Jeff se terminó los huevos con bacón justo cuando se levantaba el sol; fregó los platos y dejó la sartén en remojo. Normalmente se tomaba una taza de café en el porche de la casita blanca con techo a dos aguas, pero esa mañana se había retrasado y tenía mucho que hacer.
Se puso una cazadora de plumas sobre la camisa de franela y salió. La tercera semana de mayo, pero el aire seguía cortante; la última helada del año había caído hacía dos noches. Presentó sus respetos con una inclinación de cabeza a la pila de rocas donde estaba enterrado el viejo Smyth y salió a grandes zancadas hacia los campos de maíz recién arados, cubiertos de rodrigones y listos para la siembra. Smyth también había trabajado sólo aquellas tierras después de tomar posesión de ellas en la década de 1880. A Jeff le habían contado que el hombre enfermó después de un accidente y que tardaron semanas en encontrar su cuerpo. Las personas que adquirieron la finca en el remate de bienes que siguió, jamás sembraron nada; ni siquiera se quedaron con las tierras después de encontrar la pequeña fortuna en monedas de oro que Smyth había escondido en el horno holandés. Al parecer, el viejo había tenido sus secretos.
Jeff hundió la punta de la bota en la gruesa capa de humus donde esa tarde empezaría a sembrar el primer maíz de la estación, la variedad temprana Azúcar y Oro. Buen suelo volcánico de California, rico en minerales. No sentía más que desprecio por la familia que lo había dejado en barbecho hacía tantos años y se había apoderado del oro de Sylvester Smyth para abandonar luego La Cueva y partir en busca de leñas y comodidades inmerecidas. Una tierra como aquélla exigía ser labrada y el alimento fresco que produciría a cambio era mucho más valioso que cualquier moneda. Ése era el trato cerrado entre el hombre y la tierra hacía diez mil años en la Mesopotamia. Jeff consideraba que abandonar una buena tierra era romper un vínculo antiguo, casi sagrado.
Dejó atrás el bancal en el que no tardarían en despuntar los espárragos, las plantas originales le durarían otros dos años, y había llegado ya la hora de darles la primera de las dos abonadas anuales. Las heladas tardías de primavera parecían no haberlas dañado en absoluto; Jeff consideraba que así los tallos se tornaban más frescos. Se arrodilló junto al manantial que fluía por sus tierras, juntó las manos y se llevó a la boca unos sorbos de agua de deshielo. Mientras bebía, un par de truchas oscuras pasaron nadando a su lado. Si terminaba de sembrar el maíz y de abonar los espárragos antes del anochecer, bajaría una caña y pescaría algo para la cena.
El sol siguió elevándose en el cielo, encendiendo las puntas de los pinos de la corcovada montaña de Hogback, situada al suroeste. Jeff siguió colina arriba, por el sinuoso sendero del manantial, y cada pocos metros se detenía para quitar la basura que había en él acumulada y abrir la colección de cajas y tubos atascados de los que dependía la irrigación de sus cultivos.
Había comprado la finca hacía nueve años, semanas después del accidente del avión que iba a Honolulú. No había vuelto a ver a Sharla desde aquel día en la pista llena de humo. A decir verdad, no había visto a mucha gente desde aquel verano.
Su vecino permanente más cercano vivía en Turtle Pond, a casi cinco kilómetros al este por un viejo camino de carretas. La única manera de entrar o salir de las tierras de Jeff era por un camino zigzagueante que las lluvias borraban a menudo. De noviembre a enero, las nevadas, las lluvias y el barro hacían casi imposible acceder a Marble Creek; había aprendido a aprovisionarse bien para el invierno.
El resto del año se lo pasaba igual de solo. Más o menos una vez por semana iba en coche hasta el pueblo de Montgomery Creek a hacer unas compras en la tienda o a que le revisaran la camioneta en la estación de servicio Shell que contaba con dos surtidores. Prácticamente había dejado de beber, pero si la cosecha era buena lo celebraba tomándose una cerveza y cenando en el restaurante Forked Horn o en la posada de Hillcrest Lodge. Los Mazzini, una agradable familia, eran los propietarios del Forked Horn, y Eleanor, la esposa, dirigía una rama de la biblioteca del condado de Shasta en una sala de la enorme casa de construcción irregular que tenían en el pueblo. De vez en cuando Jeff conversaba con alguno de ellos sobre temas variados. Joe, el hijo, era unos años más joven que Jeff; la curiosidad inteligente que le inspiraba el mundo de fuera parecía no conocer límites. No obstante, ningún miembro de la familia se metía en sus cosas; jamás hurgaron demasiado para descubrir por qué Jeff se había buscado una vida tan aislada. Joe le había ayudado a instalar un aparato de onda corta en La Cueva, y aparte de sus conversaciones ocasionales con los Mazzini, la radio se había convertido en el único contacto de Jeff con la civilización.
Aquel rincón aislado del norte de California estaba poblado en su mayor parte por leñadores e indios con los que Jeff jamás tenía contactos. Unos cuantos hippies y otros personajes a los que le había dado por volver a la tierra llegaron poco después que él se mudara, pero la mayoría de ellos se quedó poco tiempo. Trabajar la tierra era más duro de lo que habían imaginado y para que una finca funcionara hacía falta algo más que unas cuantas cosechas de marihuana.
Suponía que la peor parte de aquellos años había sido el celibato, aunque no por los motivos que había imaginado. En la época que había pasado con Sharla y Mireille había tenido sobredosis de sexo por el sexo en sí.
Durante un tiempo tuvo la impresión de que podía vivir perfectamente sin ningún contacto sexual, y se sorprendió de lo fácil que le había resultado matar esa parte de sí mismo. Pero no tardó en descubrir con desagradable sorpresa cuán fuerte era su necesidad de contacto humano. La pérdida de ese aspecto lo corroía a diario, lo preocupaba mientras estaba despierto y mientras dormía. A veces soñaba que una mujer le acariciaba la mejilla o que él apretaba la cabeza de ella contra su pecho. La mujer de estos sueños era Judy o Linda, incluso Sharla; pero la gran mayoría de veces era una mujer sin rostro, una abstracción de la femineidad.
Siempre despertaba de estos sueños embargado por una abrumadora tristeza y la certeza de que no podía aliviar esa carencia sin correr el riesgo de que volvieran a traicionarlo y sin la seguridad de que todo acabaría borrado, sumido en la nada. Se trataba de dos dolores demasiado extremos como para que quisiera volver a enfrentarse a ellos. Le parecía mejor dejar que su alma muriera lentamente, poco a poco, en soledad.
Empezó a dolerle la espalda de tanto agacharse para limpiar el sistema de riego y se sentó a descansar al lado del manantial. Hacia el norte, más allá de los bosques Flatwoods, a medio camino hacia Oregón, el blanco asombroso de la cumbre del monte Shasta dominaba el horizonte como si fuera un dios dormido, tal como lo habían considerado tiempo atrás los indios de la zona.
Tomó un bocado de cecina de ternera y la regó con otro sorbo de fresca agua de manantial. Su nueva casa se encontraba justo en la espina dorsal de la volátil cordillera de las Cascadas, en un punto muerto entre el monte Lassen y el monte Shasta. Al norte de allí se encontraban las ruinas del inmenso volcán prehistórico que había estallado para formar el Cráter Lake, después seguía el monte Hood y entrando en el estado de Washington, el monte St. Helen retumbaba tranquilamente…, por el momento. Dentro de siete años estallaría con una furia letal, como lo había hecho ya en tres ocasiones anteriores, hecho que sólo Jeff recordaba.
Era presa de unas fuerzas capaces de destruir una montaña, para recomponerla después y volver a destruirla una y otra vez, como un niño que juega en la arena. ¿Qué sentido tenía intentar siquiera comprender algo así? Si alguna vez llegaba a entenderlo, aunque sólo fuera en parte, el conocimiento podía ser más de lo que un cerebro humano podía aceptar sin caer en la locura.
Jeff guardó el resto de la cecina en su envoltorio de celofán y se lo metió en el bolsillo. El sol estaba ya alto; era hora de empezar a sembrar las filas de maíz. Regresó colina abajo, siguiendo el curso del manantial, sin volver a levantar la mirada para contemplar las alturas nevadas de la lejana montaña.
—¿Qué me dices de la turba? ¿Has almacenado bastante?
—No me vendría mal tener unos cien kilos más —repuso Jeff—. También necesitaré otros ciento cincuenta litros de Sevin.
El dependiente le demostró su simpatía con una risita ahogada y añadió el insecticida al pedido.
—Hay que ver lo fuerte que viene este año la tijereta del maíz, ¿eh? Al viejo Charlie Reynolds de Buckeye ya le ha echado a perder casi una hectárea y media de cultivo.
Jeff asintió, gruñendo con toda la amabilidad que su memoria le permitía recordar. Esas dos visitas anuales que hacía a Redding para abastecerse constituían su único contacto con extraños.
—¿Qué opina de los árabes y de los oleoductos? —le preguntó el hombre—. En mi vida habría imaginado que iba a ver semejante cosa.
—Imagino que ya mejorará —dijo Jeff—. Póngame una de esas cajas grandes de cecina de ternera. La especiada, por favor.
—Nunca me lo habría imaginado. A mi modo de ver, Nixon tendría que tirarle una bomba a esos árabes en vez de ir a hablar con ellos. Como si ya no tuviera bastantes problemas aquí en casa.
Jeff repasó desganadamente los anuncios y carteles pegados detrás de la caja registradora de la tienda, con la esperanza de que el hombre se diera cuenta de una vez que no quería hablar de política. Jeff leyó que el sheriff iba a subastar la propiedad hipotecada de alguien de Burney; los grupos de hippies locales darían un gran baile en Iron Canyon; se ofrecían a la venta un montón de coches y camionetas… De pronto encontró un anuncio rarísimo. Parecía fuera de lugar: un cartel azul y negro del cielo nocturno con una ola fosforescente que rompía en el espacio, por encima de una luna llena. Las finas letras doradas del texto que había al pie anunciaban: Starsea.
—¿De qué va esto? —preguntó Jeff, señalando el cartel.
El dependiente se volvió para fijarse en el cartel y luego se volvió hacia Jeff y lo miró con una mueca de incredulidad.
—Chico, sí que estuvo usted sepultado en el bosque. ¿No ha visto Starsea?
—¿Qué es?
—Caray, una película. La otra que vi antes que ésa fue Sonrisas y lágrimas, pero ésta sí que no me la hubiera perdido por nada del mundo. Hará cosa de tres o cuatro meses, los crios nos obligaron a mí y a mi mujer a que los llevásemos a un cine de Sacramento. Desde entonces la he visto dos veces y lo más probable es que volvamos a ir cuando la pongan en Redding. Le juro que nunca había visto nada igual.
—Una película popular, ¿eh?
—¿Popular dice? —inquirió el hombre, echándose a reír—. Dicen que es la mejor película del mundo. Se comenta que lleva recaudados cien millones de dólares y que sigue ganando pasta. Nunca me lo habría imaginado.
Era imposible; ninguna película había recaudado tanto hasta que hicieron Tiburón, y para eso faltaba todavía un año. Jeff nunca había oído hablar de Starsea, y menos en 1974. Recordaba que las grandes películas de ese año habían sido Chinatown y la secuela de El padrino.
—¿De qué se trata?
—Si no lo sabe, no quiero estropeársela. La dan en el Cascade; tendría que verla antes de volver a su casa. Vale la pena que se retrase, se lo aseguro.
Jeff sintió el acicate de la curiosidad, algo que hacía años que no experimentaba.
El dependiente hojeó un ejemplar del Redding Record-Searchlight. En la primera página salía Kissinger abrazado a Yitzhak Rabin.
—Aquí está, la próxima sesión empieza a las… tres y veinte.
El hombre echó un vistazo a la pared trasera de la tienda y añadió:
—Ya le guardaré el pedido, si quiere. Puede ver la película y todavía le sobrará tiempo para llegar a su casa antes de que anochezca.
—¿Es que va a comisión con el cine o qué? —dijo Jeff con una sonrisa.
—Ya se lo he dicho, a mí el cine no me hace ni fu ni fa, pero esta película es algo especial. Vaya a verla, que cuando vuelva le tendré el pedido bien guardadito en una caja, listo para cargarlo.
La cola para ver Starsea ocupaba más de una manzana, y eso que era un martes por la tarde en Redding. Jeff meneó la cabeza presa del asombro, compró la entrada y se puso en la cola a esperar. Había gente de todas las edadas, desde niños de seis años y ojos grandes a parejas taciturnas que rondaban los setenta y vestían monos gastados. Por las conversaciones que oía a su alrededor, Jeff dedujo que muchos habían visto la película más de una vez. Se comportaban casi como quien se reúne para compartir una experiencia religiosa, como adoradores que se acercan silenciosa y alegremente al altar amado. La película resultó ser exactamente como la había descrito el dependiente de la tienda y mucho más. Incluso en opinión de Jeff se adelantaba en varios años a su época por el argumento, las imágenes, los efectos especiales; era como una versión submarina de 2001: Una odisea del espacio, de Kubrick, pero tenía también la calidez y la humanidad de la mejor época de Truffaut.
La película empezaba explicando en tono elegiaco el antiguo vínculo que existe entre los seres humanos y los delfines; luego extendía esa relación mítica hasta incluir una raza de filósofos extraterrestres que hacía mucho tiempo había establecido contacto con los mamíferos inteligentes de los océanos terrestres. Según el argumento, esa raza había nombrado a los cetáceos como cuidadores benévolos de la humanidad hasta que llegara el momento en que el hombre estuviera preparado para entrar en la familia galáctica. Cerca del final del siglo veinte, los delfines se enteraban de que los mentores de Cygnus IV, cuyo regreso habían estado esperando durante siglos, habían sido destruidos en una catástrofe interestelar. A partir de ese momento, los delfines desarrollaron su verdadera naturaleza y la gran historia conocida por la humanidad, en un momento que fue a la vez de gran regocijo y de profundo pesar. Por primera vez, este planeta fue verdaderamente uno, una comunidad unida de mentes tanto en la tierra como en el mar…, pero más sola que nunca en la sombría vastedad del espacio, pues los benefactores desconocidos de la tierra habían desaparecido para siempre.
La película lograba transmitir con una sofisticación de medios y una rara penetración cinematográfica la insoportable ironía de perder las esperanzas a pesar de lograrlas. Al igual que el resto del público, Jeff se sintió conmovido hasta las lágrimas, sumido en un profundo embeleso, y sus años de exilio y alejamiento autoimpuestos quedaron destruidos en dos horas.
Y todo aquello le resultaba nuevo. Jeff no podría haber permanecido impasible ante una hazaña artística de aquella magnitud, tan lograda en todos los sentidos, aunque hubiera aparecido en cualquiera de sus anteriores repeticiones.
Leyó los créditos casi con el mismo asombro que le había inspirado la película: la dirección era de Steven Spielberg…, el guión y la producción de Pamela Phillips…, asesor creativo y supervisor de efectos especiales, George Lucas.
¿Cómo era posible? Todavía no había comenzado a rodarse Tiburón, la primera gran película de Spielberg, y aún faltaban dos años para que Lucas revolucionara la industria con La guerra de las galaxias. Pero lo más sorprendente, lo más misterioso de todo…, ¿quién rayos era Pamela Phillips?
—Me da igual lo que haga falta, Alan, lo único que no quiero es perder el tiempo. Quiero que me consiga esa entrevista, y la quiero para la semana que viene.
—Señor Winston, no es tan fácil. Esa gente tiene su propia jerarquía y en estos momentos, la mujer ocupa uno de los primeros puestos. La mitad de los guionistas y productores de Hollywood intenta…
—No quiero ir a venderle nada. Soy empresario, no soy productor de cine.
En el otro extremo de la línea se hizo un largo silencio. Jeff sabía lo que el agente de bolsa estaría pensando. Hacía nueve años que no hablaba directamente con su cliente. ¿Qué clase de empresario era, pues? Jeff Winston era un ermitaño, un recluso que se había presentado en la empresa de cambio y bolsa de San Francisco una sola vez, en 1965, para depositar una jugosa suma de dinero. Vivía en el bosque y, de vez en cuando, les enviaba un mensaje críptico indicándoles que debían adquirir en su nombre grandes cantidades de unas acciones prácticamente desconocidas o poco atinadas. Y sin embargo, sin embargo…
—Alan, ¿cuánto vale ahora mi cartera de acciones?
—Verá usted, no tengo esa información a mano. La suya es una cartera muy compleja y sumamente diversificada, tardaría varios días en…
—Calcúlelo así, a ojo de buen cubero.
—Teniendo en cuenta las posibles fluctuaciones de…
—Acabo de decirle que me dé una cifra aproximada, sin pensársela demasiado. Ahora mismo.
El hombre suspiró, resignado.
—Aproximadamente sesenta y cinco millones, con un margen de error de cinco millones en más o en menos. Como comprenderá, no tengo…
—Lo comprendo. Pero quiero asegurarme de que usted comprenda de qué estamos hablando. Estamos hablando de una persona que tiene mucho dinero para invertir y de otra persona que está en un negocio que depende absolutamente de la financiación externa. ¿Tiene sentido para usted?
—Claro que sí, señor. Pero recuerde que la compañía de la señorita Phillips dispone ahora de mucho capital gracias a las recaudaciones de su película. Es posible que en este momento, no sea una de las principales necesidades de la señorita Phillips.
—Estoy seguro de que sabrá reconocer el valor a largo plazo de mi interés. Si no es así, adopte usted un enfoque diferente. ¿No conoce a nadie con contactos en la industria del cine?
—Bueno…, creo que Harvey Greenspan, de nuestra oficina de Los Angeles, tiene un cierto número de clientes relacionados con los estudios.
—Entonces pídale que solicite ciertos favores, utilice las conexiones que tenga.
Llamaron suavemente a la puerta de la suite que ocupaba Jeff.
—El botones, señor. Ha venido una persona de Brooks Brothers para la prueba.
—Tengo que dejarlo, Alan —dijo Jeff al teléfono—. Cuando lo haya arreglado todo, llámeme al Fairmont.
—Haré lo que pueda, señor Winston.
—Que sea pronto. Después de tantos años, me disgustaría mucho tener que colocar mi cuenta en otra empresa.
Las oficinas de Starsea Production, Inc. estaban en un edificio de estuco blanco al sur de Pico, en una zona comercial anodina entre MGM y Twentieth Century Fox. La recepción estaba pintada de azul y blanco; detrás del mostrador había un cartel tamaño valla de una película. Una mezcla ecléctica de arte abstracto y fotos submarinas decoraban las demás paredes, y en la amplia mesa de café con baldosas españolas se exhibían una media docena de libros que reproducían los temas de la película: Vida inteligente en el universo, La mente de los delfines, Programación y metaprogramación en la biocomputadora humana… Mientras esperaba, Jeff hojeó una colección de fotos en color de Júpiter de la primera misión del Pioneer.
—¿Señor Winston? —La alegre y diminuta recepcionista morena le ofreció una sonrisa profesional—. La señorita Phillips lo espera.
La siguió por el largo corredor dejando atrás las puertas abiertas de varios despachos. Toda la gente que vio hablaba por teléfono.
La amplia oficina de Pamela Phillips estaba pintada en los mismos tonos azules y blancos de la recepción, pero en las paredes no había recuerdos de películas, ni grabados de Pollock, ni fotos de delfines. Lo que sí había era un motivo visual, repetido en una decena de variantes: mándalas, ruedas, círculos.
—Buenos días, señor Winston. ¿Le apetece tomar un café o un zumo?
—No, gracias.
—Eso es todo, Natalie. Gracias.
Jeff estudió a la mujer con la que esperaba entrevistarse desde hacía un mes. Era alta, mediría un metro setenta y cinco; tenía la boca ancha y la cara redonda muy poco maquillada; llevaba el pelo rubio, lacio y fino, peinado con un flequillo y una melena corta que le cubría las orejas. Jeff se alegró de haberse vestido en Brooks Brothers; Pamela Phillips lucía un serio traje gris de corte perfecto, una blusa color castaño, de cuello ito y zapatos planos a juego. No llevaba más joya que un pequeño broche de oro en la solapa, que reproducía un diseño de círculos concéntricos.
—Siéntese, señor Winston. Tengo entendido que quería hablar de Starsea Productions como una posibilidad de inversión.
Directa al grano, nada de preámbulos y conversaciones vacilantes. Igual que una mujer empresaria de mediados de los ochenta, pero en 1974.
—Efectivamente. Poseo un exceso de capital que…
—Permítame que le aclare un punto desde el principio, señor…
—Llámeme Jeff, por favor.
Pasó por alto aquel intento de romper el hielo y de imponer a la entrevista un tono más familiar y prosiguió con lo que estaba diciendo.
—Mi empresa cuenta con una total financiación privada y goza de una situación saneada. Le he concedido esta entrevista por pura cortesía hacia un amigo, pero si lo que quiere es invertir en la industria del cine, me temo que ha venido al lugar equivocado. Si lo desea, mi abogado le confeccionará una lista de algunas de las otras productoras que estarían…
—A mí me interesa Starsea, no la industria del cine en general.
—Si en algún momento nuestra empresa llegara a cotizar en bolsa, me encargaré de que su agente reciba una oferta. Pero hasta que no llegue ese momento…
Se levantó de su mesa y tendió la mano dispuesta a despedirlo.
—¿Es que no siente siquiera curiosidad por mi interés?
—La verdad es que no, señor Winston. Desde que estrenamos la película en diciembre, ha generado mucho interés en los medios más diversos. En estos momentos, he centrado mis energías en otros proyectos. —Volvió a tenderle la mano y añadió—: De manera que si no le importa, tengo una agenda muy apretada y…
Se lo estaba poniendo más difícil de lo que había esperado; no le quedó más remedio que lanzarse al ruedo.
—¿Qué me dice de La guerra de las galaxias? —le preguntó—. ¿Va a intervenir su empresa en el proyecto?
La mujer entrecerró los ojos verdes.
—Señor Winston, en esta ciudad circulan constantemente rumores sobre las películas futuras. Yo en su lugar, no haría caso de todo lo que oiga en la piscina del Bel-Air.
Jeff pensó que ya que estaba podía ir hasta el fondo.
—¿Y Encuentros en la tercera fase? —inquirió—. No estoy seguro de que Spielberg quisiera hacerla en este momento…, ¿usted qué opina? Podría parecer una mala secuela de Starsea.
La ira no abandonaba la mirada de la mujer, pero en ella se veía ahora algo más. Se sentó, se reclinó en su silla y lo miró con cautela.
—¿Dónde ha oído ese título?
Le devolvió la mirada y no contestó a la pregunta.
—Pero E. T. —comentó locuazmente— es algo completamente distinto. No veo conflicto alguno entre las dos películas. Lo mismo puede decirse de En busca del arca perdida, claro. Una película que no guarda ninguna relación con la anterior. Pero la primera secuela de ésa fue muy mala. Quizá pueda usted hablar del tema con él.
Había logrado captar su atención. Se acariciaba nerviosamente la garganta y en su rostro no se reflejaba más que asombro.
—¿Quién es usted? —le preguntó Pamela Phillips con un hilo de voz—. ¿Quién diablos es usted?
—Tiene gracia, yo me estaba haciendo la misma pregunta.