La muchacha que estaba en la recepción de Harris Hall parecía visiblemente disgustada de que le hubiera tocado ese puesto un sábado por la noche, pero trataba de aprovechar al máximo ese fin de semana y divertirse observando los rituales de sus compañeros. Lanzó a Jeff una tranquila mirada de admiración y su voz dejó traslucir un deje de divertido sarcasmo cuando gritó hacia lo alto de la escalera para avisarle a Judy Gordon que su novio la esperaba. Tal vez supiera que la noche anterior a Judy le habían dado plantón; quizá incluso había oído la conversación cuando Jeff la había llamado esa tarde desde la gasolinera de Macón.
La sonrisita enigmática de la chica resultaba un tanto desconcertante, por eso se fue a sentar en uno de los incómodos sofás que había en el salón contiguo, donde una morena con cola de caballo y su novio tocaban Heart and Soul en un viejo piano Steinway que había junto a la chimenea. Cuando entró en el salón, la chica le sonrió y lo saludó con la mano. No tenía ni idea de quién era, probablemente una amiga de Judy de la que se había olvidado hacía tiempo, pero asintió con la cabeza y retribuyó la sonrisa. En el ventilado salón, sentados a una respetuosa distancia unos de otros, había otros ocho o nueve muchachos. Dos de ellos llevaban sendos ramos de flores frescas, un tercero tenía una caja de dulces de Whitman en forma de corazón. Todos lucían expresiones estoicas que disimulaban a duras penas su nerviosa expectación: enamorados ante las puertas del templo de Afrodita, inexpertos aspirantes a los favores de las ninfas que vivían en aquella fortaleza. Noche de citas, 1963.
Jeff recordó muy bien la sensación. De hecho, notó irónicamente que las palmas de las manos se le habían humedecido por los nervios.
De la escalera bajaron flotando hasta el vestíbulo unas risas. Los jóvenes se enderezaron las corbatas, echaron un vistazo a sus relojes, se alisaron el pelo con la mano. Dos muchachas se reunieron con sus acompañantes; juntos traspusieron la puerta y se internaron en la noche misteriosa.
Transcurrieron otros veinte minutos antes de que apareciera Judy con una expresión ceñuda cuyo fin evidente era el de demostrar una fría determinación. Pero lo único que podía ver Jeff era su increíble juventud, una fresca ternura que iba más allá del hecho de que la chica siguiera siendo una adolescente. En los años ochenta, las chicas, mejor dicho, las mujeres de su misma edad no tenían ese aire de inocencia; no habían vuelto a tenerlo desde los tiempos de Janis Joplin, jamás volverían a tenerlo, al menos después de Madonna.
—Bueno, me alegra comprobar que esta noche sí has podido venir —le dijo Judy.
Jeff se puso torpemente en pie y le sonrió a manera de disculpa.
—Siento mucho lo de anoche. Es que… no me encontraba bien; estaba de un humor raro. No te habría gustado mi compañía.
—Podrías haberme llamado —le reprochó, petulante.
Cruzó los brazos debajo del pecho destacando las púdicas protuberancias que destacaban debajo de su blusa Peter Pan. De uno de sus brazos colgaba un jersey de cachemir color beige, vestía una falda de madrás y calzaba zapatos de tacón bajo, sujetos a los tobillos por una tirita. Jeff olió la mezcla de perfume Lanvin y champú floral y se sintió subyugado por el flequillo rubio que bailaba sobre aquellos enormes ojos azules.
—Ya lo sé. Ojalá lo hubiera hecho.
Ella endulzó un poco la expresión, el enfrentamiento había terminado incluso antes de empezar. Jeff recordaba que siempre había sido incapaz de estar enfadada por mucho tiempo.
—Anoche te perdiste una película estupenda —le comentó sin asomo de malhumor—. Empieza con una chica que está comprando pájaros en una tienda de animalitos y Rod Taylor finge que trabaja ahí, y entonces…
Mientras se dirigían hacia el Chevy de Jeff, le siguió contando el resto del argumento. Él simuló desconocer los detalles de la historia, aunque hacía poco había vuelto a ver la película en uno de los ciclos que el canal HBO dedicó a Hitchcock. Ah, claro, también la había visto cuando la estrenaron; había ido con Judy. La había visto la noche anterior de hacía veinticinco años, en la otra versión de su vida.
—Y entonces, el tipo va a encender un cigarro en una gasolinera, pero… bueno, no te quiero contar lo que pasa después, te arruinaría el final. Es una película que da mucho miedo. No me importaría volver a verla si quieres ir. O podríamos ver Bye Bye Birdie. ¿Qué te apetece hacer?
—Me gustaría que nos sentáramos a conversar. Que fuéramos a algún sitio a tomar una cerveza y a comer algo.
—De acuerdo —le contestó con una sonrisa—. ¿Vamos a Moe’s and Joe’s?
—Vale. El que está en…, en Ponce de León, ¿no?
Judy frunció el ceño.
—No, ése es Manuel’s. No me digas que se te ha olvidado…, gira a la izquierda aquí mismo. —Se volvió en el asiento y le lanzó una mirada rara—. Oye, te estás comportando de una forma extraña. ¿Te pasa algo?
—Nada serio. Ya te he dicho que no me he sentido muy bien.
Reconoció la entrada del viejo local de universitarios y aparcó en la esquina.
Por dentro no lo encontró tal como Jeff lo recordaba. Le parecía que la barra estaba entrando a la izquierda, no a la derecha; y los reservados se veían algo distintos, más altos o más oscuros, no supo precisarlo. Condujo a Judy hacia un reservado del fondo, y cuando iban hacia allí, un hombre de más o menos su misma edad, no, se corrigió, un hombre que andaría por los cuarenta, un hombre mayor, le dio una amistosa palmada en el hombro.
—¿Qué tal va eso, Jeff? ¿Quién es esa chica tan guapa que va contigo?
Jeff se quedó mirando fijamente al hombre, con aire perdido: llevaba gafas, tenía un bigote entrecano y una amplia sonrisa. Le resultaba vagamente conocido, nada más.
—Es Judy Gordon. Judy, te presento a…
—El profesor Samuels —dijo ella—. Mi compañera de cuarto lo tiene a usted en Literatura Medieval.
—¿Y cómo se llama?
—Paula Hawkins.
La sonrisa del hombre se hizo más amplia y asintió dos veces con la cabeza.
—Excelente estudiante. Paula es una jovencita muy brillante. Espero que recomiende mis clases.
—Claro que sí, profesor —repuso Judy—. Paula me ha hablado mucho de usted.
—A lo mejor entonces en otoño tendremos la gran suerte de contar con tu agradable presencia.
—La verdad es que todavía no lo sé seguro, profesor Samuels. No he decidido qué asignaturas voy a hacer el próximo curso.
—Pásate por mi oficina y lo discutiremos. Y tú, Jeff, tu trabajo sobre Chaucer ha estado bien, pero tuve que ponerte un notable porque las citas estaban incompletas. La próxima vez ten más cuidado, ¿quieres?
—Sí, señor, lo tendré en cuenta.
—Bien, bien. Te veré en clase. —Los despidió y volvió a concentrarse en su cerveza.
Cuando llegaron al reservado, Judy se sentó al lado de Jeff y empezó a reírse.
—¿Dónde está la gracia?
—¿No te has enterado de lo del doctor Samuels?
Jeff no había podido siquiera acordarse del nombre del profesor.
—No, ¿qué pasa?
—Es un viejo verde, eso es lo que pasa. Persigue a todas las chicas de su clase, a las guapas, al menos. Paula me contó que una vez, después de clase, le puso la mano en el muslo…, así.
Colocó sus dedos infantiles sobre la pierna de Jeff, se la frotó y apretó.
—¿Te imaginas? —inquirió en tono conspirador—. Es más viejo que mi padre. «Pásate por mi oficina…». ¡Ja! Ya sé yo de qué le gustaría hablarme. ¿No te parece de lo más asqueroso que un hombre de su edad se comporte de esa manera?
La mano de Judy seguía sobre el muslo de Jeff, a escasos centímetros de su creciente erección. Jeff contempló sus grandes ojos inocentes, su dulce boquita roja, y fantaseó con la idea de que Judy se la chupara en aquel momento, en el reservado. «Viejo verde», pensó, y se echó a reír.
—¿De qué te ríes? —le preguntó ella.
—De nada.
—No te crees lo que te he contado del doctor Samuels, ¿verdad?
—Te creo. No es eso, es sólo que… tú, yo, todo… No sé, me dio por reírme, nada más. ¿Qué te apetece beber?
—Lo de siempre.
—Un buen pelotazo, ¿eh?
La mirada preocupada desapareció del rostro de Judy cuando la muchacha se echó a reír junto con él.
—Tonto; quiero una copa de vino tinto, como siempre. ¿Es que no te acuerdas de nada esta noche?
Los labios de Judy le resultaron tan suaves como se los había imaginado, eran tal como los recordaba. El aroma fresco de su pelo, la joven suavidad de su piel lo excitaron de un modo que no había vuelto a experimentar desde su primera época con Linda, antes de casarse. Las ventanillas del coche estaban bajas y Judy apoyaba la cabeza sobre el marco acolchado de la puerta mientras Jeff la besaba. Por la radio, Andy Williams cantaba Días de vino y rosas, y la fragancia de los cerezos silvestres en flor se mezclaba con el aroma de la piel suave y limpia de Judy. Habían aparcado en una calle arbolada, a un kilómetro o así del campus; Judy lo había guiado hasta allí al salir del bar.
Esa noche, la conversación había resultado mejor de lo que Jeff esperaba. Básicamente se había limitado a seguirle la corriente a Judy mientras hablaban dejando que ella mencionara nombres, lugares y acontecimientos. Los recuerdos o las pistas que le daban la expresión y el tono de voz de Judy le habían ayudado a reaccionar. Sólo había cometido un error anacrónico: hablaban de los estudiantes conocidos que pensaban mudarse del campus al año siguiente y Jeff había comentado que tal vez subarrendara algo en un condominio. Ella nunca había oído mencionar aquella palabra, pero él se apresuró a explicarle que se trataba de una novedad de California sobre la que había leído y que creía que tal vez empezaran a construirlos pronto en Atlanta.
A medida que transcurría la velada, se había ido relajando y había empezado a divertirse. Las cervezas habían contribuido, pero sobre todo había sido la proximidad de Judy la que le había proporcionado una cierta tranquilidad de conciencia por primera vez desde que todo aquello comenzara. Hubo momentos en los que comprobaba que ni siquiera pensaba en su futuro/pasado. Estaba vivo; era lo que importaba. Muy vivo.
Apartó el largo pelo rubio de la cara de Judy, le besó las mejillas, la nariz y otra vez la boca. Ella gimió de placer y él deslizó los dedos desde su pecho hasta los primeros botones de la blusa. Judy le apartó la mano y volvió a colocársela sobre el pecho cubierto. Siguieron besándose un rato más hasta que ella volvió a ponerle la mano sobre el muslo, como había hecho en el reservado del bar, pero la movió adrede mucho más arriba y sus delicados dedos se dedicaron a acariciarle el pene erecto. Él le frotó suavemente las pantorrillas enfundadas en las medias, le metió la mano por debajo de la falda para tocar la piel suave que asomaba por encima de las medias.
Judy se liberó de su abrazo, se sentó de repente y le susurró:
—Dame tu pañuelo.
—¿Qué? No…
Le quitó el pañuelo blanco del bolsillo de la cazadora donde, horas antes, lo había metido mecánicamente mientras vestía aquellas ropas anticuadas. Jeff trató de acercarla otra vez a él, pero ella se resistió.
—Chss —le susurró con una dulce sonrisa—. Tú relájate y cierra los ojos.
Jeff frunció el ceño, pero hizo lo que le pedía. Judy le bajó la cremallera de la bragueta y liberó su erección con un movimiento seguro y experto. Sorprendido, Jeff abrió los ojos y la vio mirando por la ventanilla mientras movía los dedos a un ritmo constante. Le cogió la mano y la detuvo.
—No… Judy.
Ella se volvió a mirarlo, preocupada.
—¿No te apetece esta noche?
—Así, no. —Le apartó suavemente la mano, se incorporó y se subió la cremallera—. Te quiero, quiero estar contigo. Pero no así. Podríamos ir a alguna parte, buscar un hotel o…
Ella se apoyó más contra la puerta del coche y le lanzó una mirada furiosa e indignada.
—¿Qué quieres decir? ¡Sabes que no soy de ésas!
—Lo único que quiero decir es que quiero que estemos juntos de una forma cariñosa. Quiero darte…
—¡No tienes por qué darme nada! —Hizo un puchero y Jeff temió que se echara a llorar—. Intentaba que te aliviases, como hemos hecho otras veces, y así de repente, lo interpretas mal, quieres arrastrarme a un hotelucho barato…, ¡me tratas como una…, una prostituta!
—Por el amor de Dios, Judy, te equivocas. ¿Es que no entiendes que yo también quiero hacerte feliz?
La muchacha sacó una barra de labios de su bolso y torció el espejo retrovisor con rabia para poder pintarse.
—Así como estamos, me siento muy feliz, gracias. O al menos como estábamos hasta esta noche.
—Oye, siento haberlo mencionado. ¿De acuerdo? Es que pensé que…
—Pues ya mismo te estás guardando las ideas, y de paso, las manos.
Encendió la luz interior y echó un vistazo a su fino reloj de oro.
—No era mi intención molestarte. Mañana podemos hablar de esto.
—No quiero hablar de esto. Quiero volver a los dormitorios ahora mismo. Es decir, si te acuerdas del camino de regreso.
Después de dejar a Judy en los dormitorios, buscó un bar en North Druid Huís Road, cerca del nuevo centro comercial de Lenox Square. No parecía el tipo de local en el que fuera a encontrarse con nadie de Emory. Era un bar de bebedores, un sitio para grupos de gente mayor y más tranquila que lo único que pretendía era evadirse una hora de preocupaciones tales como hipotecas y matrimonios fracasados. Jeff se sintió en su salsa, aunque sabía que por su aspecto no encajaba con la clientela; el tabernero le pidió los documentos y Jeff logró encontrar el carnet falsificado que ocultaba en su billetera para ocasiones tan poco frecuentes como aquélla. Con un gruñido cargado de dudas, el hombre le sirvió a Jeff un Jack Daniel’s doble y luego se puso a manipular el mando del control horizontal del televisor en blanco y negro que había encima de la barra.
Jeff bebió un largo sorbo de su copa al tiempo que miraba las noticias con la mirada perdida. Más problemas en Birmingham, en Nashville habían entablado juicio a Jimmy Hoffa por interferir con el jurado, el Telstar II estaba a punto de ser lanzado. Jeff pensó en Martin Luther King, muerto en Memphis, en la misteriosa desaparición de Jimmy Hoffa de la faz de la tierra, y en el cielo lleno de satélites de comunicaciones que saturaban el planeta con canales por cable y reestrenos de Corrupción en Miami. Aah, un mundo feliz.
La velada con Judy había tenido un inicio agradable, pero la escena final en el coche lo había deprimido. Se había olvidado de lo artificial que era el sexo. No, no se había olvidado, en realidad, nunca había sido plenamente consciente de ello cuando todo aquello le pasó por primera vez. La deshonestidad había quedado entonces sepultada bajo el fulgor de las emociones recién descubiertas, bajo un hambre sexual inocente, pero irresistible. Lo que entonces le había parecido prodigiosamente erótico, ahora quedaba revelado ante sus ojos en toda su mezquindad, sin el velo oscurecedor del tiempo y la distancia: una rápida encada en el asiento delantero de un Chevrolet con mala música de fondo.
¿Qué demonios iba a hacer entonces, nadar con la corriente? ¿Entregarse a más sesiones de besuqueos con una rubiecita virginal de otra época que nunca había oído hablar de la píldora? ¿Volver a clases, a las largas conversaciones filosóficas de adolescentes y a los bailes de primavera como si le resultaran la gran novedad? ¿Memorizar tablas estadísticas olvidadas hacía tiempo y que nunca le habían servido para nada, con el solo fin de pasar Sociología 101?
Tal vez no le quedaba más alternativa si aquel grotesco y fenomenal salto en el tiempo resultaba permanente. Tal vez tendría que volver a pasar por todo aquello, repetir uno tras otro aquellos años dolorosos y previsibles. Por momentos, esa realidad alternativa se estaba volviendo más concreta. Ahora, lo falso era ese otro yo suyo. Debía aceptar el hecho de que era un estudiante de primero de carrera, con dieciocho años, que dependía completamente de sus padres y de su capacidad para cursar con éxito decenas de asignaturas que le inspiraban un desprecio absoluto y le provocaban un soberano aburrimiento.
Terminó el programa de noticias de la televisión y un locutor se puso a recitar los resultados de la liga de baloncesto. Jeff pidió otra copa; cuando el tabernero se la servía, Jeff se concentró de pronto con igual intensidad que un rayo láser, en cada una de las palabras que emitía el viejo aparato Sylvania.
—… Imbatidos, llegan a Churchill Downs dos caballos del este que podrían arrebatarle el premio al zaino de California. El entrenador Woody Stephens presentará en el derby a su Inflexible, que acaba de alzarse con la victoria en las preparatorias de Stepping Stone y tiene un expediente limpio para el 63; Stephens no se arriesga a predecir una victoria, pero…
El derby de Kentucky. ¿Por qué coño no? Si de veras había vivido los siguientes veinticinco años en lugar de imaginárselos o de soñarlos, una cosa estaba clara: tenía almacenada una vasta cantidad de información que podía resultarle extremadamente útil. Nada técnico, claro, no podía diseñar un ordenador ni nada por el estilo, pero sin duda poseía un conocimiento periodístico y profesional sobre las tendencias y acontecimientos que influirían en la sociedad desde ese momento hasta mediados de los ochenta. Podía ganar mucho dinero apostando a acontecimientos deportivos y a las elecciones presidenciales. Suponiendo, por supuesto, que de veras poseyera un conocimiento concreto y exacto de lo que iba a ocurrir en el siguiente cuarto de siglo. Tal como acababa de reconocer hacía poco, no se trataba necesariamente de una suposición segura.
—… no muy lejos del ritmo de la carrera. El caballo que podría fijar ese ritmo es Sin Robo, de las Caballerizas Greentree, que posee el record de 1.34 para la milla, el más veloz establecido jamás en Nueva York por un animal de tres años, que ganó el Wood Memorial a la semana de establecer…
Mierda, ¿quién había ganado el derby de ese año? Jeff pugnó por recordarlo. El nombre de Inflexible, a diferencia del de Sin Robo, al menos le sonaba de algo, pero con todo, no acababa de parecerle correcto.
—… los dos caballos mencionados lo tendrán difícil, pues deberán enfrentarse al equipo de Willie Shoemaker y a esa maravilla del oeste que es Motas de Caramelo. Ésa es la combinación ganadora, amigos, y aunque parezca que la lucha entre estos tres contendientes va a ser emocionante, todo el mundo coincide en que será Motas de Caramelo quien se lleve la corona este sábado.
Ese nombre tampoco le sonaba bien. ¿Qué caballo había sido? ¿Bailarín Norteño? ¿O quizá Rey de Kauai? Jeff estaba seguro de que esos dos habían ganado el derby, pero ¿de qué año?
—¡Oiga, camarero!
—¿Le pongo otra?
—No, gracias; ¿tiene un diario?
—¿Un diario?
—Sí, el periódico de hoy, o el de ayer, me da lo mismo.
—¿El Journal o el Consututior?
—El que sea. ¿Tiene las páginas de deportes?
—Están un poco marcadas. Los Braves vienen a la ciudad el año que viene y he seguido sus resultados.
—¿Puedo echarle un vistazo?
—Claro.
El tabernero buscó debajo de la barra, donde guardaba los aderezos, y sacó un suplemento deportivo muy doblado.
Jeff pasó las páginas de béisbol y encontró una nota sobre el principal acontecimiento hípico de Louisville. Repasó la lista de caballos. Leyó los nombres de los favoritos que el locutor había mencionado.
Motas de Caramelo, Inflexible, Sin Robo; luego seguían Torre Real, Alimonado… no, no… Mascota Gris, Diablo…, tampoco había oído hablar de ellos… Comodín, Raja Noor…, tampoco…, Bonjour, Por mi Honor…
Chateaugay.
Chateaugay, con apuestas de once contra uno.
En un concesionario de coches usados de Briarcliff Road vendió el Chevy por seiscientos dólares. En una tienda de cachivaches del centro, le dieron otros doscientos sesenta dólares por los libros, el estéreo y la colección de discos. En el escritorio de su cuarto, había encontrado un talonario de cheques y una libreta de ahorros de un banco que estaba cerca del campus; inmediatamente retiró todo de las dos cuentas dejando solo veinte dólares; con eso consiguió otros ochocientos treinta dólares.
La llamada a sus padres fue lo más difícil. Era evidente que su repentina solicitud de un préstamo «de emergencia» los preocupaba, y su padre se mostró francamente enfadado por la negativa de Jeff a darle explicaciones. De todos modos, logró hacerse con un par de cientos de dólares, y la madre de Jeff le envió cuatrocientos más de sus propios ahorros.
Sólo le faltaba colocar la apuesta, una bien gorda. Pero ¿cómo? Por un instante pensó en desplazarse hasta Louisville y apostar directamente en el hipódromo; pero cuando llamó a una agencia de viajes confirmó sus sospechas: hacía semanas que se habían vendido todos los pasajes para asistir al derby.
Además, estaba el problema de la edad. Puede que pareciera lo bastante mayor como para pedir una copa en un bar, pero una apuesta de esa cantidad seguramente iba a ser sometida a un minucioso escrutinio. Necesitaba que alguien le sirviera de tapadera.
—¿Un corredor de apuestas? ¿Y para qué coño quieres conocer a un corredor de apuestas, chico?
En opinión de Jeff, Frank Maddock, que tenía veintidós, también era un «chico», pero en aquel contexto el estudiante de los cursos superiores, que iba a especializarse en derecho, era un experimentado hombre de mundo y, obviamente, disfrutaba al máximo desempeñando aquel papel.
—Quiero hacer una apuesta —le contestó Jeff. Maddock le sonrió, indulgente, encendió un cigarrillo y con un movimiento de la mano, pidió otra jarra de cerveza.
—¿En qué?
—En las carreras de caballos de Kentucky.
—¿Por qué no corres la voz en tu dormitorio? A lo mejor consigues que muchos otros se te unan. Pero procura no levantar la perdiz.
El estudiante veterano lo trataba con afable condescendencia. Jeff sonrió para sus adentros al ver el aire mundano, aunque fingido, del muchacho.
—Lo que yo quiero apostar ya es bastante.
—¿Ah, sí? ¿Cómo cuánto?
El bar Manuel’s estaba medio vacío ese jueves por la tarde, y no había nadie cerca que pudiera oírlo.
—Dos mil trescientos dólares —contestó Jeff.
Maddock frunció el ceño.
—Se trata de un montón de pasta. Sé que Motas de Caramelo es el favorito, pero…
—No apostaría por Motas de Caramelo, sino por otro caballo.
El muchacho mayor se echó a reír justo cuando el camarero colocaba la otra jarra de cerveza sobre la gastada mesa de roble.
—Venga, hombre, sigue soñando. Sin Robo no merece que arriesgues toda esa pasta, y tampoco Inflexible. Al menos no en esta carrera.
—Es mi dinero, Frank. Pensaba darte un treinta por ciento de lo que saque. Si tengo razón, te forrarías sin arriesgar un céntimo.
Maddock volvió a llenar las copas, inclinándolas para que no saliera mucha espuma.
—Ya sabes que podría meterme en un buen lío. No quiero hacer nada que pueda echar a perder mis posibilidades de entrar en la facultad de derecho. Un chico como tú con tanta pasta…, ¿qué garantía tengo yo de que no vayas a contárselo al decano Ward si pierdes?
Jeff se encogió de hombros y le contestó:
—Bueno, pues es un riesgo que tendrás que correr por participar en esto. Pero no soy de ésos, y no pienso perder.
—Nadie piensa perder.
De la máquina de discos les llegó una canción ronca; era Jimmy Soul e interpretaba You Wanna Be Happy. Jeff levantó la voz para hacerse oír.
—¿Conoces a algún corredor de apuestas o no? Maddock le lanzó una mirada larga y curiosa.
—El treinta por ciento, ¿eh?
—Así es.
El estudiante veterano meneó la cabeza y suspiró resignado.
—¿Llevas el dinero encima?
Ese sábado por la tarde, el bar de North Druid Hills Road estaba hasta la bandera. Cuando Jeff entró, en la televisión daban un programa cargado de publicidad, previo a las carreras; Wilkinson Sword anunciaba con bombos y platillos su último producto, las cuchillas de afeitar de acero inoxidable.
Jeff estaba más nervioso de lo que esperaba. La planificación de todo aquello había salido perfecta, pero ¿y si algo llegaba a fallar? Tal como había podido comprobar, los acontecimientos mundiales de la semana anterior habían sido una copia exacta de los que él recordaba del pasado; sin embargo, su memoria era tan falible como la de cualquier hijo de vecino y, después de veinticinco años, no podía estar seguro de que miles, millones de incidentes ocurridos en 1963 no resultaran diferentes de como habían sido la primera vez. Ya había notado que unos cuantos detalles ínfimos variaban ligeramente, y por supuesto, su propio comportamiento había cambiado por completo. La carrera podía muy bien tener un final imprevisto.
Si así ocurría, se quedaría sin un céntimo, y esa semana se había perdido todos los exámenes parciales, con lo cual, su expediente académico corría serio peligro. A esas alturas, incluso era posible que no le quedara la posibilidad de repetir su carrera universitaria. Podía verse expulsado de la universidad, sin dinero y con el culo al aire.
Con Vietnam en el horizonte.
—Ey, Charlie —gritó alguien—. ¡Otra ronda doble para los aquí presentes antes de que den la salida!
Se oyó un coro de vivas y risas. Uno de los amigos del tipo le dijo:
—Te lo estás gastando antes de haberlo ganado, ¿eh?
—Es que es una apuesta chupada, tío —contestó el generoso—, ¡chupadísima!
En la pantalla del televisor se veía a los caballos que eran encerrados en sus compartimentos de la línea de salida; estaban nerviosos, detestaban el encierro y ansiaban hacer precisamente aquello para lo que los habían criado: echar a correr.
—Aquí puede ocurrir cualquier cosa, chico. Así son las carreras de caballos.
El tabernero sirvió los dobles que aquel extraño había pagado para todos. Antes de que Jeff pudiera coger su copa, los caballos habían salido. Inflexible partió como impulsado por una descarga eléctrica, seguido de cerca por Sin Robo. Motas de Caramelo, montado por el impasible Willie Shoemaker, estaba apenas a tres cuerpos de la primera curva.
Chateaugay iba sexto. Faltaba un kilómetro largo de carrera y se encontraba a diez cuerpos del que iba en cabeza.
Jeff se bebió un trago de su copa y a punto estuvo de atragantarse con el whisky casi puro.
Los que ocupaban la delantera pasaron raudos por el poste indicador de la media milla. Chateaugay no había avanzado ni un palmo.
Una facultad más pequeña, pensó Jeff. Incluso si lo echaban de Emory, en alguna facultad pública seguramente lo aceptarían. Podía trabajar unas horas en alguna estación de radio de segunda. Sus años de experiencia no existirían en el papel, pero le servirían de mucho en la práctica.
Los parroquianos del bar vociferaban a la pantalla como si los caballos y sus jinetes, que se encontraban a ochocientos kilómetros de distancia, fueran a oírlos. Jeff no se molestó en gritar. Chateaugay había avanzado un poco hacia la pista opuesta a la recta final, pero ya no tenía nada que hacer; una carrera de tres caballos, tal como habían pronosticado los entendidos.
En la curva que llevaba a la meta, Shoemaker condujo a Motas de Caramelo hacia las vallas, luego se abrió un poco para enfilar la recta final. Chateaugay iba en cuarto lugar, a tres cuerpos de distancia, y con los tres contrincantes que lo precedían, nunca iba a poder…
En el poste indicador del cuarto de milla, Sin Robo se cansó de pronto y su desánimo le restó impulso para la batalla final. Se rezagó y en la lucha por alcanzar la meta quedaron Inflexible y Motas de Caramelo, pero Shoemaker no lograba arrancarle al zaino de California la galopada final.
Chateaugay adelantó al favorito y siguió a buen ritmo, sin prisa, pero implacable, tratando de dar alcance a Inflexible. El clamor del bar alcanzó proporciones de tumulto. Jeff aguardó en silencio, sin moverse, con la mano congelada casi, aunque él no se percatara, alrededor del vaso helado. Chateaugay le ganó a Inflexible por un cuerpo y cuarto, relegando a Motas de Caramelo a un tercer puesto. Sin Robo quedó completamente exhausto en alguna parte de la pista, relegado a un quinto o sexto puesto.
Jeff lo había logrado. Había ganado.
Los demás hombres del bar comenzaron a analizar con rabia y a los gritos la carrera que acababan de ver; sus iras iban centradas en su mayor parte a la táctica empleada por Willie Shoemaker en la mitad final de la carrera. Jeff no oía una palabra de lo que decían. Esperaba a que aparecieran en pantalla las cifras de los premios.
Chateaugay pagaba 20,80 dólares. Pensativo, Jeff intentó buscar en su bolsillo el reloj calculadora Casio y se echó a reír al darse cuenta del tiempo que faltaba aún para que existieran esos aparatos. Cogió una servilleta de la barra e hizo unos cuantos cálculos con bolígrafo.
La mitad de 2.300 multiplicado por 20,8, menos el 30 por ciento de Frank Maddock por ponerle la apuesta… Jeff había ganado alrededor de diecisiete mil dólares.
Lo más importante era que la carrera había terminado tal como él recordaba.
Tenía dieciocho años y sabía todas las cosas importantes que iban a ocurrir en el mundo en las próximas dos décadas.