Capítulo 6

Después de aquello Jeff no volvió a meterse en nada más; se dedicó exclusivamente a hacer dinero. Se le daba muy bien hacer dinero.

Las acciones de los estudios cinematográficos resultaban una elección bastante fácil. En la década de los sesenta, la gente había ido mucho al cine y se habían producido ventas multimillonarias a las cadenas de televisión de películas como «El puente sobre el río Kwai» y «Cleopatra». Jeff se apartó de las pequeñas empresas de electrónica, aunque sabía que muchas de ellas multiplicarían espectacularmente su valor, pero no recordaba los nombres de los ganadores. En cambio, metió dinero a espuertas en los conglomerados que le constaba que se habían alimentado a lo largo de la década de tales inversiones: Litton, Teledyne, Ling-Temco-Vought. Sus elecciones comenzaban a dar beneficios casi desde el mismo día en que adquiría las acciones, y él se dedicaba a invertir los ingresos comprando más acciones. Al menos así se distraía.

Sharla había disfrutado de la pelea, a pesar de haber apostado perversamente por Listón cuando Jeff le había dicho que lo hiciera por Cassius Clay. Las reacciones de Jeff a la velada pugilística habían sido decididamente más encontradas, no tanto por la pelea en sí, sino por el ambiente y la multitud. Algunos de los grandes apostadores y corredores de apuestas que había entre el público reconocieron a Jeff por el revuelo que había causado en el mundo del juego su histórico acierto en la Liga de Béisbol; incluso algunos de los hombres que habían tenido que pagar grandes sumas del multimillonario bote lo agasajaron con grandes sonrisas y pulgares en alto. Podían haberlo excomulgado de su círculo, pero como se había convertido en una leyenda, le tributaban los honores debidos a un personaje con semejante fama.

En cierto sentido, suponía que era precisamente eso lo que le había fastidiado; el respeto visible de los apostadores era un recordatorio demasiado claro de que había comenzado esta versión de su vida jugándole una colosal, si bien insondable, pasada al hampa de Norteamérica. Lo recordarían eternamente en ese contexto, fueran cuales fueran sus ulteriores éxitos en la sociedad. De pronto le entraron ganas de tomar una larga ducha caliente para quitarse el olor a humo de cigarro y dinero sucio que todo aquello llevaba implícito.

Pero el problema radicaba en algo más concreto, pensó, mientras la limusina se desplazaba velozmente por la avenida Collins, dejando atrás las vulgares fachadas de los hoteles de Miami Beach. Específicamente en Sharla.

Había encajado bien en el grupo de aficionados al pugilismo, se había sentido como en casa entre las otras jóvenes neumáticas, con sus llamativos vestidos ceñidos y sus caras excesivamente maquilladas. Reconócelo, se dijo, mirando de reojo hacia el asiento que ocupaba a su lado: tiene aspecto vulgar. Cara pero vulgar; como Las Vegas, como Miami Beach. A cualquiera le quedaba claro, después de un análisis somero, que Sharla no era otra cosa que una máquina diseñada para follar. Nada más. Era la imagen viva de la chica que no se puede presentar a mamá; hizo una mueca al recordar que eso fue justamente lo que él había hecho. De camino hacia allí, para ver la pelea por el título, habían pasado por Orlando. Su familia estaba abrumada y algo más que intimidada por la magnitud de sus repentinos triunfos económicos, pero ni siquiera eso lograba ocultar el desdén que Sharla les inspiraba, su ansiosa decepción al enterarse de que Jeff vivía con ella.

La chica se inclinó hacia adelante para coger un paquete de cigarrillos de su bolso, y al hacerlo, el corpiño de satén negro de su vestido se abrió un poco, ofreciéndole a Jeff una generosa porción rosada de sus turgentes pechos. La deseaba incluso en ese ambiente, sintió la conocida necesidad de apretar su cara contra aquella carne, de subirle el vestido por las piernas perfectas.

Llevaba casi un año con esa mujer, compartiéndolo todo con ella, salvo su mente y sus sentimientos. La idea le resultó de pronto desagradable, la belleza de Sharla, un reproche a su propia sensibilidad ¿Por qué había permitido que aquella relación durara tanto? Era comprensible el atractivo inicial de la chica: Sharla había sido una fantasía dentro de la fantasía, una incitante piéce de résistance que acompañaba la recuperación de su juventud. Pero se trataba de una atracción esencialmente huera, tan juvenil en su falta de sustancia o complejidad como los pósters de las corridas de toros que colgaban de las paredes de su dormitorio en la universidad.

La miró mientras encendía el cigarrillo, su cara engañosamente aristocrática bañada por el pálido fulgor rojizo del mechero. Lo pescó mirándola, enarcó las finas cejas en un gesto de promesa y desafío sexual. Jeff apartó la vista y la fijó en las luces de Miami que brillaban al otro lado de las aguas claras y tranquilas.

Sharla se pasó la mañana siguiente de compras por Lincoln Road, y Jeff la esperaba en la suite del Doral cuando regresó. Ella dejó las bolsas en el vestíbulo y acto seguido se plantó delante del espejo más cercano para retocarse el maquillaje. Su blanco vestido bañera resaltaba su glorioso bronceado y sus sandalias de alto tacón hacían que sus piernas morenas y desnudas parecieran aún más largas y delgadas. Jeff recorrió con los pulgares los bordes afilados del grueso sobre marrón y a punto estuvo de echarse atrás.

—¿Qué haces aquí dentro? —le preguntó Sharla, al tiempo que se bajaba la cremallera del fresco vestido de algodón—. Pongámonos los bañadores y vayamos a tomar un poco de sol.

Jeff meneó la cabeza y le hizo señas de que se sentara en la silla que tenía enfrente. Ella frunció el ceño, se subió la cremallera ocultando su espalda morena y se sentó como le había indicado.

—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó—. ¿A qué viene ese humor tan raro?

Iba a decirle algo, pero hacía horas había decidido que las palabras no serían adecuadas. De todos modos nunca habían hablado demasiado de nada; la comunicación verbal tenía poco que ver con lo que había entre ellos. Le entregó el sobre.

Sharla frunció los labios al cogerlo y lo abrió. Se quedó mirando fijamente los seis fajos ordenados de billetes de cien.

—¿Cuánto es? —preguntó al fin, controlando la voz.

—Doscientos mil.

Volvió a atisbar en el interior del sobre y sacó el billete de primera de Panagra Airlines para Río.

—Esto es para mañana —le dijo, al tiempo que revisaba el billete—. ¿Qué me dices de las cosas que tengo en Nueva York?

—Te las enviaré cuando tú quieras.

La chica asintió y dijo:

—Antes de marcharme tendré que comprarme algunas cosas más.

—Lo que tú quieras. Cárgalo a mi habitación.

Sharla volvió a asentir, metió el dinero y el billete en el sobre y lo dejó en la mesa que había a su lado. Se puso en pie, se desabrochó el vestido y lo dejó caer a sus pies.

—Al diablo —dijo, desabrochándose el sujetador—, por doscientos mil dólares te mereces un último intento.

Jeff regresó sólo a Nueva York y a sus inversiones.

Sabía que las faldas se irían acortando en los próximos años creando una gran demanda de medias y panties de fantasía. Jeff adquirió treinta mil acciones de Hanes. Tanto muslo al desnudo tenía que conducir a alguna parte; invirtió mucho dinero en las empresas farmacéuticas que producían anticonceptivos.

A los dieciocho meses de haberse instalado en el edificio Seagram, las participaciones de Future, Inc. habían alcanzado un valor nominal de treinta y siete millones de dólares. Jeff saldó su deuda con Frank y junto con el último cheque le envió una larga carta personal. Jamás obtuvo respuesta.

No todo salía tal como Jeff planeaba, por supuesto. Cuando Comsat hizo una oferta pública de acciones, quiso adquirir una buena parte, pero la oferta se hizo tan popular que a cada comprador sólo se le permitía comprar cincuenta acciones. Por sorprendente que pareciera, IBM se mantuvo estacionaria durante todo el año 1965, aunque al siguiente volvió a aumentar. Las cadenas de restaurantes de comida rápida —Jeff escogió Denny’s, Kentucky Fried Chicken y McDonald’s— experimentaron una gran baja en 1967, antes de situarse por las nubes, con una subida de un quinientos por ciento, al año siguiente.

Hacia 1968, los activos de su empresa ascendían a cientos de millones y había aprobado un proyecto de I. M. Pei para un edificio de sesenta plantas que se construiría en Park y la Cincuenta y Tres, y que albergaría la oficina central. A través de un apoderado, Jeff compró gran cantidad de fincas en zonas comerciales y residenciales de primera de ciudades como Houston, Denver, Atlanta y Los Ángeles. Su empresa adquirió casi la mitad de los terrenos urbanizables del proyecto Century City de Los Ángeles, a un precio de cincuenta y cuatro dólares el metro cuadrado. Para su uso personal, Jeff se compró una finca de ciento veinte hectáreas en el condado de Dutchess, sobre el río Hudson, a dos horas de Manhattan.

Salía con varias mujeres, dormía con algunas de ellas y detestaba la falta de sentido de aquella vida. Las copas, las cenas, las obras de teatro, los conciertos, las inauguraciones de galerías… Llegó a odiar la rígida formalidad de las citas, echaba de menos la cómoda familiaridad de estar con alguien, de compartir los silencios amistosos, las risas espontáneas. Además, la mayoría de las mujeres que conocía, o se mostraban abiertamente interesadas por su fortuna o afectadamente asombradas por ella. Algunas llegaban incluso a odiarlo por ser tan rico y se negaban a salir con él; a finales de los sesenta, las grandes fortunas personales eran consideradas como un anatema por muchos jóvenes, y en más de una ocasión, a Jeff lo hacían sentir directamente responsable por todos los males del mundo, desde el hambre en los pueblos del interior hasta la fabricación de napalm.

Esperó a que llegara el momento oportuno y centró sus energías en el trabajo. No dejaba de recordarse constantemente que pronto llegaría junio. Junio de 1968, cuando todo cambiaría.

El veinticuatro de junio, para ser precisos.

No habían pasado tres semanas de la muerte de Robert Kennedy; Cassius Clay, despojado ya de su título y renacido como Muhammad Ali, se aferraba a su credo para librarse del servicio militar. En Vietnam, las bombas del norte llovían sobre Saigón desde principios de la primavera.

Había ocurrido a media tarde de un lunes, según recordaba Jeff. Por las noches y los fines de semana había estado trabajando en una emisora de los Cuarenta Principales del oeste de Palm Beach, poniendo discos de los Beatles, los Stones y Aretha Franklin, y aprendiendo las bases del periodismo radial de su tiempo, vendiendo sus entrevistas y notas a la emisora y, de vez en cuando a la UPI, a tanto la nota. Recordaba la fecha porque fue al comienzo de su «fin de semana» de lunes y martes, y el miércoles, al volver al trabajo, había logrado concertar la primera gran entrevista de su carrera, una larga y cándida conversación telefónica con Earl Warren, el juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, próximo al retiro. Todavía ignoraba por qué Warren había aceptado hablar con él, un reportero novato, no colegiado, de una pequeña emisora de radio de Florida; pero había logrado salirse con la suya, y la NBC había cogido las concisas elucubraciones del gran hombre sobre su controvertido ejercicio de la judicatura para efectuar un sabroso resumen. Un mes más tarde, Jeff se dedicaba plenamente al periodismo en la WIOD de Miami. Había despegado y avanzaba a toda máquina; su vida adulta, tal como había sido, podía remontarse a aquella semana de verano.

No había tenido ningún motivo para elegir Boca Ratón; pero tampoco para no hacerlo. Algunos lunes enfilaba con el coche rumbo al norte, hasta Juno Beach; otros, bajaba hacia Delray Beach o Lighthouse Point, a cualquiera de las cien franjas de arena enlazadas con la civilización que bordeaban la costa Atlántica desde Melbourne hasta el sur de Miami Beach. Pero el veinticuatro de junio de 1968, se había llevado una manta, una toalla y una nevera llena de cerveza a la playa de Boca Ratón, y ahí estaba otra vez, en el mismo lugar, el mismo día soleado.

Y ahí estaba ella, tumbada de espaldas, con su bikini amarillo de ganchillo, la cabeza apoyada sobre una almohada inflable de playa, leyendo un ejemplar de tapa dura de Aeropuerto. Jeff se detuvo a pocos metros y se quedó mirando su cuerpo juvenil, los mechones alimonados de su cabellera castaña. La arena le quemaba los pies; las olas imitaban el latir de su cabeza. Estuvo a punto de darse media vuelta y marcharse, pero no lo hizo.

—Hola —la saludó—. ¿Está bien el libro?

La chica lo miró de hito en hito a través de las serias gafas de sol de marco claro y se encogió de hombros.

—Medio basura, pero es divertido. Si hicieran la película, probablemente sería mejor.

«O varias películas», pensó Jeff.

—¿Has visto 2001?

—Sí, pero no me enteré de nada, y al final me resultó un poco lenta. Me gustó más Petulia, en la que sale Julie Christie, ¿sabes a cuál me refiero?

Asintió procurando que su sonrisa pareciese más natural y relajada.

—Me llamo Jeff. ¿Te importa si me siento contigo?

—Adelante. Yo me llamo Linda —le dijo la mujer que había estado casada con él dieciocho años.

Extendió la manta, abrió la nevera y le ofreció una cerveza.

—¿Estás de vacaciones de verano? —le preguntó.

La muchacha se apoyó en un codo y aceptó la botella húmeda.

—Estudio en Florida Atlantic, pero mi familia vive aquí, en la ciudad. ¿Y tú?

—Me crié en Orlando, y estudié una temporada en Emory. Ahora vivo en Nueva York.

Jeff pugnaba por mantener el aplomo, pero le costaba mucho trabajo; no podía apartar la mirada de su cara, deseaba que se quitara aquellas malditas gafas para poder ver los ojos que tan bien conocía. Lo último que recordaba era su voz, y ésta le reverberaba en el cerebro, metálica y distante, como a través de un teléfono: «Tenemos que… Tenemos que… Tenemos que…».

—Te he preguntado qué haces tú por aquí.

—Ah, perdona, es que… —Bebió un sorbo de cerveza helada e intentó despejarse un poco—. Estoy por trabajo.

—¿De qué tipo?

—Inversiones.

—¿Como las que hace un agente de bolsa, quieres decir?

—No exactamente. Tengo mi propia empresa. Tratamos con muchos agentes de bolsa. Compramos acciones, propiedades inmuebles, fondos de inversión…, cosas así.

Se quitó las enormes gafas redondas y le lanzó una mirada sorprendida. Él miró fijamente aquellos conocidos ojos castaños y quiso decirle muchas cosas, como «Esta vez será distinto», o «Por favor, volvamos a intentarlo», o simplemente «Te he echado de menos; se me había olvidado lo guapa que eras». Pero no le dijo nada, se limitó a mirarla a los ojos sumido en un esperanzado silencio.

—¿Y eres el dueño de toda la empresa? —le preguntó, incrédula.

—Sí, ahora sí. Hasta hace unos años era una sociedad, pero… ahora es toda mía.

Colocó la botella de cerveza en la arena y, para que no se cayera, la meneó hacia un lado y hacia el otro hasta que quedó enterrada un poco.

—Habrás recibido una gran herencia o algo así. Lo digo porque la mayoría de los chicos que conozco ni siquiera podrían conseguir un trabajo en Nueva York en una compañía como ésa…, o al menos no querrían.

—No, la monté yo, partiendo de cero.

Se echó a reír; empezaba a sentirse más relajado en su compañía, confiado y orgulloso de sus logros por primera vez en años.

—Gané un montón de dinero con unas apuestas que hice en las carreras de caballos y lo invertí todo en esta empresa.

Ella lo miró con escepticismo.

—Pero ¿cuántos años tienes?

—Veintitrés.

Hizo una pausa, cayó en la cuenta de que hablaba demasiado de sí mismo y que no había demostrado suficiente curiosidad por ella. No había modo de que ella supiese que él lo sabía todo sobre ella, a esa altura de su vida la conocía mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

—¿Y qué estás estudiando?

—Sociología. ¿En Emory estudiabas empresariales?

—Historia, pero lo dejé. ¿Qué curso estás haciendo?

—Este otoño empiezo el último. ¿Y cómo es de grande esa empresa que tienes? ¿Hay mucha gente que trabaja para ti? ¿Tienes una oficina en Manhattan?

—Un edificio entero, en Park con la Cincuenta y Tres. ¿Has estado en Nueva York?

—Tienes tu propio edificio en Park Avenue. Qué bonito.

Había dejado de mirarlo para ponerse a dibujar pétalos de margarita en la arena alrededor de la botella de cerveza. Jeff recordó un día, meses antes de que se casaran, cuando ella se había presentado inesperadamente ante la puerta de su casa con un ramo de margaritas; el sol le iluminaba el pelo y llevaba todo el verano en la sonrisa.

—No creas…, me ha costado mucho trabajo —le dijo—. ¿Y qué piensas hacer cuando acabes la universidad?

—Pues no sé, se me ocurrió que podía comprarme unos cuantos grandes almacenes. Nada del otro mundo, para empezar poco a poco, ya sabes.

Dobló su toalla, empezó a recoger sus cosas de la manta y a meterlas en una enorme bolsa azul de playa.

—Quizá podrías ayudarme a conseguir a precio de ganga el Saks de la Quinta Avenida.

—Oye, espera, no te marches. Crees que me lo estoy inventando, ¿verdad?

—Olvídalo —le dijo ella, metiendo por la fuerza el libro en su bolso Y sacudiendo la arena de la manta.

—Espera, hablo en serio. No estaba bromeando. Mi empresa se llama Future, Inc. Puede que hayas oído hablar de…

—Gracias por la cerveza. La próxima vez habrá más suerte.

—Oye, por favor, hablemos un poco más, ¿vale? Siento como si te conociera, como si tuviéramos mucho que compartir. ¿Sabes esa sensación que tienes a veces de haber conocido a una persona en una vida anterior…?

—No creo en esas estupideces.

Se colocó la manta doblada sobre un brazo y echó a andar hacia la carretera y la fila de coches aparcados.

—Escúchame, dame una oportunidad —le suplicó Jeff, caminando a su lado—. Estoy seguro de que si llegamos a conocernos, descubriremos que tenemos muchas cosas en común, nos…

La muchacha giró sobre los pies descalzos y le lanzó una mirada colérica por encima de las gafas de sol.

—Si no dejas de seguirme, llamaré a gritos al guardavidas. Y ahora lárgate, chico. Ve a meterte con otra, ¿vale?

—¿Diga?

—¿Linda?

—Habla Jeff Winston. Nos conocimos esta tarde, en la playa. Quisiera…

—¿Cómo diablos has conseguido mi número? ¡Ni siquiera te dije cómo me apellidaba!

—No tiene importancia. Escúchame, te voy a mandar un número reciente de Business Week. Sale un artículo sobre mí, con una foto. Está en la página cuarenta y ocho. Verás que no te mentí.

—¿También tienes mi dirección? ¿A qué estás jugando? ¿Qué quieres de mí?

—Sólo pretendo llegar a conocerte y que me conozcas. Entre nosotros hay tantas cosas inacabadas, tantas posibilidades maravillosas de…

—¡Estás loco! Lo digo en serio. ¡Eres uno de esos psicópatas!

—Linda, sé que esto ha empezado mal, pero dame la oportunidad de explicártelo. Danos un margen de acción para que podamos conocernos de una forma abierta, honesta, y así poder…

—No sé quién demonios eres y no quiero saberlo ni quiero conocerte. Y me trae sin cuidado si eres rico, ni que fueras el mismísimo J. Paul Getty, ¿vale? ¡Déjame en paz!

—Comprendo que estés molesta. Sé que todo esto debe parecerte raro…

—Si vuelves a marcar mi número, o si apareces por mi casa, llamaré a la policía. ¿Está claro?

El ruido que hizo al colgar el teléfono le reverberó a Jeff en el oído.

Le habían dado la ocasión de volver a vivir gran parte de su vida, lo habría dado todo a cambio de que le dejaran repetir ese único día.

Los viñedos Mirassou estaban llenos a rebosar de cosechadores que trabajaban en las laderas al sudeste de San José, cargando sobre sus cabezas enormes cubos de uvas blancas y frescas y abriéndose paso como hormigas colectoras en dirección a la trituradora y las prensas situadas delante de la vieja bodega. Las filas de vides emparradas formaban ondulaciones sobre las colinas y, entre los edificios de ladrillo, los robles y olmos lucían un esplendor de colores otoñales.

Diane llevaba todo el día enfadada con él, y el fondo bucólico y las arcanas complicaciones del lugar habían contribuido muy poco en apaciguar sus ánimos. Jeff no debía habérsela llevado consigo aquella mañana; creyó que ella se sentiría fascinada, o al menos divertida, por los dos jóvenes genios, pero se equivocó.

Hippies, eso es lo que son. Ese chico alto iba descalzo, por el amor de Dios, y el otro parecía un…, ¡un Neanderthal!

—La idea de esos chicos tiene mucho potencial, el aspecto que lleven es lo de menos.

—Pues alguien tendría que decirles que los sesenta ya han pasado, si es que quieren llevar a buen puerto esa estúpida idea que se les ha ocurrido. ¡No acabo de entender que te la hayas tragado y que les hayas dado todo ese dinero!

—Es mi dinero, Diane. Ya te he dicho que en los negocios las decisiones también son mías.

No podía culparla por la forma en que había reaccionado; sin contar con el beneficio de la previsión, los dos jóvenes y su garaje lleno de piezas electrónicas de segunda mano no tenían ninguna pinta de llegar algún día a ocupar un puesto en la revista Fortune 500. Pero dentro de cinco años, ese garaje de Cupertino, California, saltaría a la fama, y Steve Jobs y Steve Wozniak resultarían ser la inversión más sólida de 1976. Jeff les había dado medio millón de dólares, insistió en que siguieran los consejos de un joven ejecutivo de marketing, exempleado de Intel, al que acababan de conocer y les dijo que hicieran lo que quisiesen con tal de que siguieran llamándolo «Apple». Les dejó quedarse con el 49% de la nueva empresa.

—No hay nadie en el mundo que quiera tener un ordenador en su casa. Además, ¿cómo sabes tú que esos dos desaliñados saben cómo hacer uno?

—Cambiemos de tema, ¿quieres?

Diane se encerró en uno de sus silencios petulantes; Jeff sabía que no iban a cambiar de tema, ni siquiera si a partir de ese momento ella no volvía a abrir la boca.

Se había casado con ella un año antes, por pura conveniencia, nada más, en cuanto hubo cumplido los treinta. Ella tenía veintitrés años, pertenecía a una familia de alcurnia de Boston, y era heredera de la empresa de seguros más importante y más antigua del país; era delgada como un junco, bastante atractiva y capaz de manejarse con suficiente soltura en cualquier reunión en la que los patrimonios individuales de los participantes superaran los siete dígitos. Jeff y ella se llevaban todo lo bien que era de esperarse de dos personas que tenían poco en común, aparte de su familiaridad con el dinero. Diane estaba embarazada de siete meses y Jeff abrigaba la esperanza de que la criatura sacara a relucir lo mejor en su esposa y forjara entre ambos un lazo más profundo.

La joven rubia del traje chaqueta azul marino los condujo al interior del edificio principal del lagar, a la sala de degustaciones, situada en una esquina que daba al frente. Las paredes estaban tapizadas de estanterías en forma de rombos, repletas de botellas de vino, interrumpidas de vez en cuando por unos huecos suavemente iluminados en los que se exhibían fotos de los viñedos, junto con flores frescas y botellas de productos Mirassou puestas en posición vertical. Jeff y Diane esperaron en la barra de palo de rosa que había en el centro de la estancia y aceptaron los sorbos rituales de Chardonnay.

Aparentemente, cuanto le había dicho Linda, siete años atrás, después del desastroso encuentro de la playa, había ido en serio. Las cartas que le envió le habían sido devueltas sin abrir, y rechazó todos los regalos que le hizo. Al cabo de unos meses ya no siguió intentando ponerse en contacto con ella, si bien añadió su nombre a la lista de «Temas Personales/Prioritarios» para que lo tuvieran presente los del servicio de recortes periodísticos al que se había apuntado. Así fue como en mayo de 1970 se enteró de que Linda se había casado con un arquitecto de Houston, un viudo con dos hijos pequeños. Jeff le deseó felicidad, pero no pudo evitar sentirse abandonado… por alguien que jamás lo había conocido, al menos por lo que a ella respectaba.

Volvió a buscar consuelo en su trabajo. Su éxito más reciente había sido la venta, con un gran margen de beneficios, de sus campos petrolíferos de Venezuela y Abu Dhabi, sustituidos inmediatamente por propiedades similares de Alaska y Texas, y por una decena de contratos en unas plataformas petrolíferas en alta mar. Negocios que por supuesto cerró justo antes de que la OPEC desenfundara la espada.

Las mujeres cuya compañía buscaba se habían parecido, en la mayoría de los aspectos, a Diane; eran atractivas, bien educadas, versadas en las más raras habilidades sociales, expertas en la cama y, en algunas ocasiones, hasta entusiastas. Hijas de fortuna, constituían una hermandad que pasaba muy bien por el beau monde norteamericano. Mujeres que conocían las reglas básicas, que desde la cuna habían entendido que poseer grandes fortunas trae aparejado ciertos límites y ciertas obligaciones. Eran ahora sus pares; constituían la fuente de la cual, con toda lógica, debía escoger una pareja. Había elegido a Diane por puro azar. Porque respondía al perfil adecuado. Si de su unión llegaba a surgir algo más grande, pues muy bien…, si no, al menos no había llegado al matrimonio con grandes expectativas, poco ceñidas a la realidad.

Jeff comió un trozo de queso para limpiarse el paladar y cató un Fleuri Blanc semi dulce. En esta ocasión, Diane se abstuvo dándose unas palmaditas en el vientre por toda explicación.

Tal vez la criatura cambiara las cosas, después de todo. Nunca se sabía.

El rechoncho gato anaranjado se escabulló por el parquet de madera dura y emprendió una carrera impetuosa, a campo través, digna de ser comparada con las mejores exhibiciones de O. J. Simpson. Su presa, una cinta brillante de satén amarillo, había sufrido ya bastantes daños y acabaría convertida en una pura hilacha si el gato se salía con la suya.

—¡Gretchen! —gritó Jeff—. ¿Sabías que Chumley está destrozando una de tus cintas amarillas?

—No importa, papá —le contestó su hija desde el extremo de la amplia sala de estar, junto a la ventana que daba al Hudson—. Ken ya está de vuelta y Chumley y yo ayudamos a celebrarlo.

—¿Cuándo volvió? ¿No estaba en el hospital de Alemania?

—No, papá; les dijo a los médicos que no estaba enfermo y que tenía que volver a casa de inmediato. Así que Barbie le mandó un billete para el Concorde, y llegó antes que nadie, y en cuanto entró por la puerta, ella le preparó seis panecillos de arándanos y cuatro perritos calientes.

Jeff lanzó una sonora carcajada y Gretchen le lanzó la mirada más asesina de la que era capaz una niña de cinco años de ojos enormes.

—Es que en Irán no hay perritos calientes —le explicó—. Y tampoco panecillos de arándanos.

—Ya me lo imagino —dijo Jeff, con una expresión cuidadosamente sombría—. Supongo que a estas alturas echaría de menos la comida americana, ¿eh?

—Y tanto. Barbie sabe cómo hacerlo feliz.

El gato saltó en otra dirección, agitando la cinta destrozada entre sus garras; luego se sentó a su lado, donde daba el sol, a disfrutar de su conquista, a la que pateaba esporádicamente con las patas traseras. Gretchen volvió a sus juegos, ensimismada en la realidad alternativa de la complicada casita de muñecas que Jeff había tardado más de un año en construir y ampliar siguiendo las instrucciones de la pequeña. Los árboles en miniatura que había en el patio de adelante, cubierto de felpa verde, aparecían festoneados de brillantes lazos amarillos, y en la última semana, la niña había seguido las noticias sobre el final de la crisis de los rehenes con un interés que la mayoría de los niños dedicaba únicamente a los dibujos animados de los sábados por la mañana. Al principio, a Jeff le había preocupado la fascinación que sentía su hija por los acontecimientos de Teherán, y había tratado de protegerla de los efectos potencialmente traumatizantes de ver a aquellas masas enfurecidas gritando «Muerte a Estados Unidos»; pero como sabía que aquel episodio acabaría pacíficamente, decidió respetar el precoz interés de su hija por el mundo y confió en su flexibilidad emocional.

La quería de una manera que jamás habría creído posible, y deseaba al mismo tiempo protegerla de todo lo negro y compartir con ella toda la luz. El nacimiento de Gretchen no contribuyó a cimentar su matrimonio con Diane, cuya reacción fue detestar los límites que la niña imponía a su vida. Pero no le importó, porque Gretchen fue la fuente y el objeto de todo el cariño que era capaz de dar o imaginar.

Jeff la observó mientras quitaba otra cinta de uno de los árboles de la casa de muñecas y provocaba con ella al viejo y rechoncho de Chumley. El gato estaba cansado, no quería seguir jugando; con aire de súplica, posó una suave patita en la mejilla de Gretchen; la niña sepultó el rostro en el vientre dorado y peludo y, para satisfacción del animal, frotó la nariz contra él. Desde el otro extremo de la sala, Jeff oyó los ronroneos mezclados con la risa suave de su hija.

El sol entraba al sesgo por los amplios ventanales y caía en brillantes haces estriados sobre el suelo pulido donde Gretchen mimaba al gato. Aquella casa, aquel tranquilo refugio de madera en el condado de Dutchess, le hacía bien a la niña; su serenidad era un bálsamo para cualquier alma humana, joven o anciana, inocente o atribulada.

Jeff pensó en Martin Bailey, su antiguo compañero de cuarto. Había llamado a Martin poco después del nacimiento de Gretchen, para restablecer el contacto que, de algún modo, había permanecido interrumpido durante varios años de aquella vida. Jeff no había logrado convencerlo de que pusiera fin a aquel matrimonio particularmente desastroso, un matrimonio que originalmente lo había impulsado al suicidio, pero se aseguró de que Martin tuviera un buen puesto en Future, Inc., y de vez en cuando, alguna que otra información sobre ciertas acciones excelentes. Su amigo había vuelto a pasar por un divorcio desgraciado, pero al menos estaba vivo y gozaba de una posición solvente.

Jeff rara vez pensaba en Linda, ni en su existencia anterior. Ahora, lo que le parecía un sueño era aquella primera vida; la realidad era su estancamiento emocional con Diane, la dicha de estar con su hija Gretchen y los agridulces beneficios que le proporcionaban su riqueza y su poder cada vez mayores. La realidad era el saber y todo aquello que el saber le había proporcionado: lo bueno y lo malo.

La imagen de la pantalla ofrecía un despliegue de movimiento orgánico: el líquido fluía suavemente por cámaras curvadas, la expansión y la contracción se alternaban en un ritmo perfecto y perezoso.

—… Como pueden apreciar, no hay bloqueo aparente de los ventrículos. Y por supuesto, el electrocardiograma de Holter no registró signos de taquicardia en las veinticuatro horas que lo llevó puesto.

—¿Y qué significa exactamente todo eso? —inquirió Jeff.

El cardiólogo apagó el aparato de vídeo en el que habían visto la imagen ultrasónica del corazón de Jeff y sonrió.

—Significa que su corazón está tan perfecto como podría estarlo el de cualquier persona de cuarenta y tres años. Lo mismo puede decirse de sus pulmones por lo que se desprende de la radiografía y de las pruebas de capacidad pulmonar.

—Entonces mi esperanza de vida es de…

—Usted siga manteniéndose así en forma y probablemente llegará a los cien años. Supongo que sigue yendo al gimnasio…

—Tres veces por semana.

Jeff había sacado partido de sus conocimientos sobre la locura por estar en forma de finales de los setenta en más de una forma. No sólo era propietario de Adidas, de Nautilus y de la cadena de establecimientos Holiday Health, sino que llevaba ya diez años usando a fondo todas sus instalaciones.

—Pues no lo deje —le sugirió el médico—. Ojalá todos mis pacientes se cuidaran como usted.

Jeff siguió conversando durante unos instantes, pero tenía la cabeza en otra parte: en sí mismo a esa misma edad, ese mismo año, pero más de veinte años atrás. En sí mismo cuando era un ejecutivo sedentario, agobiado por el estrés, con un ligero exceso de peso, que se aferraba el pecho y caía de bruces sobre su escritorio mientras el mundo quedaba en blanco.

Esta vez no. Esta vez no le pasaría nada.

Jeff prefería la comodidad del salón posterior de La Grenouille, pero Diane consideraba que incluso el almuerzo era una ocasión en la que ver y ser vista resultaba algo de la máxima importancia. Por eso comían siempre en el salón de adelante, atestado y siempre ruidoso.

Jeff degustaba su salmón hervido al perfume de estragón y albahaca con vinagreta suave y se esforzaba por pasar por alto el malhumor de Diane y las conversaciones de las otras mesas apiñadas a su alrededor. Una pareja hablaba de casarse y otra de divorciarse. En ese momento, la conversación de Jeff y Diane giraba en torno a un tema intermedio.

—Pero quieres que la acepten en Sarah Lawrence, ¿no? —le espetó Diane entre bocado y bocado de vieiras á la nage.

—Tiene trece años —suspiró Jeff—. A los de la oficina de admisiones de Sarah Lawrence les importa un bledo lo que haga ella a esa edad.

—Yo a los once ya iba a la academia Concord.

—Eso era porque a tus padres les importaba un bledo lo que hicieras a esa edad.

Ella dejó el tenedor y le lanzó una mirada furibunda.

—Mi educación es algo que no te incumbe.

—Pero la de Gretchen sí me incumbe.

—Entonces deberías querer que tuviera la mejor de las educaciones desde el principio.

Un camarero se llevó los platos vacíos mientras otro se les acercaba con el carrito de los postres. Jeff aprovechó la interrupción para perderse en los múltiples reflejos producidos por los muchos espejos del restaurante: las paredes color verde abeto, las banquetas rojizas, los espléndidos arreglos florales que parecían recién salidos de un paisaje de Cezanne.

Sabía que a Diane le preocupaba más liberarse de sus responsabilidades cotidianas que la educación de Gretchen. Para Jeff, su hija todavía era pequeña, y no soportaba la idea de que se fuera a vivir a trescientos kilómetros de casa.

Diane pinchaba con rabia sus frambuesas con salsa de Grand Marnier.

—Me imagino que piensas que está bien que siga tratándose con todos esos golfillos que trae a casa de la escuela pública.

—Hazme el favor, su escuela está en Rhinebeck, no en el sur del Bronx. Es un ambiente estupendo en el cual educarse.

—Igual que el que hay en el Concord, que conozco por experiencia.

Jeff hundió la cuchara en su Charlotte de melocotón, incapaz de expresar lo que realmente le pasaba por la cabeza, que no quería que Gretchen se convirtiera en una fotocopia de su madre. La frágil sofisticación, la actitud altanera, la inmensa riqueza considerada como un derecho de nacimiento, algo que se daba por sentado y en lo que se podía fiar plenamente. Jeff había adquirido sus propias riquezas gracias a un extraordinario golpe de buena suerte y a su fuerza de voluntad. Y quería proteger a su hija de la influencia potencialmente corruptora del dinero al tiempo que deseaba que aprovechara todas sus ventajas.

—Lo discutiremos en otro momento —le dijo a Diane.

—Tenemos que darles una respuesta el jueves que viene.

—Entonces lo discutiremos el miércoles.

Eso hizo que le diera un fuerte berrinche, de los que sólo se recuperaría en una de sus concentradas, casi enfermizas, incursiones a Bergdorf’s y Saks.

Se palpó el bolsillo de la americana y sacó dos tabletas de Gelusil. Su corazón estaría en plena forma, pero esa vida que se había creado le sentaba fatal a su aparato digestivo.

Los dedos jóvenes y delgados de Gretchen se desplazaban con gracia por el teclado, arrancándole al piano los conmovedores acordes de Para Elisa. El rechoncho gato anaranjado de nombre Chumley dormía despatarrado junto a ella, en el taburete del piano, demasiado viejo ya como para retozar con el temerario abandono de antaño, contento de poder estar junto a su ama, apaciguado por la dulce música.

Jeff observaba el rostro de su hija mientras tocaba, su piel suave y pálida rodeada por la negra cabellera de rulos. Su expresión era muy apasionada, pero él sabía que no era debida a la concentración en las notas o el ritmo de la pieza. Su talento natural para la música era tan grande que nunca le hacía falta memorizar o practicar los aspectos básicos de una composición; le bastaba con tocarla una vez. Su mirada era de total embeleso, como si se fundiera con la melancólica melodía de aquella pieza de engañosa sencillez.

Interpretó la coda de acordes y dobles notas manteniendo pisado el pedal, logrando así un consumado legato, y cuando hubo terminado, permaneció unos instantes en silencio para acabar regresando del lugar al que la música la había transportado. Después, sonrió encantada y sus ojos volvieron a ser los de una niña traviesa.

—¿No es preciosa? —inquirió Gretchen cándidamente, refiriéndose sólo a la belleza de la música.

—Sí —repuso Jeff—. Casi tan preciosa como la pianista.

—Ay, papá, no fastidies. —Se sonrojó y girando juguetona en el asiento se puso en pie—. Voy a hacerme un bocadillo. ¿Quieres uno?

—No, gracias, cariño. Me parece que esperaré hasta la cena. Tu madre llegará de la ciudad de un momento a otro; cuando llegue a casa, dile que me he ido a dar un paseo junto al río, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —le gritó Gretchen, que iba dando saltitos hacia la cocina.

Chumley se despertó, bostezó y la siguió con su paso tranquilo.

Jeff salió y recorrió el sendero entre los árboles. En otoño, el corredor de olmos era como un túnel de medio kilómetro envuelto en llamas. Al salir de él, Jeff vio, en primer lugar, el amplio prado que descendía suavemente hacia el Hudson, y a unos cien metros hacia la izquierda, la pendiente más pronunciada donde el agua caía en cascada por unas rocas para perderse en el frío. Siempre le producía una sensación de admiración la espectacular entrada de aquel lugar, porque le pasmaba que existiera semejante belleza y le enorgullecía que le perteneciera.

Se detuvo en lo alto del prado inclinado y contempló el paisaje. Dos barquitas iban río abajo muy despacio, contra el fondo encendido de colores otoñales. Un trío de muchachos se paseaba tranquilamente por la orilla opuesta, mientras iban tirando piedras al agua corriente. En lo alto de una elevación que había detrás de ellos se veía una mansión, menos majestuosa que la de Jeff, pero aun así, muy imponente.

Dentro de tres meses el río estaría congelado, se convertiría en una ancha carretera blanca que avanzaría hacia el sur, en dirección a la ciudad, y hacia el norte, en dirección a las montañas Adirondacks. Los árboles se despojarían de sus hojas, pero nunca estarían desnudos, porque la nieve cubriría sus ramas y, algunos días, hasta las ramas más pequeñas quedarían envueltas en un carámbano de hielo, brillando a centenares bajo el sol invernal.

Era aquélla la tierra, el condado, que Currier e Ivés habían descrito como el ideal norteamericano; habían llegado incluso a bosquejar esa misma vista. Estando allí de pie, le resultaba fácil creer que cuanto había hecho había valido la pena. Estando allí de pie, o estrechando a Gretchen entre sus brazos, abrazando a la hija que él y Linda tanto habían deseado pero que nunca habían podido tener.

No, no iba a enviar a su hija al Concord. Ésa era su casa. Allí iba a quedarse hasta que tuviera edad suficiente como para decidir por sí misma si debía marcharse. Cuando llegara ese día, la secundaría en la determinación que tomara, pero hasta que no llegara ese momento…

Algo invisible le apuñaló el pecho, una sensación más fuerte y dolorosa que las que jamás había experimentado…, salvo una vez.

Cayó de rodillas, pugnando por recordar qué día era, qué hora era. Sus ojos captaron el paisaje otoñal, el valle que, un momento antes, le había parecido el emblema mismo de la esperanza recuperada, de ilimitadas posibilidades. Después, cayó de lado y el río quedó a sus espaldas.

Jeff Winston lanzó una mirada desvalida al túnel de olmos anaranjado rojizos que lo había llevado hasta aquel prado plagado de promesas y satisfacciones, y luego expiró.