Capítulo 5

Se habían acabado las apuestas; los dos lo sabían. Había corrido la voz sobre las hazañas de Jeff y Frank y en el país no quedaba un solo corredor de apuestas ni un solo casino dispuestos a aceptar apuestas considerables de ninguno de los dos.

Pero evidentemente existía otro tipo de apuestas, con nombres más distinguidos.

—… El departamento contable está en esa oficina de allí y los documentos legales por aquí, al otro lado del vestíbulo. Y ahora sígueme…

Era evidente que a Frank le complacía enormemente mostrarle a Jeff la suite de oficinas a medio amueblar, situada en el piso cincuenta del edificio Seagram. Él mismo había elegido el lugar, con la aprobación de Jeff, y se había encargado de los detalles de organizar lo que había de hacerse, desde la constitución de la sociedad «Future, Inc.» hasta la contratación de secretarias y contables.

Frank había dejado sus estudios de derecho y ambos habían acordado tácitamente que se encargaría de supervisar las operaciones diarias de la compañía mientras Jeff se ocuparía de las decisiones importantes sobre inversiones y la gestión general de la sociedad. Frank dejó de cuestionar la validez de las recomendaciones de Jeff, pero desde el golpe de la Liga de Béisbol entre los dos socios había surgido una especie de extraño cansancio. Rara vez coincidían en reuniones sociales, pero Jeff sabía que Frank bebía más que nunca. Su curiosidad de antaño había dado paso a un temor aparentemente creciente por lo que Jeff sabía y cómo lo sabía. No volvieron a tocar el tema.

—… Pasemos por la zona de recepción. Espera a ver al bombón que se sentará delante de ese escritorio dentro de un par de semanas… y… ¡Aquí estamos!

El despacho era amplio y acogedor a la vez, impresionaba sin intimidar. Una silla negra modelo Barcelona esperaba a su dueño detrás de un amplísimo escritorio ovalado de roble, situado delante de un bar bien provisto y un televisor estéreo encerrado en un bonito mueble. Unos ventanales que iban del techo al suelo en dos de las paredes del despacho ofrecían, a un lado, una vista del río Hudson, y al otro, una panorámica de los rascacielos de Manhattan. Las diversas plantas florecientes le daban un toque exuberante a todos los rincones de la estancia, y los Pollocks enmarcados constituían un testimonio a la valía de la creatividad humana. Como nota divertida y perfectamente apropiada, una zona de la pared estaba dedicada a la ampliación de la fotografía de un caballo engalanado con flores: Chateaugay, en el cercado para los ganadores, después del derby de Kentucky.

—Es todo tuyo, chico —le dijo Frank con una sonrisa.

Jeff estaba conmovido por lo que su amigo había hecho.

—¡Es fantástico, Frank!

—Si hay algo que no te guste, lo cambiamos en seguida. El diseñador ya sabe que todo es provisional hasta que tú lo apruebes. Al fin y al cabo, el que tiene que trabajar aquí dentro eres tú.

—Todo está perfecto así. Me has dejado boquiabierto. No irás a decirme que lo de la foto de Chateaugay fue idea del diseñador.

—No —admitió Frank—, fue una sugerencia mía. Imaginé que te haría mucha gracia.

—Me ayudará a inspirarme.

—Contaba con ello —rió Frank—. Caray, cuando pienso en lo rápido que ha ocurrido todo esto, en… en fin, ya sabes a lo que me refiero.

El momento de regocijo juvenil pasó tan deprisa como había surgido. Aquella experiencia estaba envejeciendo a Frank; las preguntas no formuladas y sin contestación, el éxito asombrosamente repentino e inexplicable… Era demasiado, no alcanzaba a digerirlo.

—De todos modos —dijo Frank, fijando la mirada en la zona vacía de la recepción—, hoy tengo que ocuparme de un montón de cosas. He pedido a Monroe unas cuantas calculadoras de oficina, de esas nuevas; tendrían que haberme llegado hace dos días. Así que si quieres empezar a instalarte y a tomarle el gusto al lugar…

—Está bien, Frank, sigue con lo tuyo. Me gustaría sentarme aquí un rato y pensar. Y gracias otra vez. Estás haciendo un gran trabajo… socio.

Se estrecharon la mano y, en un tímido gesto de camaradería, se dieron unas palmadas en el hombro. Frank salió a grandes zancadas hacia los despachos casi vacíos y Jeff se arrellanó en la envolvente comodidad de la silla Barcelona, detrás del inmenso escritorio.

Había resultado todo tan fácil, incluso más de lo que había imaginado. Las carreras, la repetición, jugada a jugada, de los partidos de la Liga de Béisbol… y con la enorme cantidad de capital acumulada de esas apuestas seguras, podía hacer lo que quisiera con igual o mayor facilidad.

Ya había empezado a estudiar el precio de las acciones, a repasar lo que sabía del mundo futuro y aplicando ese conocimiento hacía una extrapolación de la situación actual del mercado. No recordaba cada alza y cada baja de la economía a lo largo de aquellos años, pero estaba seguro de poseer elementos de juicio generales y suficientes como para que las recesiones y los problemas menores resultaran irrelevantes.

Algunas inversiones estaban claras: IBM, Xerox, Polaroid. Otras había que pensárselas mejor; debía conectar mentalmente los cambios sociales en marcha o a punto de producirse con las compañías que se beneficiarían de esos cambios. El resto de la década, pensó Jeff, sería de prosperidad general; los norteamericanos viajarían profusamente tanto por negocios como por diversión. Future, Inc. tendría que invertir mucho en acciones de hoteles y líneas aéreas. Asimismo, las acciones de la Boeing Aircraft debían de estar a punto de iniciar su escalada, a pesar de que acabaran cancelando el tan cacareado programa SST; el 727 y el 747, que todavía no habían salido al mercado, se convertirían en los aviones comerciales más utilizados de los próximos veinticinco años. Otras compañías aeroespaciales tendrían sus éxitos y sus fracasos, y Jeff estaba seguro de que con una cuidadosa investigación, lograría refrescarse la memoria en cuanto a cuál de ellas había conseguido los contratos más lucrativos para el programa Apolo y, en definitiva, para construir la flota de transbordadores espaciales.

Miró hacia el Hudson, que bullía de actividad comercial. Tal como había notado aquel día, la invasión de coches japoneses tardaría bastante en producirse, y Estados Unidos había llegado a la culminación de sus amoríos con los coches grandes; no le vendría mal colocar uno o dos millones en Chrysler, General Motors y Ford. RCA sería probablemente una buena elección a corto plazo, puesto que la televisión en color estaba a punto de convertirse en la norma, y faltaban muchos años todavía para que Sony entrara a saco en ese mercado.

Jeff cerró los ojos, mareado por el potencial de todo aquello. Las crisis económicas mensuales que había soportado anteriormente, la eterna frustración de empleos con un exceso de responsabilidades y un sueldo magro, no eran sólo preocupaciones del pasado, sino de un futuro que jamás volvería a ser. ¿A quién le importaba cómo había llegado a ocurrir aquello? Era joven, rico, y pronto sería inmensamente rico. No tenía el mínimo deseo de cambiar aquello ni siquiera de cuestionárselo, y mucho menos de volver a esa otra realidad que había vivido, o que quizá, había imaginado. Podía tener cuanto había deseado siempre y disponía del tiempo y de la energía para disfrutarlo.

—… independientemente de que el candidato republicano sea Goldwater o Rockefeller. Es improbable que el escándalo Baker tenga serios efectos en la reelección del presidente, aunque en los círculos internos de la Casa Blanca pueda iniciarse un movimiento para sacar a Johnson, en caso de que la investigación llegue más lejos. Para el equipo Kennedy hay otros temas más preocupantes…

—¿No podemos ver otra cosa? —preguntó Sharla, haciendo pucheros—. Además, no entiendo por qué te interesas tanto por estos temas políticos. Todavía falta un año para las próximas elecciones.

Jeff le lanzó una sonrisa apaciguadora, pero no le contestó.

—… el recorte de impuestos y los proyectos de ley sobre derechos civiles. A menos que se promulguen antes de que se suspendan las sesiones del Congreso el veinte de diciembre, las propuestas deberán hacer frente a una batalla aún más difícil de ganar en las sesiones de primavera del Congreso de los Diputados y el Senado, y Kennedy se vería obligado a iniciar campaña con el mar de fondo de la batalla legislativa en lugar de hacerlo en el tan esperado ambiente de la doble victoria.

Sharla se estiró, se levantó del sofá enfurruñada y se dirigió a la escalera que llevaba a los pisos superiores de la casa de la calle Setenta y Tres Este.

—Te esperaré en la cama —gritó por encima del hombro desnudo, apenas cubierto por el transparente camisón color melocotón—. Es decir, si sigues interesado.

—… a pesar de las críticas suscitadas por el desastre de la Bahía de Cochinos, y de los amargos problemas surgidos con entidades tan dispares como la Federación Norteamericana del Trabajo y el Congreso de Organizaciones Industriales y la industria del acero, la imagen y el hombre se mantienen inseparables para la mayoría de los votantes. Su juventud desenfadada, su encantadora esposa y sus devotos hijos, las tragedias y triunfos a los que ha sobrevivido su familia, la gracia simple y el sentido del humor alerta, todo…

Jeff volvió a pasar la cinta en el vídeo prototipo de Sony que le había costado más de once mil dólares y que estaría condenado al fracaso, un producto que se adelantó en diez años a su tiempo. La filmación de archivo en blanco y negro sobre John Kennedy iluminó la pantalla por segunda vez; le resultaba tan familiar y a la vez tan enternecedor, sonriente en su famosa mecedora, en la pista de un aeropuerto levantando en brazos a John-John y a Caroline, retozando con sus hermanos en la playa de Hyannisport. Jeff había visto muchas veces aquellos breves segmentos públicos de la vida de aquel hombre, y siempre, durante un cuarto de siglo, tras esas imágenes venía la de la limusina abierta de Dallas, el horror enloquecido, la sangre en la ropa de Jackie y las rosas que llevaba en los brazos. Pero ahora esas imágenes no existían. Esa noche, en esa cinta de un programa de noticias de hacía apenas dos horas, no saldría Lyndon Johnson para anunciar que asumía el mando, ni se vería el cortejo fúnebre recorriendo Washington, ni la llama eterna antes de que se produjera el fundido a negro. Esa noche, el hombre del que hablaban estaba vivo, lleno de vida y planes para su propio futuro y el de la nación.

—… gracia simple y el sentido del humor alerta, todo ello le restan peso a temas como la Nueva Frontera, un nuevo comienzo…, se trata del advenimiento de un Camelot moderno, como dirían algunos. El equipo para la reelección de Kennedy tendrá que trabajar con esa imagen infinitamente positiva más que con los antecedentes de los logros obtenidos en el primer mandato. Sorensen, O’Donnell, Salinger, O’Brien y Bobby Kennedy son conscientes de los puntos fuertes y débiles del candidato y del poder de los mitos instantáneos. Pueden estar ustedes seguros de que saben dónde centrar su atención en la próxima campaña.

El noticiero ofreció a continuación las imágenes de Charles de Gaulle visitando al shah de Persia, rodeado de mucha pompa y circunstancia, y Jeff apagó el aparato. Kennedy estaba vivo, volvió a pensar por enésima vez en las últimas semanas. Kennedy dirigiendo al país hacia quién sabe qué…, ¿la prosperidad sostenida, la armonía racial, una salida temprana de Vietnam?

John F. Kennedy vivo. Hasta dentro de tres semanas.

A menos que…, a menos que… ¿qué? La fantasía resultaba irresistible, por extraña y trillada que pudiera parecer. Pero no se trataba de un programa de televisión, ni de un argumento de ciencia ficción; Jeff estaba allí, en aquel mundo todavía entero de 1963, y la mayor tragedia del siglo estaba a punto de desarrollarse delante de sus ojos sabedores de todo aquello. ¿Le era acaso posible intervenir, sería lo adecuado? Ya había comenzado a introducir grandes cambios en las realidades económicas de la época con la mera constitución de Future, Inc., y el continuo espacio-tiempo todavía no había dado muestras de un esfuerzo insoportable.

Jeff pensó que seguramente debía de existir algo que pudiera hacer ante el inminente asesinato, menos enfrentarse al asesino en persona en el sexto piso del almacén de libros de la escuela de Texas el veintidós de noviembre. ¿Una llamada telefónica al FBI, una carta al Servicio Secreto? Estaba claro que ninguna autoridad se tomaría en serio sus advertencias, y si alguien lo hacía, probablemente lo detendrían como sospechoso de conspiración.

Se sirvió una copa del barcito que había junto a la entrada del patio y analizó el problema. Todo aquél a quien le expusiera el asunto iba a tildarlo de loco; es decir, hasta que la comitiva del presidente hubiera pasado por la plaza Dealey y entrado y salido tan trágicamente del lugar del asesinato. Después seguiría un escándalo de órdago y sería demasiado tarde para hacerle ningún bien al mundo.

¿Qué debía hacer, quedarse sentado y esperar a que ocurriera el asesinato? ¿Dejar que la historia se repitiera brutalmente porque temía aparecer como un tonto?

Jeff echó un vistazo a su alrededor y contempló la casa decorada con gusto, tan por encima de cualquiera de las residencias que él o Linda habían soñado con ocupar. Había tardado apenas seis meses en adquirir todo aquello, casi sin esfuerzo alguno. Y podía pasarse el resto de su vida aumentando ilimitadamente sus comodidades y sus riquezas gracias a lo que sabía, pero esos logros iban a atragantársele para siempre si no hacía algo con las demás cosas que sabía.

Tenía que hacer algo, como fuera.

Voló a Dallas el día quince y se metió en la primera cabina de teléfonos que encontró en el aeropuerto. Repasó la O en el listín telefónico y allí lo encontró, junto a muchos otros, aunque ante sus ojos las letras saltaban de las páginas como si hubiesen estado inscritas a fuego: Oswald, Lee H… 1026 N. Beckley… 555-4821.

Jeff apuntó la dirección y en Avis alquiló un Plymouth sencillo de color azul. La chica del mostrador le explicó cómo llegar a la parte de la ciudad que buscaba.

Pasó seis veces delante de la casita blanca de madera de Oak Cliff. Se imaginó acercándose a la puerta, tocando el timbre, hablando con Marina, la joven rusa de voz suave, que sería quien le atendería. ¿Qué iba a decirle? ¿«Su marido va a matar al presidente, tiene usted que impedírselo»? ¿Y si el que le abría la puerta era el asesino? ¿Qué haría después?

Jeff volvió a pasar despacio con el coche por delante de aquella casita corriente, pensando en el hombre que vivía en su interior y que esperaba y tramaba para destruir la complacencia del mundo.

Salió de aquel barrio sin detenerse. En un K-Mart de Fort Worth se compró una máquina de escribir portátil de las baratas, un poco de papel y un par de guantes. Una vez en una anónima habitación de un hotel Holiday Inn que había sobre la autopista este que conducía al aeropuerto, se puso los guantes, abrió el paquete de papel y empezó a redactar la carta que le daba náuseas escribir:

Presidente John F. Kennedy

Casa Blanca 1600

Pennsylvania Avenue Washington. D. C.

Señor presidente:

Ha sido usted quien nos apartó del presidente Fidel Castro y del pueblo libre de Cuba. Es usted el opresor, el enemigo de los hombres libres de Latinoamérica y el mundo.

Si viene a Dallas, lo mataré. Le meteré una bala en la cabeza con un fusil, y con su sangre los impulsores de la libertad en el hemisferio occidental podrán escribir la palabra JUSTICIA.

No se trata de una amenaza gratuita. Estoy bien armado y dispuesto a morir si hace falta.

Lo mataré.

¡¡VENCEREMOS!!

Lee Harvey Oswald.

Jeff añadió la dirección de Oswald, volvió a cruzar la ciudad y dejó la carta en un buzón, a dos manzanas de la anodina casita de madera. Una hora más tarde, a unos sesenta kilómetros al sureste de Dallas, los guantes empezaban a estar pringados de sudor. El cuero apretado le había entumecido las manos cuando lanzó la máquina de escribir desde un puente al fondo de un gran lago en el medio de la nada. Sintió alivio cuando por fin pudo quitarse los condenados guantes y tirarlos por la ventanilla del coche, cerca de un pueblo abandonado de la mano de Dios, llamado Gun Barrel. Sintió las manos más libres, más limpias.

No salió de su habitación del Holiday Inn durante los cuatro días siguientes; no habló con nadie más que con el personal de servicio y pisó la calle únicamente para comprar los diarios locales. El martes, día diecinueve, el Dallas Herald publicaba en la página cinco el artículo que esperaba: miembros del Servicio Secreto habían detenido a Lee Harvey Oswald por amenazar la vida del presidente; permanecería detenido sin fianza hasta que Kennedy hubiera concluido su visita de un día a Texas a finales de la semana.

Esa noche, en el avión de regreso a Nueva York, Jeff se emborrachó, pero el alcohol no tenía nada que ver con la sensación de triunfo que experimentaba, los pensamientos exultantes que se agolpaban en su mente: imágenes de un mundo en el que la negociación sustituía a la guerra en Vietnam, en el que los hambrientos eran alimentados, en el que se alcanzaba la igualdad racial sin derramamientos de sangre…, un mundo en el que John Kennedy y el espíritu esperanzado de la humanidad no morirían, sino que florecerían e imperarían sobre la faz de la tierra.

Cuando su avión aterrizó, las luces de Manhattan parecían un brillante presagio del glorioso futuro que Jeff acababa de crear.

A la una menos diez de la tarde del viernes, su secretaria abrió la puerta de su despacho sin llamar. Permaneció allí de pie, con las mejillas surcadas de lágrimas, incapaz de pronunciar palabra. Jeff no tuvo que preguntarle qué había ocurrido. Sintió como si le hubieran asestado un golpe en el estómago con un objeto contundente.

Frank entró detrás de la chica, le informó en voz baja que ese día ya no trabajarían, que tanto ella como los demás podían marcharse a casa. Cogió a Jeff del brazo y juntos abandonaron el edificio. Presa del estupor, la gente se agolpaba en Park Avenue. Algunos lloraban sin pudor alguno; otros se reunían alrededor de las radios de los coches o de los transistores. La mayoría se limitaba a caminar con la mirada perdida, poniendo un pie distraídamente delante del otro, para avanzar con un ritmo lento absolutamente impropio de los neoyorquinos. Era como si un terremoto hubiera aflojado el sólido cemento de Manhattan y ya nadie pudiera pisar con firmeza. Nadie sabía si las calles volverían a temblar y a ceder, o a abrirse en dos para tragarse al mundo. El futuro había llegado en un instante estremecedor.

Frank y Jeff buscaron una mesa en un bar tranquilo, cerca de Madison. En la pantalla del televisor, el avión presidencial abandonaba Dallas llevándose el cadáver del presidente. Mentalmente, Jeff vio la foto de Lyndon B. Johnson jurando el cargo en la que aparecía detrás de él Jacqueline Kennedy absolutamente aturdida. El vestido y las rosas manchados de sangre.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Frank. Jeff salió de su macabro ensimismamiento.

—¿A qué te refieres?

—¿Qué ocurrirá ahora con el mundo? ¿Adónde iremos a parar ahora?

Jeff se encogió de hombros y repuso:

—Supongo que depende mucho de Johnson. Del tipo de presidente que sea. ¿Tú qué opinas?

Frank movió la cabeza en un gesto negativo.

—Tú nunca «supones» nada, Jeff. Nunca te he visto hacer suposiciones, porque sabes las cosas.

Jeff miró a su alrededor en busca de un camarero; todo el mundo miraba la televisión, atentos al joven Dan Rather mientras recapitulaba por vigésima vez los trascendentales acontecimientos de aquella tarde.

—No sé de qué me estás hablando.

—Yo tampoco, exactamente. Pero hay algo en ti que… no está bien. Algo extraño. Y no me gusta.

Jeff comprobó que a su socio le temblaban las manos; debía de necesitar urgentemente una copa.

—Frank, hoy es un día terrible, extraño. Todos estamos un poco alelados.

—Tú no. A ti no te pasa lo mismo que a mí y a los demás. En la oficina nadie te dijo lo que había pasado; fue como si no hubiese hecho falta, como si supieras lo que iba a suceder.

—No seas absurdo.

En la televisión entrevistaban a un corpulento agente de policía que describía la búsqueda a nivel estatal organizada en Texas.

—¿Qué fuiste a hacer a Dallas la semana pasada?

Jeff lanzó a Frank una mirada cargada de cansancio.

—¿Qué, lo has comprobado con la agencia de viaje?

—Sí. ¿Qué fuiste a hacer allí?

—A buscar propiedades para la empresa. Es un mercado que está creciendo, a pesar de lo que ocurrió hoy.

—Es posible que cambie.

—No lo creo.

—¿Ah, no? ¿Por qué no?

—Un presentimiento que tengo.

—Hemos llegado muy lejos con esos presentimientos tuyos.

—Podemos ir más lejos aún.

Frank suspiró, se pasó la mano por el cabello prematuramente ralo.

—No. Yo no. Estoy hasta el gorro. Quiero marcharme.

—¡Por el amor de Dios, si acabamos de empezar!

—Estoy seguro de que te irá espectacularmente bien. Pero esto se ha vuelto muy extraño para mí, Jeff. Ya no me siento cómodo trabajando contigo.

—Vamos, hombre, ¿no irás a decirme que crees que he tenido que ver con…?

Frank levantó la mano y lo interrumpió.

—No he dicho eso. No quiero saber nada. Sólo quiero marcharme. Puedes quedarte con mi parte del capital y pagarme con los beneficios que saques en los próximos años, o el tiempo que te lleve saldar la deuda conmigo. Te recomiendo que en mi lugar pongas a Jim Spencer; es un buen hombre, sabe lo que se hace. Y seguirá tus instrucciones al pie de la letra.

—¡Maldita sea, empezamos esto juntos! Desde el derby, desde Emory…

—Sí, es verdad, y ha sido una racha de buena suerte como la copa de un pino. Pero hasta aquí llegó mi amor. Yo me abro, socio. Me retiro del juego.

—¿Y a qué te vas a dedicar?

—Terminaré la carrera de derecho, supongo. Haré algunas buenas inversiones conservadoras por mi propia cuenta; tengo suficiente como para seguir adelante el resto de mi vida.

—No te vayas, Frank. Te estarías perdiendo la oportunidad de tu vida.

—De eso no me cabe la menor duda. Puede que algún día me arrepienta, pero ahora es lo que debo hacer. Por la tranquilidad de mi conciencia. —Se levantó y le tendió la mano—. Buena suerte y gracias por todo. Fue divertido mientras duró.

Se estrecharon la mano, al tiempo que Jeff se preguntaba qué podía haber hecho para impedir aquello. Quizá nada. Quizá tenía que ocurrir.

—El lunes hablaré con Spencer —le dijo Frank—. Suponiendo que para entonces el mundo siga en paz y el país en funcionamiento.

Jeff le lanzó una larga mirada tranquila.

—Así será.

—Me alegra saberlo. Cuídate, socio.

Cuando Frank se marchó, Jeff se sentó en un taburete de la barra y finalmente consiguió una copa. Iba por la tercera cuando la CBS pasó este boletín:

—… detuvo a un sospechoso en relación con el asesinato del presidente Kennedy. Repito, la policía de Dallas detuvo a un sospechoso en relación con el asesinato del presidente Kennedy. Se comenta que Nelson Bennett no tiene ocupación fija y que en otros tiempos fue activista de izquierdas. Las autoridades han informado que encontraron un número de teléfono en el bolsillo de Bennett; el número pertenece a la embajada soviética de Ciudad de México. Les daremos más información en cuanto…

El frío de los últimos días de noviembre le daba un aspecto sombrío al patio de la casa del East Side; era un lugar pensado para el verano, en un mundo donde el verano había sido desterrado. La mesa de cristal y los brazos de las sillas de cromo bruñido contribuían en cierta manera a hacer que aquel día pareciera aún más vano. Jeff se cerró la gruesa chaqueta de lana y se preguntó por centésima vez en los últimos dos días qué había pasado para que se repitiera la inevitable tragedia de Dallas. ¿Quién diablos era Nelson Bennett? ¿Un asesino de apoyo contratado para que se mantuviera al acecho cuando detuvieron a Oswald? ¿O sería acaso una pura chiripa, un loco suelto, manipulado por fuerzas mucho más poderosas que cualquier conspiración humana para que el flujo de la realidad se mantuviera inamovible?

Se daba cuenta de que no tenía manera de saberlo. En aquella vida reestructurada ya se enfrentaba a bastantes cosas que escapaban a su comprensión: ¿por qué iba ese elemento en particular a resultar menos insoluble que los demás? Y sin embargo, no cesaba de darle vueltas, de martirizarse. Había tratado de utilizar su presciencia para moldear el destino de una forma positiva, algo que superaba con mucho la trivialidad de sus apuestas, de sus planes de inversión, y sus esfuerzos no habían servido más que para crear una levísima ola en la corriente de la historia. Había cambiado el nombre de un asesino, nada más.

¿Qué le presagiaba aquello para su propio futuro? Todas las esperanzas que tenía de reconstruir su vida aprovechándose de su conocimiento del futuro, ¿estaban acaso destinadas a ser sólo cambios superficiales, cuantitativos, pero no cualitativos? ¿Acaso sus intentos por alcanzar la verdadera felicidad serían inexplicablemente truncados igual que su intervención en el asunto Kennedy? Todo eso también escapaba a su comprensión. Hacía seis semanas se había sentido omnisciente como un dios, y su potencial para el éxito le había parecido ilimitado. Pero ahora, todo volvía a quedar sujeto a interrogantes. Lo invadió una paralizante sensación de desesperanza, peor de la que había experimentado desde el internado, aquel horrible día, junto al puente en el que…

—¡Jeff! ¡Dios mío, ven! ¡Han matado a Bennett, lo dieron por la tele, lo acabo de ver!

Movió despacio la cabeza y entró detrás de Sharla. Pasaron una y otra vez las imágenes del asesinato, tal como sabía que ocurriría. Se veía a Jack Ruby, con su sombrero de gángster de película de segunda, salir de la nada en el corredor del sótano de la prisión del condado de Dallas. Se veía la pistola y a Nelson Bennet que moría como siguiendo las instrucciones de un apuntador invisible, la cara barbuda crispada de dolor, un reflejo distorsionado de la bien documentada muerte de Lee Harvey Oswald.

Jeff sabía que el presidente Johnson no tardaría en pedir una investigación completa de los hechos acaecidos aquel sangriento fin de semana. Una comisión especial dirigida por el juez Earl Warren. Se buscarían diligentemente las respuestas; no encontrarían ninguna. La vida continuaría.