Capítulo 2

Jeff se pasó el resto de la tarde deambulando por las calles del centro de Atlanta, con los ojos y los oídos concentrados en captar hasta el más mínimo detalle del pasado recreado: los carteles de «para blancos» y «para negros» en los lavabos públicos, las mujeres que llevaban sombrero y guantes, el cartel en el escaparate de una agencia de viajes que anunciaba un viaje a Europa en el Queen Mary, un cigarrillo entre los dedos de casi todos los hombres que pasaban a su lado. Jeff no tuvo hambre hasta después de las once, cuando tomó una hamburguesa con una cerveza en un pequeño local junto a Five Points. Creyó recordar vagamente el anodino bar de veinticinco años atrás, se trataba de un lugar al que iba con Judy de vez en cuando a tomar algo después del cine; pero en esos momentos estaba ya tan confundido y cansado por la interminable marea de vistas y lugares nuevos/viejos que ya no estaba seguro. Todas las tiendas, todos los extraños que pasaban a su lado habían comenzado a resultarle inquietantemente familiares, si bien sabía que no podía recordar cada una de las cosas que veía. Había perdido la capacidad de diferenciar los recuerdos falsos de los que eran inconfundiblemente reales.

Necesitaba desesperadamente dormir un poco, apartar de sí todo aquello por unos instantes y tal vez, cosa poco probable, despertar en el mundo que acababa de abandonar. Lo que más ansiaba era encontrar una habitación de hotel anónima, atemporal, desde la que no pudiera ver la línea alterada del horizonte, sin radio ni televisión que le recordaran lo que había ocurrido; pero no tenía dinero suficiente, ni tarjetas de crédito, por supuesto. A menos que quisiera dormir en el parque de Piedmont, a Jeff no le quedaba más alternativa que volver a Emory, a su cuarto de estudiante. Quizá Martin se hubiera dormido ya.

No se había dormido. El compañero de cuarto de Jeff estaba bien despierto, sentado ante su escritorio, hojeando un ejemplar de High Fidelity. Levantó la vista tranquilamente y dejó la revista en el momento en que Jeff entraba en la habitación.

—¿Dónde diablos te has metido? —le preguntó Martin.

—Estuve dando un paseo por el centro.

—¿Y no te dio tiempo a pasarte por Dooley, eh? ¿Ni por el cine Fox? A punto estuvimos de perdernos la primera parte de la película por esperarte.

—Lo siento…, pero no estaba en condiciones de ir. Esta noche no.

—Lo menos que podrías haber hecho era dejarme una jodida nota o algo por el estilo. Ni siquiera llamaste a Judy, maldita sea. Casi se vuelve loca de la preocupación, pensando que te había ocurrido algo.

—Oye, estoy hecho polvo. No tengo ganas de seguir hablando, ¿vale?

Martin lanzó una risa forzada.

—Será mejor que mañana estés preparado para hablar si quieres volver a ver a Judy. Se pondrá hecha una fiera cuando se entere de que no estás muerto.

Jeff soñó que se moría y al despertar comprobó que seguía en la habitación de la universidad. Nada había cambiado. Martin no estaba, probablemente habría ido a clase; pero Jeff se acordó de que era sábado. ¿Había clases los sábados? No lo recordaba.

En cualquier caso, estaba sólo en el cuarto y aprovechó la intimidad para repasar su escritorio y su armario sin seguir un orden fijo. Todos los libros le resultaban familiares: Fail-Safe, The Making of the President-1960. Trovéis with Charley. Los discos en sus fundas nuevas, sin doblar, de colores vivos, trajeron a su mente infinidad de imágenes sensuales de los días y las noches que había pasado escuchando aquella música: Stan Getz y Joao Gilberto, el Kingston Trio, Jimmy Witherspoon, y muchos más, la mayoría de ellos perdidos o gastados hacía tiempo.

Jeff encendió el estéreo Harman-Kardon que sus padres le habían regalado unas Navidades, puso Desafinado y siguió hurgando entre las pertenencias de su juventud: perchas cargadas de pantalones marca h. i. s. con doblez y cazadoras deportivas Botany 500, un trofeo de tenis del internado de las afueras de Richmond al que había ido antes de ingresar en Emory, una colección envuelta en papel de seda de gafas Hurricane de Pat O’Brien, de Nueva Orleans, pilas de Playboy y Rogue prolijamente ordenadas.

Encontró una caja con cartas y fotos, la sacó y se sentó en la cama a repasar su contenido. Había fotos suyas de cuando era niño, instantáneas de chicas cuyos nombres no recordaba, un par de tiras de fotomatón en las que salía haciendo muecas exageradas… y una carpetita llena de fotos familiares, de sus padres y su hermana menor en un picnic, en la playa, alrededor del árbol navideño.

Siguiendo un impulso, pescó en su bolsillo, sacó un puñado de cambio, se dirigió al teléfono de pago del vestíbulo y pidió a información el número ya olvidado de sus padres en Orlando.

—¿Diga? —respondió su madre con el tono distraído que después iría aumentando con el paso de los años.

—¿Madre? —dijo él, tanteando el terreno.

—¡Jeff! —Por un instante, al apartarse del aparato, su voz sonó amortiguada—. Cariño, cógelo en la cocina. ¡Es Jeff! —Luego, recuperando su claridad—: Vamos a ver, ¿qué es eso de llamarme «madre»? ¿Es que te consideras demasiado mayor para llamarme «mamá»?

No había vuelto a llamarla así desde que tenía veintitantos.

—¿Cómo…? ¿Qué tal estáis? —preguntó.

—Ya sabes que desde que te fuiste ya no es lo mismo; pero nos mantenemos ocupados. La semana pasada fuimos a pescar cerca de Titusville. Tu padre cogió un pámpano de quince kilos. Ojalá pudiera mandarte un poco; está tiernísimo. Te hemos guardado un montón en el congelador, pero no sabrá como recién pescado.

Las palabras de su madre le trajeron un tropel de recuerdos, todos ellos levemente relacionados: los fines de semana estivales transcurridos en la barca de su tío en el Atlántico, el sol brillante en la pulida cubierta mientras una masa de negros cúmulos flotaba en el horizonte presagiando una tronada… los destartalados pueblecitos de Titusville y Cocoa Beach antes de la gran invasión de la NASA… el enorme congelador blanco en el garaje de su casa, lleno de chuletas y pescado, y sobre él, los estantes cargados de cajas con sus tebeos viejos y sus novelas de Heinlein…

—Jeff, ¿sigues ahí?

—Sí, sí…, perdona…, mamá. Es que se me fue el santo al cielo y ya no me acuerdo por qué te llamaba…

—Ya sabes que no tienes por qué tener un motivo para…

Se oyó un clic en la línea, seguido de la voz de su padre:

—¡Vaya, hablando del rey de Roma! Estábamos hablando de ti, ¿no es así, querida?

—Sí, es verdad —convino la madre de Jeff—. Hace apenas cinco minutos comentaba que hacía tiempo que no llamabas.

Jeff no tenía idea si con eso se estaría refiriendo a una semana o un mes, pero no quiso preguntar.

—Hola, papá —saludó rápidamente—. Me he enterado de que has pescado un pámpano de concurso.

—Tendrías que haberlo visto —le dijo su padre riéndose—. Bud no se comió un rosco en todo el día, y lo único que consiguió Janet fue una quemadura de sol. Todavía no ha terminado de pelarse…, ¡parece un camarón hervido!

Jeff recordó vagamente que aquéllos eran los nombres de una de las parejas amigas de sus padres, pero no lograba recordar sus caras. Se sorprendió al comprobar cuán vitales y llenos de energía parecían sus padres. Su padre había tenido un enfisema en 1982 y a partir de ahí prácticamente no volvió a salir de casa. Con dificultad lograba imaginárselo en alta mar, ganándole a un poderoso pez, con el Pall Mall en la comisura de la boca, empapado por la espuma. Jeff se quedó asombrado al caer en la cuenta de que sus padres tenían exactamente su misma edad, es decir, la edad que él tenía el día anterior a esa misma hora.

—El otro día me encontré con Barbara —le comentó su madre—. Le va bien en Rollins y me pidió que te comentara que Cappy logró solucionar aquel problema.

Jeff recordó vagamente que Barbara era la chica con la que salía en el bachillerato, pero el nombre de Cappy no le sonaba de nada.

—Gracias —dijo Jeff—. Cuando vuelvas a ver a Barbara, dile que me alegro mucho.

—¿Sigues saliendo con esa tal Judy? —le preguntó su madre—. En la foto que nos mandaste está muy mona, no vemos la hora de conocerla. ¿Cómo está?

—Bien —contestó, evasivo, y deseó no haber hecho la llamada.

—¿Qué tal va el Chevy? —interrumpió su padre—. ¿Sigue quemando aceite como siempre?

¡Por el amor de Dios!, hacía años que Jeff no pensaba en aquel viejo coche.

—El coche está bien, papá.

Se trataba de una conjetura. Ni siquiera sabía dónde estaba aparcado. Sus padres le habían regalado aquella vieja bestia humeante al terminar el bachillerato, y lo había utilizado hasta que se le paró de repente para no arrancar más cuando cursaba el último año en Emory.

—¿Qué tal las notas? ¿Y el trabajo ese del que tanto te quejabas? El de… ya sabes, ese que nos comentaste la semana pasada que te estaba costando tanto. ¿De qué era?

—¿La semana pasada? Ah, sí…, el de historia. Ya lo entregué. Todavía no me han dado la nota.

—No, no era de historia. Nos dijiste que era algo de literatura inglesa, ¿de qué se trataba?

De pronto se oyó la voz entusiasmada de una niña. Con un vuelco en el corazón, Jeff se dio cuenta de que era su hermana —una mujer que había pasado por dos divorcios, que tenía una hija a punto de empezar el bachillerato—. Jeff se sintió conmovido al oír la exuberancia de sus nueve años. La voz de su hermana parecía la encarnación de la inocencia perdida, del tiempo que vuelve patéticamente sobre sus pasos.

La conversación con sus padres se había vuelto bochornosa, incómodamente perturbadora. La interrumpió y prometió volver a llamar al cabo de unos días. Cuando colgó, tenía la frente empapada de un sudor frío y la garganta seca. Bajó la escalera hasta el vestíbulo principal, se compró una Coca-Cola con veinticinco centavos, y se la bebió en tres largos sorbos. En la sala de la televisión alguien estaba mirando la serie Sky King.

Jeff metió la mano en el otro bolsillo y sacó un llavero. Una de las seis llaves era de su habitación, la había utilizado la noche anterior para volver a entrar; había otras tres que no reconocía, y dos más que a todas luces eran de General Motors, una del arranque del coche y otra del maletero.

Salió y el brillante sol de Georgia lo obligó a pestañear. En el campus había ambiente de fin de semana, una quietud holgazana característica que Jeff reconoció al instante. Sabía que en la zona del club de estudiantes habría grupos cautivos de aspirantes a convertirse en miembros a los que habrían puesto a limpiar las casas y a colgar adornos de cartón piedra para las fiestas del sábado noche; las chicas de Harris Hall y del nuevo dormitorio de mujeres que todavía carecía de nombre estarían paseándose en bermudas y sandalias, esperando que sus parejas pasaran a recogerlas para dar un paseo hasta Soap Creek o Stone Mountain. Desde la izquierda le llegaron a Jeff las cadencias cantadas de los ejercicios realizados, sin ironías ni protestas, por el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva de la Fuerza Aérea. En la hierba no había nadie jugando al Frisbee; en el aire no flotaba el olor de la marihuana. Los estudiantes de esta universidad no podían imaginar los cambios que estaba a punto de experimentar el mundo.

Recorrió el aparcamiento que había delante de Longstreet Hall en busca de su Chevy azul y blanco, modelo 58. No lo veía por ninguna parte. Bajó andando por Pierce Drive, dio un amplio rodeo en Arkwright pasando por Dobbs Hall y subió por la parte de atrás del otro grupo de dormitorios de chicos; el coche tampoco estaba allí.

Al dirigirse hacia Clifton Road, Jeff volvió a oír las órdenes vociferadas y las respuestas maquinales provenientes del campo donde estaban los del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva de la Fuerza Aérea. Aquel sonido activó algo en su mente; giró a la izquierda, cruzó un puentecito delante de la oficina de correos, y recorrió con dificultad un camino por el que dejaba atrás el club Phi Chi de estudiantes de medicina. El campus terminaba allí mismo; una manzana más allá encontró su coche. Como era estudiante del primer curso, no conseguiría un permiso de aparcamiento hasta el otoño siguiente; aquel primer año tenía que aparcar fuera de los límites del campus. Aun así, se encontró con una multa en el parabrisas. Tendría que haberlo cambiado de sitio esa misma mañana, según indicaba un cartel colocado encima de su cabeza.

Se sentó al volante, y el contacto con su coche, el olor que había dentro, le evocaron una vertiginosa maraña de reacciones. Se había pasado cientos, tal vez miles de horas en aquel asiento destartalado, en autocines y autorrestaurantes con Judy, en viajes que hizo solo o en compañía de Martin u otros amigos; viajes a Chicago, a Florida, y una vez incluso hasta Ciudad de México. Traspasó la frontera de la adolescencia en ese coche, más que en la habitación de la universidad o en un apartamento o en una ciudad. En ese coche había hecho el amor, se había emborrachado, en él había asistido al prematuro entierro de su tío preferido, había utilizado su temperamental pero potente motor de ocho cilindros para expresar rabia, júbilo, aburrimiento, depresión, remordimiento. Nunca le había puesto nombre por considerar la idea demasiado infantil; pero en ese momento se dio cuenta de cuánto había significado para él aquel automóvil, y en qué forma se había compenetrado su identidad con la peculiar personalidad de aquel viejo Chevy.

Jeff introdujo la llave en el arranque y, al ponerse en marcha, el motor petardeó una vez y luego se avivó con un rugido. Sacó el coche del lugar donde estaba aparcado, giró a la derecha por Clifton Road y pasó por delante de la mole a medio construir del Centro de Enfermedades Contagiosas. En los ochenta seguían llamándolo CEC. pero para entonces, las iniciales significaban Centros para el Control de Enfermedades, y la institución era conocida mundialmente por dedicarse a estudiar plagas que provocan el pánico, tales como la enfermedad del legionario y el sida.

El futuro: plagas horrendas, la revolución de las costumbres sexuales permitiría alcanzar una serie de logros en los que posteriormente se daría marcha atrás, el triunfo y la tragedia en el espacio, las calles recorridas por punkies de mirada perdida, vestidos de cuero y cadenas y con los pelos pinchudos de color rosa subido, cantidad de chatarra espacial dando vueltas alrededor de la tierra contaminada, asfixiada… Santo cielo, pensó Jeff estremeciéndose, visto así, su mundo parecía una pesadilla de ciencia ficción. En muchas maneras, la realidad a la que se había acostumbrado tenía más en común con las películas del estilo de Blade Runner que con la ingenuidad soleada de principios de 1963.

Encendió la radio: descargas estáticas, monoaural AM, nada de FM en el dial. Nuestro día llegará, le cantaron melifluamente el grupo Ruby y The Romantics, y Jeff lanzó una carcajada.

En Briarcliff Road giró a la izquierda, se paseó sin rumbo por los sombreados barrios residenciales que había al oeste del campus. Pasadas las vías, la calle se convertía en la avenida Moreland y él siguió adelante, dejando atrás el parque Inman, la Penitenciaría Federal donde Al Capone había cumplido condena. Desaparecieron los carteles indicadores de calles y se encontró en la autopista de Macón, en dirección sur.

La radio le hacía compañía con su interminable torrente de éxitos anteriores a los Beatles: Surfing USA, I Will Follow Him, Puff, the Magic Dragón. Jeff cantó la letra, fingió estar escuchando una emisora de viejos éxitos. Se decía que lo único que tenía que hacer era darle a otro botón y oiría a Springsteen o a Prince, tal vez sintonizaría una emisora de jazz en la que pasaran el último disco compacto de Pat Metheny. Al final, la señal se esfumó, igual que su ensoñación. No logró sintonizar nada más que música anticuada. Incluso las emisoras de música country no habían oído hablar nunca de Willie o Waylon; sólo pasaban cosas de Ernest Tubbs y Hank Williams, ni un solo proscrito entre ellos.

Delante de McDonough vio un puesto callejero que vendía melocotones y sandías. En uno de sus viajes a Florida, Martin y él se habían parado en un puesto parecido, sobre todo por la granjera de largas piernas y blanco pantalón corto que vendía la fruta. La chica tenía un enorme pastor alemán y después de la típica charla sin sentido entre chico-de-ciudad/chica-de-campo, Martin y él le habían comprado una cesta entera de melocotones. Ni siquiera estaban interesados en las condenadas frutas, y al cabo de cuarenta kilómetros el olor mismo empezó a provocarles náuseas por lo que se dedicaron a usarlas para practicar tiro al blanco con las señales de tráfico y a gritar con una alegría hueca al oír el paf pam que se producía cuando le acertaban a una.

¿Cuándo había sido aquello? El verano de 1964 o 1965. Dentro de dos años. Porque en ese momento, él y Martin todavía no habían hecho ese viaje, ni habían comprado aquellos melocotones, ni habían ensuciado y abollado la mitad de las señales indicativas de los límites de velocidad que había de allí a Valdosta. ¿Y qué significaba aquello, pues? ¿Si Jeff siguiera en este pasado inexplicablemente reconstruido en el momento en que se repitiera aquel día de junio, volvería a hacer ese mismo viaje, compartiría con Martin las mismas bromas, lanzaría aquellos mismos melocotones maduros a las mismas señales de tráfico? ¿Y si no lo hacía, si esa semana decidía quedarse en Atlanta, o si simplemente pasaba de largo delante de la chica de las piernas largas que vendía melocotones…, qué pasaría entonces con el recuerdo que tenía de aquel episodio? ¿De dónde habría venido y qué iba a ocurrir con él?

En cierto modo, era como si estuviera volviendo a vivir su vida, haciendo un replay en el vídeo; sin embargo, no parecía estar ligado por lo que había ocurrido antes, no del todo. Por lo que podía deducir, había vuelto a este punto de su vida en exactamente las mismas circunstancias, matriculado en Emory, compartiendo habitación con Martin, cursando las mismas asignaturas de un cuarto de siglo antes, pero en las veinticuatro horas transcurridas desde que despertara allí, ya había comenzado a apartarse ligeramente de los senderos que siguiera originalmente.

El haber dejado plantada a Judy la noche anterior era el cambio más grande y más evidente, aunque a la larga aquello no fuera a influir absolutamente en nada en un sentido u otro. Recordaba que sólo habían salido seis o siete meses más o menos hasta las siguientes Navidades. Recordó con una sonrisa que ella lo había plantado por un «hombre mayor», un muchacho de los cursos superiores que iba a continuar sus estudios en la facultad de medicina de Tulane. Jeff se había pasado unas cuantas semanas deprimido y afectado y luego había empezado a salir con una serie de chicas: una morena delgadita llamada Margaret, luego otra morena cuyo nombre empezaba con D o con V, después con una rubia capaz de anudar con la lengua el rabo de una cereza. No había conocido a Linda, la mujer con la que se casaría, hasta que terminó la carrera y entró a trabajar para una emisora de West Palm Beach. Linda estudiaba en la universidad de Florida Atlantic. Se habían conocido en la playa de Boca Ratón…

Caray, ¿dónde estaría Linda en ese momento? Tenía dos años menos que él, por lo tanto seguiría en la secundaria y viviría con sus padres. De repente sintió la necesidad de llamarla, o tal vez de seguir rumbo al sur hasta Boca Ratón para verla, conocerla… No, no tenía sentido. Habría resultado demasiado extraño. Sería alejarse peligrosamente, podría crear una horrible paradoja.

¿O tal vez no? ¿De verdad tenía que preocuparse por las paradojas, por la antigua idea de matar al propio abuelo? Quizá no fuera una preocupación adecuada. No era un espectador que vagaba por su tiempo, temeroso de encontrarse consigo, aunque más joven, sino que era él mismo más joven y formaba parte del entramado de aquel mundo. Lo único que pertenecía al futuro era su mente, y el futuro sólo existía en su mente.

Jeff tuvo que apartarse de la carretera, detenerse unos instantes para agarrarse la cabeza con las manos mientras digería las implicancias de todo aquello. Ya se había preguntado si no sería una alucinación, si no estaría soñando esta existencia pasada. Pero ¿qué ocurriría si lo verdadero fuera justamente lo contrario, qué pasaría si todo el complejo entramado de los próximos veinticinco años, todo, desde la caída de Saigón a la Nueva Ola, la música rock y los ordenadores personales, resultaran ser una ficción que, de algún modo, habían surgido de pronto en su mente, de la noche a la mañana, aquí, en el mundo real de 1963, del cual nunca se había marchado? Tenía tanto sentido, tal vez más, que cualquier otra explicación alternativa que implicara el viajar en el tiempo o una vida después de la muerte o un cataclismo dimensional.

Jeff puso otra vez en marcha el Chevy y regresó a la autopista U. S. 23 de dos carriles. Locust Grove, Jenkinsburg, Jackson…, los pueblecitos arruinados y soñolientos de la zona atrasada de Georgia pasaron a su lado como escenas de una película de la época de la Depresión. Quizá fue eso lo que le había impulsado a emprender ese viaje sin rumbo, pensó, la atemporalidad de la zona rural que había más allá de Atlanta, la completa falta de pistas que permitieran adivinar el año o la década en la que estaba. Graneros curtidos por el tiempo, con la leyenda «Jesús salva» pintada en gruesas letras, el resto de anuncios rimados de espuma de afeitar Burma que aparecían espaciados en la autopista, un viejo negro que llevaba una mula…, pero si hasta la Atlanta de 1963 parecía futurista al lado de aquello.

En Pope’s Ferry, justo al norte de Macón, entró en la típica gasolinera con tienda dirigida por una familia. Nada de surtidores autoservicio, ni de gasolina sin plomo; Gulf súper a diez centavos el litro; la normal a ocho centavos. Le pidió al chico que había allí fuera que le llenara el depósito de súper, le revisara el aceite y le agregara tres cuartos si le faltaba.

En la tienda se compró un par de Slim Jims y una lata de Pabst, y estuvo un rato manoteando inútilmente la lata de cerveza hasta que se dio cuenta de que no tenía la anilla para abrir.

—Vaya sed traes, chico —le dijo con una risita la mujer mayor que había detrás del mostrador—. ¡Mira que tratar de abrir la lata con las manos!

Jeff sonrió tímidamente. La mujer le indicó el abridor de latas que colgaba de un hilo al lado de la caja, y Jeff hizo dos agujeros en forma de V en lo alto de la lata. El chico de los surtidores le gritó a través de la puerta mosquitera de la tienda:

—¡Oiga, parece que necesita como tres cuartos de aceite!

—Vale, ponle lo que haga falta. Y revísame las correas del ventilador, ¿quieres?

Jeff tomó un largo sorbo de cerveza y cogió una revista de la estantería. Había un artículo sobre el nuevo furor del pop-art: ampliaciones de las tiras cómicas de Lichtenstein, enormes hamburguesas de vinilo blando de Oldenburg. Qué raro, tenía entendido que todo eso había pasado más tarde, en 1965 o 1966. ¿Habría dado con una discrepancia? ¿Acaso ese mundo era ya ligeramente distinto del que él creía conocer?

Necesitaba hablar con alguien. Martin se lo tomaría a chacota, y sus padres se preocuparían por su cordura. Sí, eso era, tal vez tendría que visitar a un psicoanalista. Al menos un médico iba a escucharlo y a guardar el secreto de lo que le contara; pero una consulta así llevaba aparejada la presuposición tácita de un problema mental, de un deseo de ser «curado» de algo.

No, no había nadie con quien pudiera hablar de aquello, al menos abiertamente. Pero no podía seguir evitando a todo el mundo por temor a que se descubriera, porque podría parecer mucho más extraño que cualquier lapsus anacrónico que pudiera tener. Además, empezaba a sentirse solo, caray. Aunque no pudiera decir la verdad, o lo que él consideraba la verdad, después de todo lo que le había pasado, necesitaba el consuelo de una compañía.

—¿Podría darme cambio para el teléfono? —le preguntó Jeff a la mujer que estaba en la caja, y le entregó un billete de cinco dólares.

—¿En billetes de a uno, te va bien?

—Quiero llamar a Atlanta.

La mujer asintió, le dio a la tecla para abrir la caja y sacó unas cuantas monedas de la caja.

—Con un dólar en monedas tendrás bastante, chico.