguien que sí ha tomado debida nota de la distorsión.

—¿A qué te refieres?

—Tú y yo nos descubrimos prácticamente por casualidad, porque reaccionaste a Starsea como algo nuevo, y pudiste conseguir una entrevista conmigo. Pero podría haber otros repetidores como nosotros, muchos más; nunca hemos realizado un esfuerzo concertado para buscarlos.

—¿Qué te hace pensar que existen?

—No sé si existen, pero también es cierto que jamás esperé encontrarte a ti. Si somos dos, es fácil que pueda haber más.

—¿No te parece que ya nos habríamos enterado?

—No necesariamente. Mis películas recibieron una gran difusión y tu interferencia en el asesinato de Kennedy la primera vez introdujo una variante bastante notoria. Aparte de eso, ¿qué impacto hemos ejercido en la sociedad que pudiera ser notado? Lo más probable es que incluso la existencia de tu empresa Future, Inc. sólo sea conocida dentro del mundo financiero. Sé que no era consciente de ello cuando estaba ocupada cursando medicina y luego cuando me dediqué a trabajar en el hospital de niños de Chicago. Tal vez se produjeron todo tipo de cambios localizados y menores, debidos a otros repetidores, de los que ni nos hemos percatado.

Jeff meditó unos instantes aquel aspecto.

—Yo también me he formulado esas mismas preguntas. Pero estaba siempre tan enfrascado en mis propias experiencias como para poder hacer nada al respecto hasta que vi Starsea y luego te encontré.

—Tal vez ha llegado el momento de que hagamos algo al respecto. Algo mucho más simple y directo que lo que intentaba conseguir cuando me conociste. Si en el mundo hay otros como nosotros, podríamos aprender un montón de cosas. Tendríamos mucho que compartir.

—Es verdad —dijo Jeff con una sonrisa—. Pero en estos momentos, la única persona con la que quiero compartir algo es contigo. Hemos esperado mucho para volver a estar juntos.

—Lo suficiente —repuso ella, quitándose la toalla azul de rizo y dejándola caer sobre la cubierta de madera bañada por el sol.

Publicaron el pequeño anuncio en el New York Times, el Post y el Daily News; en el Los Ángeles Times y el Herald-Examiner, en Le Monde, L’Express y Paris-Match; en el Asahi Shitnbun y el Yomiyuri Shimbun; en el London Times, el Evening Standard y el Sun; en el O Estado de Sao Paulo y el Jornal do Brasil. Teniendo en cuenta sus áreas de especialización e interés durante sus repeticiones, el anuncio también empezó a aparecer regularmente en el Journal of the American Medical Association, Lancet, y Le Concours Medical; en el Wall Street Journal, el Financial Times y Le Nouvel Economiste, en el Daily Variety y en Cahiers du Cinema, en Playboy, Penthouse, Mayfair y Luí.

En total, más de doscientos periódicos y revistas de todo el mundo publicaron el aparentemente inocuo anuncio, que resultaba absolutamente sin sentido salvo para aquellos pocos desconocidos, tal vez inexistentes, a quienes iba dirigido:

¿Se acuerda de Watergate? ¿De Lady Di? ¿Del desastre del transbordador espacial? ¿Del Ayatolá? ¿De Rocky? ¿De Flashdance? Si es así, no es la única persona. Diríjase al Apartado de Correos 1988, Nueva York, N. Y. 10001.

—Aquí hay otra con un billete de un dólar dentro —dijo Jeff, dejando a un lado el sobre—. ¿Por qué diablos son tantos los que se piensan que vendemos algo?

Pamela se encogió de hombros.

—Es que la gran mayoría de la gente vende cosas.

—Los que son todavía peores son los que se piensan que se trata de un concurso. Esto podría plantearnos un problema, ¿sabes?

—¿Con quién?

—Con los de correos, a menos que tengamos cuidado. Tendremos que redactar una carta para explicar que el anuncio no es ninguna tomadura de pelo y enviársela a toda esta gente. Sobre todo a los que nos mandan dinero. Tenemos que asegurarnos de que lo reciban de vuelta. Lo único que nos falta es que alguien se queje.

—Pero no hemos ofrecido nada a nadie —protestó Pamela.

—Da igual. ¿Te gustaría tratar de explicarle a un inspector postal de 1967 lo que significa Watergate?

—Creo que tienes razón. —Abrió otro sobre, echó un vistazo a la carta y lanzó una carcajada—. Escucha ésta. «Les ruego me envíen más información sobre su curso para mejorar la memoria. No recuerdo ninguna de las cosas que mencionan en su anuncio».

Jeff se rió junto con ella, contento de que conservara el sentido del humor. Sabía lo que aquella búsqueda significaba para Pamela; la distorsión temporal de las fechas de inicio de su repetición era mucho mayor que la de él y si su aumento describía una curva que había pasado de golpe de un retraso de cuatro o cinco días a dieciocho meses, la duración de su próxima repetición podía verse gravemente truncada. Nunca lo habían comentado, pero los dos eran conscientes de que existía la posibilidad de que no volviera más.

En los últimos cuatro meses habían recibido cientos de respuestas al anuncio, la mayoría de quienes contestaban creían que se trataba de un concurso o de una propaganda de ventas relacionada con cosas tan dispares como suscripciones de revistas o los rosacruces. Algunas de ellas resultaban provocativamente ambiguas, pero después de una breve investigación habían resultado inútiles. La más prometedora, y enloquecedora a la vez, había sido una carta con matasellos de Sydney, Australia, que contenía un mensaje de una sola línea que había llegado sin firma y sin remitente. Decía: «Esta vez no. Esperen».

Jeff había comenzado a perder la esperanza en el proyecto. Había tenido sentido intentarlo, y tenía la sensación de que lo habían hecho del mejor modo posible, pero no habían conseguido los resultados esperados. Tal vez en el mundo no hubiera otros repetidores, o si existían, habían decidido no responderles. Jeff creyó con más convicción que antes que él y Pamela estaban solos en todo aquello y que seguirían estando solos.

Abrió otro sobre de la pila de ese día, dispuesto a tirarlo junto con las otras respuestas inútiles y confusas; pero a la primera línea se detuvo y leyó el resto de la breve carta presa del asombro.

Apreciados señores: Se olvidaron de mencionar lo de Chappaquiddick. Volverá a ocurrir muy pronto. ¿Y qué me dicen del escándalo del Tylenol o del 747 coreano que derribaron los soviéticos? Todo el mundo se acuerda de esos hechos. Cuando quieran hablar, vénganse por aquí. Podemos recordar los viejos tiempos por venir.

Stuart McCowan

382 Strathmore Orive

Crossfield, Wisconsin

Jeff se quedó mirando la firma y comprobó la dirección con el matasellos. Coincidían.

—Pamela… —dijo en voz baja.

—¿Sí? —Levantó la vista del sobre que se disponía a abrir—. ¿Otra divertida?

Jeff miró aquella cara bonita y sonriente que había conocido y amado en momentos tan desfasados, primero en la madurez y ahora en la juventud. Sintió un vago presentimiento, como si la intimidad que habían compartido estuviera a punto de ser invadida, como si su mutua unicidad estuviera a punto de ser destrozada por un extraño. Habían encontrado lo que estaban buscando, pero ya no estaba tan seguro de haber hecho bien en comenzar la búsqueda.

—Lee esto —le dijo, entregándole la carta.

Al entrar en Crossfield, a unos cincuenta kilómetros al sur de Madison, una nevisca comenzó a caer del cielo monótono y gris. En el asiento del acompañante del enorme Plymouth Furia, Pamela rompió un kleenex en estrechas tiras, las apelotonó todas y las fue depositando en el cenicero del panel de mandos. Jeff no había vuelto a verla repetir aquella costumbre suya cuando estaba nerviosa desde la noche en que cenaran en el restaurante de Malibú, cuando se conocieron diecinueve años atrás y a cinco años de entonces.

—¿Todavía piensas que sólo estará este hombre? —le preguntó Pamela, mirando por la ventanilla hacia los desnudos esqueletos invernales de los abedules que flanqueaban las calles de la pequeña ciudad.

—Probablemente —repuso Jeff, y entrecerró los ojos para poder ver mejor a través de la nieve los carteles indicadores en blanco y negro—. No creo que esa referencia a lo de que «todo el mundo» se acuerda de las muertes por el Tylenol y el avión coreano signifique nada especial. Estoy seguro de que se refería a la gente en general después de ocurridos los incidentes, no a un grupo de repetidores que haya reunido él.

Pamela terminó de destrozar el kleenex y sacó otro.

—No sé si esperar que sea verdad o todo lo contrario —comentó algo perpleja—. En cierto modo sería un alivio increíble encontrar a toda una red de gente que comprendiera por lo que hemos pasado. Pero no sé muy bien si estoy lista para enfrentarme a…, a tanto dolor acumulado que, por otra parte, me resulta tan familiar. O a enterarme de todas las cosas que tal vez hayan aprendido sobre las repeticiones.

—Tenía entendido que en eso radicaba todo.

—Es que me da un poco de miedo ahora que estamos tan cerca de lograrlo. Me hubiera gustado que las señas del tal Stuart McCowan estuvieran en el listín telefónico; me sentiría mucho más cómoda si hubiésemos podido telefonearle para saber de él algo más que lo que ponía en su nota. Detesto presentarme así, sin anunciarme.

—Estoy seguro de que nos está esperando. Como es obvio, no íbamos a rechazar su invitación, y menos después del esfuerzo que nos costó dar con él.

—Ahí está Strathmore —dijo Pamela, señalando hacia una calle que serpenteaba colina arriba, a la izquierda.

Jeff ya había pasado el cruce, hizo un cambio de sentido y enfiló por la ancha calle desierta.

En el número 382, al otro lado de la colina, había una casa aislada de tres plantas en estilo victoriano. En realidad, se trataba de una mansión, con amplios jardines muy cuidados tras los muros de lajas cortadas desigualmente. Pamela se dispuso a romper otro kleenex cuando traspusieron el imponente portón, pero Jeff le detuvo la mano nerviosa y le sonrió para infundirle ánimos.

Aparcaron debajo del amplio pórtico, agradecidos de poder refugiarse de la creciente nevada. En la puerta principal había un ornamentado llamador de bronce, pero Jeff encontró el timbre y lo pulsó.

Les abrió una mujer madura que lucía un severo vestido marrón con un amplio cuello blanco.

—¿En qué puedo servirles? —inquirió.

—¿Está el señor McCowan?

La mujer frunció el ceño debajo de los quevedos bifocales.

—El señor…

—McCowan. Stuart McCowan. ¿No vive aquí?

—¡Ay, caramba!, Stuart. Claro que sí. ¿Están ustedes citados?

—No, pero me parece que nos espera; si le avisa usted que han venido sus amigos de Nueva York, estoy seguro de que…

—¿Amigos? —repitió, frunciendo más el ceño—. ¿Son ustedes amigos de Stuart?

—Sí, de Nueva York.

La mujer se puso nerviosa.

—Me temo que… Pero están ustedes cogiendo frío, ¿por qué no pasan y se sientan un instante? Vuelvo en seguida.

Jeff y Pamela se sentaron en un mullido sofá de respaldo alto situado en el anticuado vestíbulo, mientras la mujer desaparecía pasillo abajo.

—Hay más de uno —le susurró Pamala—. Al parecer, ni siquiera es dueño de esta casa. La criada solo lo conoce por su nombre de pila. Es una especie de comuna, una…

Un hombre alto, de cabello canoso, vestido con un traje de mezcla apareció por el pasillo, seguido de la mujer regordeta de los quevedos.

—¿Dicen ustedes que son amigos de Stuart McCowan? —les preguntó.

—Somos…, eeh… Hemos mantenido correspondencia con él —respondió Jeff, poniéndose en pie.

—¿Y quién inició esa correspondencia?

—Vea, estamos aquí por invitación expresa del señor McCowan. Hemos venido desde Nueva York para verlo, si pudiera usted avisarle…

—¿Cuál era la naturaleza de su correspondencia con Stuart?

—Creo que es un asunto que no le incumbe. ¿Por qué no se lo pregunta a él?

—Todo lo que se refiera a Stuart me incumbe. Está bajo mi cuidado.

Jeff y Pamela intercambiaron una rápida mirada.

—¿Qué quiere decir con que está bajo su cuidado? ¿Es usted médico? ¿Está él enfermo?

—Muy grave. ¿Por qué están interesados en su caso? ¿Son periodistas? No permitiré que invadan la intimidad de mis pacientes, y si los mandan de algún periódico o revista, les sugiero que se marchen ahora mismo.

—No somos periodistas —le aclaró Jeff, entregándole una tarjeta de visita que lo identificaba como asesor financiero, y presentó a Pamela como socia.

La cautelosa tensión reflejada en el rostro del hombre desapareció en parte dando paso a una sonrisa de disculpa.

—Lo siento, señor Winston; si hubiese sabido que se trataba de un asunto de negocios… Soy el doctor Joel Pfeiffer. Le ruego que comprenda que sólo trataba de proteger los intereses de Stuart. Éste es un centro muy exclusivo y discreto y…

—Entonces ¿no es la casa de Stuart McCowan sino una especie de hospital?

—Es una clínica.

—¿Es por el corazón? ¿Es usted cardiólogo?

El médico frunció el ceño.

—¿No están ustedes al tanto de sus antecedentes?

—No. Nuestra relación con él es puramente… de negocios. Principalmente inversiones.

Pfeiffer asintió con aire comprensivo.

—A pesar de los problemas que afectan a Stuart hay que reconocer que conserva un increíble olfato para los negocios. Procuro alentar su actual implicación en asuntos financieros. Evidentemente todo lo que gana se deposita ahora en una fundación, pero quizá, algún día, si sigue mejorando…

—Doctor Pfeiffer, ¿me está diciendo usted que esto es un hospital psiquiátrico?

—No es un hospital. Es una clínica psiquiátrica privada.

«Diablos —pensó Jeff—. Ahí está la cuestión; en algún momento, McCowan debió de contar demasiado a las personas indebidas y ahora lo han internado». Jeff le echó una mirada a Pamela y vio que ella también lo había captado al vuelo. Ambos reconocían el riesgo de que si admitían demasiado abiertamente sus experiencias, quienes las vieran desde fuera podían tomarlos locos; ante ellos tenían una prueba fehaciente de ese peligro.

El médico interpretó mal la mirada que acababan de lanzarse y se adelantó a aclarar con tono preocupado:

—Espero que no vayan a utilizar los problemas de Stuart para volverse en su contra. Les aseguro que durante todo este episodio ha conservado intacto su juicio financiero.

—No será ningún problema —le dijo Jeff—. Comprendemos que debe de haber sido muy…, muy difícil para él, y somos muy conscientes de que ha gestionado su cartera de acciones con muy buen tino.

La mentira pareció tranquilizar a Pfeiffer. Jeff adivinó que la fundación McCowan era la que financiaba en gran parte la gestión de aquel centro, y posiblemente de allí había salido el capital inicial.

—¿Podríamos verlo ahora? —inquirió Pamela—. Si hubiésemos conocido estas circunstancias de antemano, habríamos arreglado una cita con usted, pero considerando que ya hemos hecho un viaje tan largo…

—No se preocupe —le dijo el doctor Pfeiffer—. Aquí no tenemos horario de visita fijo, pueden verlo ahora mismo. Marie —dijo, volviéndose a la mujer de cabello canoso que estaba detrás de él—, ¿podría pedir que bajen a Stuart a la sala, por favor?

Una guapa joven que lucía un vestido amarillo de encaje estaba sentada en el hueco de una ventana, en la habitación a la que el doctor Pfeiffer los acompañó. Contemplaba la nevada pero se volvió, expectante, en cuanto ellos entraron.

—Hola —saludó la muchacha—. ¿Han venido a verme?

—Han venido a ver a Stuart, Melinda —le explicó el doctor amablemente.

—Bueno, no importa —dijo ella con una sonrisa alegre—. Alguien va a venir a verme el miércoles, ¿no?

—Sí, el miércoles vendrá tu hermana.

—Pero podría traerle a los invitados de Stuart un poco de té y tarta, ¿verdad?

—Si a ellos les apetece, claro que sí.

Melinda se bajó de su asiento que tenía la nieve como telón de fondo.

—¿Les gustaría tomar un poco de té con tarta? —les preguntó amablemente.

—Sí, gracias —contestó Pamela—. Muy amable de su parte.

—Iré a buscarlo. El té está en la cocina y la tarta en mi habitación. La hizo mi madre. ¿Me esperarán?

—Claro que sí, Melinda. Estaremos aquí.

Salió por una puerta lateral de la sala y oyeron sus pasos apresurados al subir las escaleras. Jeff y Pamela examinaron el ambiente; había cómodos silloncitos de piel dispuestos en semicírculo alrededor del hogar de ladrillos, donde dos leños ardían brillantes; en las paredes había papel pintado de color azul pálido con un estampado muy delicado de flores de lis; una lámpara Tiffany colgaba en el rincón opuesto de la sala, sobre una mesa de caoba en la que alguien había dejado a medio hacer el rompecabezas de una mariposa grande de alas anaranjadas con bordes y venas negras. Las lujosas cortinas de color azul oscuro no estaban del todo corridas y dejaban ver una colina nevada.

—Esto está bastante bien —comentó Jeff—. No tiene aspecto de…

—¿De qué? —inquirió el doctor con una sonrisa—. Intentamos mantener un ambiente lo más normal y agradable posible. Nada de barrotes en las ventanas, como puede ver; el personal no lleva uniforme. Creo que el ambiente acelera el proceso de recuperación y hace que la incorporación a la vida diaria sea más fácil cuando el paciente está en condiciones de volver a su casa.

—¿Qué me dice de Stuart? ¿Cree que podrá irse pronto de aquí?

Pfeiffer frunció los labios y se asomó a la ventana para ver la nevada.

—Desde que lo han traído ha hecho grandes progresos. Tenemos muchas esperanzas para Stuart. Naturalmente, existen algunas complicaciones, un cierto número de trabas legales que han de…

Un hombre de cara ligeramente cetrina, que tendría unos treinta y tantos años, entró en la sala seguido de un muchacho musculoso vestido con tejanos y un jersey de lana gris. El hombre más pálido llevaba pantalón azul, zapatos italianos bien lustrados y una camisa de vestir blanca con el cuello sin abrochar. Tenía unas entradas visibles y en lo alto de la cabeza el cabello comenzaba a ralear.

—Stuart —dijo el doctor con tono expansivo—. Tienes unos visitantes inesperados. Hacen negocios contigo, según tengo entendido, son de Nueva York. Te presento a Jeff Winston y a Pamela Phillips. Éste es Stuart McCowan.

El hombre prematuramente calvo sonrió agradablemente y les tendió la mano.

—Por fin —dijo, estrechándole la mano primero a Jeff y luego a Pamela—. Hacía tiempo que esperaba este momento.

—Comprendo cómo se siente —repuso Jeff en voz baja.

—Bien —dijo el doctor Pfeiffer—, los dejaré para que continúen con la reunión. Aunque me temo que Mike tendrá que quedarse. Se trata de un requisito que nos fue impuesto por el tribunal, sobre el que no puedo opinar. Pero no los molestará. Podrán hablar como si estuvieran en privado.

El corpulento ayudante asintió, se sentó a la mesa, debajo de la lámpara Tiffany y cuando el médico abandonó la sala, se puso a montar el puzzle.

—Siéntense —les dijo Stuart, indicándoles las sillas que había junto al hogar.

—Dios santo —dijo Jeff de inmediato con tono compasivo—, qué horrible debe de ser esto para usted.

Stuart frunció el ceño y repuso:

—No está tan mal. Muchísimo mejor que alguno de los otros lugares.

—No me refiero al lugar en sí, sino al hecho de que le haya ocurrido esto. Haremos lo que podamos para sacarlo de aquí lo antes posible. En Nueva York tengo un excelente abogado; me encargaré de que mañana mismo tome un avión y se venga a verlo. Sé que podrá aclarar esto.

—Agradezco su preocupación, pero llevará su tiempo.

—¿Cómo es que…?

—Té y pastel —anunció Melinda alegremente, entrando por la puerta con una bandeja de plata.

—Gracias, Melinda —le dijo Stuart—. Muy amable de tu parte. Quiero presentarte a mis amigos, Jeff y Pamela. Son de mi misma época, de los años 80.

—Ah —dijo la chica alegremente—, Stuart me lo ha contado todo sobre el futuro. Sobre Patty Hearst y el Ejército Simbionés de Liberación, y sobre lo que pasó en Camboya y…

—No hablemos de eso ahora —la interrumpió Jeff, mirando por encima del hombro hacia el ayudante que seguía enfrascado con el puzzle—. Gracias por el té y la tarta. Anda, pásame la bandeja.

—Si queréis más, estaré en la sala de adelante. Ha sido un gusto conoceros. ¿Podremos hablar del futuro después?

—Tal vez —respondió Jeff amablemente.

La chica le sonrió y abandonó la habitación.

—Dios santo, Stuart —dijo Jeff cuando la muchacha se hubo marchado—, no debió haber hecho eso. No debió haber confiado en ella en absoluto y mucho menos hablarle de nosotros. ¿Qué va a pasar si llega a contárselo a alguien?

—Aquí nadie hace caso de lo que decimos. Ey, Mike —gritó, y el ayudante lo miró—. ¿Sabes quién ganará la liga de béisbol por tres años consecutivos a partir de 1972? El Oakland.

El ayudante asintió distraídamente y continuó con su puzzle.

—¿Se da cuenta? —sonrió Stuart—. Ni siquiera escuchan. Cuando el Oakland empiece a ganar, ni siquiera se acordará de que se lo dije.

—De todos modos creo que no es buena idea. Podría dificultar más nuestros esfuerzos por sacarlo de aquí. —El hombre pálido se encogió de hombros.

—No tiene demasiada importancia. —Se volvió hacia Pamela y le preguntó—: Usted hizo Starsea, ¿no es cierto?

—Sí —repuso ella con una sonrisa—. Es agradable saber que alguien se acuerda de mi película.

—Me acuerdo muy bien. Estuve a punto de escribirle cuando la vi; supe de inmediato que usted debía de ser una repetidora. La película confirmó un montón de cosas que yo mismo había aprendido. Renovó mi sentido de la determinación.

—Gracias. Habla usted de las cosas que ha aprendido. Me preguntaba si ha…, si ha experimentado la distorsión, la aceleración de las fechas de inicio de los replays o repeticiones, como usted las llama.

—Sí —dijo Stuart—. Esta última se atrasó casi un año.

—La mía un año y medio; y la de Jeff sólo tres meses. Hemos pensado que si lográramos dibujar la curva exacta entre las diferentes fechas de inicio, podríamos predecir… cuánto tiempo vamos a perder en el ciclo siguiente. Pero tendría que ser muy preciso. ¿Ha llevado un control de…?

—No, no he podido.

—Si comparásemos nuestras tres experiencias, quizá le refrescaríamos la memoria; al menos podríamos acercarnos bastante.

Negó con la cabeza y respondió:

—No funcionaría. Las tres primeras veces que empecé una repetición estaba inconsciente. En estado de coma.

—¿Qué?

—Tuve un accidente de coche en 1963… Porque ustedes también empezaron a volver en 1963, ¿no? —inquirió, mirando primero a Pamela y luego a Jeff.

—Sí —contestó Jeff—. A principios de mayo.

—Bien. Aquel mes de abril en que tuve el accidente, mi coche quedó destrozado. Estuve dos meses en coma y cada vez que recuperaba la conciencia, empezaba una repetición. Lo achaqué siempre al estado de coma, hasta esta última vez. Así que no sé si mi… ¿cómo ha llamado la diferencia en las fechas de inicio?

—Distorsión.

—No sé si las tres primeras veces, la distorsión fue de horas, días o semanas. O si hubo distorsión alguna.

Hasta McCowan captó la decepción en la cara de Pamela.

—Lo siento —se disculpó—. Ojalá pudiera ayudarla más.

—No tiene usted la culpa. Sé que debió de haber sido terrible para usted eso de despertar en un hospital y ahora…

—Forma parte de la representación y lo acepto.

—¿La representación? No lo entiendo.

Stuart la miró frunciendo el ceño con gesto cargado de curiosidad.

—¿No han estado ustedes en contacto con la nave?

—No sé a qué se refiere. ¿Qué nave?

—La nave antareana. Vamos, usted hizo Starsea. Yo también soy un repetidor; conmigo no tiene que fingir ignorancia.

—De veras no sabemos de qué nos habla —le aseguró Jeff—. ¿Insinúa que ha estado en contacto con…, con la gente o los seres responsables de todo esto? ¿Que son extraterrestres?

—Por supuesto. Dios santo, es que pensé que… ¿Quieren decir que no han estado haciendo el apaciguamiento?

Su rostro pálido se tornó más blanco.

Jeff y Pamela se miraron y luego lo miraron a él, embargados por la confusión. Los dos habían considerado la posibilidad de que una inteligencia alienígena estuviera detrás de las repeticiones, pero nunca habían recibido la menor indicación de que fuera así.

—Me temo que tendrá que explicárnoslo todo desde el principio —le dijo Jeff.

McCowan echó un vistazo hacia el extremo más alejado de la sala, al joven que, impasible, continuaba encorvado sobre el puzzle. Acercó más la silla a la de Jeff y Pamela y habló en voz baja.

—A ellos les trae sin cuidado la repetición o el replay —dijo, indicando con la cabeza al ayudante—. Lo que les preocupa es el apaciguamiento. —Suspiró y miró a Jeff a los ojos como buscando algo—. ¿De veras quieren oír toda la historia, desde el principio?