Llevaban menos de un mes en Londres cuando conoció a la chica que le ofreció LSD; de hecho, la conoció al salir del Chelsea Drugstore. Se rieron mucho de la coincidencia mientras conversaban tomándose un Campan con soda. Jeff le contó que había bajado a que le sirvieran una receta y había conseguido exactamente lo que quería. La chica consideró gracioso el comentario, aunque evidentemente no captó a qué aludía; los Rolling Stones no grabarían esa canción sino un año más tarde.
Se llamaba Sylvia, le confesó, pero todo el mundo le decía Sylla, «como la cantante Cilla Black, ¿sabes?». Sus padres vivían en Brighton (hizo una mueca), pero ella compartía un piso en South Kensington con otras dos niñas; trabajaba en Granny Takes a Trip, donde conseguía toda la ropa a mitad de precio, como la minifalda de vinilo azul y las medias amarillas estampadas que llevaba puestas.
—Tenemos una ropa tope ceñida, ¿sabes?, más ceñida que la Countdown o Top Gear. Cathy McGowan compra mucho en nuestra tienda y Jean Shrimpton estuvo ayer mismo.
Jeff sonrió y asintió, al tiempo que desconectaba para no oír su cháchara. No le interesaba la chica, sino la droga; hacía tiempo que iba tras ella y detestaba reconocer que siempre había tenido miedo de probarla. La chica daba la impresión de referirse a la droga como quien no quiere la cosa y, al parecer, no había padecido efectos negativos (eso suponiendo que fuera tonta de nacimiento). Se la había ligado más que nada por costumbre, con un comentario sobre el nuevo álbum de The Animals que llevaba debajo del brazo, y cinco minutos más tarde, ella le preguntó si quería tomarse un ácido. Al diablo con todo, ¿por qué no?
Al regresar a la casa de Sloane Terrace, encontró a Sharla durmiendo con un tío que había conocido la noche anterior en Dolly’s. Jeff cerró la puerta del dormitorio, fue a la sala, puso un disco de Marianne Faithfull con el volumen bajito y le preguntó a Sylla si quería otra copa.
—Si vamos a tomarnos el ácido, no —le contestó—. No es bueno mezclar las dos cosas, ¿sabes?
Jeff se encogió de hombros y de todos modos se sirvió un escocés. Necesitaba el alcohol para relajarse, para aliviar el nerviosismo que le producía la inminencia de su contacto con el ácido. ¿Qué mal podía hacerle?
—¿La que está en el dormitorio es tu mujer? —le preguntó Sylla.
—No. Es una amiga.
—¿No le importará que esté aquí?
Jeff negó con la cabeza y lanzó una carcajada.
—Ni tanto así.
Sylla sonrió y se apartó el pelo lacio y castaño de los ojos.
—Es que…, bueno, nunca lo hice con otra chica presente. Salvo mis compañeras de piso, claro, pero eso es porque tenemos poco espacio.
—Bueno, pues ella es mi compañera de piso y no hay ningún problema. Abajo hay otro dormitorio. ¿Te sentirás más cómoda allí?
Rebuscó en el bolso de vinilo amarillo, del mismo material que la falda y del mismo color que las medias.
—Primero tomémonos el ácido y esperemos a que nos haga efecto. Y después bajamos.
Jeff cogió el cuadradito de papel secante manchado de color púrpura que le entregó la chica y se lo tragó con el último sorbo de whisky. Sylla quiso tomarse el suyo con zumo de naranja, por lo que tuvo que ir a buscarle la botella a la nevera.
—¿Cuánto tarda en hacerte efecto? —le preguntó.
—Depende. ¿Has almorzado hoy?
—No.
—Entonces como una media hora —le respondió—. Más o menos.
Fue menos. Veinte minutos más tarde, las paredes se habían vuelto de goma; se alejaban y se acercaban. Jeff esperó que aparecieran las visiones que había imaginado, pero no ocurrió nada; lo único era que todo a su alrededor parecía ligeramente torcido, sesgado de una manera indefinible y brillante.
—¿Lo sientes, cariño? —le preguntó la chica.
—No…, no es lo que esperaba.
Pronunció aquellas palabras claramente, pero sentía como si se le negaran a la boca. El rostro de Sylla se transformó y fluyó como si de cera caliente se tratara; el carmín de sus labios y el rubor de sus mejillas parecían obscenamente llamativos, capas de pintura roja cubriéndole la piel.
—Pero está de coña, ¿no?
Jeff cerró los ojos y, sí, los dibujos estaban allí, círculos dentro de círculos, interconectados por un enrejado complejo y rielante. Ruedas, mándalas, símbolos de ciclos eternos, de cambio ilusorio que volvían a conducir al punto en el que el cambio había comenzado y en el que volvería a comenzar…
—Tócame las medias, anda, tócalas.
Sylla le colocó la mano sobre el muslo y el panty amarillo estampado se convirtió en un paisaje de texturas y cordilleras iluminadas por un sol extraño; y ese sol también formaba parte de los infinitos ciclos del ser, del…
Sylla se rió entre dientes y apretó su mano entre las piernas.
—Llévame abajo, ¿vale? Ya verás lo que se siente cuando has tomado ácido.
La complació, aunque él sólo quería tumbarse y dejar que su mente se abandonara a esas oleadas recurrentes de quietud y aceptación. En el pequeño dormitorio de la planta baja, Sylla lo desnudó, le pasó las uñas pintadas de rojo por todo el cuerpo dejándole un rastro de fuego frío allí donde lo había tocado. Se quitó la minifalda y las medias, se sacó la blusa fina por la cabeza y acercó la boca de Jeff a su pezón derecho. Se lo chupó más por curiosidad que por deseo, como un niño repentinamente consciente de su lugar en la cadena de la existencia, un niño omnisciente que veía su propio nacimiento, su propia muerte y su propia resurrección.
Sylla lo ayudó a penetrarla y automáticamente tuvo una erección. Su humedad interior fue algo antiguo, algo protohumano; el yin receptivo de su yang vital, unidos para erigirse en creadores de aquellos ciclos que se regeneraban infinitamente, de aquellos…
Jeff abrió los ojos y el rostro de la muchacha volvió a cambiar de forma. Se había convertido en el rostro de Gretchen. Estaba follándose a Gretchen, se estaba follando a su hija, a quien él había dado la vida y que, sin embargo, nunca había existido.
Se apartó de Sylla con repugnancia.
—¡¡Aaaghh!! —aulló la chica, presa de la frustración, y tendió la mano para acariciarle el flácido pene—. ¡Vamos cariño, vamos!
Las olas que sentía dentro de su mente ya no lo aliviaban, se estrellaban contra sus emociones con una fuerza maligna. Ciclos, ruedas…, dentro de aquella cadena universal no había sitio para él, no había ninguna trama en la que encajara su existencia mutante, fuera del tiempo.
La chica entreabrió los labios rojo sangre y se inclinó para chupársela. Él le apartó la cara hacia la pared vibrante e intentó borrar lo que había visto en ella.
—¿Os importa si participamos de la fiesta? —inquirió Sharla.
Apareció desnuda en el vano de la puerta. A sus espaldas se encontraba un joven delgaducho, de pelo largo y desordenado y rostro picado de viruelas. Sylla frunció el ceño, insegura, al ver a los recién llegados, luego se relajó y dejó caer la sábana con la que se había cubierto los pechos.
—Ya que estás —dijo Sylla—. Parece ser que el ácido no le ha sentado bien a tu amigo.
—¿Ácido? —repitió el muchacho, entusiasmado—. ¿Te queda algo?
Sylla asintió, al tiempo que cogía el bolso que había bajado consigo.
—Venga, danos un par de dosis, ¿quieres? —le dijo el muchacho, y dirigiéndose a Sharla le preguntó—: ¿Alguna vez has follado después de tomarte un ácido? ¡Es genial!
Estaban los cuatro en la cama; Sharla le acariciaba el pelo a Sylla, a Gretchen —¿o era Linda la que se lo acariciaba?—, después, el extraño se convirtió en Martin Bailey, la sangre que le manaba de la herida de bala que se había hecho en la cabeza brotaba a borbotones sobre las sábanas empapando los cuerpos desnudos de la mujer y la hija de Jeff; estaban todos muertos, todos muertos menos él, que no se podía morir por más veces que muriera. Él era la rueda; él era el ciclo.
Sharla golpeteaba impaciente con el pie mientras esperaban en la sala de primera clase del aeropuerto internacional de San Francisco. Siguiendo la última moda, tenía el rostro de una palidez espectral enmarcado por la lacia y lustrosa cabellera negra. Llevaba las cejas tan decoloradas que casi no se le veían y los labios pintados con un carmín que parecía una mancha de tiza. El alocado vestido con estampado pop-art que imitaba las rayas de una cebra y los leotardos blancos que lucía completaban la ausencia total de color.
—¿Cuánto más falta? —inquirió, lacónica.
Jeff echó un vistazo a su reloj y repuso:
—Subiremos al avión de un momento a otro.
—¿Y cuánto tardaremos en llegar?
—Son cuatro horas y media de vuelo. —Suspiró—. Ya hemos pasado por esto.
—De todos modos, no sé por qué vamos. Creí que estabas hasta el gorro del trópico. Eso mismo dijiste antes de que nos marcháramos del Brasil. ¿Por qué tenemos que irnos a Hawai así de repente?
—Quiero pasarme unos días tranquilos al sol, sin tener a nadie alrededor, para variar. Necesito tiempo para pensar, ¿vale? Y además, también hemos pasado por esto, ¿vale?
Sharla le lanzó una mirada cínica.
—Ya, ya, te crees que ya has pasado por todo, ¿no es así?
La miró lleno de incredulidad.
—¿A qué te refieres con eso?
—A toda esa mierda de que has vivido esta vida un montón de veces, todos esos cuentos sobre la reencarnación o como se llame.
Jeff se revolvió incómodo en el asiento y la aferró con fuerza de la muñeca.
—¿Dónde has oído hablar de eso? Nunca he…
—Suéltame —le dijo, liberándose—. Hazme el favor, eres incapaz de que se te ponga tiesa con una niñata, el ácido hace que te cagues de miedo, y así de repente, te da por salir huyendo, y luego me agarras…
—Cállate, Sharla. Dime lo que has oído decir y dónde.
—Mireille me lo contó todo el año pasado. Me dijo que trataste de venderle un viaje místico o algo por el estilo, que le dijiste que te habías muerto y habías resucitado. ¡Mentira podrida!
La revelación golpeó a Jeff con una fuerza casi física. De todas las personas que había conocido en sus vidas, sólo en Mireille había encontrado una cierta empatía y comprensión que lo impulsó a compartir con ella su secreto. Había creído que la muchacha no emitiría juicio alguno sobre lo que le había contado y que se guardaría la confidencia, como correspondía…
—¿Por qué…? —Se le quebró la voz—. ¿Por qué te lo contó?
—Porque le pareció gracioso. A todos nos hizo gracia. Toda la gente que conocíamos en París se pasó meses riéndose de ti a tus espaldas.
Se aferró la cabeza con las manos tratando de digerir las consecuencias de lo que Sharla le estaba revelando.
—Confiaba en Mireille —dijo en voz baja. Sharla bufó en tono de mofa.
—¡Ajá!, tu amiguita especial, ¿eh? Para que lo sepas, primero lo hizo conmigo; ¿quién te crees que le pidió que se metiera contigo en la cama para sacarte de ese muermo en el que te pasabas la mitad del tiempo? Empezabas a hartarme. Lo único que quería yo era pasármelo bien y que me follaran. Mireille habría sido capaz de tirarse a un jodido mono si Jean-Claude y yo se lo hubiésemos mandado. Y eso hicimos. ¿Acaso no fuiste tú el afortunado?
La voz incorpórea de una mujer anunció su vuelo. Jeff se dirigió hacia la puerta envuelto en el estupor de la incredulidad, con Sharla a su lado, que lucía una sonrisa apretada y satisfecha en el rostro. Buscaron sus asientos situados en el lado derecho, justo detrás del ala del Boeing 707 casi nuevo. No se dijeron palabra mientras guardaron sus equipajes de mano y se abrocharon los cinturones. Una azafata pasó repartiendo caramelos y chicles; Jeff le dijo por señas que no quería nada. Sharla se sirvió una barra de caramelo anaranjada y la chupó con deleite.
—Señores pasajeros tengan ustedes buenos días. Les damos la bienvenida a bordo del vuelo 843 de Pan American World Airways con destino a Honolulú. El piloto de hoy es el comandante Charles Kimes, que en este vuelo estará secundado por el primer oficial Fred Miller, el segundo oficial Max Webb y el ingeniero de vuelo Fitch Robertson. Volaremos a una altura aproximada de…
Jeff miró por la ventanilla y vio pasar lentamente la pista de cemento gris.
En realidad, la culpa de todo aquello la tenía él. Él había sido quien le diera el tono despreocupado y sibarítico a aquella repetición, al viajar a Las Vegas con el propósito expreso de buscar a Sharla.
—… treinta minutos después del despegue les serviremos el almuerzo. Rogamos no fumen y permanezcan con los cinturones abrochados hasta que se hayan apagado las señales luminosas. Para su mayor comodidad…
¿Cómo iba a sentirse ahora, enfurecido, derrotado? Eran emociones que no iban a hacerle ningún bien; el daño ya estaba hecho. Era evidente que nadie, ni siquiera Mireille, se había creído lo que le había contado en St. Tropez. Al menos el engaño de Mireille y Sharla no había representado una amenaza para él; la única consecuencia que había tenido era dejarlo más solo que antes.
El avión avanzó velozmente por la pista y se elevó graciosamente en el aire. Miró hacia la parte delantera de la cabina. No había pantalla de cine, claro; TWA continuaba siendo la compañía con derechos exclusivos para exhibir películas en vuelo. Lástima. Le habría venido bien la distracción.
Jeff volvió a mirar por la ventanilla mientras el avión pasaba sobre la ajetreada autopista de Bayshore. Tendría que haberse llevado un libro. Acababan de publicar El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, de Tom Wolfe; no le habría importado volver a leerlo…
El enorme avión vibró de repente, sacudido por una explosión sorda. Jeff comprobó horrorizado que la turbina derecha se desprendía de su soporte abriendo un agujero en el ala antes de caer hacia la ciudad que había debajo de ellos. El queroseno salió a borbotones del depósito situado en la punta del ala y luego estalló en una llama rizada y blanca que escupía restos de metal fundido.
—¡Mirad, se está quemando el ala! —gritó alguien detrás de él.
La cabina se llenó de gritos y aullidos de niños.
Se desprendió el tercio externo del ala incendiada y el avión se inclinó enloquecido hacia la derecha. Acurrucadas en el desfiladero entre dos colinas, Jeff vio unas casas y a poco más de trescientos metros, el agua azul del Pacífico.
Sharla se agarró de su mano izquierda. Él respondió con un apretón, olvidándose del rencor y el pesar en un momento tan increíble como aquél.
Habían transcurrido apenas dos años de aquel replay, pensó con pavor; ¿resucitaría de una muerte tan temprana y violenta? A pesar de que había maldecido hasta la saciedad sus vidas repetidas, deseaba desesperadamente que la vida continuara.
El avión volvió a sacudirse y se inclinó más hacia la derecha. Se vio entonces el puente Golden Gate, y sus torres quedaron asombrosamente próximas.
—Vamos a chocar —susurró Sharla con urgencia—. ¡Vamos a chocar contra el puente!
—No —repuso Jeff con voz ronca—. Aún seguimos más o menos estabilizados. No hemos caído demasiado desde que se desprendió la turbina. Verás que no tocaremos el puente.
—Les habla el comandante Kimes —dijo una voz premeditadamente tranquila—. Señores pasajeros, tenemos un problema menor…, bueno, tal vez no sea menor.
Volvían a sobrevolar sobre tierra firme, otra vez en dirección a las colinas de San Francisco.
—Intentaremos… Nos dirigiremos hacia la base de la Fuerza Aérea de Travis, a unos sesenta kilómetros de aquí; allí tienen una pista de aterrizaje muy larga que podremos utilizar, más larga que cualquiera de las del aeropuerto internacional de San Francisco. Voy a estar muy ocupado, así que les ruego que se sienten y les pasaré con el señor Webb, el segundo oficial, que les explicará todo lo que necesitan saber sobre el aterrizaje.
—Cree que no lo lograremos —gimió Sharla—. ¡Vamos a estrellarnos, lo sé!
—Cállate —le ordenó Jeff—. Te oirán los niños que están del otro lado del pasillo.
—Les habla Max Webb, el segundo oficial —dijo la voz metálica que salió por los altavoces—. Dentro de aproximadamente diez minutos efectuaremos un aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Travis, de modo que…
Sharla empezó a gimotear y Jeff volvió a apretarle la mano con fuerza.
—… Si utilizamos los toboganes, les rogamos que mantengan la calma. Recuerden que para bajar por el tobogán deberán sentarse. No se asusten. Si aterrizamos sobre terreno accidentado, cosa que es probable, por favor, inclínense hacia adelante en los asientos. Sujétense de las pantorrillas y no levanten la cabeza, o bien pongan los brazos debajo de las rodillas. Estírense hacia adelante todo lo que puedan. No se muevan hasta que les indique lo que vamos a…
El avión perdía rápidamente altura. Cuando se acercaron a la amplia extensión de la base militar, Jeff vio una serie de coches de los bomberos y ambulancias aparcados junto a la pista muy larga y vacía.
Comenzaron a describir un largo rizo a pocos cientos de metros por encima de los cuarteles y hangares de la Fuerza Aérea. Jeff oyó que las ruedas salían a trompicones del tren de aterrizaje del avión. «La tripulación debe de estar dándole a una manivela para bajarlas a mano», pensó Jeff. Lo más probable era que la explosión hubiera inutilizado el sistema hidráulico.
A su lado, Sharla farfullaba algo; sonaba como si estuviera rezando. Jeff echó un último vistazo por la ventanilla y vio que un remolino de viento levantaba una nube de polvo en el extremo más próximo de la pista a la que se dirigían. Eso podría causar problemas; con los daños que había sufrido ya el avión, una turbulencia de último momento podría… En fin, no tenía sentido pensar en ello. Soltó la mano de Sharla, la ayudó a adoptar una posición fetal, luego metió la cabeza entre las rodillas y se aferró de las pantorrillas.
Las turbinas que quedaban hicieron una repentina exhibición de su potencia y el avión viró hacia la izquierda para volver luego a su curso. El piloto estaría intentado esquivar el remolino de viento, estaría…
Las ruedas tocaron la pista con un fuerte chirrido y al parecer, lograron aguantarse firmes. Recorrieron la pista durante unos segundos agónicos. Las turbinas volvieron a rugir y el avión aminoró la marcha hasta detenerse… Habían aterrizado.
Los pasajeros prorrumpieron en aplausos. Las azafatas abrieron las salidas de emergencia y todo el mundo se apresuró a deslizarse por los toboganes. El avión averiado apestaba a combustible; una vez fuera, Jeff alcanzó a ver que el líquido inflamable y transparente salía a borbotones por las hendiduras abiertas en el ala derecha. Tiró de Sharla y los dos se alejaron corriendo del avión.
A trescientos metros de distancia, cayeron exhaustos sobre la franja de hierba que había entre dos pistas. Unos coches de bomberos militares cubrían el 707 con una espuma blanca; la gente no tardó en rodearlos, presa del asombro.
—Ay, Jeff —lloriqueó Sharla, echándole los brazos al cuello y hundiendo la cara en su hombro—. Dios mío, qué miedo pasé ahí arriba. Creí que…, que…
Se liberó de su abrazo, la apartó y se puso en pie. El duro maquillaje blanco y negro que llevaba aparecía surcado de lágrimas, y al deslizarse por el tobogán, el vestido pop-art se le había manchado con el humo y la hierba.
Jeff miró a su alrededor, a su izquierda vio un edificio que parecía un hervidero de actividad, a él llegaba un enjambre de ambulancias que volvían a la pista y de él salía el personal de emergencia con trajes de amianto. Echó a andar en esa dirección dejando allí a Sharla, llorando en el suelo.
—¡Jeff! —le gritó—. ¡No puedes dejarme ahora! ¡Después de lo que pasamos!
«¿Por qué no?», pensó; iba a repetirlo en voz alta pero se limitó a seguir andando.