Capítulo 12

—… Se trata al parecer de un suicidio o asesinato colectivo. Las primeras informaciones hablan de una horrible carnicería, cuerpos tendidos por todas partes del asentamiento, los cadáveres de los niños en los brazos de sus madres muertas. Algunas de las víctimas fueron eliminadas de un disparo, pero la mayoría de ellas se ha quitado la vida, en un ritual macabro único en…

Jeff movió el dial del aparato de onda corta y pasó de las noticias de la BBC a un programa de jazz.

La cafetera comenzó a hervir. Se sirvió un tazón, le añadió un chorrito de ron Myers’s para calentarse más. La noche anterior había caído una nevada de casi un palmo; el viento había amontonado la nieve hasta cubrir la mitad inferior de la ventana de la cocina. Pensó que esa tarde sin falta debía quitarla con la pala. Y ya era hora de salir al cobertizo de aprovisionamiento para cortar otro lote de ramas de cedro y transportar más troncos de roble blanco al porche trasero. Pero no tenía ganas de hacer nada de eso, al menos de momento.

Tal vez continuaba siendo vulnerable al malestar general que se apoderaba siempre del mundo la semana de la matanza de Jonestown, a pesar de haber oído hablar de aquella aborrecible historia por cuarta vez consecutiva. Fuera lo que fuese, ese día lo único que le apetecía era estar sentado junto a la estufa de leña y leer. Iba ya por la mitad del segundo volumen de The Ufe of the mind, de Hannah Arendt y después tenía pensado releer A distant mirror: the calamitous fourteenth century. Los dos libros habían sido publicados ese mismo año, pero él había leído por primera vez la obra de Tuchman hacía más de veinte años, el verano que llevó a Judy y a los niños a aquel viaje por el Asia soviética en el Expreso Transiberiano. Al mirar la cubierta del libro recordó las vastas estepas, la infinita extensión de abedules plateados en las afueras de Novosibirsk y la fascinación que sintió la pequeña April al ver el antiguo samovar amarillo en el corredor del vagón en que viajaban. La revisora había añadido trozos de turba de lenta combustión para que el samovar siguiera hirviendo y, de él vertió incontables vasos de té caliente durante los nueve mil kilómetros que recorrieron desde Moscú a Khabarovsk, al norte de Manchuria. Los soportes metálicos de los vasos llevaban grabadas imágenes de cosmonautas y Sputniks. Al finalizar el recorrido, la revisora le había regalado a April un par de ellos como recuerdo. Jeff recordaba haber visto a su hija adoptiva hecha un ovillo delante del hogar de la casa de West Paces Ferry Road, en Atlanta, bebiendo leche caliente en un vaso sostenido por uno de esos soportes una semana antes de su muerte…

Se aclaró la garganta y parpadeó para borrar aquellos recuerdos. Tal vez fuera mejor que se dedicara a trabajar un poco, así se mantendría físicamente ocupado en lugar de quedarse sentado en la cabaña cavilando. Con el invierno por delante le esperaban muchos días de reflexión.

Jeff aguzó el oído cuando le pareció haber escuchado el ruido de un motor. No, imposible. No podía existir nadie tan tonto como para aventurarse por esa zona hasta la primavera, a menos que Jeff lanzara una llamada de emergencia en la radio de onda corta. Pero, diablos, volvía a oír un gemido y luego, más fuerte, un rugido, como si avanzara por su camino.

Se puso un anorak de plumas y un gorro de lana y salió. ¿Acaso los Mazzini tendrían problemas? ¿Algún enfermo o herido, un incendio, tal vez?

En cuanto vio el Land Rover cubierto de barro lo reconoció en seguida; el vehículo giró a la izquierda con esfuerzo y entró por el portón abierto; luego vio el lacio cabello rubio de la conductora y lo supo.

—Buenos días —lo saludó Pamela Phillips, al tiempo que apoyaba un pie enfundado en una bota en el estribo del vehículo todoterreno—, vaya caminito de entrada tienes.

—Es que por aquí no pasan muchos coches.

—No me extraña —dijo ella, saltando de la cabina—. No muy lejos de aquí, da la impresión de que hace tiempo el coche de algún pobre diablo pisó una mina.

—Me han contado que se llamaba Héctor. George Héctor. En la época de la prohibición se hizo instalar un destilador portátil en el Ford T y que viajaba de un sitio al otro para que no lo pillaran. Una noche saltó por los aires.

—¿Qué fue de Héctor? ¿Saltó por los aires junto con el coche?

—Parece ser que salió ileso. Tuvo que construirse otro destilador, pero abandonó la idea de hacerlo portátil. Al menos eso es lo que cuenta la gente.

—Vaya con el pensamiento innovador, ¿eh? —Inspiró una honda bocanada de aire puro y frío de montaña y lo soltó despacio sin dejar de mirarlo—. Bueno. ¿Qué tal te ha ido?

—No me quejo. ¿Y a ti?

—Muy ocupada desde la última vez que te vi. De eso hace… Caramba, tres años y medio. —Se frotó rápidamente las manos—. Oye, ¿no hay por aquí un lugar donde una dama pueda entrar en calor?

—Perdona, pasa, tengo café hecho. Me tomaste por sorpresa, es todo.

Entró tras él en la cabaña, se quitó la cazadora y ocupó la silla junto al fuego mientras él servía café. Le enseñó la botella de Myers’s con aire inquisitivo y Pamela asintió. Echó una buena medida del líquido dorado en el tazón y se lo pasó. Ella sorbió la mezcla y con la boca y las cejas hizo un gesto de aprobación.

—¿Cómo me encontraste? —le preguntó Jeff, sentándose en la silla que había frente a ella.

—Como me habías dicho que vivías cerca de Redding, mi abogado habló con tu agente de bolsa de San Francisco, que tuvo la amabilidad de darme unos cuantos detalles más. Cuando llegué aquí, pregunté en el pueblo; pero me costó un poco encontrar a alguien que estuviera dispuesto a darme tus señas.

—Por esta zona se respeta mucho la intimidad ajena.

—Ya me he dado cuenta.

—Son muchos a los que les disgusta encontrarse sin previo aviso con un coche en el camino de entrada a sus fincas. Sobre todo si es de un extraño.

—No soy una extraña para ti.

—Pero casi —dijo Jeff—. Tenía entendido que cuando nos separamos en Los Ángeles habíamos quedado más o menos así.

Pamela suspiró y acarició distraídamente el cuello de piel de oveja de la cazadora tejana desteñida que descansaba sobre su regazo.

—A pesar de todo lo que teníamos en común, íbamos en direcciones opuestas. Al final, nos enfadamos un poco.

—Podría decirse así, más o menos. O podríamos decir que estabas demasiado empecinada en ver más allá de tus obsesiones como para…

—¡Ey! —le espetó ella, dejando bruscamente el tazón junto a la radio de onda corta—. No me lo pongas más difícil de lo que realmente es, ¿vale? He conducido novecientos kilómetros para verte. Al menos haz el favor de escucharme.

—Está bien. Adelante.

—Sé que te sorprende verme. Pero trata de imaginar lo sorprendida que me sentí cuando apareciste. Habías visto Starsea. Habías tenido tiempo de especular sobre mí, y habías llegado a conclusiones obvias. Sabías que lo más probable era que yo estuviera viviendo una repetición, pero yo no tenía idea de que en el mundo hubiera alguien como yo. Creía haber encontrado la única explicación posible a lo que me estaba ocurriendo a mí…, al mundo. Creía que estaba haciendo lo que debía. Todavía no lo sé. Tal vez estaba en lo cierto, tal vez no; es algo discutible.

—¿Por qué?

—¿Me puedo echar otro chorrito de ron y un poco más de café?

—Sí.

Jeff volvió a llenar los tazones, se sentó y la escuchó.

—Cuando viniste a Los Ángeles ya había empezado a trabajar en el guión de mi próxima película; en octubre tenía listo el guión técnico.

»Está claro que no había problemas de presupuesto. Contraté a Peter Weir como director; todavía no había hecho La última ola, así que todo el mundo pensó que cometía una locura contratándolo.

Lanzó una sonrisa sardónica, se inclinó hacia adelante con el tazón entre las manos entrelazadas.

—El equipo de efectos especiales que reuní era interesante. En primer lugar, firmé contrato con John Whitney. Para entonces había realizado todo el trabajo básico de imágenes por ordenador, y muchos de sus cortos se habían centrado en los mándalas; yo quería que ésa fuera la miagen central de la película. Le di carta blanca y puse a su disposición uno de los primeros prototipos del superordenador Cray.

»A continuación, me hice con los servicios de Douglas Trumbull, que había trabajado en los efectos especiales de 2001. Lo orienté de manera tal que inventase el Showscan unos cuantos años antes de lo que lo habría hecho. Rodamos toda la película con ese método aunque…

—Espera un momento —la interrumpió Jeff—, ¿qué es el Showscan?

Pamela lo miró con sorpresa y una pizca de orgullo herido.

—¿No has visto Continuum?

Él se encogió de hombros a manera de disculpa y repuso:

—En Redding todavía no la han estrenado.

—No, es verdad. En esta zona sólo la han dado en San Francisco y Sacramento. Tuvimos que adaptar los cines expresamente.

—¿Y por qué?

—El sistema del Showscan reproduce en la pantalla de cine unas imágenes increíblemente realistas, pero para conseguir ese efecto, necesitas un equipo de proyección especial. Conoces los principios básicos de las películas de cine, ¿verdad? Veinticuatro fotogramas, veinticuatro fotografías instantáneas por segundo. Cuando una imagen comienza a desaparecer de la retina, aparece la siguiente creando una impresión de movimiento fluido y continuo. Persistencia retiniana, la llaman. En realidad, hay cuarenta y ocho fotogramas por segundo, porque cada una de las imágenes se repite una vez, con lo que se contribuye a engañar al ojo. Pero en realidad, a quien se engaña no es al ojo, sino al cerebro. Aunque creamos que estamos viendo en pantalla un movimiento ininterrumpido, a un nivel más profundo e inconsciente, captamos las paradas y los arranques. Es uno de los motivos por los que las cintas de vídeo tienen un aspecto más real que las de cine, porque se graban a treinta fotogramas por segundo, para que haya menos huecos.

»Pues bien, el Showscan va un paso más allá. Se rueda a sesenta fotogramas por segundo sin fotogramas superfluos. Trumbull utilizó electroencefalogramas para medir las ondas cerebrales de las personas que veían la película rodada y proyectada a distintas velocidades, y no veas los valores que alcanzaron las respuestas. Parece ser que la corteza visual está programada para percibir la realidad a una determinada velocidad, a unos sesenta impulsos de información visual por segundo. El Showscan es una especie de conducto directo al cerebro. No es lo mismo que el cine tridimensional; el efecto es mucho más sutil. Es como si las imágenes tocaran las fibras profundas del reconocimiento, están cargadas de autenticidad.

»Pues eso, que rodamos la película en Showscan, incluidas las mándalas generadas por ordenador, los decorados de Mandelbrot y demás efectos creados por Whitney y su equipo. Filmamos la mayor parte de la película en los estudios Pinewood de Londres. Todos los actores eran desconocidos pero con talento, en su mayoría procedían de la Real Academia de Arte Dramático. No quería que la presencia o el ego de ninguna estrella le hiciera sombra al tema central…, al mensaje de la película.

Se terminó el café y miró en el fondo del pesado tazón marrón.

Continuum se estrenó en todo el mundo el once de junio. Y fue un total fracaso.

Jeff frunció el ceño e inquirió:

—¿Cómo has dicho?

—Lo que has oído. La película fue un fiasco. Durante un mes funcionó bastante bien y después nada. Los críticos la detestaron. Igual que el público. Los comentarios de los espectadores fueron peores que las críticas y eso que éstas ya eran bastante malas. «Restos del misticismo de los sesenta» es una frase que resume bien la reacción general. También la tacharon de «enredada», «incoherente» y «pretenciosa». El único motivo por el que la gran mayoría de la gente fue a verla se debió a la novedad del método Showscan y por los gráficos de ordenador, que pasaron bien, pero prácticamente fue lo único que gustó al público de la película.

Siguió un largo e incómodo silencio.

—Lo siento —dijo finalmente Jeff.

Pamela lanzó una amarga carcajada.

—Tiene gracia, ¿verdad? No quisiste tener nada más que ver conmigo porque te preocupaba el impacto potencialmente peligroso de esta película, los cambios mundiales que podía introducir…, y el mundo acabó no haciéndole caso, tratándola como un chiste malo.

—¿Qué fue lo que falló? —inquirió Jeff amablemente.

—En parte influyó el momento, la «generación del yo», las discotecas, la cocaína y todo eso. Nadie quería más sermones sobre la unidad del universo y la cadena eterna del ser. Ya habían oído bastante de todo eso en los años sesenta y lo único que querían hacer era divertirse. Pero principalmente la culpa fue mía. Los críticos tenían razón. Era una mala película. Demasiado abstracta, demasiado esotérica; carecía de argumento, no tenía personajes reales con los que el público pudiera identificarse. Era un puro ejercicio filosófico, una inmoderada «película con mensaje» carente de significado. La gente huyó despavorida y no la culpo.

—Eres un poco dura contigo misma, ¿no te parece?

Giró entre las manos el tazón vacío y no levantó la vista del suelo.

—Me limito a enfrentarme a los hechos. Me costó aprender la lección, pero he logrado aceptarla. Los dos hemos tenido que aceptar muchas cosas. Y perder muchas más.

—Sé lo que esa película significaba para ti y cuánto creías en lo que estabas haciendo. Lo respeto aunque no estuviera de acuerdo con tus métodos.

Pamela lo miró; sus ojos verdes parecían más suaves de lo que los había visto nunca.

—Gracias. Significa mucho para mí.

Jeff se puso en pie y sacó su parka de la percha que había al lado de la puerta.

—Ponte el abrigo —le dijo—. Quiero enseñarte una cosa.

Estaban de pie, sobre la nieve recién caída, en lo alto de la colina en la que había limpiado el sistema de riego la semana antes que fuera a ver Starsea. El río Pit estaba cubierto de hielo, no había en él salmones y las ramas de los árboles del monte Buck se doblaban bajo el peso de su blancura. A lo lejos se divisaba la majestuosa simetría cónica del monte Shasta que se erguía hasta encontrarse con el claro cielo de noviembre.

—Antes soñaba con esa montaña —le dijo Jeff—. Soñaba que tenía algo muy importante que contarme, una explicación a todo lo que me había ocurrido.

—Parece… irreal —musitó ella—. Hasta sagrada diría yo. Entiendo que una visión así llegara a dominar tus sueños.

—Los indios de esta zona la consideraban sagrada. Y no sólo porque se trate de un volcán; otros picos de la cordillera de las Cascadas son más activos y han producido un impacto más inmediato sobre el medio ambiente. Pero ninguno de ellos tuvo nunca el atractivo que tenía Shasta.

—Y que todavía tiene —murmuró Pamela, mirando en silencio hacia la montaña—. Encierra una…, una fuerza. La siento.

Jeff asintió y los dos se quedaron mirando fijamente las lejanas e imponentes laderas.

—Existe un culto de los blancos, no de los indios, que sigue adorando esa montaña. Creen que tiene algo que ver con Jesús y la resurrección. Otros creen que se trata de alienígenas, o de alguna antigua raza de humanos que vivía en los túneles de magma que hay debajo de la montaña. Versiones extrañas, alocadas, pero no sé por qué el monte Shasta inspira ese tipo de pensamientos.

Sopló una ráfaga de viento helado y Pamela se echó a temblar. Automáticamente, Jeff le rodeó los hombros con el brazo y la acercó hacia él.

—Hay momentos —le dijo— en que he imaginado todo tipo de explicaciones, por extrañas que fueran, para esto que me está pasando…, que nos está pasando. Deformaciones en la urdimbre del tiempo, agujeros negros, Dios que se ha vuelto loco. Te he hablado de la gente que cree que el monte Shasta está habitado por alienígenas. Pues bien, en cierta ocasión me convencí de que todo esto era una especie de experimento que llevaba a cabo una raza de extraterrestres.

»En alguna ocasión debes de haber tenido la misma idea; en Starsea encontré algunos elementos. Tal vez sea cierto, tal vez seamos las cobayas sensibles que deben encontrar una salida a este laberinto. O tal vez a finales de 1988 se produce un holocausto nuclear y la voluntad psíquica colectiva de todos los hombres y mujeres que han sido escogió esta forma de impedir que acabe por completo con la humanidad. No lo sé.

»Y ahí radica la cuestión: no puedo saberlo, por lo que he llegado a aceptar mi incapacidad de entenderlo o de modificarlo.

—Eso no significa que no puedas seguir preguntándote —le dijo con la cara pegada a la de Jeff.

—Claro que no, y sigo haciéndolo. No dejo de preguntarme constantemente por qué. Pero ya no me consume esa necesidad de respuestas, hace tiempo ya que no me consume. Nuestro dilema, por extraordinario que sea, no difiere, en esencia, del que se le plantea a todo aquel que ha pisado la tierra: estamos aquí y no sabemos por qué. Podemos filosofar todo lo que queramos, perseguir la clave de ese secreto por miles de senderos diferentes, pero por más que nos empeñemos, jamás lograremos desvelarlo.

»Pamela, nos ha sido concedido un don incomparable, el don de la vida, de un conocimiento y un potencial más grande que el que nadie ha conocido jamás. ¿Por qué no podemos aceptarlo tal como nos lo han dado?

—Alguien dijo una vez, creo que fue Platón, que una vida a la que falta el examen no merece ser vivida.

—Es cierto. Pero una vida a la que se examina demasiado a fondo conducirá a la locura, si no al suicidio.

Pamela echó un vistazo a sus pisadas en la nieve que, por lo demás, aparecía prístina.

—O al fracaso —dijo en voz baja.

—No has fracasado. Has intentado unir al mundo, y en ese intento has creado magníficas obras de arte. El esfuerzo, la creación son actos que perviven por sí solos.

—Hasta que vuelva a morirme, tal vez. Hasta el siguiente replay. Entonces todo desaparece. Jeff sacudió la cabeza y la abrazó con fuerza.

—Sólo desaparecerán los productos de tu trabajo. La lucha y la devoción que has puesto en tus empeños… Es ahí donde radica el verdadero valor y eso es lo que perdurará dentro de ti.

A Pamela se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero toda esta pérdida, todo este dolor, los niños…

—Toda vida lleva aparejada una pérdida. He tardado muchísimos años en entenderlo, pero dudo que alguna vez llegue a resignarme del todo a la idea. Eso no significa que debamos alejarnos del mundo o dejar de luchar por lo que podamos hacer y ser. Al menos nos lo debemos a nosotros mismos, y nos merecemos todo lo bueno que pueda resultar.

Le besó las mejillas bañadas de lágrimas y luego la besó ligeramente en los labios. Hacia el oeste, un par de halcones volaban en círculos sobre el cañón del Diablo.

—¿Alguna vez has planeado? —le preguntó Jeff.

—¿Te refieres a un planeador de ésos? No, nunca.

Le rodeó la cintura con ambos brazos y la apretó contra su cuerpo.

—Eso haremos —susurró Jeff en la suavidad de su cabellera leonada—. Planearemos juntos.

Después de Revelstoke, el tren avanzó raudo junto a enormes y sombríos glaciares mientras iniciaba su ascenso a las montañas Rocosas. Unos densos bosques de cedro rojo y pinabetes cubrían las laderas de las colinas circundantes y, al girar por una curva, atrapado entre dos glaciares, apareció un campo de brezos. Las flores rosadas y violetas se balanceaban bajo la suave brisa primaveral, su belleza efímera era como un callado reproche a los muros impasibles de hielo que las rodeaban.

A Jeff le pareció que aquellas flores tenían un no sé qué de erótico: su caricia frágil, ondulada por el viento, contra el glaciar Inflexible, su color llamativo, tan parecido a los labios de una mujer, su…

Le sonrió a Pamela, que iba sentada a su lado, posó la mano sobre su rodilla desnuda y deslizó los dedos debajo del dobladillo de su falda. Se sonrojó cuando él le acarició despacio la parte interior del muslo; ella echó un vistazo al resto del coche panorámico para comprobar si los estaban mirando, pero los demás pasajeros tenían los ojos fijos en el espectáculo exterior.

Jeff subió un poco más la mano y tocó la seda húmeda. Pamela soltó un gemido cuando él le presionó despacio el sexo; ella arqueó el cuerpo hacia atrás, contra el respaldo del asiento de cuero. Jeff retiró la mano despacio, dejando que la punta de sus dedos rozaran ligeramente su pierna.

—¿Quieres dar un paseo? —le preguntó, y ella asintió con la cabeza.

La tomó de la mano, la sacó del vagón panorámico y la condujo hacia la parte posterior del tren. Se detuvieron entre el coche salón y el comedor y, manteniendo juntos un precario equilibrio en la oscilante plataforma metálica, se besaron. El viento que entraba a raudales por la ventanilla abierta era al menos quince grados más frío que esa mañana, cuando salieron de Vancouver, y Pamela tembló en sus brazos.

El coche dormitorio estaba vacío; al parecer, todo el mundo se había ido al coche comedor o al vagón panorámico, a disfrutar de las vistas. Una vez dentro de su cabina doble, Jeff bajó una de las camas abatibles y Pamela tendió la mano para bajar la persiana. Jeff se lo impidió y la atrajo hacia sí.

—Dejémonos inspirar por el paisaje —le dijo.

Ella se resistió y repuso, provocativa:

—Si no bajamos la persiana, formaremos parte del paisaje.

—Los únicos que van a vernos son los pájaros y algún que otro ciervo. Quiero verte al sol.

Pamela se apartó de él. Contra un fondo de ríos alimentados por el deshielo y unos precipicios glaciales, se desabrochó la blusa y se la quitó. Tiró de la hebilla del cinturón de la falda y la prenda cayó al suelo sin hacer ruido.

—¿Por qué no miras el paisaje? —le preguntó con una sonrisa.

—Lo estoy mirando.

Se quitó el resto de la ropa y se quedó desnuda ante la naturaleza silvestre que pasaba velozmente. Mientras se desvestía, Jeff recorrió con mirada ansiosa aquel cuerpo, se acercó, se unió a ella y la apretó con urgencia contra la silla que había al lado de la ventana abierta, mientras el sol de la tarde les iluminaba las caras y las ruedas retumbaban en las vías acunándolos con su ritmo constante.

El tren tardó cuatro días y cuatro noches en llegar a Montreal; una semana más tarde, volvieron a hacer el viaje de vuelta al oeste.

—¿Qué me dices de la Edad Media? —inquirió Pamela—. Imagínate lo que habría sido, repetir una y otra vez lo mismo en ese ambiente.

—La Edad Media no fue tan terrible como cree la mayoría. Sigo pensando que una guerra y los años anteriores a ella, habrían sido algo mucho peor; imagínate tener que volver siempre a la Alemania de 1939.

—Al menos podrías haberte marchado, a Estados Unidos por ejemplo, donde estarías a salvo.

—No si eras judío. ¿Y si ya estuvieras en Auschwitz?

El tema preferido de ese mes era cómo habría sido la experiencia de las repeticiones para alguien de otro período histórico, cómo se habrían manejado teniendo de fondo un mundo con acontecimientos y circunstancias absolutamente diferentes de las que conocían tan bien.

Cuando hubieron abierto las compuertas que les impedían conversar, los temas de los cuales hablar no parecían tener fin: especulaciones, planes, recuerdos. Habían vuelto a repasar detalladamente sus propias y variadas vidas, ampliando los datos de las breves historias personales que se habían expuesto el uno al otro en aquel primer encuentro cauteloso que tuvieran en Los Ángeles en 1974. Jeff le habló de la locura vacía de la época que pasó con Sharla, de la gracia curativa de sus años de reclusión en Montgomery Creek. Ella, a su vez, le contó de la vivida dedicación con la que se había volcado en su carrera de médico, de su frustración al saber que nunca más podría utilizar al máximo todos sus conocimientos, del entusiasmo creativo que posteriormente le inspiró hacer Starsea.

Un joven alto, negro y barbudo, pasó junto a ellos en patines, zigzagueando diestramente por la atestada acera de la calle Cincuenta y Nueve Este en dirección a la entrada del Central Park. El vibrante arreglo musical que Giorgio Moroder hiciera de la canción Cali me, de Blondie, salía a todo volumen de la enorme radio Panasonic que llevaba en precario equilibrio sobre el hombro, y ahogó la respuesta que Pamela le dio a la hipotética pregunta de Jeff sobre volver a revivir el infierno de Auschwitz.

Llevaban seis semanas en Nueva York, después de haber pasado más de un año viviendo por temporadas en la cabaña de Jeff, al norte de California, y en la casa de Pamela, en Topanga Canyon. Ahora que estaban juntos, encontraban la soledad de las dos moradas mucho más conveniente. Tenían tantas cosas sobre las que ponerse al día, tantos pensamientos y emociones intensamente íntimos que compartir. Pero no se habían alejado del mundo, no del todo. Jeff había empezado a participar en empresas conjuntas, apoyando a pequeñas compañías y productos que, aparentemente, no habían podido conseguir una financiación adecuada en sus repeticiones anteriores y cuyo éxito o fracaso no tenía forma de proyectar. Un juguete de escritorio, que pasó a ser la versión de navidades de 1979 de las Peí Rocks y que era un cubo de Lucite en el que unos pequeños imanes suspendidos en un líquido viscoso realizaban un ballet en cámara lenta, había alcanzado un gran éxito. Por el momento, no había tenido tanta suerte con un sistema de vídeo holográfico propuesto por dos amigos del mundo del cine, amigos de Pamela. La cámara les planteaba incontables problemas técnicos, y quizá la idea había fallado siempre por esos motivos. Pero no importaba; la incertidumbre de esos proyectos, su misma imprevisibilidad, era justamente lo que le llamaba la atención a Jeff.

Por su parte, Pamela había vuelto a la producción de películas con una nueva sensación de libertad y diversión. Como ya no se sentía atada a la misión que se había autoimpuesto de elevar a la Humanidad a nuevos niveles del ser y de la conciencia, había escrito una comedia ligera y romántica sobre amores mal emparejados y a destiempo. Darryl Hannah, una joven desconocida, fue elegida para interpretar el principal papel femenino, y Pamela había insistido en encargar la dirección al cómico de televisión Rob Reiner. Como de costumbre, sus socios se quedaban con un palmo de narices cuando se enteraban de que había elegido a esos talentos no comprobados, pero como productora y financiera única del proyecto, se reservaba la última palabra en esos asuntos. Había ido a Nueva York con Jeff para poder supervisar los pasos previos a la producción y la búsqueda de exteriores para la nueva película. El rodaje comenzaría la segunda semana de junio, al cabo de unos pocos días.

Giraron a la derecha, enfilaron hacia el norte por la Quinta Avenida y continuaron hablando de sus fantasías históricas.

—Imagínate lo que habría logrado Da Vinci si le hubieran dado la misma oportunidad que a nosotros —comentó Pamela en tono meditativo—. Las estatuas, las pinturas que podría haber hecho en diferentes vidas.

—Suponte que así hubiera sido; quizá el mundo continuaría en una línea temporal diferente por cada una de sus existencias, y puede que así nos haya ocurrido a nosotros. En una versión de la realidad del siglo veinte, podría ser recordado más por sus inventos que por su arte de haber tenido tiempo de reelaborarlos y ajustarlos. En otra versión, podría haberse refugiado en sus pensamientos sin dejar nada importante para la posteridad. Del mismo modo, podría haber un futuro en el que te recordarán por Starsea y otro en el que Future, Inc. ha continuado como una gran empresa.

—¿Has dicho «ha continuado»? —inquirió con el ceño fruncido—. «Continuará», querrás decir.

—No —repuso Jeff—. Si el fluir del tiempo es continuo, es decir, si es ininterrumpido en lo que respecta al resto del mundo, sin que se tenga en cuenta este rizo del tiempo en el que hemos caído tú y yo, y se ramifica de cada versión del rizo para formar nuevas líneas de realidad según los cambios que vayamos introduciendo cada vez, entonces, la historia debería haber avanzado veinticinco años por cada replay que hemos pasado.

Ella frunció los labios y pensó un instante.

—Si eso fuera cierto, las líneas temporales individuales estarían escalonadas. Cada ramificación habría continuado su camino a partir de 1988, cuando nos morimos, pero la precedente llevaría veinticinco años de adelanto con respecto a la anterior.

—Efectivamente. De modo que en el mundo de nuestra repetición más reciente, en la que tú te casaste con Dustin Hoffman y yo vivía en Atlanta, han transcurrido apenas diecisiete años desde nuestra muerte. Están en el 2005; la mayoría de la gente que conocimos seguiría viva.

—Pero si tomamos como punto de partida nuestro primer replay, la vida en la que tú fuiste doctora en Chicago y en la que yo creé mi conglomerado de empresas, han pasado cuarenta y dos años. Estaríamos en el año 2029; mi hija Gretchen tendría más de cincuenta, y probablemente tendría hijos grandes.

Jeff permaneció en silencio; lo calmaba la idea de que su única hija siguiera viva y que objetivamente tuviera diez años más de los que él había llegado a tener nunca.

Pamela concluyó la proyección por él.

—Y en la línea temporal de nuestras vidas originales, habrían transcurrido sesenta y siete años. El mundo en el que crecimos estaría en la segunda mitad del siglo XXI. Mis hijos tendrían ahora… alrededor de los setenta años. Dios mío.

El juego de especulaciones los había conducido por unos senderos más serios y espinosos de lo que esperaban. Enfrascados en sus propias reflexiones, casi no se percataron de la elegante mujer rubia que rondaría los cuarenta y del adolescente que estaba a su lado en la puerta del hotel Sherry-Netherland, esperando a que el portero les pidiera un taxi.

La mujer entrecerró los ojos con ligera curiosidad cuando Jeff y Pamela pasaron a su lado. Hubo algo en aquella expresión que la mente de Jeff captó al instante, a pesar de estar sumida en otros pensamientos.

—¿Judy? —dijo, indeciso, deteniéndose debajo del toldo del hotel.

La mujer retrocedió y repuso:

—Me temo que no recuerdo…, no, espera. Estuviste en Emory, ¿verdad? En la universidad de Emory, en Atlanta, ¿no es así?

—Sí —repuso Jeff con voz queda—. Fuimos a la misma universidad.

—Ya decía yo que tu cara me resultaba conocida. Habría jurado que…

Se sonrojó como lo había hecho siempre. Tal vez hubiera recordado de pronto alguna noche en el asiento trasero del viejo Chevy, o en un banco delante de Harris Hall antes del toque de queda; pero Jeff notó que le costaba recordar su nombre, por lo que se apresuró a hablar para evitarle la incomodidad.

—Soy Jeff Winston —le dijo—. Íbamos al cine de vez en cuando o a tomar una cerveza a Moe’s and Joe’s.

—Ah, sí, claro, Jeff, ahora me acuerdo. ¿Qué tal te ha ido?

—Bien. Muy bien. Pamela, te presento a… una compañera de la universidad. Judy Gordon. Judy, ésta es mi amiga Pamela Phillips.

Judy puso los ojos como platos y por un instante a punto estuvo de parecer una adolescente de dieciocho años.

—¿La directora de cine?

—Productora —la corrigió Pamela con una sonrisa agradable.

Sabía exactamente quién era Judy y lo que había significado para Jeff en una de sus repeticiones.

¡Ay, Dios mío!, ¿no es increíble? Sean, ¿qué te parece? —le preguntó Judy al muchacho larguirucho que tenía a su lado—. Éste es un antiguo compañero mío de la universidad, Jeff Winston y su amiga es Pamela Phillips, la productora de cine. Os presento a mi hijo Sean.

—¡Encantada de conocerla, señorita Phillips! —dijo el chico con inútil entusiasmo—. Quisiera decirle…, bueno, quisiera decirle cuánto significó para mí su película Starsea. Me cambió la vida.

—Os juro que lo dice en serio —aclaró Judy con una sonrisa de oreja a oreja—. Tenía doce años cuando la vio por primera vez y creo que después la vio al menos una decena de veces. A partir de entonces no hizo más que hablar de delfines y de cómo comunicarse con ellos. Y no fue un interés pasajero. Sean empezará la carrera este otoño, irá a la universidad de California en San Diego y se especializará en… Díselo tú, cariño.

—Biología marina. Pienso hacer hincapié en lingüística e informática. Algún día espero llegar a trabajar con el doctor Lilly sobre la comunicación entre las especies. Si alguna vez lo logro, será gracias a usted, señorita Phillips. No tiene idea de lo que significa para mí, aunque la verdad, lo más probable es que sí lo sepa. Eso espero.

Un hombre alto, de sienes plateadas, salió del hotel seguido de un botones que empujaba un carrito cargado de maletas. Judy presentó a su marido a Jeff y a Pamela, y les explicó que la familia acababa de pasar unas vacaciones en Nueva York. Quiso saber si Jeff o Pamela iban alguna vez a Atlanta y les advirtió que si lo hacían, pasaran a verla. Les indicó que su apellido de casada era Christiansen y les dio la dirección y el teléfono. Inquirió luego cómo se llamaría la nueva película para ir a verla y recomendársela a todos sus amigos.

El taxi se alejó y Jeff y Pamela se cogieron del brazo y se abrazaron con fuerza. Sonrieron mientras iban por la Quinta Avenida en dirección a Pierre, pero en sus ojos se reflejaba una pena mutua por todos los mundos que habían conocido y que ya no volverían a ver.

Jeff se sirvió otra copa de Montecillo y observó cómo el sol poniente iba resaltando la costa rocosa hacia el oeste. Debajo del acantilado en cuya cima se encontraba la casa, más allá de unos campos con almendros y olivos, alcanzó a divisar las barcas de los pescadores que regresaban a la aldea de rojos techos del Puerto de Andraitx. Un giro en la brisa aún cálida de octubre hizo que el aroma del Mediterráneo entrara repentinamente por la ventana abierta, y fuera a mezclarse con el olorcillo sustancioso de la paella que hervía en la cocina, a sus espaldas.

—¿Más vino? —gritó.

Pamela se asomó a la puerta de la cocina empuñando una enorme cuchara de madera. Negó con la cabeza.

—La cocinera tiene que estar sobria. Al menos hasta que la cena esté servida.

—¿Seguro que no quieres que te ayude?

—Bueno, si quieres, podrías cortar unos pimientos. Lo demás ya está prácticamente a punto.

Jeff se fue a la cocina y se puso a cortar los pimientos rojos en finas tiras. Pamela hundió la cuchara en la paella de hierro y se la ofreció para que probara. Jeff sorbió el sabroso caldo rojizo y masticó un trozo tierno de calamar.

—¿Le he puesto demasiado azafrán? —preguntó ella.

—Está perfecto.

Pamela sonrió satisfecha y le hizo señas para que sacara los platos. Él obedeció aunque resultaba complejo moverse en aquella cocina tan diminuta. La casita de la colina era un «chalet» únicamente para la inmobiliaria a la que se la habían alquilado; era mucho más pequeña y más sencilla de lo que daba a entender el término. Pero Pamela la había elegido como residencia temporal con un único propósito en mente. Jeff trataba de pensar en ello lo menos posible, pero le costaba pasarlo por alto.

Pamela vio la expresión de sus ojos y le pasó la punta de los dedos por la mejilla.

—Anda —le dijo—, es hora de comer.

Él le pasó los platos para que sirviera la paella humeante y luego él colocó encima del delicioso guiso de mariscos y guisantes las tiras de pimiento que había cortado. Llevaron los platos a la mesa que había junto a la ventana de la habitación principal. Pamela encendió unas velas y puso una cinta con el Concierto de Aranjuez, interpretado por Laurindo Almeida, mientras Jeff servía más vino. Cenaron en silencio, viendo cómo se encendían las luces de la aldea de pescadores que había más abajo.

Cuando terminaron, Jeff retiró los platos mientras Pamela ponía una bandeja con queso manchego y lonchas de melón. Él picoteó de mala gana el postre, mientras tomaba sorbitos de brandy Soberano de su copa y volvía a intentar sin éxito de no pensar en el motivo por el que habían viajado a Mallorca.

—Me voy mañana por la mañana —dijo él al fin—. No hace falta que me lleves en coche; puedo coger una barca hasta Palma y de ahí un taxi al aeropuerto.

Ella se inclinó sobre la mesa y lo cogió de la mano.

—Sabes que quiero que te quedes.

—Ya lo sé. Pero no quiero… obligarte a pasar por esto.

Pamela le apretó la mano.

—Podré soportarlo. Yo me quedaría contigo, estaría contigo… Sin embargo, si tuvieras que irte tú primero, no querría estar presente cuando pasara. Así que entiendo cómo te sientes. Y respeto tu deseo.

Jeff carraspeó, echó un vistazo a la habitación de tonos terrosos. Bajo la pálida luz de las velas no podía más que pensar que aquel sitio tenía justamente el aspecto de lo que era, un lugar para morir. Era el mismo lugar en el que ella había muerto veinticinco años antes y donde moriría otra vez dentro de dos semanas y, poco después, a él también le fallaría otra vez el corazón.

—¿Adónde vas a ir tú? —le preguntó Pamela en voz baja.

—Supongo que a Montgomery Creek. Creo que tienes razón al elegir un lugar aislado para…, para dejar que ocurra. Un lugar especial.

Ella le regaló una sonrisa cálida y abierta, llena de ternura y alegría.

—¿Te acuerdas de aquel día en que me presenté en tu cabaña? Cielos, qué miedo tenía.

—¿Miedo? —inquirió Jeff, sonriendo a su vez—. ¿De qué?

—De ti, supongo. De lo que ibas a decirme, de cómo reaccionarías. La última vez que te había visto en Los Ángeles te habías enfadado tanto conmigo que pensé que seguirías enfadado.

Jeff apoyó ambas manos sobre las de ella.

—No era que estuviese enfadado contigo, sino que me preocupaban las posibles consecuencias de lo que estabas haciendo.

—Ahora lo sé. Pero entonces… Cuando fuiste a verme a mi despacho de Starsea, así de repente, no supe cómo diablos reaccionar. Creo que hasta ese momento no me había dado cuenta de lo desesperada que estaba. Suponía que jamás iba a encontrar a nadie igual que yo, ni siquiera a alguien que creyera todo lo que me había pasado, figúrate si iba a imaginar que me encontraría con una persona que había compartido mi misma experiencia. Tú te habías refugiado en la tierra, en tus montañas y tus cultivos…, mientras que yo había levantado otro tipo de barreras emocionales, enfocadas al exterior, una forma muy pública de soledad. Tratar de salvar al mundo fue mi manera de huir de mis propias necesidades. Me costó reconocerlo… contigo y conmigo misma.

—Me alegra de que tuvieras el valor de hacerlo. Eso me enseñó que no debía ocultar mis propios sentimientos y temores.

Pamela lo miró durante mucho rato, con el rostro arrobado por la ternura.

—Sí que hemos surcado cielos planeando juntos, ¿eh? Vaya si lo hemos hecho.

—Así es —susurró Jeff, devolviéndole la mirada—. Y pronto volveremos a hacerlo. Aférrate a esa idea. No lo olvides.

Jeff se quedó en la popa del barco mirando la aldea y las colinas hasta que desaparecieron en la distancia. No apartó la vista hasta que ya no logró distinguir la silueta de Pamela en el muelle de madera. Después volvió la mirada hacia la mota rojiblanca de su aldea y siguió con los ojos clavados en ella hasta que se tornó invisible.

La brisa de alta mar le producía ardor en los ojos y se refugió en la cabina de pasajeros del transbordador, se compró una cerveza, ocupó un asiento vacío, alejado de los escasos turistas franceses y alemanes de la temporada baja.

Tal como le había pedido a Pamela, se recordó una vez más que aquello no acababa allí. Sólo era el fin de una repetición, era lo único que acabaría; pronto volverían a estar juntos para empezar otra vez. Pero, caray, cómo detestaba abandonar esa realidad, esa vida en la que los dos se habían conocido y amado. Qué lejos habían llegado, cuántas cosas habían hecho; le enorgullecían tanto los logros de Pamela en el cine como si hubieran sido propios. Qué desconsolador era pensar que entrarían en un mundo en el que Starsea, y la exitosa serie de conmovedoras comedias humanas y de dramas que había producido en aquellos años, nunca habrían existido ni existirían.

Se aferró tenazmente al concepto de las líneas temporales que, años antes, habían discutido en Nueva York. Estaba seguro de que en alguna parte habría una ramificación de la realidad en la que el legado artístico de Pamela continuaría vivo, y en las generaciones futuras seguiría conmoviendo e iluminando al público. Tal vez Sean, el hijo de Judy, encontraría el modo de que las especies inteligentes de los océanos y las masas habitantes de la tierra pudieran comunicarse; si lo lograba, ese supremo don de sabiduría planetaria compartida habría nacido directamente de la visión de Pamela.

Merecía la pena alimentar esa esperanza, abrigar ese sueño; pero ahora tendrían que concentrarse en nuevas esperanzas, en nuevos sueños, en otra vida aún no vivida.

Jeff metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó el paquetito plano que ella le había dado cuando subió al barco. Lo desenvolvió con cuidado y se le hizo un nudo en la garganta al ver qué era.

Se trataba de una pintura, una miniatura hecha con precisión, en la que se veía el monte Shasta tal como aparecía desde la colina propiedad de Jeff; en el cielo sereno que coronaba la montaña, dos siluetas volaban transportadas por alas de brillante plumaje: Jeff y Pamela, cual criaturas mitológicas vueltas a la vida, en un vuelo eterno y exultante hacia un destino que no encajaba en ninguna realidad ni en ningún mito.

Se quedó mirando fijamente la diminuta obra de arte, producto del amor, y después volvió a envolverla y a guardársela en el bolsillo. Cerró los ojos, escuchó el traqueteo del motor del barco mientras cortaba el oleaje de la Bahía de Palma y en silencio se dispuso a cubrir la primera etapa del viaje que lo devolvería a su casa y a la muerte.