Capítulo nueve

Los dos días siguientes los paso casi enteros en el bosque, a solas con mis pensamientos. Camino hasta las zonas que están más al norte para quedarme mirando el Muro. Me imagino que todas las respuestas están al otro lado, esperando. Tiran de algo dentro de mí, me urgen a escalar, me dicen que todo lo que quiero saber está justo detrás de esa altísima estructura. La idea de la verdad, de que este lugar podría ocultar más cosas de las que suponemos, empieza a volverme loco. ¿Y si el Rapto no es algo tan sencillo como creemos, tan sistemático e inevitable como morir de viejo? ¿No soy prueba de que está pasando algo más?

Cuando no estoy en el bosque, estudio minuciosamente el pergamino. Releo la carta de mi madre una y otra vez. Visito la biblioteca y estudio todos los pergaminos históricos que conserva. Repaso mi conversación con Emma del día que estuvimos en el campo y no dejo de pensar en Blaine, en que me guiñó un ojo cuando nos despedíamos.

¿Intentaba decirme algo con aquel gesto?

Cuanto más tiempo paso a solas con mis pensamientos, más me convenzo de que algo no encaja. Es Barro Negro. Ahora todo lo que lo rodea me parece raro: el Muro, el Rapto, los niños originales… ¿Cómo es posible que unas personas que viven en un espacio cerrado no recuerden de qué manera llegaron allí? ¿Cómo llegaron si el muro que los retiene no puede cruzarse? ¿Y por qué el Rapto que roba a todos los chicos de dieciocho años no me ha robado a mí? Me paso horas preguntándome por qué nadie más le da vueltas a estas cosas, hasta que me doy cuenta de que yo acabo de empezar a hacerlo.

Una silenciosa mañana sin viento, sin que Emma lo sepa, visito a Carter en busca de respuestas. Me siento al otro lado de su escritorio de la clínica y le pregunto directamente si soy hermano gemelo de Blaine. Ella me mira tranquilamente y pregunta sin más:

—¿De dónde has sacado una idea semejante?

—No lo sé, lo echo mucho de menos. Y nos parecíamos mucho. A lo mejor la soledad me está volviendo loco.

—Bueno, si alguna vez necesitas hablar, nuestras puertas siempre están abiertas —responde para consolarme.

Después me explica que soy justo un año menor que Blaine y, sin duda, no soy su gemelo. Me pone furioso porque estoy seguro de que sabe que no es cierto. Conoce la verdad, la garabateó en su diario. ¿Por qué no corre por el pueblo proclamando que un chico de más de dieciocho años ha vencido al Rapto? ¿Por qué ha decidido mantener en secreto ese milagro? Temiendo que la razón se esconda en la segunda página de la carta que, seguramente, no encontraré nunca, salgo de la clínica con más preguntas que respuestas.

Esa tarde, mientras Emma y yo estamos en mi casa jugando a las damas a la lúgubre luz de los relámpagos de una tormenta de verano, llego al límite de mis fuerzas.

—Tengo que hacer algo, Emma. No puedo seguir más tiempo aquí sentado sin hacer nada, esperando que las respuestas me caigan solas en el regazo.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé. Encontrar a Blaine. Descubrir la verdad.

—¿Qué quieres decir con encontrar a Blaine?

—Las dos últimas veces que estuve en el bosque casi trepo el Muro para salir a buscarlo —respondo, indicando con los dedos lo poquito que me había faltado para hacerlo.

—¿A buscarlo? ¿Qué vas a buscar? No es que se largara para darse un paseo tranquilamente por el otro lado del Muro. Lo raptaron.

—Pero ese es el tema, Emma. Cuando trepamos el Muro algo nos mata, así que debe de haber algo más al otro lado. Debe de haber algo más que Barro Negro.

—Morirás, Gray, como todos.

—Puede que no. Sobreviví al Rapto. A lo mejor también sobrevivo al Muro.

—Gray, prométeme que no lo harás, por favor. Entiendo perfectamente a qué te refieres, entiendo esa sensación de que tiene que haber algo más, una explicación. Yo lo siento cada vez que pienso en esos primeros niños. Pero lo que dices es una locura, un suicidio.

—¿Y si de verdad hay más, Emma? ¿Y si solo tenemos que escalar el Muro para verlo y, en vez de hacerlo, nos pasamos toda la vida aquí porque nos da miedo intentarlo?

Emma se levanta y rodea la mesa. Antes de percatarme de lo que pretende, se me sube al regazo, de espaldas al tablero, con la cara justo delante de la mía. Me mira, me aparta el pelo de los ojos y no dice nada, pero yo estoy demasiado concentrado en sus manos para que me importe. Está recorriendo con las puntas de los dedos los contornos de mi rostro, pasándomelas por la barbilla. Después se inclina muy despacio y me besa. Sabe muy bien qué hacer para ganarme, para doblegarme a su voluntad. Me inclino hacia ella y todo mi cuerpo cobra vida.

Sus labios son suaves, aunque están secos, y su piel huele a jabón del mercado. Le devuelvo el beso y encuentro con las manos la curva de su espalda. Estoy a punto de cogerla en brazos y llevarla al dormitorio cuando me empuja el pecho con las palmas de las manos. Abro los ojos y veo que me está mirando con una pregunta en la cara.

—Prométemelo —me exige—. Prométeme que no cometerás ninguna estupidez.

—Emma, ya sabes que no puedo hacerte una promesa como esa, cometo estupideces continuamente. Blaine es el que piensa las cosas primero.

—No me interesa Blaine, me interesas tú.

—Vale, te puedo prometer que si me veo a punto de hacer una estupidez tú serás la primera en saberlo antes de que lo haga de verdad.

—Suponiendo que puedas identificarlo como una estupidez.

—Sí, claro.

Le doy otro beso. Llevo las manos hasta su espalda por segunda vez, pero cuando empiezo a levantarla ella se ríe, se aparta y se baja de mi regazo. Después pone el hervidor en el fuego y se vuelve para mirarme, sonriente. No sé cómo puede estar tan tranquila, yo todavía tengo el pecho agitado y el cuerpo cargado de electricidad.

—A lo mejor lo estás exagerando todo, ¿sabes? —dice—. A lo mejor tu madre de verdad tuvo gemelos entonces, pero el más pequeño murió o algo así. Y después, un año después, apareciste tú y te puso el mismo nombre en su memoria. De verdad podrías ser un año menor que Blaine.

—Entonces deberían haber apuntado la pérdida del niño en el pergamino de mi madre. Y yo aparecería como el tercero.

—O puede que los pergaminos estén incompletos —replica—. Al fin y al cabo, es la excusa que me diste cuando hablamos la primera vez sobre el origen de Barro Negro.

—Eso es distinto —respondo, enarcando una ceja.

—Y eso ¿por qué?

—No lo sé, lo es.

—A lo mejor deberías hablar con Maude, Gray. Si hay más respuestas, ella las tendrá.

—¿Y qué? ¿Reconocer que curioseamos en la clínica, que leímos historiales privados y que ahora no entiendo por qué no me han raptado si tengo dieciocho años?

—Llegados a este punto, parece una opción más segura que escalar el Muro.

Me doy cuenta de que me he quedado mirándole la ondulada melena, la forma en que la humedad nocturna la ha revuelto, y decido que es la criatura más hermosa que he visto.

—Eres muy lista, Emma, ¿lo sabías? Ella se ruboriza y sirve el té.

Mucho después, tras dar vueltas en la cama durante varias horas, me rindo y me levanto. Me siento a la mesa y pienso en la sugerencia de Emma. A lo mejor puedo sacarle información a Maude sin reconocer que fisgoneé en la clínica. A lo mejor puedo decir que descubrí que éramos gemelos en la carta de mamá y fingir que tengo las dos páginas. Antes de decidir si es buena idea o una tontería, ya me estoy poniendo una camiseta con capucha para salir a la lluvia.

Llamo varias veces a la puerta de Maude, pero ella no responde. Seguramente estará dormida, pero vuelvo a llamar y esta vez las puertas se abren hacia dentro un poco con el impulso. Las empujo con cuidado con el pie. Aunque la cocina está vacía, una tenue luz vacilante sale del dormitorio y proyecta un inquietante resplandor azul en la habitación.

—¿Hola? —pregunto mientras entro para protegerme de la lluvia—. ¿Maude?

Sigue sin haber respuesta.

Avanzo con cautela por la cocina, y entonces es cuando lo oigo: murmullos que salen del dormitorio.

—¿Algún otro suceso del que informar? —pregunta una voz masculina, tan bajo que apenas la oigo.

—Nada fuera de lo normal —responde Maude.

Me asomo por la puerta y veo que Maude está de espaldas a mí, frente a una extraña sección iluminada de la pared de su dormitorio. Me echo hacia delante para oír mejor con quién habla, pero mi pie pisa un tablón que chirría bajo mi peso.

Maude se vuelve y entrecierra los ojos al descubrirme. Se levanta deprisa, más deprisa de lo que la he visto moverse hasta ahora, y cierra de golpe el armario en el que estaba la luz. Retrocedo, dispuesto a salir corriendo hacia la salida, pero ella viene hacia mí y sé que no servirá de nada.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, resollando, mientras se apoya en su bastón de camino a la cocina. No parece enfadada, sino aterrada.

—He venido a hablar contigo. Tenía una pregunta —añado, y miro hacia su dormitorio—. ¿Con quién hablabas?

—Con nadie. Estaba preparando mis notas para una reunión que tengo mañana con los miembros del Consejo y a veces me gusta revisarlas en voz alta.

—Pero he oído una voz de hombre —insisto. Estiro el cuello para mirar por detrás de ella, al dormitorio.

—No has oído nada semejante —dice sin más.

Sin embargo, no es cierto. Sé lo que he visto, lo que he oído. De repente, ya no confío en ella. Maude, la que siempre parecía guiar a los nuestros, enseñarnos el camino, se ha convertido en otro elemento que parece antinatural. Y a qué velocidad.

—Me voy —le digo.

—Bien, no es buena idea entrar en las casas de los demás a la fuerza.

—No, no me refiero a tu casa —explico—, me refiero a Barro Negro. Me voy.

—No seas tan impulsivo, ya sabes que no hay nada al otro lado del Muro.

—No estoy siendo impulsivo. No confío en ti, no confío en este lugar. Hay muchas cosas que no encajan y si no puedo encontrar aquí las respuestas, las encontraré en otra parte.

Retrocedo y palpo a mi alrededor para llegar hasta la puerta, pero ella me agarra por el brazo. Es sorprendente la fuerza que tiene en unas manos tan frágiles.

—No seas estúpido, Gray —dice despacio—. No encontrarás respuestas más allá del Muro porque estarás muerto.

—Pero ¡tengo dieciocho años! Puede que sea distinto. —Los dedos de Maude me aprietan la muñeca.

—¿Dieciocho? ¿De qué hablas? ¿Has perdido la cabeza?

—Éramos gemelos… Somos gemelos —digo, soltándome—. No soporto seguir aquí. No puedo.

Alcanzo la puerta y salgo dando tumbos, de nuevo empapándome bajo la lluvia.

—¡Espera! —me grita, pero no lo hago.

Mientras corro por las calles anegadas, ella vuelve a llamarme. No distingo bien lo que dice, pero suena a «quédate». Y a «por favor».

Voy derecho a casa de Emma y aporreo la puerta. Prometí avisarla si se me ocurría alguna idea estúpida, y aunque esto no me parece estúpido, sí sé que es arriesgado. Sin embargo, no tengo más opciones, mi única esperanza de descubrir la verdad se encuentra más allá de Barro Negro.

—Gray —dice Emma cuando abre la puerta—. Es muy tarde, ¿estás bien?

—Tengo que hablar contigo.

—Vale, entra —responde, bostezando.

—No, tengo que hablar contigo —repito, alargando las palabras, aunque ella se limita a mirarme, dando la impresión de comprender—. Ven conmigo —gruño, cogiéndola del brazo para sacarla fuera, de modo que nuestra conversación no despierte a Carter.

—Ay, Gray, ¿qué te pasa? —pregunta, restregándose la muñeca.

—Tengo que irme.

Ella me mira, perpleja.

—¿Irte? ¿Por qué tienes que irte? ¿Adónde vas?

Le cuento lo de Maude, la voz y la luz azul que salía de su dormitorio. Le cuento que Maude se ha convertido en otro misterio demasiado antinatural para confiar en él, como el Rapto y el Muro.

—Vete a casa y consúltalo con la almohada, por favor. Podemos hablar por la mañana —dice Emma—. No piensas con claridad.

—Me sentiré igual por la mañana. No puedo seguir aquí, Emma, está todo mal y necesito respuestas. Si las repuestas llegan en forma de muerte al otro lado del Muro, al menos sabré con certeza que no existe nada fuera de este lugar.

—No entiendo por qué haces esto —se queja, a punto de llorar.

Analizo todos los detalles de su aspecto: la forma en que esos grandes ojos se arrugan en los extremos; el ángulo exacto de sus cejas; la ubicación de la marca de la mejilla. Quiero recordarlo. Es la última vez que los veré. Más últimas veces.

—No tienes que comprenderlo —le digo—. Lo hago por mí, porque así soy yo. Hablamos de esto en nuestra primera excursión al lago; pienso en mí, en mis necesidades, y actúo movido por ellas. Necesito la verdad, toda la verdad, y la conseguiré. No puedo pasarme el resto de mi vida sin saber.

—Gray, por favor, no seas tan egoísta —me pide, cogiéndome la mano con desesperación.

—Tengo que hacerlo —insisto.

No estoy seguro de si es cierto, aunque es lo que siento. Todo mi cuerpo me grita que es la única manera, así que no necesito más. Esos sentimientos siempre han bastado para justificar mis acciones.

—¿Gray? —me susurra.

—Si sobreviví al Rapto, ¿quién dice que no puedo sobrevivir al Muro? Volveré cuando consiga respuestas, lo prometo.

Después le tomo la cara entre las manos y la beso antes de que pueda discutir. Ella me devuelve el beso mientras me aprieta la base del cuello con las manos. Era de suponer que cuando por fin lograra conectar con Emma, la abandonaría y saldría corriendo en dirección contraria. Antes de que sus labios me hagan cambiar de idea, me aparto. Ella se queda sola, con el camisón arremolinado en torno a las pantorrillas, mientras yo corro a casa.

Lleno la mochila de comida y agua. Recojo el arco y las flechas. Son tareas que hago sin pensar, como si mi cuerpo llevara toda la vida preparándose para este momento. Estoy tranquilo, sin nervios, no siento nada, nada salvo la cálida lluvia que me salpica la piel cuando salgo de casa con una tea en la mano.

El camino me espera, silencioso y lúgubre. Cuando llego a su inicio, un relámpago recorre el cielo como una serpiente e ilumina el pueblo que dejo atrás. Lo admiro por última vez, sosteniendo la tea sobre la cabeza. La llama crepita con la ligera llovizna. Después, sin mirar atrás, me echo la mochila al hombro y me dirijo al norte.