Capítulo 4

Jeff iba echando las cartas de una en una, boca abajo, sobre el cubrecamas verde oscuro del Holiday Inn. Las iba sacando de la baraja que disminuía a la velocidad que lograban imprimirle sus dedos y, al hacerlo, Frank iba repitiendo un cántico hipnótico y ya familiar:

—Más cuatro, más cuatro, más cinco, más cuatro, más tres, más tres, más tres, más cuatro, más tres, más cuatro, más cinco… ¡Para! La siguiente es un as.

Jeff volvió despacio el as de diamantes y los dos sonrieron.

—¡Joder! —cloqueó Frank, dando un manotazo al cubrecama que hizo volar las cartas—. ¡Formamos un equipo, tío, un equipo al que hay que derrotar!

—¿Quieres una cerveza?

—¡Vale, tío!

Jeff descruzó las piernas, fue al otro extremo del cuarto y se acercó a la cubitera que había sobre la mesa. Ocupaban una habitación de la planta baja y las cortinas estaban descorridas; mientras destapaba las dos botellas de Coors, Jeff miró con tierna admiración su nuevo Studebaker Avanti gris, aparcado en la calle; brillaba bajo las luces del aparcamiento del motel Tucumcari.

El coche había arrancado miradas y comentarios curiosos durante todo el trayecto desde Atlanta y probablemente seguiría provocando las mismas reacciones el resto del viaje hasta Las Vegas. Jeff estaba absolutamente a sus anchas con él, su diseño y sus instrumentos «futuristas» le daban una cierta sensación de consuelo. El automóvil de morro alargado, con la parte trasera aerodinámica, habría resultado moderno en 1988; creía recordar que en los ochenta una empresa independiente siguió fabricando series limitadas de Avantis. Para él, que vivía en 1963, el coche era como un viajero amarillo del tiempo, un capullo sedoso hilado a imagen y semejanza de su propia época. Si el Chevy le había provocado nostalgia, aquel coche evocó en él una añoranza aún mayor.

—Ey, ¿dónde está esa birra?

—Ya voy.

Le dio a Frank la cerveza fría y bebió un largo sorbo de la suya. Se marcharon a finales de mayo, en cuanto Maddock acabó la licenciatura. Para entonces hacía tiempo que Jeff había dejado de asistir a clase, lo suspendían en todas y ya no le importaba. Frank quiso hacer la ruta del sur para detenerse en Nueva Orleans a celebrarlo unos cuantos días, pero Jeff había insistido en que siguieran un camino más directo pasando por Birmingham, Memphis y Little Rock. En las afueras de las ciudades, cada pocos cientos de kilómetros, iban encontrando tramos recién inaugurados de autopista interestatal, con unos límites de velocidad entre los 100 y los 110 kilómetros, y Jeff había aprovechado la soledad y los carriles anchos para poner el Avanti al tope de sus posibilidades, 240 kilómetros por hora.

La depresión y la confusión que habían embargado a Jeff después de su velada truncada con Judy Gordon desaparecieron, disipadas en gran parte por el acierto en el derby. Desde aquella noche no había vuelto a verla más que de pasada en el campus. Y dejó de preocuparse por las posibles explicaciones de su situación, exceptuando las veces en que despertaba al amanecer y su cerebro le exigía respuestas que no lograba encontrar. Fuera cual fuera la verdad, al menos ahora contaba con pruebas de que su conocimiento del futuro era algo más que una mera fantasía.

Hasta ese momento, Jeff había logrado desviar las preguntas de Frank sobre qué lo había llevado a conseguir un acierto tan espectacular. Maddock tenía a Jeff por una especie de prodigio anormal, que poseía un método secreto. Aquella imagen quedó reforzada por la negativa de Jeff a hacer una ulterior apuesta en la carrera de Preakness, dos semanas después del derby. Había tenido la certeza de que Chateaugay iba a ganar dos de las tres carreras del circuito Triple Crown, pero no recordaba en cuál de las secuelas del derby había perdido el caballo; de modo que a pesar de las protestas de Frank, Jeff había insistido en que no jugase en Preakness. Motas de Caramelo ganó la carrera por una distancia de tres cuerpos y medio. De ese modo, Jeff no sólo estuvo seguro de la victoria en la próxima carrera de Belmont, sino que el resurgimiento de Motas de Caramelo había hecho que la popularidad de Chateaugay bajara.

Apostar le había permitido a Jeff encontrarle un nuevo sentido a la vida, distrayéndolo del desesperado tremedal de la filosofía y la metafísica en el que estaban sepultadas las respuestas a su situación. Si no había enloquecido ya, otro mes más reflexionando sobre aquellos imponderables, acabaría sin duda empujándolo a la locura. Lo de las apuestas era algo tan claro, de una simpleza tan relajante: ganar o perder, debe o haber, bien o mal. Punto. Nada de ambigüedades, nada de adivinar a ciegas, sobre todo cuando conocías los resultados de antemano.

Frank había recogido las cartas esparcidas, las apiló y las mezcló.

—Eh, juguemos una manita —sugirió.

—¿Por qué no?

Jeff se sentó a horcajadas en una silla, al lado de la cama. Cogió las cartas, volvió a mezclarlas y empezó a barajar.

—Más uno, más uno, cero, más uno, cero, menos uno, menos dos, menos dos, menos tres, menos dos…

Jeff escuchaba satisfecho la conocida letanía, la cuenta de los ases y los dieces a medida que iba dando. Frank había estado memorizando ávidamente los cuadros y tablas de un nuevo libro titulado Vence a la banca, un estudio hecho por ordenador sobre las estrategias para apostar en el blackjack. Por lo que había leído, Jeff sabía lo bien que funcionaba el método de contar las cartas. Hacia mediados de los setenta, los casinos habían empezado a prohibir la entrada a quienes jugaban siguiendo esas técnicas. Pero en esos tiempos, los crupiers y jefes de mesa aceptaban por sistema a todo tipo de jugadores porque los consideraban presas fáciles. A Frank le iría bien, aguantaría hasta el final; y si la emoción de su propio triunfo en las veintiuna mesas lo dejaba absorto, le serviría de distracción, así no se fijaría tanto en el acierto más espectacular que Jeff esperaba alcanzar en Belmont.

—… menos uno, cero, más uno…, ¡para! La que sigue es un diez.

Jeff le enseñó la sota de bastos y chocaron los cinco. Frank se terminó la cerveza, dejó la botella en la mesita de noche, junto a otra media docena de vacías.

—Oye —le dijo—, en uno de los autocines que pasamos cuando íbamos a la ciudad daban 007 contra el doctor No, ¿te apetece que vayamos?

—Caray. Frank, ¿cuántas veces la has visto ya?

—Tres o cuatro. Cada vez me gusta más.

—Basta, pues: ya me he hartado de James Bond. Frank le lanzó una mirada intrigada y le preguntó:

—¿Cómo has dicho?

—Olvídalo. No tengo ganas de ir al cine; llévate el coche, las llaves están encima de la tele.

—¿Qué te pasa, guardas luto por el Papa? Ni siquiera sabía que eras católico.

Jeff se echó a reír y buscó sus zapatos.

—Está bien, al diablo con todo. Al menos no será con Roger Moore.

—¿Quién rayos es Roger Moore?

—Algún día será un santo.

Frank meneó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Hablamos de la muerte del Papa, de James Bond o qué? ¿Sabes una cosa, tío? Hay veces que no sé de qué carajo estás hablando.

—Yo tampoco, Frank, yo tampoco. Anda, vamos al cine. Lo que necesitamos es evadirnos un poco de la realidad.

Al día siguiente se fueron turnando al volante del Avanti y llegaron a Las Vegas sin hacer una sola pausa. Jeff nunca había estado en Nevada y la franja iluminada por las luces de neón le pareció más vacía, menos vistosa de lo que la recordaba por las películas y los programas de televisión de los ochenta. Cayó en la cuenta de que se encontraba en la ciudad de Las Vegas de la época anterior a Howard Hughes, antes de que el influjo de la cadena Hilton y el dinero de MGM construyeran los inmensos y «respetables» hoteles casino. Los que ahora dominaban aquella pequeña porción surrealista de la Carretera Estatal 604 de Nevada eran legados llamativos y de menores proporciones, que provenían de la época de los gángsters de después de la guerra: el Dunes, el Tropicana, el Sands. Las Vegas de las pandillas callejeras de adolescentes, salida directamente de las antiguas películas de acción, con bandas de sonido llenas de música movida y chasquidos de dedos. En el aire seco y caliente flotaba todavía un no sé qué provocativo y maligno.

Se hospedaron en el Flamingo, y depositaron dieciséis mil dólares en la caja fuerte del hotel casino. El director del hotel, todo dientes y contoneos, los invitó a ocupar una suite de tres habitaciones y a comer y beber cuanto quisieran durante el tiempo que estuviesen allí.

Frank se pasó la noche vigilando las mesas de blackjack: el número de barajas que usaban, las reglas al cortar y doblar, la velocidad y la personalidad de los diferentes crupieres. Jeff lo acompañó un rato, después se aburrió y salió a dar una vuelta por el casino para estudiar el extraño ambiente. Todo parecía ilusorio: las fichas de brillantes colores que representaban enormes cantidades de dinero, los hombres y mujeres vestidos llamativamente…, fachadas desesperadas para las bravuconadas sexuales y la simulación de una opulencia ilimitada y sin preocupaciones.

Jeff volvió temprano a su habitación y se durmió viendo The Jack Paar Show. Por la mañana, cuando se levantó, se encontró a Frank paseándose por el salón de la suite, gruñendo por lo bajo y mirando de vez en cuando una baraja de recambio.

—¿Te vienes a desayunar conmigo?

Frank negó con la cabeza.

—Quiero repasarme éstas una vez más para ir a jugar antes de mediodía. Así pillaré a los crupieres al final del turno de la mañana, cuando empiezan a perder reflejos.

—Tiene lógica. Buena suerte; seguramente estaré en la piscina. Ven a contarme cómo te va.

Jeff desayunó sólo en el restaurante del hotel, sentado a una mesa para seis, mientras leía el Racing Form. Se alegró al comprobar que Chateaugay iba perdiendo puntos para la carrera de Belmont; ninguna de las otras carreras que mencionaba el periódico le decía nada. Devoró una doble ración de huevos revueltos con una gruesa loncha de jamón, se tomó luego una pila de crepes y un tercer vaso de leche. Los últimos años había tomado por norma el saltarse el desayuno, a lo mejor, de camino a la oficina, comía alguna galleta danesa y se tomaba la primera de sus muchas tazas de café del día, pero aquel cuerpo nuevo y joven tenía sus propios apetitos.

Frank ya había bajado al casino cuando Jeff regresó a la habitación a ponerse el traje de baño. Cogió una toalla inmensa y un ejemplar de V, pasó por la tienda de regalos del hotel y se compró un frasco de Coppertone (notó que no indicaba el factor de protección solar) y se buscó una tumbona junto a la piscina.

La vio en seguida: el cabello negro húmedo, los pómulos esculpidos. Pechos grandes pero firmes, vientre plano, piernas elegantes y bien torneadas. Apoyándose en el borde de la piscina, salió del agua sonriente, brillando en el desierto, y se dirigió hacia Jeff.

—Hola —lo saludó—. ¿Está ocupada?

Jeff negó con la cabeza e hizo un ademán invitándola a sentarse a su lado. La chica se tendió de espaldas y con un rápido movimiento apartó el cabello del respaldo de la tumbona para que quedara colgando y pudiera secársele.

—¿Te apetece tomar algo? —le preguntó, esforzándose porque sus ojos no se demoraran demasiado abiertamente sobre su cuerpo cubierto de gotitas de agua.

—No, gracias —repuso ella, pero le sonrió y lo miró de frente, haciendo que la negativa pareciera menos cortante—. Acabo de tomarme un Bloody Mary y estoy un poco mareada por el calor.

—Suele tener esos efectos si no estás acostumbrada —convino—. ¿De dónde eres?

—De Illinois, justo de las afueras de Chicago. Pero llevo un par de meses aquí, y tal vez me quede una temporada. ¿Y tú?

—Ahora de Atlanta —le dijo—, pero me crié en Florida.

—Ah, con razón, entonces estás acostumbrado al sol, ¿eh?

—Bastante —repuso, encogiéndose de hombros.

—Estuve en Miami un par de veces. Es bonito, pero ojalá se pudiera jugar.

—Yo me crié en Orlando.

—¿Dónde queda? —le preguntó ella.

—Está cerca de…

A punto estuvo de decir «Disneylandia», pero se contuvo a tiempo e iba a mencionar «Cabo Kennedy», pero recordó que no se llamaba así, ni siquiera en 1988.

—Cerca de Cabo Cañaveral —dijo finalmente.

La vacilación intrigó a la muchacha, pero el momento de incomodidad pasó.

—¿Alguna vez viste despegar algún cohete? —le preguntó la chica.

—Claro —dijo él, pensando en la excursión que había hecho con Linda a Cabo Cañaveral en 1969 para el lanzamiento de la Apolo U.

—¿Crees que de verdad llegarán a la luna como se comenta?

—Es posible. —Sonrió—. Ah, me llamo Jeff, Jeff Winston.

Ella le tendió una mano delgada y sin anillos, y él le aferró los dedos un instante.

—Sharla Baker —dijo ella, y retiró la mano para pasársela por el pelo lacio y mojado que le cubría el cuello—. ¿A qué te dedicas en Atlanta?

—Bueno…, la verdad es que sigo en la universidad. Tengo pensado dedicarme al periodismo. La muchacha sonrió afablemente.

—Con que un universitario, ¿eh? Tu mami y tu papi deben de tener mucho dinero para poder enviarte a la universidad y a Las Vegas.

—No —respondió él, divertido.

La chica no tendría más de veintidós o veintitrés años y él había calculado automáticamente la diferencia de edades desde la perspectiva opuesta.

—El viaje hasta aquí me lo costeo yo solito. Gané el dinero en el derby de Kentucky.

La muchacha enarcó las cejas, impresionada.

—¡No me digas! Oye, ¿tienes coche?

—Sí, ¿por qué?

Dobló perezosamente los largos brazos bronceados por encima de la cabeza y los pechos estiraron el bañador de nailon gazmoño y anticuado. Pero para Jeff el efecto fue tan erótico como si hubiera llevado uno de esos extravagantes modelitos de corte francés de los ochenta, o como si no hubiera llevado nada en absoluto.

—Se me ocurrió que podríamos alejarnos un rato del sol —le sugirió—. Dar un paseo hasta el lago Mead. ¿Te interesa?

Sharla vivía en un dúplex pequeño y ordenado, cerca del Paradise y del Tropicana. Lo compartía con una chica llamada Becky, que hacía el turno de las cuatro de la tarde a la medianoche, en la oficina de información del aeropuerto. Sharla no parecía tener ocupación fija, salvo pasearse por los casinos de noche y recorrer las piscinas de los hoteles por las tardes.

No era exactamente una furcia, sino una de tantas chicas de Las Vegas a las que les gustaba pasárselo bien, y que no se ofendían si de vez en cuando recibían algún regalito o un puñado de fichas. Jeff pasó con ella gran parte de los cuatro días siguientes, y le hizo unos cuantos regalitos —una tobillera de plata, un bolso de piel a juego con el color de su vestido preferido— pero la chica nunca le habló de dinero. Fueron a navegar por el lago, dieron un paseo hasta Boulder Dam, vieron el espectáculo de Sinatra en el Desert Inn.

Pero a lo que más se dedicaron fue a follar. Con frecuencia, memorablemente, en el apartamento de ella o en la suite de Jeff del Flamingo. Sharla era la primera mujer con la que se acostaba desde que había empezado todo aquello, la primera aparte de Linda desde que se había casado. La sed de sexo de Sharla estaba a la altura de la suya propia. Era tan libertina como tímida había sido Judy, y Jeff disfrutaba con el calor de su erotismo desenfrenado.

Frank Maddock se aprovechó ocasionalmente de los servicios de las chicas de pago que constituían uno de los atractivos de cada salón de juego y casino, pero se pasaba gran parte del tiempo en las mesas de blackjack. Ganando. Cuando llegó el día de la carrera de Belmont, había aumentado el dinero de su apuesta a nueve mil dólares, de la que ofreció un generoso tercio a Jeff por haberle financiado la operación al principio. Entre los dos tenían depositados en la caja fuerte del hotel casi veinticinco mil dólares; y Frank estaba dispuesto, si bien con ciertas reservas, a secundar a Jeff en su intención de apostarlo todo en una sola carrera.

Ese sábado, cuando llegó el momento de la carrera, Jeff estaba en la piscina del Flamingo con Sharla.

—¿Es que ni siquiera vas a verla en la tele? —le preguntó la chica al comprobar que él no daba señales de moverse de la esterilla de junco.

—No hace falta. Ya sé cómo va a terminar.

—¡Míralo a él! —Lanzó una carcajada y le dio una palmada en el trasero—. El universitario ricachón que se piensa que lo sabe todo.

—Si me equivoco no seré rico.

—Ya llegará el día —le dijo ella, cogiendo el frasco de Coppertone.

—¿De qué? ¿De que me equivoque o de que sea pobre?

—¡Ah, tonto! No lo sé. Anda, ponme bronceador en las piernas.

Jeff dormitaba al sol, con la mano posada sobre el muslo desnudo de Sharla, cuando Frank salió del hotel con cara de asombro. Jeff se puso en pie de un salto al ver la expresión de su amigo; maldición, tal vez no tendrían que haberlo apostado todo.

—¿Qué te ocurre, Frank? —le preguntó con los dientes apretados.

—Todo ese dinero —dijo Frank con voz ronca—. Todo ese jodido dinero.

Jeff lo agarró de los hombros.

—¿Qué pasó? ¡Dime qué pasó!

Los labios de Frank dibujaron una sonrisa leve y enloquecida.

—Ganamos —susurró.

—¿Cuánto?

—Ciento treinta y siete mil dólares.

Jeff se relajó y soltó a Frank.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó Maddock, mirando a Jeff fijamente a los ojos—. ¿Cómo carajo lo haces? Has acertado tres veces seguidas.

—Pura suerte.

—Pura suerte, una mierda. Hiciste de todo menos empeñar las joyas de la familia para apostarte la pasta a Chateaugay en el derby. ¿Sabes algo que no quieres decirme o qué?

Sharla se mordió el labio inferior y miró a Jeff con aire pensativo.

—Dijiste que sabías cómo iba a terminar.

A Jeff no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Eh —dijo con una sonrisa—, probablemente, la próxima vez lo perdamos todo.

Frank volvió a sonreír, su curiosidad aparentemente satisfecha.

—Con estos antecedentes, te seguiré a donde sea, chico. ¿Cuándo volvemos a jugar? ¿Tienes alguna corazonada?

—Sí —contestó Jeff—. Algo me dice que mañana por la noche, la compañera de piso de Sharla faltará al trabajo pretextando una enfermedad, y que los cuatro vamos a celebrarlo por todo lo alto. De momento es por lo único que apostaría.

Frank lanzó una carcajada y se dirigió al bar de la piscina a buscar una botella de champaña, mientras Sharla corría a telefonear a su amiga. Jeff volvió a tumbarse en la esterilla, enfadado consigo mismo por haberse ido de la lengua y preguntándose cómo iba a decirle a Frank que su sociedad de juego había acabado, al menos por el verano.

Ni en sueños iba a reconocer que ese año no volverían a apostar en las carreras porque no lograba recordar qué caballo las había ganado.

Jeff untó una fina capa de mermelada sobre el croissant caliente y mordisqueó la punta crujiente. Desde el balcón que daba a la avenida Foch alcanzaba a ver el Arco del Triunfo y la verde extensión del Bois de Boulogne, ambos a corta distancia del apartamento.

Sharla le sonrió desde el otro lado de la mesa del desayuno, cubierta por un mantel de lino. Se sirvió un fresón rojo de su plato, lo mojó en un bol de nata y luego en otro de azúcar y, muy despacio, comenzó a chupar la fruta madura, sin apartar la mirada de los ojos de Jeff, mientras envolvía la baya con sus labios.

Jeff dejó el International Herald Tribune y se puso a observar aquella improvisada interpretación con la fresa. De todos modos, las noticias le resultaban deprimentemente conocidas; Kennedy había pronunciado su discurso Ich bin ein Berliner en la ciudad dividida al este de allí y, en Vietnam, los monjes budistas habían empezado a inmolarse en las esquinas en señal de protesta por el régimen de Diem.

Sharla volvió a mojar el fresón en la nata espesa, lo mantuvo suspendido encima de su boca abierta mientras lamía las gotitas blancas con la punta de la lengua. Su bata de seda se transparentaba bajo el sol matutino, y Jeff alcanzaba a ver cómo se le endurecían los pezones al rozar contra la fina tela.

Había alquilado el apartamento de dos habitaciones en el distrito de Neuilly de París para todo ese verano, y habían abandonado la ciudad sólo para ir de excursión a Versalles o Fontainebleau. Era el primer viaje de Sharla a Europa, y Jeff quería vivir París de un modo diferente, no como lo había hecho cuando lo visitara con Linda en el torbellino de aquel viaje organizado. Lo había logrado, sin duda; la deliciosa sensualidad de Sharla se fundía perfectamente con el aura romántica de la ciudad. Los días soleados se paseaban por las callejuelas y bulevares; comían en cualquier bistró o café que les llamara la atención, y cuando llovía, como ocurrió con frecuencia aquel verano, se arrebujaban en el cómodo apartamento donde pasaban largos y lánguidos días de lujuria, mientras tras las ventanas, el brumoso e irrazonable frescor de París servía de fondo perfecto a su pasión. Jeff envolvía sus miedos en el brillante pelo negro de Sharla, ocultaba su constante confusión entre los pliegues de aquel cuerpo flexible y perfumado.

Lo miró desde su lado de la mesa con un brillo pícaro en los ojos y se zampó el fresón de un mordisco carnal. Un hilillo de jugo rojo brillante le tiñó el labio inferior y ella se lo limpió despacio con un dedo fino rematado en una larga uña.

—Esta noche quiero ir a bailar —anunció Sharla—. Quiero estrenar el vestido negro, sin ropa interior, e ir a bailar contigo.

Jeff paseó la mirada por su cuerpo, perfilado por la bata de seda blanca.

—¿Sin nada debajo?

—A lo mejor me pongo medias —contestó ella en voz baja—. Y bailaremos como tú me enseñaste.

Jeff sonrió y le pasó ligeramente la punta de los dedos por el muslo desnudo que asomaba por la bata entreabierta. Una noche de hacía tres semanas habían ido a bailar a una de las nuevas discothéques inauguradas recientemente en París, y espontáneamente, Jeff se había puesto a bailar con Sharla con los movimientos sinuosos y libres que imperarían en la década siguiente. Ella había aprendido los pasos de inmediato y le había añadido algunas variantes eróticas de cosecha propia. Las otras parejas, que bailaban el twist o el watusi, se habían apartado una a una para observar la forma en que se movían Jeff y Sharla. Poco a poco, al principio tímidamente, pero luego con creciente entusiasmo, fueron imitando sus movimientos abiertamente sensuales.

Jeff y Sharla iban casi cada noche al New Jimmy’s o a Le Slow Club, y la chica había empezado a elegir los vestidos en función de que se deslizaran provocativamente por su cuerpo cuando bailaba. Jeff disfrutaba mirándola, le enloquecía comprobar que los demás bailarines imitaban los movimientos de Sharla y, cada vez más, sus ropas también. Le divertía pensar que, en una sola salida nocturna con Sharla, había podido cambiar inintencionadamente el curso de la historia del baile popular acelerando la revolución libidinosa en la moda femenina que marcaría la época de mediados y finales de los sesenta.

Ella lo tomó de la mano y se la pasó entre los muslos por debajo de la bata. El croissant y el café con leche se enfriaron en la mesa; allí quedaron olvidados junto con los misterios del tiempo que tanto lo habían preocupado aquella primavera.

—Cuando volvamos a casa —le susurró ella—, me dejaré puestas las medias.

—¿Qué tal París? —le preguntó Frank.

—Muy bonito —le dijo Jeff, acomodándose en uno de los espaciosos sillones del Salón de Roble del Plaza—. Justo lo que me hacía falta. ¿Qué opinas de Columbia?

Su exsocio se encogió de hombros y llamó a un camarero.

—Pues es tal como me lo imaginé, un agobio. ¿Sigues bebiendo Jack Daniel’s?

—Cuando lo consigo. Los franceses no se han enterado de que existe el whisky de malta.

Frank pidió el bourbon y otro Glenlivet para él. Por la puerta abierta del bar entraba música de violín del Salón de las Palmeras, situado al otro lado del vestíbulo del elegante y antiguo hotel neoyorquino. Por encima de ese fondo sereno, de vez en cuando se oía el tintineo ocasional de las copas y el murmullo apagado de conversaciones, las palabras amortiguadas por las pesadas cortinas de la sala y el cuero de los sillones.

—No es el tipo de local que esperaba frecuentar en mi primer año en la facultad de derecho —comentó Frank con una sonrisa.

—Un escalón más arriba que Moe’s and Joe’s —convino Jeff.

—¿Está Sharla contigo?

—Esta noche va a ver Beyond the Fringe. Le dije que íbamos a hablar de negocios.

—Os lleváis bien, supongo.

—Es fácil estar con ella. Es divertida.

Frank asintió, agitó la copa que el camarero le había colocado delante.

—Supongo entonces que no has vuelto a ver a esa chica de Emory de la que me habías hablado.

—¿Te refieres a Judy? No, aquello se acabó incluso antes de que tú y yo nos fuéramos a Las Vegas. Es una buena chica, muy dulce, pero ingenua. Muy joven.

—Tiene tu misma edad, ¿no? Jeff lo miró fijamente.

—¿Qué pasa, Frank? ¿Otra vez jugando al hermanito mayor? ¿Tratas de decirme que no estoy a la altura de Sharla o qué?

—No, no, es que… No dejas de asombrarme, es todo. La primera vez que te vi, me pareciste un niñato que tenía mucho que aprender sobre carreras de caballos, entre otras cosas; pero me has demostrado todo lo contrario. No sé, caray, mira que ganar todo ese dinero, pasearte en ese Avanti y marcharte a Europa con una mujer como Sharla… A veces pareces mucho mayor de lo que realmente eres.

—Creo que ha llegado el momento de cambiar de tema —le dijo Jeff bruscamente.

—Oye, no quería ofender a nadie. Sharla es todo un descubrimiento, te envidio. Pero tengo la impresión de que…, no sé, de que has crecido más deprisa que ninguna de las personas que conozco. Y que conste que no estoy haciendo un juicio de valores. Joder, supongo que podrías tomarlo como un cumplido. Pero me parece extraño, es todo.

Jeff se esforzó por eliminar la tensión de sus hombros, se reclinó en el sillón con su copa.

—Supongo que siento una gran sed por la vida —dijo—, quiero hacer muchas cosas y deprisa.

—Te diré que les has sacado un montón de ventaja a todos los pelotillas del mundo. Más poder de tu parte. Espero que todo salga como hasta ahora.

—Gracias. Brindo por eso.

Levantaron las copas, y acordaron tácitamente olvidarse del momento tenso por el que acababan de pasar.

—Me acabas de comentar que le dijiste a Sharla que íbamos a hablar de negocios —le dijo Frank.

—Efectivamente.

Frank tomó un sorbo de su escocés.

—¿Y hablaremos de negocios?

—Depende —repuso Jeff encogiéndose de hombros.

—¿De qué?

—De si estás interesado en lo que tengo que sugerir.

—¿Después de lo que hiciste este verano, piensas que no voy a escuchar cualquiera de las ideas alocadas que se te puedan haber ocurrido?

—Ésta te parecerá más alocada de lo que imaginas.

—Ponme a prueba.

—La Liga de Béisbol. Empezará dentro de dos semanas.

Frank enarcó una ceja.

—Conociéndote, lo más probable es que apuestes por los Dodgers.

Jeff hizo una pausa y luego contestó:

—Efectivamente.

—Vamos, vamos, un poco de seriedad. Reconozco que hiciste un trabajo estupendo al ganar el derby y la carrera de Belmont, pero no fastidies. ¿Con Mantle y Maris de vuelta en el equipo y siendo los dos primeros partidos aquí en Nueva York? Ni pensarlo, hombre. Ni pensarlo.

Jeff se inclinó hacia adelante y con tono suave pero insistente, le dijo:

—Van a ganar. Por goleada. Los Dodgers ganarán los cuatro partidos.

Frank frunció el ceño y lo miró con cara rara.

—Estás rematadamente loco.

—No. Ocurrirá tal como te lo digo. Uno, dos, tres, cuatro. Nos forraríamos para el resto de nuestras vidas.

—Tendremos que volver a tomar copas a Moe’s and Joe’s, querrás decir.

Jeff apuró el resto de su copa, se reclinó en su asiento y meneó la cabeza. Frank siguió mirándolo fijamente, como si se encontrara ante el origen de la locura de Jeff.

—Una apuesta pequeña, tal vez —admitió Frank—. Un par de miles de dólares, como mucho cinco mil, si te empeñas en seguir tu corazonada.

—Todo —le dijo Jeff.

Frank encendió un Tareyton sin dejar de mirar a Jeff a la cara.

—¿Qué carajo te pasa? ¿Te empeñas en perder, o qué? Sabes bien que la suerte tiene un límite.

—Frank, no me equivoco en esto. Voy a apostar todo lo que me queda, y te ofrezco el mismo trato que la otra vez, te doy mi dinero, tú haces las apuestas y setenta por ciento para mí y treinta para ti. No arriesgues nada si no quieres.

—¿Te das cuenta del tipo de apuesta que estarías haciendo?

—La verdad, no. ¿Y tú?

—Así, de repente, no sabría decírtelo, pero… lo primero que se me ocurre es que se trata de una apuesta de idiotas, porque lógicamente un idiota la haría.

—¿Por qué no haces una llamada y averiguas dónde estamos parados?

—Puede que la haga, por pura curiosidad.

—Adelante. Te espero aquí y entretanto pediré otra copa. Acuérdate de una cosa, no sólo van a ganar, los Dodgers van a arrasar.

Frank tardó menos de diez minutos en regresar a la mesa.

—Mi corredor de apuestas se me rió en la cara —le informó, después de sentarse y coger la nueva copa de escocés—. Se me rió en la cara, tal como te lo cuento.

—¿Cómo están las apuestas? —preguntó Jeff tranquilamente. Frank se bebió la mitad de la copa.

—Cien contra uno.

—¿Apostarás el dinero por mí?

—Seguirás adelante, ¿verdad? No se trata de ninguna broma.

—Hablo muy en serio —repuso Jeff.

—¿Qué es lo que te permite estar tan jodidamente seguro en estas cosas? ¿Qué es lo que sabes que el resto del mundo ignora?

Jeff parpadeó y trató de que no le temblara la voz.

—No puedo decírtelo. Lo único que sé es que es algo más que una corazonada. Es una certeza.

—Me huele a…

—Te juro que no se trata de nada ilegal. Ya sabes que hoy en día no se puede amañar la Liga de Béisbol, y si se pudiera, ¿cómo diablos iba yo a saber nada?

—Hablas como si supieras un montón.

—Sólo sé una cosa, que no podemos perder esta apuesta. No podemos perderla de ninguna manera.

Frank lo miró fijamente, se bebió el resto del escocés e hizo una seña pidiendo otro.

—¡Bueno, qué coño! —masculló—. En abril, antes de conocerte, pensaba que este año iba a vivir de una beca.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que supongo que te secundaré en este estúpido plan. No me preguntes por qué; seguramente me volaré la tapa de los sesos después del primer partido. Pero hay un detalle.

—Habla.

—Déjate de jodiendas, nada de setenta y treinta. Los dos nos estamos arriesgando, pon lo que nos haya quedado de Las Vegas, incluido lo que gané en las mesas de juego, y lo que saquemos lo repartirnos a partes iguales. ¿Trato hecho?

—Trato hecho, socio.

Aquel mes de octubre fue de Koufax y Drysdale.

Jeff llevó a Sharla al estadio de los Yankees a ver los primeros dos partidos de la Liga, pero Frank no fue capaz de verlos siquiera por televisión.

Los Dodgers ganaron el primer partido de la Liga por 5 a 2, con Koufax de lanzador. Al día siguiente, Johnny Podres ocupó la plataforma, y con la ayuda del genial lanzador suplente Ron Perranoski, aguantó a los Yankees una carrera, mientras los Dodgers acertaban cuatro de diez bateadas.

El tercer partido, jugado en Los Ángeles, fue un clásico de Drysdale, ganaron uno a cero, y en él el «gran Don» aplastó a los Yankees en cada uno de sus intentos. En seis de sus nueve turnos, Drysdale se enfrentó sólo a los tres bateadores mínimos.

El partido número cuatro fue difícil; hasta Jeff, que lo vio en color en el Fierre de Nueva York, empezó a sudar. Whitey Ford, el lanzador de los Yankees, volvía a enfrentarse a Koufax, y los dos querían sangre. Tanto Mickey Mantle como Frank Howard de Los Ángeles lograron una carrera completa, dejando el marcador empatado en 1 a 1 al final de la séptima. Fue entonces cuando Joe Pepitone cometió un error en un lanzamiento de Cíete Boyer, tercer base de los Yankees, y Jim Gilliam de los Dodgers entró en la tercera. Le tocó entonces el turno a Willie Davis, y Gilliam ganó la carrera decisiva cuando Davis salió disparado hacia el jardín central.

Los Dodgers habían ganado por goleada a los Yankees la Liga de Béisbol; era la primera vez que le ocurría al equipo de Nueva York desde que los Giants lograran idéntica hazaña en 1922. Fue uno de los resultados más sonados e inesperados de la historia del béisbol, acontecimiento del que Jeff no habría podido olvidarse, como no habría podido olvidar su propio nombre.

Ante la insistencia de Jeff, Frank había repartido la apuesta de 122.000 dólares entre veintitrés corredores diferentes, en seis ciudades y once casinos de Las Vegas, Reno y San Juan.

En total ganaron más de doce millones de dólares.