Capítulo 11

La casa que tenía Pamela en Topanga Canyon era difícilmente accesible y estaba tan aislada como puede estarlo una vivienda que se encuentra tan próxima a una gran ciudad; se hallaba en el centro de un terreno de dos hectáreas rodeado de vegetación: Jacarandas, limoneros, vides, zarzamoras…, todo crecía sin control en una maraña indisciplinada.

—Debería podar un poco las plantas —le sugirió Jeff mientras se abrían paso hacia la casa en el Land Rover de ella.

Pamela manejaba el vehículo de doble tracción con confianza; no se percataba o no le importaba lo incongruente que se veía en él con la elegante falda gris y las uñas pintadas. Había puesto la chaqueta del traje en el asiento trasero y se había quitado los zapatos de un puntapié para poder apretar mejor el embrague, pero por lo demás seguía teniendo aspecto de encontrarse en la sala de juntas de una empresa de seguros más que conduciendo su cuatro por cuatro por un camino de tierra, junto a un cañón indómito.

—Crecen así —dijo, encogiéndose de hombros—. Si quisiera un jardín ordenado, viviría en Beverly Hills.

—Es una pena, se le echa a perder un montón de fruta buena.

—La fruta que necesito la compro en el Farmer’s Market.

Jeff dejó el tema. Que hiciera lo que quisiese con sus tierras, pero a Jeff le mortificaba ver tanta exuberancia acabar en simientes. Seguía sin saber demasiado sobre ella. Después de verificar concisamente sus sospechas, que ella también vivía un replay, ella había insistido en conocer su historia desde el principio y lo había interrumpido con frecuencia para acribillarlo a preguntas. Jeff se había guardado muchos detalles, evidentemente, sobre todo algunos de los episodios con Sharla, y todavía no había averiguado nada de las experiencias de Pamela. Estaba claro, sin embargo, que se trataba de una persona con muchas contradicciones. Algo que tenía sentido; porque a él le pasaba lo mismo. ¿Cómo podía ser de otro modo?

La casa estaba amueblada con sencillez, pero era cómoda; el techo era de vigas de roble y en un lateral había un ventanal que daba a la jungla enmarañada de sus tierras y desde él se veía a lo lejos el mar. Al igual que en su despacho, las paredes de su casa estaban decoradas con mándalas enmarcadas de diversos tipos: de los navajos, de los mayas, de los indios orientales. Junto a la ventana había un amplio escritorio con pilas de libros y libretas, y en su centro había un voluminoso aparato de color verde grisáceo con una pantalla de vídeo, un teclado y una impresora. Frunció el ceño y lo miró con curiosidad. ¿Qué hacía con un ordenador personal en esa época? Todavía no había…

—No es un ordenador —le explicó Pamela—. Es un procesador de textos Wang 1200, uno de los primeros. No tiene unidad de disco, sólo cassetes, pero aun así, es mejor que una máquina de escribir. ¿Quiere una cerveza?

—Sí.

Seguía un tanto sorprendido de que hubiera adivinado tan deprisa lo que estaba pensando mientras miraba el aparato. Después de tantos años, tardaría en acostumbrarse a estar en presencia de alguien que compartía su extraordinario marco de referencia.

—La nevera está por ahí —le dijo, señalando en dirección de la cocina—. Tráigame una para mí también, mientras voy a quitarme este disfraz.

Pamela se dirigió hacia la parte trasera de la casa con los zapatos en la mano. Jeff encontró la cocina y abrió dos botellas de Beck’s.

Mientras esperaba a que se cambiase, repasó sus estantes de libros y discos. No daba la impresión de leer mucha narrativa ni que escuchara demasiada música popular. En su mayor parte sus libros trataban de biografías, ciencias, y el aspecto empresarial de la industria cinematográfica: entre los discos predominaban obras de Bach, Handel y Vivaldi.

Pamela volvió a la sala vestida con unos tejanos gastados y una sudadera holgada de la USC, cogió la cerveza que él le ofrecía y se dejó caer en un sillón basculante.

—Lo que me contaste sobre el avión que casi se viene abajo fue una tontería.

—¿Por qué lo dices?

—Al final de mi segundo ciclo, cuando me di cuenta de que quizá volvería a repetirse, memoricé una lista de los accidentes de avión ocurridos desde 1963. Y también de hoteles incendiados y de accidentes de tren, terremotos y…, en fin, de los principales desastres.

—Ya había pensado en hacer lo mismo.

—Pues tendrías que haberlo hecho ya. En fin, ¿qué pasó después? ¿Qué has hecho desde entonces?

—¿No te parece que todo esto es un tanto unilateral? Siento la misma curiosidad que tú por saber qué fue de ti.

—Termina tu historia y así pasaremos a la mía.

Se acomodó en un sofá, delante de ella, e intentó explicarle su exilio voluntario de los últimos nueve años: su sentido ascético de la unión con las cosas que crecían de la tierra, la fascinación que ejercía en él su eterna simetría en el tiempo: seres vivos que se marchitaban para que otros pudieran florecer, flores y frutos verdes que brotaban llenos de vida de las vides retorcidas del año anterior.

Ella asintió pensativa, concentrada en una de sus intrincadas mándalas.

—¿Has leído a los hindúes? —le preguntó—. ¿El Rigveda, los Upanishads?

—Sólo el Bhagavad-Gita. Y de eso hace mucho, mucho tiempo.

—«Tú y yo, Arujna» —citó con facilidad—, «hemos vivido muchas vidas. Yo las recuerdo todas, tú no recuerdas». —Los ojos le brillaron de emoción—. Hay veces en que creo que estaban hablando de nuestra experiencia, no de la reencarnación en una escala lineal de tiempo, sino de retazos de toda la historia del mundo repetidos ocasionalmente una y otra vez…, hasta que nos damos cuenta de lo que está pasando y logramos restaurar el flujo normal.

—Pero hace tiempo que lo sabemos y sin embargo sigue ocurriendo.

—Quizá seguirá ocurriendo hasta que todo el mundo lo sepa —dijo en voz baja.

—No lo creo, los dos lo supimos en seguida, y según parece o lo reconoces o no lo reconoces. Los demás continúan siguiendo las mismas estructuras.

—Salvo las personas cuyas vidas tocamos. Podemos introducir cambios.

Jeff sonrió cínicamente.

—¿De modo que somos los profetas, los salvadores?

Ella miró el mar y repuso:

—Tal vez lo seamos.

Jeff se irguió en el asiento y la miró fijamente.

—Espera un momento, esa película tuya no tratará de esto, ¿verdad? ¿No será una trampa para…? ¿No estarás planeando…?

—No estoy segura de lo que estoy planeando, al menos de momento. Ahora que has aparecido tú, todo cambia. No me lo esperaba.

—¿Qué pretendes hacer, iniciar una especie de culto? ¿No sabes acaso el desastre que…?

—¡Yo no sé nada! —le espetó—. Estoy tan confundida como tú y sólo quiero entender mi vida. ¿Pretendes acaso darte por vencido sin intentar siquiera averiguar lo que significa? ¡Pues adelante! Vuelve a tu condenada granja y sigue vegetando, pero no me digas cómo tengo que manejar esto, ¿vale?

—Sólo te ofrecía un consejo. Dadas las circunstancias, ¿conoces a alguien más que esté en condiciones de hacerlo?

Lo miró iracunda, la rabia no se le había pasado aún.

—Ya hablaremos luego. ¿Quieres oír mi historia o no?

Jeff se hundió en los mullidos cojines y la miró con cautela.

—Claro que sí —repuso sin emoción.

No había manera de adivinar qué podía enfadarla. Entendía por todo lo que había pasado, podía ser indulgente.

Bruscamente, ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza y dijo:

—Traeré más cerveza.

Jeff se enteró de que Pamela Phillips había nacido en Westport, Connecticut, en 1949; era hija de un acaudalado agente de la propiedad inmobiliaria. Había tenido una niñez normal, las enfermedades habituales, las alegrías y traumas propios de la adolescencia. Había estudiado arte en el Bard College a finales de los sesenta, había fumado mucho chocolate, participado en la marcha a Washington y dormido por ahí tanto como cualquier otra joven mujer de su generación. Fiel a las formas, «había sentado la cabeza» poco después de la dimisión de Nixon; se había casado con un abogado y se había mudado a New Rochelle. Tuvo dos hijos, un niño y una niña. Sus preferencias literarias se inclinaron hacia las novelas románticas, cuando tenía ocasión se dedicaba a la pintura y, de vez en cuando, participaba en alguna obra de caridad. Le había preocupado el no tener una carrera. Ocasionalmente, cuando sus hijos dormían, se fumaba algún porro a escondidas y para mantenerse en forma practicaba aerobic.

Había muerto de un ataque al corazón a los treinta y nueve años. En octubre de 1988.

—¿Qué día? —le preguntó Jeff.

—El dieciocho. El mismo día que tú, pero a la una y cuarto.

—Nueve minutos más tarde —aclaró él con una sonrisa—. Has visto el futuro más que yo.

El comentario casi le arrancó una sonrisa.

—Fueron nueve minutos de lo más aburridos —le dijo ella—. Exceptuando la muerte.

—¿Dónde te despertaste?

—En la salita de la casa de mis padres. El televisor estaba encendido, daban un reestreno de My little Margie. Tenía catorce años.

—Caray, ¿qué hiciste…? ¿Estaban tus padres en casa?

—Mi madre había salido de compras. Mi padre no había vuelto del trabajo. Me pasé una hora deambulando por la casa como en una nube, repasando la ropa de mi armario, hojeando el diario que había perdido cuando me fui a la universidad…, mirándome en el espejo. No podía parar de llorar. Creía que seguía muerta, y que aquélla era una extraña forma que tenía Dios de permitirme un último atisbo del tiempo que había transcurrido en la tierra. La puerta principal me tenía aterrorizada, creía que si la trasponía me encontraría en el cielo, o el infierno, o el limbo, no lo sé.

—¿Eras católica?

—No, por la cabeza me daban vueltas todas estas imágenes y temores vagos. El olvido es una palabra que lo describe mejor, porque eso era lo que esperaba encontrarme si salía. Bruma, la nada…, la muerte. Entonces llegó mi madre a casa, entró por la puerta que tanto miedo me inspiraba. Creí que era una especie de espectro disfrazado que había venido a arrastrarme al juicio final y empecé a gritar.

»Le costó muchísimo calmarme. Llamó al médico de la familia y cuando vino a verme me puso una inyección, probablemente de Demeroi, y me quedé planchada. Cuando volví a despertarme, mi padre está de pie, al lado de la cama, mirándome con cara de preocupado, y es entonces cuando empecé a darme cuenta de que no me había muerto. No quiso que me levantara, pero yo bajé corriendo la escalera, abrí la puerta principal y salí al patio en camisón…, y claro, todo estaba perfectamente normal. El barrio estaba tal como lo recordaba. El perro de la casa de al lado se me acercó dando saltos a lamerme la mano y por algún motivo volví a echarme a llorar.

»Me pasé toda la semana siguiente sin ir a la escuela, tumbada en mi habitación, haciéndome la enferma y pensando. Al principio intenté dilucidar qué había pasado, pero no tardé en decidir que sería una tarea inútil. Después, cuando los días fueron pasando y comprobé que nada cambiaba, me puse a planificar lo que iba a hacer.

»Acuérdate que no tenía tus mismas opciones; sólo tenía catorce años, seguía viviendo con mis padres y cursaba el bachillerato. No podía apostar a los caballos ni mudarme a París. Estaba atrapada.

—Tuvo que ser horrible —dijo Jeff en tono comprensivo.

—Lo fue, pero me las arreglé. No me quedaba más remedio. Me convertí en… me esforcé por convertirme otra vez en una niña, traté de olvidar por todo lo que había pasado en mi otra vida, la universidad, el matrimonio, los hijos…

Hizo una pausa y miró el suelo. Jeff pensó en Gretchen y tendió la mano para posarla sobre el hombro de Pamela. Ella se encogió y él retiró la mano.

—En fin —prosiguió—, al cabo de unas semanas, de un par de meses, aquella primera existencia se fue haciendo cada vez menos nítida en el recuerdo y al final acabó pareciéndome un largo sueño. Volví a la escuela y empecé a aprenderlo todo otra vez, como si jamás lo hubiera estudiado. Me volví muy tímida y empollona; completamente diferente a como había sido la primera vez. No salía nunca con chicos, ni me quedaba por ahí haciendo el indio con los compañeros de entonces. No soportaba los recuerdos o visiones en los que veía a los adultos en que se convertirían mis amigos al cabo de unos años. Quería borrarlo por completo, fingía no poseer ese tipo de conocimiento.

—¿Alguna vez se lo contaste a alguien?

Bebió un trago de cerveza y contestó con un movimiento afirmativo de la cabeza.

—Después del ataque de histeria que me dio cuando resucité, mis padres me mandaron a una psiquiatra. Al cabo de unas cuantas sesiones pensé que podía confiar en ella y traté de explicarle todo lo que me había pasado. Me sonreía, hacía unos ruidos para darme ánimos y se mostraba muy comprensiva, pero sabía que pensaba que se trataba de una fantasía. Claro que yo también quería creer lo mismo… y en eso fue lo que se convirtió. Hasta que le conté lo de Kennedy una semana antes de que ocurriera.

»Aquello la desconcertó por completo. Se enfadó mucho y no quiso volver a verme. No logró asimilar el hecho de que le hubiera descrito el asesinato con lujo de detalles, que aquella “fantasía” mía se hubiera convertido de repente en una realidad de lo más horrenda y devastadora.

Pamela miró a Jeff un instante, sin decir palabra.

—A mí también me dio miedo —siguió diciendo—. No sólo que supiera que iban a matarlo, sino porque estaba tan segura de que lo había hecho Lee Harvey Oswald. Nunca había oído hablar del tal Nelson Bennett, claro, no tenía idea de que tú habías ido a Dallas para interferir del modo en que lo hiciste, y a partir de entonces, me cambió por completo el sentido de la realidad. Fue como si en un momento dado supiera todo sobre el futuro y así de repente, al momento siguiente, no supiera absolutamente nada. Me vi en un mundo diferente, con reglas diferentes. Podía ocurrirme cualquier cosa, que se murieran mis padres, que hubiera una guerra nuclear o bien, al nivel más simple, que me convirtiera en una persona totalmente distinta de la que había sido, o que había imaginado.

»Fui a la universidad de Columbia en lugar de ir a la de Bard, me licencié en biología y luego entré en la facultad de medicina. Me costó mucho. Nunca me había interesado demasiado la ciencia, en mi primera vida había tenido una formación artística. Pero por esa misma razón, aquello me resultaba más interesante, porque no estaba repitiendo lo mismo que había estudiado antes. Estaba aprendiendo un campo absolutamente nuevo, un nuevo mundo acorde con mi nueva existencia.

»No tenía mucho tiempo para reuniones sociales, pero cuando hacía la residencia en el Columbia Presbyterian, conocí a un joven ortopedista que…, bueno, no es que me recordara a mi primer marido, pero tenía un entusiasmo parecido, el mismo tipo de empuje. Sólo que en esta ocasión teníamos algo en común, nuestra devoción por la medicina. Antes, apenas sabía lo que hacía mi marido diariamente, y él había dado por sentado que a mí no me interesaría, por eso nunca hablaba de su trabajo legal conmigo. Pero con David, el ortopedista, me pasó justo lo contrario. Podíamos hablar de todo. Jeff la miró con aire inquisitivo.

—¿No querrás decir que…?

No, no. Nunca le conté lo que me había pasado. Me habría tomado por loca. Yo seguía tratando de quitármelo de la cabeza. Quería enterrar todos aquellos recuerdos y hacer como si nunca hubieran existido.

»David y yo nos casamos en cuanto terminé la residencia. Él era de Chicago y nos volvimos para allí. Él se puso una consulta particular y yo trabajaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Children’s Memorial. Después de haber perdido irremediablemente a mis hijos —ya sabes lo que significa—, traté de retrasar todo lo posible el tener otros, entretanto, tenía a mi disposición un hospital entero lleno de hijos e hijas adoptivos que me necesitaban con desesperación y… En fin, que fue una carrera sumamente gratificante. Hacía justamente lo que había soñado hacer cuando fui un ama de casa frustrada en New Rochelle, utilicé la cabeza para cambiar el mundo para mejor, para salvar vidas…

Se le quebró la voz. Carraspeó y cerró los ojos.

—Y entonces te moriste —dijo Jeff en voz baja.

—Sí, volví a morirme. Y volví a tener catorce años y a sentirme completamente impotente para cambiar nada.

Quiso decirle cuánto la comprendía, que sabía que el dolor más profundo lo había constituido el ser consciente de que los niños enfermos y moribundos que había atendido estaban destinados a pasar otra vez por aquel sufrimiento, porque todos los esfuerzos que había hecho por ayudarlos se habían esfumado en la nada; pero no le hizo falta expresarlo con palabras. El dolor estaba reflejado en su rostro y él era la única persona en la tierra capaz de comprender lo profundo de su pérdida.

—¿Por qué no hacemos una pausa? —sugirió Jeff—. Vamos a comer algo a algún sitio. Después de cenar me contarás el resto.

—De acuerdo —dijo, agradecida por la interrupción—. Puedo preparar algo.

—No hace falta. Vayamos a uno de esos restaurantes en los que sirven mariscos que vimos en la autopista de la Costa del Pacífico.

—No me importa cocinar, de veras…

Jeff negó con la cabeza.

—Insisto, yo invito.

—Bueno…, tendré que volver a cambiarme.

—Así en tejanos vas bien. Ponte unos zapatos si quieres darle un toque más formal.

Por primera vez desde que la conoció, Pamela lanzó una sonrisa.

Cenaron sentados en una mesa apartada de un porche exterior desde donde se veían las olas. Cuando terminaron y mientras tomaban café con Grand Marnier, la luna se elevó sobre el Pacífico. Se reflejaba en los cristales de las ventanas que había en el fondo del restaurante y su blanco redondel parecía fundirse en la negrura del mar.

—Mira —le dijo Jeff indicándole la ilusión óptica—. Es como…

—… el cartel de Starsea. Ya lo sé. ¿De dónde crees que saqué la idea para el dibujo?

—Grandes mentes —dijo Jeff con una sonrisa, al tiempo que levantaba su copa de licor proponiéndole un brindis.

Pamela vaciló, pero luego levantó su copa y la chocó contra la suya.

—¿De veras te gustó la película? —inquirió ella—. ¿O fue solo una treta para averiguar quién era yo?

—No hace falta que lo preguntes —repuso con sinceridad—. Sabes bien que la película es muy buena. Me conmovió tanto como a cualquiera, pero estoy seguro de que nadie se sorprendió tanto de verla como yo.

—Ahora sabes cómo me sentí aquella primera vez cuando alguien de quien nunca había oído hablar mató al presidente Kennedy. ¿Qué significado te parece que pudo haber tenido? ¿Por qué tuvo lugar el asesinato a pesar de lo que hiciste para impedirlo?

Jeff se encogió de hombros y repuso:

—Hay dos posibilidades. Una, que tal vez hubiera una conspiración a gran escala para asesinar a Kennedy y que Oswald fuera un personaje menor del que podían prescindir. Quienquiera que lo planeara tenía a Bennett esperando entre bambalinas por si algo salía mal, y probablemente, no fuera el único suplente. Todo fue arreglado minuciosamente de antemano, hasta el detalle de que Jack Ruby se cargara a quien le tocara actuar. La eliminación de Oswald del panorama no fue más que un inconveniente menor para quienes estaban detrás de la trama. Kennedy habría muerto hiciera lo que yo hiciera, porque estaban demasiado bien organizados como para que nada ni nadie se lo impidiera a quienquiera que estuviera detrás del asunto.

»Ésa es una posibilidad. La otra es menos específica, pero tiene unas consecuencias más serias para ti y para mí, y es la que yo tiendo a creer.

—¿Y cuál sería?

—Que es imposible que utilicemos nuestra presciencia para introduclr cambios importantes en la historia. Lo que podemos hacer tiene ciertos límites; no sé cuáles son, ni cómo nos son impuestos, pero creo que existen.

—Pero tú creaste un conglomerado internacional de empresas. Fuiste propietario de compañías importantísimas que nunca antes tuvieron nada que ver con…

—Pero nada de eso afectó el curso general de los acontecimientos —respondió Jeff—. Las empresas existieron como siempre, produjeron los mismos productos, emplearon a las mismas personas. Lo único que hice yo fue reconducir un poco el flujo de beneficios en mi dirección. Los cambios en mi propia vida fueron extraordinarios, pero en el orden más general de las cosas, lo que hice fue insignificante. Fuera del mundo financiero, la mayoría de la gente, incluida tú, ni siquiera sabía que yo existía.

Pamela retorció la servilleta con aire pensativo.

—¿Qué me dices de Starsea? La mitad de la gente del planeta la ha visto. He introducido un nuevo concepto según el cual la humanidad se ve de un modo distinto en relación con el universo.

—Arthur Knight en Variety, ¿no es así?

Pamela se sonrojó y levantó una mano para ocultarlo.

—Me leí todas las críticas antes de verte. Es una estupenda película, lo reconozco, pero no es más que un pasatiempo.

Los ojos de Pamela reflejaban la luz de la luna y al mirarlo notó en ellos unos destellos de rabia y orgullo herido.

—Podría ser mucho más. Podría ser el comienzo de… —Hizo una pausa para calmarse y luego añadió—: Da igual. No comparto tu pesimismo sobre nuestras habilidades; dejémoslo así. ¿Quieres oír lo de mi segundo… replay? Porque es así como llamas tú a los ciclos, ¿no?

—Es como pienso en ellos. Se trata de un nombre tan bueno como otro cualquiera. ¿Tienes ganas de continuar con tu historia?

—Tú me has contado tus experiencias, de modo que muy bien puedo ponerte al corriente de las mías.

—¿Y después qué?

—No lo sé. Al parecer, nuestras actitudes son muy diferentes.

—Pero no hay nadie más con quien podamos comentarlo, ¿verdad?

—Déjame terminar con lo que te estaba contando, ¿de acuerdo?

Había cortado a tiras la servilleta de papel y luego se había dedicado a hacer bolas con los trocitos y a apilarlas en el cenicero.

—Adelante —le dijo Jeff—. ¿Quieres otra copa? ¿Otra servilleta, quizá?

Pamela le lanzó una mirada incisiva tratando de encontrar algún sarcasmo en sus palabras. Al comprobar que no lo había, asintió una vez. Jeff hizo un movimiento circular en el aire para llamar a la camarera y pedirle otra ronda de Grand Marnier.

—Cuando pasé por mi segunda muerte —comenzó a decir Pamela— el sentimiento que predominaba en mí fue la ira. En cuanto desperté en casa de mis padres, otra vez con catorce años, supe exactamente lo que estaba ocurriendo, si bien ignoraba el motivo. Me entraron ganas de romper algo. Quería gritar de rabia, no de miedo. Sentí lo mismo que tú en tu tercera repetición. Todo me pareció una pérdida de tiempo, la facultad de medicina, el hospital, los niños que había tratado… todo carecía de sentido.

»Me volví sumamente rebelde con mi familia, incluso malvada. Había vivido como adulta más años que mi madre y mi padre juntos, me había casado dos veces, me había hecho una carrera como médico. Y ahí me tenías otra vez, desde el punto de vista legal era una niña, sin derechos ni alternativas. Le robé dinero a mis padres y me fugué de casa. Pero fue horrible, nadie me quiso alquilar un apartamento, no podía conseguir trabajo. Una niña de esa edad y sola no puede hacer nada más que vagar por las calles y no quise obligarme a pasar por ese infierno. Así que volví arrastrándome a Westport, desesperada e increíblemente sola. Regresé a la escuela y detesté cada momento que pasé en ella, me catearon en la mitad de las asignaturas porque no soportaba volver a memorizar por tercera vez aquellas asquerosas fórmulas algebraicas.

»Me mandaron a la psiquiatra que había visto ya, a la que se había puesto tan mal cuando se enteró de que yo sabía lo del asesinato de Kennedy. Esta vez no le dije nada real sobre mí misma. A esas alturas ya me había estudiado todos los textos corrientes sobre psicología y desarrollo del niño, así que me limité a darle las respuestas que me constaban que iban a dejarme como una adolescente confundida “que está pasando por una mala etapa”, sin salirme de los cauces normales.

Hizo una pausa cuando llegó la camarera a servirles las copas, esperó a que la chica se alejara de la mesa antes de continuar con su relato.

—Para mantener intacta mi cordura, volví a mi primer amor, la pintura. Mis padres me compraron todos los materiales que les pedía, y les pedí de todo. Pero estaban orgullosos de mi arte; era la única cosa que hacía que consideraban constructiva. Daba igual que les bebiera a escondidas la ginebra del mueble bar, que me pasara prácticamente la noche entera en la calle con muchachos veinteañeros y que cada semestre, en la escuela me admitieran a prueba por mis malas notas. Se dieron por vencidos y no intentaron más controlarme. Comprendían que tras mi mal comportamiento había algo muy fuerte e intencionado contra lo cual no podían luchar. Pero yo tenía talento, un talento real que trabajé con tanto empeño como había trabajado para ser médico. Mis padres no podían pasar por alto ese aspecto, nadie podía.

»Dejé el bachillerato a los diecisiete y mis padres me buscaron una escuela de arte en Boston, dispuesta a aceptarme en función de mi carpeta de trabajos y no de mi espantoso expediente académico. Y allí empecé a florecer; finalmente pude volver a vivir como adulta. Compartí un desván con una de las chicas mayores de la escuela, empecé a salir con mi profesor de composición y a pintar día y noche. Mi trabajo estaba plagado de imágenes extrañas, brutales incluso, niños deformados tragados por un negro torbellino, primeros planos fotográficos de hormigas saliendo de incisiones quirúrgicas…, temas fuertes, que no tenían nada de infantil. Nadie sabía qué hacer conmigo.

»Organicé mi primera exposición en Nueva York, cuando tenía veinte años. Ahí conocí a Dustin. Me compró dos cuadros y después, cuando cerró la galería, nos fuimos a tomar una copa. Me contó que había…

—¿Dustin? —inquirió Jeff, interrumpiéndola.

—Dustin Hoffman.

—¿El actor?

—Sí. En fin, que le gustaron mis pinturas y a mí siempre me había impresionado su trabajo. Ese año acababan de estrenar Cowboy de medianoche, y me tuve que recordar en repetidas ocasiones que no debía comentarle nada sobre Kramer contra Kramer ni sobre Tootsie. Simpatizamos desde el primer momento. Empezamos a vernos cada vez que él venía a Nueva York. Nos casamos un año más tarde. —Jeff no logró disimular su expresión de divertida sorpresa.

—¿Te casaste con Dustin Hoffman?

—Sí, en una de las versiones de mi vida —repuso con un deje de fastidio—. Es un hombre muy agradable, muy brillante. Claro que ahora sólo me conoce como guionista y productora; no tiene ni idea de que vivimos siete años juntos. Fíjate que me lo encontré en una fiesta justamente el mes pasado. Resulta extraño el que una persona con la que has intimado tanto, con la que has pasado tanto tiempo, te vuelva a ver y no te reconozca en absoluto.

»En fin, que en general fue un buen matrimonio; nos respetábamos, nos apoyábamos en nuestros diferentes objetivos… Yo continué pintando y alcancé un moderado éxito. Mi obra más conocida fue un tríptico titulado Ecos de los yoes pasados y futuros. Era…

—¡Dios santo, ya lo sé! ¡Lo vi en el museo Whitney, en un viaje a Nueva York que hice con Judy, mi tercera mujer! A ella le encantó, pero no entendía bien por qué a mí me impactó tanto. ¡Caray, si me compré una reproducción de ese cuadro, la enmarqué y la colgué en mi estudio encima de mi escritorio! De eso me sonaba tu nombre.

—Fue mi última gran obra. Después de aquel cuadro fue como si… como si me hubiera secado, no sé. Eran tantas las cosas que quería expresar, pero una de dos, o no me atrevía o ya no lograba volcarlo en el lienzo. No sé si me falló el arte o fue al revés, pero básicamente dejé de pintar alrededor de 1975. Ese mismo año, Dustin y yo nos separamos. Nada sonado, sencillamente la cosa estaba terminada y los dos lo sabíamos. Igual que pasó con mi pintura.

»Supongo que tenía que ver con el hecho de que me encontraba en mitad de mi replay, y que sabía que cuanto yo lograra acabaría borrado por completo dentro de unos pocos años. Me convertí entonces en una especie de mariposa, fui dando vueltas por el mundo en compañía de gente como Román Pólanski, Lauren Hutton y Sam Shepard. Con ellos lograba una sensación de…, de comunidad transitoria, era una red de amistades interesantes que nunca llegaron a ser demasiado íntimas y que podían terminarse o volver a iniciarse en cualquier momento, según tu humor y el país en el que te encontraras en un momento dado. En realidad, no tenía importancia.

—Nada tiene importancia —dijo Jeff—. Me he sentido así en más de una ocasión.

—Es una forma deprimente de vivir —comentó Pamela—. Tienes la ilusión de la libertad, de la franqueza, pero al cabo de un tiempo todo se difumina y se funde. La gente, las ciudades, las ideas, los rostros…, todos forman parte de una realidad cambiante que nunca llega a estar del todo enfocada y que jamás conduce a ninguna parte.

—Ya sé a qué te refieres —dijo Jeff pensando en su alocada experiencia sexual con Sharla—. Parece adecuada a tus circunstancias, pero sólo en teoría. En la realidad no funciona demasiado bien.

—No. Pues como te decía, me pasé dando vueltas así varios años, y cuando llegó el momento, alquilé una casita tranquila y aislada en Mallorca. Me pasé allí un mes sola, esperando morirme. Y me prometí… Ese mes decidí que la vez siguiente, esta vez, las cosas serían diferentes. Que debía causar un impacto en el mundo, cambiar las cosas.

Jeff la miró con escepticismo.

—Ya lo habías intentado cuando fuiste médico. Y en tu siguiente replay los niños que habías tratado estaban condenados a volver a experimentar el mismo dolor. Nada había cambiado.

Pamela meneó la cabeza con impaciencia.

—Es una falsa analogía. En el hospital, me limité a poner remiendos a unos cuantos individuos. Fue un trabajo puramente físico y limitado en su alcance. Bienintencionado, pero inútil.

—Y ahora quieres salvar el alma colectiva del mundo, ¿no es así?

—Quiero despertar a la humanidad a lo que está ocurriendo. Quiero enseñarle a que cobre conciencia de estos ciclos, del mismo modo que tú y yo somos conscientes de ellos. Es la única manera de que podamos salirnos del círculo, ¿no te das cuenta?

—No —repuso Jeff, lanzando un suspiro—. No me doy cuenta. ¿Qué te hace pensar que a la gente se le puede enseñar a llevar esa conciencia de una repetición a la siguiente? Tú y yo hemos pasado por esto tres veces, y desde el principio hemos sabido lo que nos ocurría. Nadie tuvo que decírnoslo.

—Creo que lo que se pretende de nosotros es que lideremos a los demás. Al menos eso creo de mí misma; jamás esperé que aparecieras tú. ¿Es que no te das cuenta de la misión importante que se nos ha encomendado?

—¿Quién o qué nos la ha encomendado? ¿Dios? Esta experiencia me ha permitido darme cuenta de que estoy cada vez más de acuerdo con lo que decía Camus: Si hay un Dios, yo lo detesto.

—Llámalo Dios, llámalo Atman, llámalo como quieras. Ya conoces el Gita:

La mente recordada está despierta

en la sabiduría del Atman

que para los ignaros es noche oscura:

los ignaros están despiertos en su vida de sentidos

que para ellos es luz diurna:

para el vidente es oscuridad.

»Podemos iluminar esa oscuridad —dijo Pamela con fervor inusitado—. Podemos…

—Dejemos un momento toda esta vena espiritual. Termina con tu historia. ¿Qué has hecho en este replay? ¿Cómo te las arreglaste para que hicieran esa película?

Pamela se encogió de hombros y repuso:

—No fue difícil, sobre todo porque yo misma puse gran parte del dinero. En la escuela me tomé mi tiempo e hice planes. Evidentemente, las películas constituían el medio más efectivo para comunicar mis ideas a una audiencia masiva, y la industria cinematográfica ya me resultaba familiar gracias a Dustin y a la gente que había conocido en mi última repetición. Cuando cumplí los dieciocho años empecé a hacer algunas de las inversiones de las que hablaste tú: IBM, fondos de inversión, Polaroid… Ya sabes cómo se comportó el mercado en los sesenta. Era difícil perder dinero aunque compraras a ciegas, y a alguien con un conocimiento del futuro, en tres o cuatro años le resultaba fácil convertir unos cuantos miles de dólares en varios millones.

»Estoy orgullosa de mi guión, pero tuve muchísimos años para pensarlo. Cuando lo hube escrito y fundado mi propia productora, sólo fue cuestión de contratar a las personas adecuadas. Sabía quiénes eran y cuáles eran sus puntos fuertes. Todo encajó a la perfección, tal como lo había planeado.

—Y ahora…

—Y ahora ha llegado el momento de dar el siguiente paso. Ha llegado la hora de cambiar la conciencia del mundo, y yo puedo hacerlo. —Se inclinó hacia adelante y lo miró fijamente—. Los dos podemos hacerlo…, si te unes a mí.