La luz gris y triste de primeras horas de la mañana se filtraba por la ventana de tablillas y por las cortinas verde azuladas. Cuando Jeff abrió los ojos vio a un elegante gato siamés durmiendo tranquilamente a los pies de la inmensa cama de matrimonio. El animal levantó la cabeza en cuanto él se movió. Bostezó una vez y luego lanzó un maullido molesto y claramente interrogante.
Jeff se sentó, encendió la lámpara de la mesilla y miró la habitación: el aparato estéreo y el televisor ocupaban la pared más alejada y estaban flanqueados por estantes con modelos a escala de aeroplanos y cohetes; en la pared de la derecha había una estantería de libros; debajo de las ventanas, a su izquierda, se veía una cómoda despejada. Todo en orden y bien pulido.
«Maldición», pensó; se encontraba en el cuarto de su niñez, en casa de sus padres en Orlando. Se había producido un fallo, un fallo terrible. ¿Por qué no estaba en su habitación del dormitorio de Emory? Santo Dios, ¿y si esta vez había vuelto a renacer como niño? Apartó las mantas y se miró. No, tenía vello púbico, y hasta una erección matutina; se frotó la barbilla y notó que pinchaba. Al menos no estaba en edad prepubescente.
Saltó de la cama y fue a toda prisa al baño contiguo. El gato lo siguió con la esperanza de conseguir un desayuno temprano en vista de que se levantaban a esas horas. Jeff encendió la luz y se miró en el espejo: su aspecto parecía ser el mismo que había tenido a los dieciocho. Pero ¿qué diablos hacía en su casa?
Se enfundó un par de tejanos gastados y una camiseta, y, sin ponerse calcetines, se calzó unas viejas zapatillas. El reloj que había junto a su cama marcaba casi las siete menos cuarto. Tal vez su madre estaría levantada; siempre le había gustado tomarse tranquilamente una taza de café antes de comenzar el día.
Jeff le acarició la cerviz al gato. Era Shah, claro, al que habían atropellado cuando él cursaba el primer año de carrera; tendría que pedirle a su familia que no lo dejaran salir. El majestuoso felino trotó al lado de Jeff cuando éste bajó al vestíbulo, cruzó la sala con suelo de terrazo y entró en la cocina. Su madre estaba allí leyendo el Orlando Sentinel y tomando café.
—Ésta sí que es buena —le dijo, enarcando las cejas—. ¿Qué hace un trasnochador como tú levantándose al alba?
—No podía dormir, mamá. Hoy tengo muchas cosas que hacer. —Quería preguntarle qué día era, qué año era, pero no importaba.
—¿Y se puede saber qué puede haber tan importante para que te caigas de la cama? Llevo años intentando hacerte madrugar y nunca lo he conseguido. Seguramente tendrá que ver con alguna chica, ¿no?
—Más o menos. ¿Me podrías pasar una parte del periódico, por favor? La primera página, si es que has terminado.
—Puedes quedártelo todo, cariño. De todas maneras ya me iba a poner a hacer el desayuno. ¿Quieres unas rebanadas de pan frito con miel? ¿O prefieres huevos con salchichas?
Iba a decirle que no quería nada cuando se dio cuenta de que tenía un hambre atroz.
—Pues me encantaría tomarme unos huevos con salchichas, mamá. ¿Y podrías hacerme gachas de sémola?
Le hizo una mueca simulando estar ofendida.
—Vamos a ver, niño, ¿desde cuándo te he preparado un desayuno sin gachas de sémola? Ya sabes lo bien que va para pegarte las costillas al cuerpo.
Jeff sonrió al oír el antiguo chiste que su madre solía hacer a la hora del desayuno y mientras él cogía el periódico, ella se puso a cocinar.
Las notas de titulares hablaban de los enfrentamientos por los derechos civiles en Savannah y de un eclipse total de sol en el noreste de Estados Unidos. Estaban a mediados de julio de 1963. Las vacaciones de verano, por eso estaba en Orlando. Pero ¡diablos, había despertado tres meses más tarde de lo debido! Pamela debía de estar desesperada preguntándose por qué no se había puesto en contacto con ella.
Desayunó a toda prisa haciendo caso omiso de las advertencias de su madre para que comiera más despacio. Echó un vistazo al reloj de la cocina y comprobó que eran poco más de las siete; su padre y su hermana se levantarían de un momento a otro. No quería que lo enredaran en la discusión familiar sobre lo que debía hacer.
—Mamá…
—¿Sí? —respondió ella distraídamente mientras preparaba más huevos para los tardones.
—Escúchame, tendré que marcharme unos días.
—¿Cómo? ¿Adónde vas a ir? ¿A Miami a ver a Martin?
—No, iré más o menos al norte.
Lo miró con suspicacia y le preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso de que irás más o menos al norte? ¿Es que te vas a volver a Atlanta tan pronto?
—Tengo que ir a Connecticut. Pero no quiero que papá se entere, y necesito algo de dinero para el viaje. Te lo devolveré muy pronto.
—¿Y qué se te ha perdido a ti en Connecticut? ¿O debería preguntarte quién? ¿Se trata de alguna chica de la universidad?
—Sí —mintió—. Es una chica de Emory. Su familia vive en Westport. Me invitaron a pasar una semana con ellos.
—¿Y cómo se llama la chica? No recuerdo que me hablaras de nadie de Connecticut. Creía que seguías saliendo con Judy, esa chica tan maja de Tennessee.
—Ya no salgo con ella —dijo Jeff—. Rompimos antes de los finales.
Su madre se mostró preocupada.
—No me lo habías dicho. ¿Es por eso que desde que has vuelto a casa andas un poco inapetente?
—No, mamá, estoy bien. No es nada del otro mundo; hemos roto, eso es todo. Esta chica de Newport me gusta de veras y necesito ir a verla. ¿Podrías echarme una mano?
—¿Es que no piensa volver a la universidad en septiembre? ¿No puedes esperar hasta entonces para volver a verla?
—Es que me gustaría verla ahora. Además, nunca he estado en Nueva Inglaterra. Me dijo que podríamos ir en coche hasta Boston. Con sus padres, claro —se apresuró a aclarar al recordar las costumbres de la epoca y el sentido del decoro de su madre.
—Pues no sé…
—Por favor, mamá. Significa mucho para mí. Es muy importante.
Su madre meneó la cabeza en un gesto de exasperación.
—A tu edad todo es importante, todo tiene que ser ya. Tu padre contaba con ir de pesca la semana que viene. Sabes cuánto le…
—Iremos cuando vuelva. Mira, tengo que ir sea como sea. Sólo quería que supieses dónde iba a estar y me resultaría de gran ayuda si pudieras prestarme dinero extra. Si no quieres, entonces…
—Está bien, está bien, si eres lo bastante mayor como para ir a la universidad, también lo eres para ir donde te dé la gana. Yo sólo me preocupo por ti, es todo. Para eso estamos las madres…, además de para prestar dinero a los hijos. —Le hizo un guiño y abrió el monedero.
Jeff metió algunas prendas en una maleta y ocultó los doscientos dólares que le había prestado su madre en un par de calcetines enrollados. Salió de su casa antes de que se levantaran su padre y su hermana.
El viejo Chevy estaba aparcado en la curva del sendero de entrada, detrás del enorme Buick Electra de su padre y del Pontiac de su madre. El coche soltó una conocida tos cuando Jeff lo puso en marcha y luego rugió lleno de vitalidad.
Salió de la urbanización donde vivían sus padres, bordeó Little Lake Conway y al llegar al cruce de Hoffner Road con la avenida Orange, se quedó sentado un momento con el motor en punto muerto. ¿Habrían construido ya la autopista de Beeline que iba al Cabo? No lo recordaba. De ser así, el camino a la Interestatal 95 en dirección norte sería más directo. En el periódico de la mañana no había leído que ese día fuera a producirse ningún lanzamiento, de manera que el tráfico por la zona de Cocoa y Titusville no estaría muy mal; pero si todavía no habían construido la autopista, se iba a encontrar atascado mucho rato en una vieja carretera de dos carrilles toda llena de baches. Decidió ir a lo seguro, entrar en la ciudad y tomar la Interestatal 4 hasta Daytona.
Jeff cruzó la ciudad soñolienta, a la que todavía no había llegado el furor de Disney y en la que comenzaba a sentirse el desarrollo excesivo de la presencia de la NASA, a sesenta kilómetros de distancia. Entró en la Interestatal 95 antes de lo que había esperado, puso la radio en la emisora WAPE de Jacksonville. El «pequeño» Stevie Wonder cantaba Fingertips segunda parte, luego siguió Marvin Gay que interpretó Pride and joy.
Tres meses. ¿Cómo era posible que en esta ocasión hubiera perdido tres meses? ¿Qué significaba aquello? No tenía sentido que se preocupen en ese momento, era algo que escapaba a su control. Pamela estaría preocupada, y con razón, pero al menos así la vería antes. Se dijo que debía concentrarse en esa idea y siguió hacia el norte pasando por amplias zonas de pinares y vegetación achaparrada.
Al mediodía llegó a Savannah; a esa altura la Interestatal se interrumpía durante un trecho, lo cual hizo que se retrasara; le chocó encontrar las calles de la vieja y atractiva ciudad atestadas de policías ceñudos, equipados con cascos. Jeff pasó las barricadas con cuidado, al recordar las manifestaciones y la consiguiente violencia racista que se habían producido allí esa semana. Le entristeció tener que ver otra vez el comienzo de todo aquello, pero no le quedaba más remedio que evitar los sangrientos enfrentamientos.
Poco después de las tres paró para tomarse rápidamente un bocadillo en un Howard Johnson de las afueras de Florence en Carolina del Sur. Las llanuras de Florida y de la parte costera de Georgia quedaron atrás, y atravesó entonces una zona rural de colinas, manteniendo siempre el velocímetro del poderoso ocho cilindros una décima por encima del límite de velocidad establecido en cien kilómetros la hora.
Era de noche cuando llegó al desvío que conducía a su internado de Virginia, al que había peregrinado hacía tantos años para ver el puentecito que para él se había convertido en la mismísima imagen de la pérdida y la futilidad. Desde la autopista vio las luces de la casa de los Randell; la que había sido su guapa profesora y objeto de sus adulaciones estaría preparando la cena para su marido y para su hijo, cuyo nacimiento había encendido los celos de Jeff cuando era adolescente. Quiere bien a tu familia, le deseó en silencio al dejar atrás a toda velocidad la apacible casita asentada en su panorámica colina; tal y como están las cosas ya hay bastante dolor en el mundo.
Ya muy tarde cenó pollo frito y boniatos en una fonda para camioneros al norte de Richmond; se compró un termo y le pidió a la camarera que se lo llenara de café negro. La carretera de circunvalación le permitió rodear Washington y llegó a Baltimore poco después de la medianoche. En Wilmington, Delaware, salió de la Interestatal 95 y entró en la autopista de Jersey, evitándose así el tráfico del amanecer que pudiera haber en dirección a Filadelfia y Trenton. Mientras avanzaba la noche, volvió a maravillarse, como siempre le ocurría al comienzo de cada replay, de su energía juvenil; a los treinta y los cuarenta, se habría visto obligado a hacer el viaje en por lo menos dos días, e incluso ese ritmo lo habría extenuado.
A las cuatro de la mañana, el puente de George Washington estaba prácticamente desierto, y Jeff seguía con la radio a todo volumen mientras Cousin Brucie chillaba y gemía en su interpretación junto a los Essex de Easier said than done. Al cruzar New Rochelle por la autopista de Nueva Inglaterra, su mente se llenó de imágenes de Pamela que jamás había conocido. En su primera vida había vivido allí y formado una familia…, también había muerto allí con la convicción de que así terminaría su vida, sin percatarse de que acababan de comenzar muchas otras vidas.
¿Cómo habría sido su última muerte en Mallorca? Esperaba que hubiera sido más pacífica, más resignada, tal como había sido la suya en la cabaña cerca de Montgomery Creek, sabiendo que esta vez volverían a estar juntos al resucitar. No quiso seguir pensando en la agonía de Pamela, por más efímera que hubiera sido. Eso había terminado por el momento, y tenían por delante un futuro ilimitado para vivir juntos.
Las primeras luces del amanecer comenzaban a teñir el cielo hacia el este cuando Jeff llegó a Westport. Encontró la dirección de la familia de Pamela en un listín de teléfonos de una estación de servicio Shell. Todavía era muy temprano para poder presentarse en su casa. Buscó una cafetería de las que están abiertas las veinticuatro horas y, para matar el tiempo, se obligó a leer el New York Times desde la primera a la última página. En Savannah continuaban las tensiones; Ralph Ginzburg iba a apelar la condena por obscenidad que le había caído por publicar la revista Eros; crecía la controversia sobre la reciente decisión del Tribunal Supremo en contra de la plegaria escolar obligatoria.
Jeff miró el reloj, eran las siete y veinticinco. ¿Sería demasiado pronto ir a verla a las ocho? Para entonces la familia tendría que estar en pie, desayunando quizá. ¿Debía interrumpir su desayuno? Se preguntó si tenía importancia. Pamela lo presentaría como un amigo suyo y lo invitarían a sentarse. Carcomido por los nervios, se tomó el café despacio, haciendo tiempo, hasta que dieron las ocho menos veinte, después le pidió a la cajera de la cafetería que le explicara cómo llegar a la dirección que había apuntado.
La casa de los Phillips, de estilo neocolonial y dos plantas, se encontraba en una calle sombreada de un barrio de clase media alta. No tenía nada que la diferenciara de miles de otras casas parecidas en miles de otras ciudades del país; sólo Jeff conocía el milagro que se había producido allí.
Llamó al timbre de la puerta y luego se metió la camiseta dentro de los tejanos. De pronto se le ocurrió que tendría que haberse cambiado de ropa; tendría al menos que haberse buscado una pensión donde afeitarse…
—¿Qué desea?
La mujer tenía un asombroso parecido con Pamela; aunque llevaba un peinado distinto, ligeramente esponjado, en lugar de la melena corta y lacia con flequillo, que tanto había llegado a entusiasmar a Jeff. Tendría más o menos la misma edad que Pamela cuando la vio por última vez, lo cual le produjo una incómoda sensación.
—Eh…, ¿está Pamela Phillips, por favor?
La mujer arrugó el ceño, frunció ligeramente los labios adoptando la misma expresión de ligera consternación que Jeff había observado tantas veces en el rostro de Pamela.
—Todavía no se levantó. ¿Eres un amigo de la escuela?
—No exactamente de la escuela, pero la…
—¿Quién es, Beth? —se oyó preguntar a un hombre desde el interior de la casa—. ¿No será el del aire acondicionado?
—No, querido, es un amigo de Pam.
Jeff se sintió incómodo y pasó el peso de un pie al otro.
—Siento molestarla a estas horas, pero es muy importante que hable con Pamela.
—No sé si se ha despertado.
—Si me dejara pasar y esperarla…, no quisiera causarle ninguna molestia, pero…
—Bueno… ¿Por qué no pasas, te sientas y esperas aunque sea un minuto?
Jeff entró en el pequeño vestíbulo y la siguió hasta la sala de cómodos muebles, donde un hombre con un traje gris a rayas se arreglaba la corbata delante de un espejo.
—Si ese tío llega a aparecer esta mañana —decía el hombre—, dile que el termostato se ha… —Se interrumpió al ver a Jeff en el espejo—. ¿Eres amigo de Pam? —le preguntó, dándose la vuelta para ver de frente a Jeff.
—Sí, señor.
—¿Te esperaba?
—Pues… creo que sí.
—¿Qué quieres decir con eso de «creo que sí»? ¿No te parece un poco temprano para presentarse así sin avisar?
—¡Ay, David…! —le reprochó su mujer.
—Me está esperando —dijo Jeff.
—Pues es la primera noticia que tengo. Beth, ¿te dijo Pam anoche que esta mañana vendrían a verla?
—No, que yo recuerde, querido. Pero seguro que…
—¿Cómo te llamas, jovencito?
—Jeff Winston, señor.
—No recuerdo que Pamela mencionase a nadie de ese nombre. ¿Y tú, Beth?
—David, no seas tan grosero con el chico. ¿Te apetece unas tostadas de canela, Jeff? Acabo de hacerlas, y también tengo café.
—No, señora, muchas gracias, pero ya he desayunado.
—¿De dónde conoces a nuestra hija? —le preguntó el padre de Pamela.
«De Los Ángeles», pensó Jeff, mareado por la falta de sueño, el exceso de café y los mil quinientos kilómetros de autopista. Sintió ganas de contestarle que la conocía de Montgomery Creek, de Nueva York y Mallorca.
—Te he preguntado que dónde has conocido a Pam. Pareces bastante mayorcito para ser uno de sus compañeros de clase.
—Nos…, nos conocimos a través de un amigo común. En el club de tenis.
Parecía una respuesta creíble; ella le había contado que había jugado al tenis desde los doce años.
—¿Y cómo se llama ese amigo? Creo que conocemos a la mayoría de los amigos de Pam y la verdad…
—¡Papá! ¿Sabes si me he dejado mi álbum de sellos en tu coche? Estaba casi lleno y ahora no lo encuentro…
Apareció en lo alto de las escaleras, con los brazos y las piernas delgaduchas de adolescente; vestía un par de bermudas blancos y un polo amarillo y llevaba el fino pelo rubio recogido en dos coletas de caballo encima de cada oreja.
—¿Podrías bajar, Pam? —le pidió su padre—. Hay alguien que quiere verte.
Pamela bajó las escaleras despacio mirando a Jeff. Quiso echar a correr hacia ella, tomarla en sus brazos, borrar con sus besos el tormento por el que había pasado, pero ya tendría tiempo para eso.
Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
—¿Conoces a este muchacho, Pam?
Sus ojos, llenos de juventud y promesas, se encontraron con la mirada amorosa de Jeff.
—No —dijo—. Creo que no.
—Dice que te conoce del club de tenis.
La niña negó con la cabeza.
—Si fuera así, creo que me acordaría. ¿Conoces a Dennis Whitmire? —le preguntó a Jeff con toda inocencia.
—Mallorca —dijo Jeff con voz ronca por la emoción—. El cuadro, la montaña…
—¿Cómo dices?
—Seas quien seas, me parece que lo mejor que puedes hacer es marcharte —intervino el padre.
—Pamela. Por el amor de Dios, Pamela…
El hombre agarró a Jeff firmemente por el brazo y lo condujo hasta la puerta.
—Mira, chico —le dijo con tono tranquilo pero decidido—, no sé a qué estás jugando, pero no quiero volver a verte por aquí. No quiero que molestes a mi hija, ni aquí, ni en la escuela, ni en el club de tenis. En ninguna parte. ¿Entendido?
—Verá, se trata de un malentendido, y le pido perdón por todas las molestias. Pero Pamela me conoce, me…
—Los que conocen a mi hija la llaman Pam, no Pamela. Y déjame que te recuerde que tiene catorce años, ¿está claro? ¿Entiendes a qué me refiero? No quiero que después digas que hubo un malentendido sobre el hecho de que estás molestando a una menor.
—No quiero importunar a nadie. Sólo quiero…
—Entonces fuera de mi casa antes de que llame a la policía.
—Señor, Pamela no tardará en acordarse de quién soy. Si pudiera dejarle un número de teléfono para que pueda ponerse en contacto conmigo…
—Aquí no vas a dejar ningún número de teléfono, lo que vas a hacer es marcharte ahora mismo.
—Es lamentable que hayamos tenido que conocernos así, señor Phillips. Me gustaría de veras que en el futuro nos lleváramos bien, y espero…
El padre de Pamela lo sacó bruscamente hasta los escalones de la entrada y le cerró la puerta en las narices. Por las ventanas abiertas de la sala Jeff oyó unas voces airadas, a Pamela que lloraba confundida, a su madre que suplicaba que se calmaran y a su padre que alternaba el tono acusador y el tono protector.
Jeff volvió a su coche, se sentó y apoyó la cabeza cansada y hecha un lío sobre el volante. Al cabo de un rato arrancó y enfiló hacia el sur.
Querida Pamela:
Te pido disculpas si ayer te confundí o si molesté a tus padres. Espero que no tardes en comprenderlo. Cuando llegue ese momento, podrás ponerte en contacto conmigo llamando a mi familia en Orlando, Florida. El número de mis padres es el 555-9561. Ellos sabrán dónde podrás encontrarme.
Por favor, no pierdas esta carta; escóndela en un lugar seguro. Ya sabrás cuándo la vas a necesitar.
Con cariño,
Jeff Winston.
Julio y agosto fueron un agujero de pura inercia, los días calurosos y húmedos de Florida se veían interrumpidos únicamente por las violentas tormentas que caían casi siempre por las tardes. Jeff iba a pescar con su padre y enseñaba a conducir a su hermana, pero se pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación, viendo reestrenos de Los defensores y de El show de Dick Van Dyke. Esperando que sonara el teléfono.
A su madre le preocupaba esa inactividad, la súbita pérdida de interés de su hijo por sus amigos, las chicas y los paseos en coche a los autocines locales. Jeff quería marcharse, huir de la opresiva preocupación de sus padres y del frustrante aburrimiento de Orlando, pero no tenía adonde ir. La libertad de movimientos a la que tanto se había acostumbrado se hallaba tremendamente limitada por su falta de dinero. Ya se habían celebrado el derby y las carreras de Belmont, por lo que carecía de otra fuente de ingresos inmediata.
El verano tocó a su fin sin que tuviera noticias de Pamela. Jeff volvió a Atlanta, aparentemente para cursar el primero de carrera en Emory. Se matriculó en un montón de asignaturas de primero, para que pudieran asignarle un lugar en el dormitorio, pero no se molestó en ir a ninguna de las clases. Pasó por alto las cartas de amenaza que le enviaban de la oficina del decano y esperó hasta octubre.
Frank Maddock se había graduado en junio de ese año y estaba ya en Columbia, cursando la carrera de derecho, sin haber conocido a su socio de otros tiempos. Jeff se buscó otro apostador disoluto de los cursos superiores que estuvo dispuesto a colocar por él las apuestas de la Liga de Béisbol. Esta vez sólo le ofreció una suma fija; no hubo ni dios que quisiera ir a porcentaje, por más generoso que éste fuera, en una apuesta tan manifiestamente loca. Jeff apostó algo menos de dos mil dólares y ganó ciento ochenta y cinco mil. Al menos no tendría que volver a preocuparse por el dinero durante un tiempo.
Se mudó a Boston, donde alquiló un apartamento en Beacon Hill. La historia seguía su curso acostumbrado: en Saigón derrocaron a Diem; John Kennedy volvió a ser asesinado. El Concilio Vaticano decidió que en la misa no se usaría más el latín y los Beatles llegaron a Estados Unidos para aliviar los corazones.
Jeff telefoneó a casa de los Phillips en marzo, la semana en que Jack Ruby fue hallado culpable y condenado a muerte por asesinar a Lee Harvey Oswald; nadie había oído hablar de Nelson Bennett. Le contestó la madre de Pamela.
—Hola, ¿puedo hablar con… Pam, por favor?
—¿Quién la llama?
—Alan Cochran, un amigo de la escuela.
—Un momento, voy a ver si se puede poner.
Jeff enroscaba y desenroscaba nerviosamente el cable del teléfono mientras esperaba que Pamela se pusiera. Logró rescatar de su memoria el nombre; Pamela le había contado en cierta ocasión que en el bachillerato había salido con aquel chico, pero ignoraba si a esas alturas lo había conocido ya. No tenía forma de saberlo.
—¿Alan? Hola, ¿qué hay?
—Pam, por favor, no me cortes, no soy Alan, pero necesito hablar contigo.
—¿Quién eres? —En su voz traviesa había más curiosidad que fastidio.
—Soy Jeff Winston. El verano pasado fui a tu casa una mañana y…
—Ah, ya me acuerdo. Mi padre me ha dicho que no debo hablar contigo. Nunca.
—Comprendo que se lo tome así. No tienes que contarle que te he llamado. Sólo que… quería saber si has empezado a acordarte.
—¿Qué quieres decir? ¿Acordarme de qué?
—Bueno, tal vez de Los Ángeles.
—Sí, claro que me acuerdo.
—¿De veras?
—Seguro, mis padres y yo fuimos a Disneylandia cuando tenía doce años. ¿Cómo no iba a acordarme de algo así?
—Es que yo me refería a otra cosa. ¿Te acuerdas de una película que se titula Starsea? ¿Te dice algo el título?
—Me parece que no la he visto. Oye, ¿sabes que eres un tío muy raro? ¿Y a qué viene tanto interés por hablar conmigo?
—Es que me gustas, Pamela. Eso es todo. ¿Te importa si te llamo así?
—Todo el mundo me dice Pam. Además, no debería estar hablando contigo. Será mejor que cuelgue.
—Pamela…
—¿Qué?
—¿Conservas la carta que te mandé?
—La he tirado. Si mi padre llegaba a encontrarla, le habría dado un ataque.
—Bueno, da igual. Ya no estoy en Florida, ahora vivo en Boston. Ya sé que no quieres apuntarte mi nombre, pero si llamas a información te lo darán. Si alguna vez tienes ganas de ponerte en contacto conmigo…
—¿Qué te hace pensar que voy a querer hablar contigo? Caray, chico, sí que eres raro.
—Supongo que lo soy. Pero no olvides que puedes llamarme cuando quieras, de día o de noche.
—Voy a colgar. Creo que no deberías volver a llamarme.
—No lo haré. Pero espero tener noticias tuyas muy pronto.
—Adiós.
Percibió en su voz una cierta desilusión, le picaba la curiosidad el que aquel joven insistente la persiguiese con aquellas preguntas tan raras. Pero Jeff pensó con tristeza que la curiosidad no significaba nada y se despidió de la niña; para ella él seguía siendo un extraño.
El empleado de la cooperativa de Harvard registró la venta en la caja y le entregó a Jeff el cambio y el ejemplar de Candy que acababa de comprar. Afuera, la plaza estaba atestada de estudiantes que se disponían a comenzar un nuevo año académico. Jeff notó que se trataba de una panda decididamente desaliñada, y al mirar hacia el Teatro de la Universidad, donde daban A hard day’s night, vio a un joven barbudo que disimuladamente vendía cajas de cerillas llenas de marihuana a cinco dólares. Ya había pasado un año y medio desde que Leary y Alpert fueran expulsados de Harvard y establecieran su efímera «Federación Internacional para la Libertad Interna» al otro lado del río, en Emerson place. Los sesenta, tal como serían recordados, llegaron antes a Cambride que a Emory. Aun así, la transformación de las eras todavía no se había completado del todo; en la plaza de Harvard se veía a un único manifestante que repartía panfletos en los que se criticaba la creciente presencia norteamericana en Vietnam. En una mesa colocada cerca del quiosco de periódicos, un par de estudiantes ofrecían pegatinas en las que se leía «Detened a Goldwater» y «LBJ 64». No tardarían en desilusionarse.
Jeff bajó las escaleras de la estación MTA, entró en uno de los antiguos vagones del metro con aspecto de tranvía. Después de Kenmore Square, el tren salió a la superficie y cruzó el puente de Charles on Longfellow. A su derecha, Jeff vio unos obreros subidos a unos andamios que daban los toques finales al nuevo Prudential Center; todavía faltaba mucho para que construyeran la torre de John Hancock, con sus desafortunadas ventanas protuberantes.
Se preguntó qué iba a hacer con el futuro que le quedaba por delante, con todos esos larguísimos años vacíos a los que iba a tener que enfrentarse otra vez solo. Había transcurrido algo más de un año de la cuarta repetición de su vida y había perdido todas las esperanzas que había abrigado de compartir este ciclo con alguien que amaba de verdad, alguien cuya experiencia y comprensión se equiparaban a las suyas. Pamela continuaba siendo una niña desconocida, que ignoraba quiénes y qué habían sido anteriormente.
Posiblemente algunas de sus ideas sobre la religión oriental habían resultado correctas de un modo que a ambos les resultaba insondable. A lo mejor había alcanzado la iluminación plena en su última existencia y su alma o esencia o lo que fuera había ido a parar a alguna forma de nirvana. Pero en ese caso, ¿en qué situación quedaría la niña inocente que vivía en Westport? ¿Acaso esa persona sería simplemente el cascarón de un cuerpo carente de espíritu, un simulacro de la verdadera Pamela Phillips que pasaría por esta vida sin objetivo alguno? Tal vez su objetivo podía compararse al de una pieza animada de utilería de las que se usan en una obra de teatro o en una película, a un robot sin alma. La inconcebible fuerza exterior desencadenada por aquellos replays podría estar utilizando a la falsa Pamela pura y exclusivamente para mantener la ilusión de que el mundo continuaba por su curso original y normal, mientras el reparto formado por millones de personas permanecía intacto.
¿Y a quién beneficiaba todo aquello? ¿Cuál era el público al que supuestamente había que engañar? ¿A Jeff? Él creía ser el primero y, hasta que conoció a Pamela, el único que había pasado por una experiencia semejante; aunque cabía la posibilidad de que hubiese sido el último, o al menos que estuviera entre los últimos en darse cuenta de la infinita repetición. Según la teoría de Pamela esos años iban a seguir reiterándose hasta que en la tierra todos se dieran cuenta de lo que ocurría. ¿No podía ser, en cambio, que ese darse cuenta se produjera a escala reducida, individuo por individuo, en vez de que todo el planeta lo descubriera repentinamente? Y cuando cada individuo conociera la verdad, ¿habría comenzado entonces la escalada para huir de la infinita reiteración de lo que otrora había sido considerado como la realidad?
Entonces, eso quería decir que toda la historia de la humanidad, la pasada y la futura, no era más que una impostura: recuerdos y crónicas falsamente inculcadas, esperanzas engañosas de un mundo por venir. Tal vez en 1963 una fuerza desconocida se había encargado de poner en su sitio a la creación de la especie humana, sus culturas, su tecnología y sus anales elegidos de antemano, y posiblemente la vida del hombre en esta tierra no abarcara en el tiempo subjetivo más allá del año 1988 o poco después. Ese rizo rítmico podría incluir a la totalidad de la experiencia humana y el conocimiento de ese hecho podía constituir el distintivo del individuo que alcanza la cima del conocimiento.
Lo cual implicaba que tanto Jeff como todos los demás se habían pasado siglos repitiendo sus vidas sin saberlo, literalmente desde el comienzo de los tiempos, y ése podía ser su último ciclo, igual que el anterior había sido el último de Pamela. Entonces, el resto de la población existía o en un estado de preconocimiento o como figuras mecánicas cuyas verdaderas almas y mentes habían abandonado los cuerpos porque se les habían quedado pequeños, como le había ocurrido a Pamela. Y no tenía manera de saber cuáles de las personas que conocía seguían «durmiendo», por decirlo de algún modo, y cuáles habían pasado a otro nivel del ser, dejando atrás sus imágenes de carne y hueso, como parte del vasto escenario que era la tierra.
Era una idea demasiado complicada como para comprenderla de golpe. Incluso suponiendo que fuera cierta, al menos tenía por delante los veinticinco años de su replay para tratar de digerirla. Por el momento, tenía que decidir cómo iba a ser el día a día de esos años, después de haber perdido a la única compañera cabal que había tenido.
Jeff se bajó del metro en la siguiente parada, caminó por la calle Charles dejando atrás las floristerías y cafeterías. El gemido nasal de un cantante folk salió por la puerta abierta del Turk’s Head, y un cartel que había delante del Loft anunciaba que los fines de semana tocaba una iugband de jazz. Calle Chestnut arriba, los sobrios edificios antiguos, ahora convertidos en apartamentos, presentaban una fachada de tranquilidad urbana.
—¿Qué debía hacer? ¿Volver a Montgomery Creek y pasarse el resto de esa vida —tal vez la última— contemplando la incomprensibilidad del universo? Tal vez debía efectuar un último esfuerzo, por más fútil que fuera, de mejorar la suerte de la humanidad volviendo a establecer Future. Inc. como fundación filantrópica y dedicar todos esos millones a Etiopía o la India.
Subió las escaleras hasta su apartamento del segundo piso mientras su mente luchaba contra la corriente de mil ideas encontradas y posibilidades improbables. ¿Y si se daba por vencido y se suicidaba, qué ocurriría? ¿Acaso…?
Desde el pasillo vio una punta del sobre amarillo que habían deslizado debajo de su puerta. Recogió el telegrama y lo abrió.
ESTUVE LLAMÁNDOTE TODO EL DÍA. ¿DÓNDE TE HAS METIDO? HE VUELTO. HE VUELTO. HE VUELTO. VEN INMEDIATAMENTE. TE QUIERO. PAMELA.
Eran más de las once de esa misma noche cuando se detuvo delante de la casa de Westport. Había intentado conseguir un vuelo desde Logan a Bridgeport, pero no había ninguno que partiera de inmediato. Decidió que lo más rápido era ir en coche y cubrió el breve trayecto en tiempo récord.
Le abrió el padre de Pamela y Jeff notó de inmediato que aquello no iba a ser fácil.
—Quiero que sepas que autorizo este encuentro únicamente porque mi mujer insistió —le dijo el hombre sin ningún preámbulo—. Y ella se avino sólo porque Pam amenazó con marcharse de casa si no le permitíamos que hablara contigo.
—Lamento que esto se haya convertido en un problema, señor Phillips —dijo Jeff con toda la sinceridad de que fue capaz—. Como le dije el año pasado, nunca ha sido mi intención importunar a su familia; todo ha sido un malentendido lamentable.
—Sea como fuere, no se repetirá. He hablado con mi abogado y dice que podemos conseguir una orden del juez antes de finales de esta semana. Lo cual significa que te detendrá si vuelves a acercarte a mi hija antes de que cumpla los dieciocho; de manera que si tienes algo que decirle, será mejor que se lo digas esta noche. ¿Entendido? Pasa. Está en la sala. Tienes una hora.
Se notaba que la madre de Pamela había llorado porque tenía los ojos enrojecidos y una expresión de derrota. Su hija de quince años estaba sentada junto a ella, en el sofá, y al contrario que su madre, se la veía absolutamente dueña de sí misma, a pesar de que su amplia sonrisa de adolescente le indicaba a Jeff que pugnaba por contener el alivio alborozado que sentía por fin. Las coletas habían desaparecido; se había cepillado el pelo en un estilo aproximado al que había llevado de adulta. Vestía una chaqueta de cachemir, una falda de lana beige, medias, tacones y llevaba un ligero maquillaje aplicado con mano experta. El cambio obrado en ella desde la última vez que la viera iba más allá de su aspecto físico; en sus ojos alertas y vivaces Jeff vio de inmediato que se trataba de la mujer que él había amado y con la que había vivido diez años.
—Hola —le dijo Jeff, retribuyéndole la amplia sonrisa—. ¿Quieres que vayamos a planear?
Ella lanzó una carcajada plena, gutural, plagada de madura ironía y sofisticación.
—Mamá, papá —anunció—, éste es mi querido amigo Jeff Winston. Creo que ya os habíais visto antes.
—¿Y cómo es que has decidido así de repente que conoces a este… hombre?
Jeff advirtió que el padre de Pamela también había notado el drástico cambio producido en la voz y el comportamiento de su hija y que le molestaba enormemente que de la noche a la mañana se hubiera transformado de niña en adulta.
—Me figuro que el año pasado debía de tener algunos blancos en la memoria. Me has prometido que podríamos estar una hora a solas. ¿Te importa si empezamos a hablar ya?
—No intentéis salir de la casa —dijo su padre con gesto ceñudo, dirigiéndose a los dos—. Ni siquiera salgáis del salón.
La señora Phillips se levantó del lugar que ocupaba junto a su hija.
—Pam, si nos necesitas, tu padre y yo estaremos en el estudio.
—Gracias, mamá. Te prometo que todo está en orden.
Sus padres abandonaron el salón y Jeff se fundió con ella en un apretado abrazo.
—Dios mío —le dijo al oído con voz ronca—, ¿dónde te habías metido? ¿Qué ocurrió?
—No lo sé —repuso ella, separándose para echarle una mirada—. Me morí en la casa de Mallorca el día dieciocho, tal como esperaba. Y mi replay comenzó esta misma mañana: me quedé de piedra cuando me di cuenta del año que era.
—Yo también resucité más tarde —dijo Jeff—, pero fue un retraso de tres meses. Llevo más de un año esperándote.
Pamela le acarició la cara y le lanzó una tierna mirada llena de comprensión.
—Ya lo sé —le dijo—. Mis padres me contaron lo que ocurrió el verano pasado.
—¿Quieres decir que no te acuerdas? Claro, cómo ibas a acordarte.
Ella sacudió la cabeza con tristeza.
—Los únicos recuerdos que tengo de ese período son los de mi existencia original y de las repeticiones subsiguientes. Desde mi perspectiva, te vi por última vez hace apenas doce días, en el muelle del puerto de Andraitx.
—La miniatura —le dijo con una cálida sonrisa—. Era perfecta. Ojalá hubiera podido guardármela.
—Estoy segura de que te la has guardado —dijo ella en voz baja—. En el sitio que más cuenta.
Jeff asintió con la cabeza y volvió a abrazarla.
—¿Y cómo hiciste para localizarme en Boston?
—Llamé a tus padres. Parecían tener una idea, aunque vaga, de quién era yo.
—La primera vez que vine a verte les comenté que conocía una chica en la universidad que era de Connecticut.
—¡Ay, Jeff, debió de ser horrible cuando no te reconocí!
—Lo fue. Pero ahora ya has vuelto y me alegro de haber visto cómo eras de verdad cuando tenías catorce años.
—Apuesto a que te encontré guapo, quienquiera que fueses. La verdad es que me sorprende que no mintiera y les dijera a mis padres que sí te conocía.
—Te llamé en marzo. Me dijiste que me encontrabas raro…, pero se te notaba interesada.
—Estoy segura de que lo estaba.
—¿Pam? —la llamó su padre desde el pasillo—. ¿Va todo bien?
—A la perfección —repuso ella.
—Te quedan tres cuartos de hora —le recordó, y regresó a la parte posterior de la casa.
—Esto sí que será un problema —comentó Jeff con gesto preocupado—. Legalmente eres menor de edad; tu padre me ha dicho que pedirá una orden judicial que me impida verte.
—Ya lo sé —admitió ella, pesarosa—. En parte yo tengo la culpa. Esta tarde, cuando les dije que esperaba que me llamaras o vinieras a verme, montaron un escándalo. No tenía ni idea de que habían oído hablar de ti; mi padre por poco se sube por las paredes cuando mencioné tu nombre y por desgracia yo no reaccioné demasiado bien. Nunca me habían oído emplear un lenguaje semejante a esta edad, salvo en mi segunda repetición, cuando me volví una rebelde. Y claro, de eso no se acuerdan.
—¿Crees que habla en serio cuando amenaza con separarnos? Si se empeña podría dificultarnos mucho las cosas.
—Por desgracia habla muy en serio. No acabará de tragárselo por un tiempo.
—Podríamos… escaparnos.
Pamela lanzó una carcajada llena de ironía.
—No. Recuerda que ya intenté esa solución. Entonces no me sirvió, tampoco va a servirme ahora.
—Pero yo tengo dinero y acceso a más, todo el que necesitemos. No tendremos que vivir en la calle.
—Pero todavía soy menor de edad, no lo olvides. Si nos pescaran, te meterías en un montón de líos.
—Corrupción de menores —dijo Jeff con una sonrisa maliciosa—. No me disgusta nada la idea.
—No, seguro que no —repuso ella, provocativa—. Pero no es broma, sobre todo en esta época. Todavía faltan tres años para lo que se conoció como el «verano del amor», pero ten en cuenta que en 1964 se tomaban muy en serio estas cosas.
—Tienes razón —convino, desalentado—. ¿Qué diablos vamos a hacer, pues?
—Tendremos que esperar un tiempo. Dentro de unos meses cumpliré los dieciséis, tal vez para entonces, mis padres nos permitan que salgamos juntos si por el momento les hago la pelota y desempeño el papel de hija obediente.
—Caray…, ya llevo esperando un año y medio para reunirme contigo.
—No se me ocurre otra solución —le dijo con tono compasivo—. La idea me disgusta tanto como a ti, pero en estos momentos creo que no nos queda otra salida.
—No, es verdad —reconoció él.
—¿Qué haremos mientras tanto?
—Me parece que volveré a Boston, es una bonita ciudad, no está muy lejos de aquí y ya estoy más o menos instalado. Probablemente me dedicaré a conseguir unos ahorrillos para que no tengamos que preocuparnos en hacer dinero cuando podamos vivir juntos. ¿Podré llamarte al menos? ¿O escribirte?
—Aquí creo que no, al menos por el momento. Conseguiré un apartado de correos para que podamos escribirnos y te llamaré todo lo que pueda. Desde fuera de casa, después de la escuela.
—Santo cielo. ¿De veras vas a volver al bachillerato?
—No tengo más remedio —repuso, encogiéndose de hombros—. Creo que podré sobrevivir. Ya lo he hecho tantas veces que me sé las respuestas de todos los exámenes.
—Te echaré de menos… Ya lo sabes.
Ella le dio un largo beso apasionado.
—Yo también te echaré de menos, cariño. Pero la espera valdrá la pena.