Capítulo 7

Se vio en la oscuridad, rodeado de gritos. Un par de manos lo aferraron del brazo derecho; las uñas atravesaron la manga y se le clavaron en la piel.

Jeff vio ante sí una imagen del infierno: niños que lloraban, gritaban y tropezaban al correr, incapaces de huir de las negras criaturas aladas que bajaban en picado para picotearles las caras, las bocas, los ojos…

Entonces, una rubia de una gélida perfección metió a dos de las niñas en un automóvil para salvarlas de la carnicería. Jeff cayó en la cuenta que estaba viendo una película, una película de Hitchcok, Los pájaros.

La presión sobre su brazo aminoró igual que la intensidad de la escena y, al volver la cabeza, vio a Judy Gordon que le lanzaba una sonrisa aniñada y llena de incomodidad. A su izquierda, Paula, la amiga de Judy, se acurrucaba en el hueco protector del brazo de Martin Bailey.

1963. Todo había vuelto a empezar.

—¿Por qué estás tan callado esta noche, cariño? —le preguntó Judy en el asiento trasero del Corvair de Martin, cuando se dirigían a Joe’s and Moe’s después del cine—. No pensarás que fui muy tonta por haberme asustado tanto, ¿verdad?

—No, en absoluto.

Entrelazó los dedos con los suyos y reclinó la cabeza sobre su hombro.

—Ah, bueno, para que no te pienses que soy una mema.

Su pelo olía a fresco y a limpio, y se había puesto unas gotitas de Lanvin en el cuello pálido y delgado. Su dulce aroma era exactamente el mismo que el de aquella incómoda noche, de hacía veinticinco años, en el coche de Jeff…, y antes de aquello, casi medio siglo atrás, esa misma noche.

Todos sus logros se habían esfumado: su imperio económico, la casa del condado de Dutchess…, pero lo más devastador de todo era que había perdido a su hija. Gretchen, con su aspecto larguirucho, casi de mujer, y su mirada inteligente y amorosa, había desaparecido. Estaba muerta, o algo peor. En esta realidad, nunca había existido.

Por primera vez en su larga y accidentada vida, comprendió plenamente el lamento de Lear por Cordelia:

«[…] Ya no volverás más, jamás, jamás, jamás, jamás, jamás».

—¿Qué pasa, cariño? ¿Decías algo?

—No —murmuró, apretando a la muchacha contra su pecho—. Pensaba en voz alta.

—Mmmm. ¿En qué estás pensando?

«Preciosa inocencia», pensó; bendita y dulce ignorancia de las heridas que puede infligir un universo de locos.

—Pensaba en cuánto significa tenerte aquí, a mi lado. En cuánto necesito abrazarte.

Su antiguo internado de las afueras de Richmond permanecía intacto, igual que el campus de Emory. Algunos aspectos del lugar parecían variar ligeramente con respecto al recuerdo que de él guardaba. Los edificios se veían más pequeños; el refectorio estaba más cerca del lago de lo que él recordaba. Se había acostumbrado a encontrarse con ese tipo de leves discontinuidades, y hacía tiempo ya había decidido que eran debidas a su mala memoria más que a un cambio concreto en la naturaleza de las cosas. En esta ocasión, desde la última vez que había estado allí habían transcurrido casi cincuenta años durante los cuales sus recuerdos se habían ido borrando. Toda una vida adulta, aunque partida en dos, volvía ahora a empezar.

—¿Te tratan bien en la universidad? —preguntó la señora Braden.

—No demasiado mal. Tenía ganas de marcharme unos días y pensé en venir a ver la vieja escuela.

La bibliotecaria bajita y regordeta lanzó una risita maternal.

—No ha pasado siquiera un año desde que te graduaste, Jeff; ¿tan pronto te ha dado nostalgia?

—Supongo que sí. —Sonrió—. A mí me parece que hace mucho más.

—Ah, espera a que hayan pasado diez años, o veinte; ya verás lo lejos que puede llegar a parecer todo esto. No sé si entonces vas a tener ganas de volver a visitarnos.

—Seguro que sí.

—Eso espero. Es bueno saber cómo evolucionáis, cómo os va en el mundo de ahí fuera. Creo que a ti te irá bien.

—Gracias, señora. Eso intento.

La mujer le echó un vistazo a su reloj y miró distraídamente hacia la puerta de la biblioteca.

—A las tres tengo que recibir a un nuevo grupo de estudiantes del próximo curso, para ofrecerles la excursión de veinticinco centavos; procura ir a saludar al doctor Armbruster antes de marcharte, ¿quieres?

—Iré a verlo.

—Y la próxima vez, pásate por casa; nos tomaremos una copa de jerez y recordaremos los viejos tiempos.

Jeff se despidió, se abrió paso entre las estanterías y salió por el costado. No tenía intención de hablar con los profesores ni con el personal administrativo, pero cuando iba para allí en coche sabía que no podría evitar uno o dos encuentros casuales. En general, creyó haberse manejado bastante bien con la señora Braden, pero se sintió aliviado de que la conversación hubiese sido breve. En Emory ya había cogido confianza y se desempeñaba bastante bien en esos encuentros, pero donde se encontraba ahora, iba a costarle mucho más; el recuerdo que guardaba de aquel lugar y de la gente era muy vago.

Avanzó a paso largo por un sendero que había detrás de la biblioteca y se internó en los solitarios bosques de Virginia que rodeaban el campus donde de adolescente se había convertido en un joven adulto. Algo lo había atraído hasta allí, algo más fuerte y apremiante que la mera nostalgia. Por el amor de Dios, si a esas alturas había respondido demasiado a la nostalgia que la vida le deparaba como para buscar más.

Quizá fuera porque aquél era el último ambiente significativo de su vida que no había repetido y que continuaba existiendo tal como lo recordaba. Ya había estado en la casa de su niñez, en Orlando, y había regresado a Emory en dos ocasiones. En los lugares en los que había vivido originalmente después de haber cursado estudios universitarios, donde había pasado su vida de soltero y, posteriormente, se había casado con Linda, no había rastros de él en esta vida ni en la que acababa de vivir recientemente. Sin embargo, donde estaba ahora, lo recordaban; había dejado su propia marca personal en esta escuela, del mismo modo que ésta había ejercido una gran influencia en él, tanto en esa existencia como en las otras. Quizá fuera la necesidad de volver a las raíces, de confirmar su propia personalidad, de recordar una época en la que la realidad era algo estable y no repetitivo.

Jeff apartó la rama de un olmo que pendía sobre el sendero y sorpresivamente se encontró delante del puente que, durante todo aquel tiempo, lo había perseguido con la culpa y la vergüenza.

Se quedó mirando fijamente, con cara de asombro, la escena que había poblado sus sueños durante cincuenta años. Se trataba de una pequeña pasarela de madera sobre un arroyo, una sencilla estructura de no más de tres metros de largo, pero en cuanto la vio, Jeff apenas logró controlar el terror que le oprimió el pecho. No tenía ni idea de que aquel sendero iba a conducirlo hasta allí.

Soltó la rama del otoño, avanzó despacio hacia el diminuto puente, con sus tablas serradas a mano y su barandilla de apenas un metro amorosamente trabajada. Lo habían reconstruido, por supuesto, siempre lo había supuesto así. Sin embargo, mientras estuvo en la escuela, nunca había vuelto a aquel lugar, hasta ese momento.

Se sentó en la orilla del arroyo, junto al puente, y pasó la mano por la madera gastada. Al otro lado del arroyo, una ardilla mordisqueaba una bellota que sostenía entre las patas y lo observaba con una mirada plácida pero precavida.

Aquel primer año que pasara en la escuela, Jeff no había sido un chico tímido; callado, serio en sus estudios, eso sí, pero de ningún modo tímido. No había tardado nada en hacer varios amigos, y se había sumado a los bulliciosos juegos del dormitorio, a las batallas con crema de afeitar, a cubrir con papel higiénico el cuarto de otro estudiante, ese tipo de cosas. En cuanto a las chicas, tenía la experiencia que era de esperarse en un quinceañero en aquella época inocente. En el último año de bachillerato había tenido una novia fija, pero hasta entonces, no había contado con ninguna amiga especial entre las estudiantes de bachillerato que los fines de semana venían de Richmond para asistir a los bailes del campus; el encuentro con aquella chica llamada Barbara, y que con tanto cariño recordaba, tendría que esperar hasta que cumpliera los dieciséis.

No obstante, aquel primer año se enamoró. Estaba colado por su profesora de francés, una mujer de unos veinticinco años, de nombre Deirdre Rendell. No era el único con esta obsesión; aproximadamente el ochenta por ciento de los chicos de aquel campus, exclusivamente compuesto por varones, estaba enamorado de la esbelta morena cuyo marido enseñaba Historia Norteamericana. Cada noche, a la hora de la cena, se producía una loca carrera por ocupar los seis asientos reservados a los estudiantes en la mesa que los Rendell tenían en el refectorio; dos o tres veces por semana, Jeff lograba hacerse con un sitio en aquella mesa.

Estaba convencido de que la profesora sentía por él algo especial, algo más que la brillante calidez que demostraba a los demás chicos; tenía la certeza de que cuando le hablaba veía en sus ojos un fulgor especial, una llama. Cierta vez, cuando estaban en clase, ella se había detenido detrás de su silla y, despacito, como quien no quiere la cosa, le masajeó el cuello, mientras dirigía a los estudiantes en el recitado de Baudelaire. Para él había sido un momento intensamente erótico, y disfrutó mucho al sentirse el centro de las miradas envidiosas de sus compañeros. Durante una temporada dejó incluso de masturbarse inspirándose en las láminas centrales del Playboy y reservó sus fantasías sexuales a Deirdre —tal como la llamaba en la intimidad— y únicamente a Deirdre.

A finales de noviembre resultó evidente que la señora Rendell estaba embarazada. Jeff procuró pasar por alto lo que aquello le decía sobre la salud de la relación de la señora Rendell con su marido y se centró en la fresca belleza que le daba a su rostro la maternidad inminente.

En invierno tomó licencia por maternidad y otra maestra pasó a sustituirla hasta que estuviera en condiciones de volver a su trabajo. El bebé nació a mediados de febrero. En abril, con los pechos maravillosamente henchidos de leche, la señora Rendell volvió a ocupar su puesto en la mesa que la pareja tenía en el refectorio. Cuando no lo llevaba en brazos, depositaba al bebé en una cuna portátil; su marido la colmaba constantemente de atenciones. El hijo y el marido ocupaban casi todos los momentos de su adorada atención; Jeff ya no logró imaginar que las raras sonrisas que le regalaba podían llegar a ocultar alguna ternura.

Los Rendell vivían en una casa fuera del campus, al otro lado del bosque que había detrás de la biblioteca. En días soleados, a la señora Rendell le gustaba ir al colegio andando y regresar también andando por el pacífico bosque de olmos y abedules. Había un sendero bastante desgastado que conducía hasta allí, si bien estaba interrumpido por un pequeño arroyo. En otoño, había podido vadear fácilmente el estrecho arroyo, pero ahora que tenía que empujar el cochecito del bebé, el arroyo representaba un serio obstáculo.

Su marido trabajó seis semanas para construir el pequeño puente. Cortó la madera a la medida con la sierra mecánica del taller de la escuela; la cepilló hasta alisarla por completo, e hizo que las viguetas y travesaños del pequeño tramo fueran el doble de fuertes de lo que en realidad hacía falta. El día en que quedó terminado, por la noche, la señora Rendell lo besó en la mesa del refectorio, le dio un beso prolongado y amoroso. Jamás había hecho nada parecido delante de los muchachos. Jeff se quedó mirando la comida de su plato que apenas había probado; sentía frío y un nudo en el estómago.

Al día siguiente se fue al bosque para estar solo y tratar de descifrar los horribles sentimientos que lo abrumaban; cuando llegó al puente, algo se quebró en su interior.

Una ira desacostumbrada le dejó la mente en blanco cuando cogió la primera piedra grande que encontró en el lecho del arroyo y la lanzó con todas sus fuerzas contra la barandilla de madera.

Una tras otra fue tirando las piedras más pesadas que pudo encontrar y levantar. Lo que más le costó aplastar fueron los contrafuertes; los habían construido para que durasen, pero bajo el furioso ataque de Jeff, las vigas acabaron por ceder y cayeron al arroyo junto con los restos astillados de lo que quedaba del puente.

Cuando hubo terminado, Jeff miró fijamente los restos empapados, mientras el cansancio y la angustia lo obligaban a respirar a borbotones. Al levantar la vista, al otro lado del arroyo vio a la señora Rendell, de pie en el sendero. El rostro que había adorado tantos meses lo miraba como una máscara inexpresiva. Sus ojos se encontraron unos segundos; después, Jeff echó a correr.

Supuso que iban a expulsarlo; pero nadie dijo palabra del incidente. Jeff no volvió a sentarse a la mesa de los Rendell. Procuraba no encontrarse con ninguno de los dos. En clase, ella siguió mostrándose amable, incluso agradable con él, y al final del curso le puso sobresaliente en francés.

Lanzó una piedra al arroyuelo de aguas tranquilas, la vio rebotar en una roca y caer en el agua con un sonoro «plaf». Destruir el puente había sido un acto vil, imperdonable. Sin embargo, la señora Rendell lo había perdonado, lo había protegido, incluso había tenido la sensatez de no aumentar su vergüenza expresándole su perdón con palabras. Debió de haber entendido la furia solitaria y desbocada que lo había impulsado a semejante extremo, debió de haber reconocido que, a su manera infantil, él había interpretado el amor que ella sentía por su marido y su hijo como la peor de las traiciones.

Y eso mismo había ocurrido en la visión distorsionada que Jeff tenía de las cosas. Aquél había sido su primer encuentro con la muerte de la esperanza. Ya sabía qué era lo que lo había impulsado a regresar a la escuela, a aquel tranquilo claro del bosque de su juventud. Una vez más, debía enfrentarse al vacío de una pérdida infinita, pero en esta ocasión, sería a un nivel más complicado. En esta ocasión, sabía que no podía quebrarse bajo el peso de lo intolerable. Ya no había puentes que destruir; debía aprender a seguir adelante y a construir, a pesar del tormento que le producía la muerte de su hija y el saber que nunca iba a repetirse.

A las once menos cuarto de la noche de un viernes, delante del Harris Hall había al menos veinte parejas que se abrazaban en las sombras; rodeándose con los brazos y las caras muy juntas, se afanaban por aprovechar los últimos minutos de febril contacto antes de que las muchachas, advertidas por la directora, tuvieran que regresar al dormitorio. Jeff y Judy ocupaban un banco de piedra, alejado de las almibaradas parejas. Ella estaba molesta.

—Es ese Frank Maddock, ¿verdad? Fue todo idea de él, ya lo sé.

Jeff negó con la cabeza.

—Ya te he dicho que yo se lo he sugerido.

Judy no lo escuchaba.

—No tendrías que tener tratos con él. Sabía que esto ocurriría. Se cree muy chulo, se cree el colmo de la sofisticación. ¿Es que no te das cuenta de lo que hay detrás?

—Cariño, él no tiene la culpa. La idea ha sido mía, y funcionará. Espera hasta mañana y ya lo verás.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Sopló una fría brisa nocturna y Judy apartó la mano de las suyas para cerrarse la chaqueta de piel de conejo.

—Ni siquiera tienes edad suficiente para hacer esas apuestas; tienes que servirte de él.

—Sé lo que hago —le dijo Jeff con una sonrisa.

—¿Qué es lo que sabes? ¿Vender el coche y perder todo tu dinero? —Es que no puedo creerlo, has vendido tu coche para apostar el dinero a los caballos.

—Mañana por la tarde me compraré otro. Puedes venir conmigo a escogerlo. ¿Qué te gustaría, un Jaguar o un Corvette?

—No digas burradas, Jeff. Y pensar que yo creía que te conocía bien, pero esto…

El viento remontó por el aire una flor caída de cerezo silvestre y la depositó sobre los cabellos de la chica. Él tendió la mano para quitársela, y el gesto se convirtió en una caricia. Ella se aflojó toda, y él le pasó los blancos pétalos por la mejilla, los apretó ligeramente contra los labios de la chica y luego contra los suyos.

—Ay, cariño —le susurró ella, acercándose más—. No quiero parecer una regañona. Pero esto que vas a hacer me preocupa mucho y no puedo…

—Chss —le dijo él, cogiéndole la cara con ambas manos—. No hay nada de qué preocuparse. Te lo aseguro.

—Pero no sabes…

La hizo callar con un beso que duró hasta que una mujer de voz ronca los interrumpió gritando:

—¡Toque de queda dentro de cinco minutos!

Unas muchachas pasaron al lado de ellos mientras se dirigían hacia la puerta brillantemente iluminada del dormitorio.

—¿Me acompañarás mañana a comprarme el coche? —le preguntó.

—Oh, Jeff —suspiró ella—. Mañana por la tarde tengo que terminar un trabajo para este trimestre, pero si vienes a recogerme a las siete, te invito a una hamburguesa en Dooley’s. Y no te deprimas demasiado cuando pierdas; al menos te servirá de lección.

—Sí, señora —le dijo con una sonrisa—. Procuraré tomar apuntes.

Un ayudante con chaqueta roja les aparcó el Jaguar en el restaurante Coach and Six. Jeff deslizó un billete de veinte dólares en la mano del sumiller y nadie le pidió a Judy el carnet de identidad cuando solicitó que les sirvieran una botella de Moet Chandon.

—Por Chateaugay —brindó Jeff cuando les sirvieron el champán.

Judy vaciló con la copa en alto.

—Preferiría brindar por esta noche —dijo.

Entrechocaron las copas y sorbieron el champán. Judy estaba preciosa: lucía el vestido escotado azul oscuro que se había comprado para el baile de primavera, era una mezcla de niña jugando a los disfraces y una mujer absolutamente sexy. En la ocasión anterior se había apresurado demasiado en dejarla de lado buscando una mujer cuya experiencia fuera acorde a la suya. Evidentemente, se trataba de un objetivo imposible. Ahora se deleitaba con la honesta calidez de su ingenuidad, tan diferente del erotismo barato de Sharla o las formas frías y sofisticadas de Diane. Una inocencia como aquélla merecía ser cultivada, no negada.

El Coach and Six era un restaurante norteamericano de calidad media, de hecho, su menú no incluía nada arriesgado, pero Judy parecía impresionada, y se esforzó horrores por exhibir su mejor comportamiento adulto. Jeff pidió una langosta para ella, y para él unas chuletas de primera. Ella se fijó en qué tenedores utilizaba Jeff para la ensalada y el aperitivo, y a él le encantó la abierta naturalidad de la chica.

Después de la cena, mientras tomaban un Drambuie, Jeff le entregó la cajita azul de la joyería Claude S. Bennett. Ella la abrió, se quedó mirando embobada el anillo con el diamante de dos quilates y luego se echó a llorar.

—No puedo aceptarlo —murmuró, cerrando con cuidado la cajita y depositándola delante de Jeff—. No puedo.

—Creí que habías dicho que me querías.

—Y te quiero —repuso ella—. Diablos, diablos, diablos.

—Entonces ¿qué pasa? Podemos esperar uno o dos años si consideras que todavía eres demasiado joven, pero me gustaría formalizar nuestros planes ahora mismo.

Al secarse los ojos con una servilleta, Judy se embadurnó la cara con el maquillaje. Jeff sintió ganas de limpiarle las manchas a besos, de lavarla a lengüetazos como hacen los gatos con sus crías.

—Paula me ha dicho que hace semanas que faltas a clase —le dijo—. Dice que hasta es posible que te echen.

Jeff sonrió y la cogió de la mano.

—¿Eso es todo? Cariño, no tiene importancia. De todos modos voy a dejar la universidad. Acabo de ganar diecisiete mil dólares y para octubre podré… Mira, no tienes por qué preocuparte de nada. Tendremos un montón de dinero; ya me encargaré de eso.

—¿Cómo? —le preguntó amargamente—. ¿Apostando? ¿Así vamos a vivir?

—Invirtiendo —le dijo—. Invirtiendo en negocios perfectamente legales, en grandes empresas como IBM y Xerox…

—Sé realista, Jeff. El que hayas tenido suerte en una carrera de caballos, no significa que puedas hacer fortuna en la bolsa. ¿Y si las acciones bajan qué? ¿Y si hay una depresión o algo así?

—No la habrá —le dijo en voz baja.

—¿Y tú qué sabes? Mi padre dice…

—No me importa lo que diga tu padre. No habrá ninguna…

Judy dejó la servilleta y apartó la silla de la mesa.

—Pues a mí sí que me importa lo que dicen mis padres. Y me molesta incluso pensar en cómo reaccionarían si les contara que iba a casarme con un chico de dieciocho años que ha abandonado sus estudios universitarios para hacerse apostador.

A Jeff no se le ocurría qué contestarle. Tenía razón, por supuesto. Debía de parecerle un tonto irresponsable. Había sido un terrible error contarle lo que hacía.

Volvió a meterse el anillo en el bolsillo de la americana.

—Por el momento, voy a guardármelo —le dijo—. A lo mejor me pienso lo de la universidad.

Sus ojos volvieron a humedecerse; el azul intenso de sus pupilas brilló tras las lágrimas.

—Por favor, Jeff, piénsatelo. No quiero perderte, y menos por una locura como ésta.

Jeff le apretó la mano.

—Algún día llevarás ese anillo. Estarás orgullosa de él y de mí.

Se casaron en la Primera Iglesia Baptista de Rockwood, Tennessee, en junio de 1968, una semana después de que Jeff acabara la licenciatura. Justo cuatro días antes de la fecha en que había conocido a Linda en dos ocasiones, con resultados drásticamente diferentes en sus otras vidas. Rockwood era la ciudad natal de Judy; sus padres organizaron luego una gran barbacoa informal en su casa de verano, cerca del lago Watts Bar. Jeff se dio cuenta de que la tos de su padre empeoraba; a pesar de ello, no hacía caso a las súplicas de su hijo para que dejara de turnar un Pall Mall tras otro. No dejaría el tabaco hasta que, dentro de unos años, le diagnosticaran un enfisema. La madre de Jeff se mostraba más feliz de lo que había estado en sus anteriores bodas con Linda y Diane, si bien ella no recordaba ninguna de estas dos ocasiones. Su hermana, una quinceañera tímida con aparatos de ortodoncia, había simpatizado de inmediato con Judy.

La familia Gordon, por su parte, había recibido a Jeff en su seno con entusiasmo. Se había convertido en la imagen misma de la presa perfecta: veintitrés años, buena educación, industrioso, responsable. Con unos sustanciosos ahorros y un portafolio de acciones puesto a su nombre y de Judy, conservador pero que crecía firmemente.

No había resultado fácil. Los cinco años de universidad fueron bastante duros, pues tuvo que obligarse a retomar el largo tiempo abandonado régimen de estudios, trabajos especiales y exámenes; pero lo más difícil había sido pugnar por no ser rico. La última vez que había tenido esta misma edad, había sido un wunderkind financiero, el socio principal de un poderoso conglomerado. Una inyección de capital tan repentina habría desequilibrado a Judy, creando graves problemas entre los dos. Por eso había dejado pasar las carreras de Belmont y la Liga de Béisbol, y con gran dolor por su parte, evitó las muchas inversiones de gran rendimiento con las que podría haber amasado fácilmente una fortuna multimillonaria.

En esta ocasión, él y Frank Maddock se habían separado poco después del derby de Kentucky. El que en la otra vida había sido su socio en la cumbre del éxito empresarial había terminado sus estudios de derecho en Columbia y trabajaba como abogado para un bufete de Pittsburgh.

Jeff y Judy aceptaron la hipoteca de una bonita casa en falso estilo colonial, situada en Cheshire Bridge Road, en Atlanta, y Jeff alquiló un despacho de cuatro habitaciones en un edificio cerca de Five Points, del que había sido ya propietario. Cinco días por semana se ponía traje y corbata, iba en coche a la ciudad, saludaba a su secretaria y a sus socios y se encerraba en su despacho a leer. Sófocles, Shakespeare, Proust, Faulkner…, todas las obras que no había podido disfrutar por falta de tiempo.

Al finalizar la jornada, escribía unos cuantos memorándums a sus socios, recomendándoles quizá que no se arriesgasen a invertir en una empresa tan poco fiable como Sony, pero que dejaran el capital que iba creciendo poco a poco invertido en algo seguro como AT&T. Jeff procuró que su pequeña empresa se mantuviera alejada de toda fuente de riqueza repentina, se aseguró de que tanto él como sus socios pudieran continuar cómodamente atrincherados en la clase media alta. Sus socios solían seguir sus consejos, y cuando no lo hacían, las pérdidas tendían a equilibrar las ganancias, de modo tal que el resultado neto quedaba como Jeff pretendía.

Por las noches, él y Judy se iban al estudio, y abrazados, veían Laughin o The name of the game; algunas veces, antes de irse a la cama, jugaban al Scrabble. Los fines de semana, cuando hacía calor, iban a navegar al lago Lanier, o jugaban al tenis y se paseaban por Callaway Gardens.

La vida era tranquila, ordenada, sublimemente normal. Jeff estaba absolutamente satisfecho. No sentía la misma dicha, la misma sensación de absoluto encanto que había experimentado al ver crecer a su hija Gretchen en la finca del condado de Dutchess, pero era feliz y se sentía en paz. Por primera vez, su larga y caótica vida quedaba definida por su absoluta simpleza y falta de alboroto.

Jeff hundió los pies en la arena, se incorporó apoyándose en un codo y con una mano se escudó los ojos del sol. Judy dormía a su lado, sobre la manta, con los dedos doblados marcaba la página de Tiburón por la que iba leyendo. La besó suavemente en la boca entreabierta.

—¿Quieres un poco de piña colada? —le preguntó Jeff mientras ella se desperezaba—. Todavía nos queda medio termo lleno.

—Mmm. Lo único que quiero es quedarme aquí tumbada veinte años seguidos.

—En ese caso, será mejor que cada seis meses te des la vuelta.

Judy volvió la cabeza para mirarse el hombro derecho y comprobó que se estaba sonrojando. Se puso boca arriba, cerca de Jeff, que la volvió a besar; esta vez durante más rato y más profundamente.

Unos cuantos cientos de metros playa abajo, otra pareja tenía una radio encendida y Jeff interrumpió el beso cuando la música acabó y un locutor con acento jamaicano comentaba el testimonio de John Dean en la vista de Watergate de ese día.

—Te quiero —le dijo Judy.

—Te quiero —le contestó él, tocándole la punta de la nariz enrojecida por el sol.

Y la quería, Dios sabía cuánto la quería.

Jeff se tomaba seis semanas de vacaciones al año, con lo que contribuía a mantener la farsa de un horario de trabajo normal. La limitación arbitrariamente impuesta hacía que el tiempo le pareciese más dulce. El año anterior habían recorrido Escocia en bicicleta, y ese verano pensaban hacer un viaje en globo por la zona vinícola francesa. Sin embargo, en ese instante, no se le ocurría estar en otro lugar que no fuera allí, en Ocho Ríos, con la mujer que le había llevado cordura y deleite a su vida inconexa.

—¿Un collar para la bonita señora? ¿Un bonito collar de conchillas?

El niño jamaicano no tendría más de ocho o nueve años. Llevaba los brazos cargados de decenas de collares y brazaletes de delicadas conchillas, y atada a la cintura, una riñonera de tela repleta de pendientes confeccionados con las mismas conchillas de colores.

—¿Cuánto cuesta… ése de ahí?

—Ocho chelines.

—Que sea una libra con seis y me lo quedo. El chico enarcó las cejas, confundido.

—¿Está usted loco, señor? Tiene que bajar, no subir.

—Dos libras, entonces.

—No voy a discutir, señor. Tenga.

El niño se descolgó el collar del brazo y se lo entregó a Judy.

—Si quiere comprar más, tengo muchos. Todos en la playa me conocen, me llamo Renard. ¿Vale?

—Vale, Renard. Me gusta hacer negocios contigo.

Jeff le entregó dos billetes de una libra y el chico salió corriendo por la playa con una sonrisa.

Judy se puso el collar, meneó la cabeza fingiendo asombro.

—Qué vergüenza —le dijo—, mira que aprovecharte así del niño.

—Podía haber sido peor —repuso Jeff con una sonrisa—. Si llegaba a quedarse un rato más, le hubiera regateado hasta llegar a las cuatro o las cinco libras.

Ella bajó la mirada para arreglarse el collar y luego volvió a mirar a Jeff con los ojos tristes.

—Se te da tan bien tratar con niños. Es mi única pena, que no podamos…

Jeff le puso los dedos sobre los labios.

—Tú eres mi nena. Es todo lo que necesito.

Jamás iba a decirle, ni siquiera podía permitir que adivinara que en 1966, poco después de que comenzaran a hacer el amor, se había hecho una vasectomía. Nunca más volvería a dar vida a un ser humano como había hecho con Gretchen para después ver negada toda su existencia. Para todos, menos para Jeff, ni siquiera vivía en el recuerdo, y en el caso poco probable de que estuviera destinado a hacer otro replay de su vida, se negaba a dejar en aquella especie de limbo absoluto a alguien a quien no sólo había amado, sino que había creado.

—Jeff…, he estado pensando.

Miró a Judy y trató de que no se le notaran el dolor y la culpa.

—¿En qué?

—Que podríamos… no tienes que contestarme ahora, tómate tu tiempo para pensarlo, pero… podríamos adoptar un niño.

Permaneció en silencio varios segundos y se limitó a mirarla. Vio el amor reflejado en su rostro, vio la necesidad que sentía de contar con otro medio más para expresar ese amor.

No sería igual que tener hijos propios, pensó. Aunque llegara a quererlos, no sería responsable de haberles dado la vida. Quienquiera que fuesen ya existían, ya habían nacido. Aunque ocurriera lo peor, seguirían existiendo, si bien les esperaría una vida diferente.

—Sí —le dijo—. Sí, me gustaría mucho.

Se reunieron en un lugar llamado Earl’s Ford, en el extremo sur de los grandes bosques de los Apalaches, cerca del sitio donde Carolina del Norte y Carolina del Sur se unen al extremo superior de Georgia. En total había seis balsas: unos objetos negros, de aspecto desgarbado, que inflaron en el campamento base y arrastraron con dificultad hasta la orilla del río Chattooga. Jeff, Judy y los niños iban en una balsa con una mujer jovial de cabello gris y un guía que parecía universitario, y tenía los brazos y la cara bronceados por el sol.

A medida que la balsa se deslizaba hacia las aguas claras, que fluían lentas, Jeff estiró la mano para ceñir más el chaleco salvavidas de April alrededor de su delgado cuerpecito. Dwayne vio lo que hizo su padre y se ciñó el chaleco con una expresión decidida y varonil en los jóvenes ojos.

April era una rubita encantadora que había sido muy maltratada por sus padres naturales; su hermano era un niño muy listo y apasionado cuyos padres habían fallecido en un accidente de coche. Los nombres de los niños no eran precisamente los que Jeff y Judy habrían elegido, pero cuando los adoptaron tenían seis y cuatro años, y les pareció mejor no poner más a prueba el sentido de la identidad de los pequeños cambiándoles los nombres.

—¡Mira, papá! ¡Un ciervo!

April señaló hacia la orilla opuesta del río, con la cara encendida de entusiasmo. El animal les devolvió la mirada, complacido, listo para salir corriendo si era preciso, pero sin la mínima intención de interrumpir su comida por el simple hecho de haber visto aquellas extrañas apariciones.

Poco a poco, las orillas pobladas de árboles fueron dando paso a una garganta de piedra. A medida que el cañón se tornaba más profundo, la velocidad del río fue en aumento, y la larga flotilla de balsas no tardó en entrar en el primer grupo de rápidos. Los niños gritaban alborozados cuando la balsa se agitaba y ondulaba sobre la corriente.

Jeff miró a Judy cuando abandonaron las aguas turbulentas y volvieron a flotar tranquilamente corriente abajo. Se sintió gratificado al comprobar que su ansiedad del principio había dado paso a un regocijo similar al de sus hijos. Le había preocupado que los niños hicieran aquella excursión, pero Jeff no quería privar a los pequeños de una experiencia tan inspiradora.

La expedición atracó en una pequeña isla y Judy sacó la comida que había metido en un recipiente estanco. Jeff se comió su muslo de pollo y se tomó su cerveza fresca mientras observaba a April y a Dwayne que exploraban el triángulo de tierra. La curiosidad y la imaginación de los niños nunca dejaban de asombrarlo; a través de sus ojos había aprendido a apreciar nuevamente aquel mundo cansado. Cuando Jeff y Judy decidieron adoptarlos, él había comprado acciones de Apple y Atari justo en el momento adecuado; no muchas, las suficientes como para que los ingresos de la familia aumentaran en un par de puntos. Adquirieron una casa más grande en West Paces Ferry Road; tenía un enorme patio trasero, con un estanque para peces no muy profundo y tres enormes robles. Perfecta para los niños.

Las balsas continuaron su camino y un kilómetro río abajo pasaron por otro grupo de rápidos más grandes. La corriente era mucho más fuerte, incluso en los tramos en que el agua era azul; pero Jeff advirtió que su mujer ya le había perdido el miedo al río y estaba entusiasmada por la belleza y la emoción del viaje. Se aferró con fuerza de su mano cuando pasaron raudos por el torrente de Bull Sluice Falls; después, todo acabó, las aguas volvieron a calmarse y el sol se puso detrás de los pinos.

April y Dwayne se mostraron visiblemente tristes al encontrarse con el autocar que los llevaría de regreso a Atlanta, pero Jeff sabía que sus aventuras, al igual que el verano, no habían hecho más que comenzar.

No tardaría en llevar a su familia en un viaje de dos meses por Francia e Italia; para el año siguiente pensaba llevarlos a Japón y China, cuya vastedad acababa de abrirse al turismo.

Jeff quería que lo vieran todo, que experimentaran a fondo la gloria y las maravillas que ofrecía el mundo. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser temía que todos estos recuerdos, junto con todo el amor que les había dado, acabaran destruidos por una fuerza de la que entendía tan poco como ellos.

Al cabo de tres días, el pecho había comenzado a picarle mucho allí donde llevaba los electrodos pegados con cinta adhesiva, pero no permitió que le quitaran el electrocardiograma ni por un instante.

Las enfermeras lo despreciaban; Jeff lo sabía. Cuando creían que no las oía, se reían de él, les molestaba tener que cuidarse de un hipocondríaco perfectamente saludable que les ocupaba una cama valiosísima.

Su médico opinaba más o menos lo mismo, se lo había dicho abiertamente. No obstante, Jeff había exigido, se había mostrado vehemente. Al final, después de efectuar una considerable donación al fondo para la construcción del hospital, logró que lo ingresaran una semana para hacerle las pruebas.

La tercera semana de octubre de 1988. Si llegaba a ocurrir, tenía que ser por esa época.

—Hola, cariño. ¿Cómo te encuentras?

Judy lucía un traje otoñal color teja; llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza.

—Me pica. Por lo demás, estoy bien.

Le sonrió con una malicia impropia de su rostro aún inocente.

—¿Algo que yo pueda rascarte?

Jeff se echó a reír.

—Más quisiera yo. Piensa que tendremos que esperar unos días más antes de que me desenchufen.

—Bueno —anunció ella, levantando un par de bolsas, una de la Librería Oxford y la otra de Discos Turtle—. Aquí te he traído algunas cosas para que te mantengas ocupado.

Le había comprado las últimas novelas de misterio de Travis McGee y de Dick Francis (gustos que había adquirido últimamente), además de una nueva biografía de André Malraux y una historia de las líneas marítimas Cunard. Si bien Judy nunca había llegado a conocer a fondo a su marido, comprendía la naturaleza ecléctica de sus intereses. En la otra bolsa llevaba una docena de cajas doradas con compact discs con música de Bach, Vivaldi, e incluso una grabación digital de «Sergeant Pepper». Colocó uno de los discos brillantes en el aparato portátil de CD que había sobre la mesilla y los exquisitos acordes de Canon en re de Pachelbel llenaron la habitación del hospital.

—Judy… —Se le quebró la voz. Carraspeó y volvió a empezar—. Quiero que sepas… que siempre te he querido mucho.

Ella le contestó en tono medido, pero no logró ocultar la expresión de alarma de sus ojos.

—Espero que nos queramos siempre. Durante muchísimo tiempo.

—Todo el que sea posible.

Judy frunció el ceño, iba a decir algo, pero él la hizo callar. Se inclinó sobre la cama para besarlo y la mano le tembló al buscar la de su esposo.

—Vuelve pronto a casa —le susurró muy cerca de la cara—. Todavía no hemos empezado.

Ocurrió poco después de que Judy saliera de la habitación para ir a almorzar al bar del hospital. Jeff se alegró de que no estuviera presente.

A pesar del dolor, alcanzó a ver la sorpresa reflejada en el rostro de la enfermera cuando el electrocardiograma se volvió loco; pero la mujer se comportó con absoluta profesionalidad, no tardó ni un instante en dar la alarma. Al cabo de unos segundos, Jeff se vio rodeado del equipo médico completo que iba gritando instrucciones y partes de salud mientras trabajaban en él.

—¡Un centímetro cúbico de epinefrina!

—¿Le pongo dos de bicarbonato? ¡Dame trescientos sesenta julios!

—Apartaos…

¡BAMP!

—¡Taqui ventricular! Ochenta de presión a la palpación; doscientos vatios por segundo, setenta y cinco miligramos de lidocaína intravenosa. ¿Cómo sigue?

—Echa un vistazo… Fibrilación ventricular.

—Ponedle otra de epi y de bicarbonato, desfibrilación a trescientos sesenta; apartaos…

¡BAMP!

Y así una y otra vez: sus voces se fueron apagando con la luz. Jeff intentó gritar de rabia porque no era justo; esta vez había estado preparado. Pero no pudo gritar, ni siquiera llorar, no pudo hacer más que volver a morirse.

Para volver a despertar en el asiento trasero del Corvair de Martin Bailey, con Judy a su lado. Judy a los dieciocho años, Judy en 1963 antes de que se enamoraran, se casaran y construyeran una vida juntos.

—¡Para el coche!

—Aguanta, chico —le dijo Martin—. Ya casi hemos llegado al dormitorio de las chicas. Nos…

—¡He dicho que pares el coche ahora mismo!

Moviendo la cabeza con aire asombrado, Martin detuvo el coche en Kilgo Circle, detrás de la facultad de historia. Judy aferró a Jeff por el brazo tratando de calmarlo, pero él se apartó de ella con fuerza y abrió la puerta del coche.

—Caray, ¿qué diablos estás haciendo? —le gritó Martin.

Jeff había salido del coche y había echado a correr sin parar, sin importarle la dirección.

Ya nada importaba.

Cruzó el patio a la carrera, dejó atrás los edificios de química y psicología mientras el joven corazón le galopaba en el pecho, como si no acabara de traicionarlo pocos minutos antes, a veinticinco años de entonces. Sus piernas lo llevaron más allá del edificio de biología, a la esquina de los paseos de Pierce y Arkwright. Al final, tropezó y cayó de rodillas en medio del campo de fútbol y se quedó mirando las estrellas con los ojos anegados en lágrimas.

—¡Maldito seas!

Gritó al cielo impasible, gritó con toda la fuerza y la desesperación que había sido incapaz de expresar en la cama de aquel hospital:

—¡Maldito seas! ¿Por qué me estás haciendo esto a mí?