Capítulo ocho

A la mañana siguiente me despierto aturdido y débil. Noto un dolorcillo detrás de las sienes y tengo la boca seca. Gruño y salgo de la cama. Como un poco de pan, aunque estoy a punto de devolverlo, y al final desisto en mi empeño y voy a lavarme la cara. Me siento a la mesa, apoyo la frente en la madera y cierro los ojos.

¿Hará como si no hubiese pasado nada? ¿Recordará ese momento, ese segundo en el que no me cabe duda de que algo sucedió entre nosotros? Yo lo recuerdo, aunque puede que toda esa magia solo estuviera en mi cabeza, que fuera un truco del alcohol. A lo mejor sentí algo porque siempre estoy en busca de sentimientos. Sin ellos, no sé cómo actuar. En cualquier caso, de no haber sido por el portazo, puede que la noche no hubiese terminado ahí.

Quizá sea mejor que terminara. De todos modos, ahora no recordaría bien los detalles, la frontera entre lo real y lo imaginario se perdería en las oscuras esquinas de mi resaca. Me gusta recordar los momentos que paso con Emma, me gusta saber que son reales y sinceros. La cerveza tiene el don de convertir esas cosas en ilusiones deslumbrantes.

Después de otro infructuoso intento de comer pan, me pongo ropa limpia y salgo. Cuando llego a la clínica, allí solo está Emma, sentada en la parte de atrás mientras rebusca entre los altos estantes en los que guardan cientos de pergaminos.

—Buenos días —exclama, despierta y alegre. Está claro que la cerveza no la ha castigado como a mí.

—Buenos días —respondo mientras me dejo caer en una silla y me froto las sienes. Emma me pasa un pegote asqueroso de algo que parece malas hierbas.

—Te aliviará el dolor de cabeza, prometido. A mí ya no me duele.

Así que sí que estaba enferma esta mañana. El sabor del mejunje es aún peor que su aspecto, pero me obligo a tragarlo y, al cabo de unos minutos, el dolor empieza a remitir. Debo de tener mejor aspecto, porque Emma se deja caer en la silla que tengo enfrente y me lanza un rollo de pergamino.

—Es su historial —me dice. Parece bastante escueto y, al ver que lo miro con aprensión, añade—: Es lo único que tenemos.

Despliego el pergamino y le pongo encima algunos tarros de arcilla para que los bordes no se enrollen. Emma y yo nos inclinamos sobre él y empezamos a leer. No es más que una lista gigantesca de fechas seguidas de breves descripciones escritas por Carter y varios trabajadores de la clínica de años anteriores. En la parte superior está el nombre de mi madre, Sara Burke.

Año 11, 3 de enero: hija de Sylvia Cane, sana.

Año 14, 10 de febrero: atendida por tos grave.

Año 14, 13 de febrero: atendida de nuevo por tos, parece estar recuperándose.

Año 21, 14 de agosto: huesos rotos recolocados en la muñeca por caída.

Año 29, 23 de junio: da a luz a un niño (Blaine Weathersby), sano.

Año 30, 23 de junio: da a luz a un niño (Gray Weathersby), enfermizo, necesitará cuidados adicionales.

Año 44, 8 de noviembre: atendida por fiebre alta y tos.

Año 44, 1 de diciembre: diagnosticada con neumonía.

Año 44, 21 de diciembre: falla su salud, recibe tratamiento a domicilio.

Año 44, 27 de diciembre: paciente perdida.

Ahí termina la lista. No se desarrolla ningún punto, no hay comentarios garabateados en los márgenes. Aparto los pisapapeles, frustrado, y dejo que el pergamino se enrolle.

—Ya te dije que no encontrarías nada —dice Emma con voz triste—. No guardamos historiales detallados, solo lo mínimo por si necesitamos comprobar algo en el árbol genealógico de un paciente.

—Ah, buena idea. ¿Puedo comparar estos datos con los de mi pergamino? Y los de Blaine.

—No veo qué sentido tiene.

—Por favor, debe de haber algo más.

Emma suspira, pero vuelve al estante y saca dos rollos más. En el de Blaine solo figuran dos fechas: la de su nacimiento, que coincide con la anotada en el rollo de nuestra madre, y la de su Rapto. En el mío también consta la fecha de mi nacimiento, un año justo después del de Blaine, aunque en esta ocasión hay muchas fechas más. Las primeras trece documentan visitas a domicilio de cuando era bebé y estaba enfermo y débil. Leo las anotaciones posteriores y recuerdo mis visitas más recientes a la clínica para curarme heridas de los accidentes de caza. Estoy comentando el hecho de que Blaine estaba mucho más sano que yo de niño cuando Emma interrumpe mis pensamientos.

—¿Gray? —dice, y al levantar la mirada veo que está sentada al escritorio de Carter—. Creo que deberías ver esto.

—¿El qué?

—Bueno, mencionaste lo de comparar historiales y se me ocurrió que a lo mejor, por si acaso, debía comprobar los historiales personales de mi madre.

—¿Guarda historiales personales?

—Es el cuaderno de sus visitas a domicilio —responde mientras me enseña un libro de cuero en cuya cubierta se lee «Año 29»—. Se los lleva con ella, anota cualquier información necesaria y luego la copia a los pergaminos. Así, si tiene un día muy ocupado y hace muchas visitas antes de regresar a la clínica, no se le olvida nada.

—Vale, deja que lo vea.

Emma vacila y aprieta los labios, como si tuviera algo más que decir y no reuniera el valor para soltarlo. Vuelve a mirar la página y por fin empuja el cuaderno hacia mí.

—Lee aquí.

Recojo el libro con cautela y cuando mis ojos se detienen en las palabras comprendo de repente la vacilación de Emma. Garabateada entre otras dos visitas a domicilio encuentro la nota de una visita a mi madre. Ni siquiera yo entiendo las palabras que leo: «Año 29, 23 de junio: da a luz a gemelos (Blaine y Gray Weathersby), ambos sanos».

Hago una pausa y sacudo la cabeza. Debe de ser un error. Lo leo de nuevo y me dejo caer en una silla con el libro en el regazo. No estoy seguro de lo que siento, si estoy furioso o gratamente sorprendido. En realidad, por el momento, no siento nada. Estoy conmocionado.

Supongo que esto explica muchas cosas: por qué somos casi idénticos; por qué sentí que me arrancaban un trozo del pecho cuando lo raptaron; por qué nos comprendíamos tan bien y sabíamos lo que el otro iba a decir antes de que lo hiciera. Explica muchas cosas y estoy a punto de aceptarlo. A punto. Salvo por un pequeño detalle insignificante.

—Gray, si esto es verdad, no deberías estar aquí —dice Emma—. Si de verdad eres el gemelo de Blaine, si de verdad tienes dieciocho años, tendrían que haberte raptado hace semanas. Con él.

—Lo sé —respondo, ya que esa es la parte que no tiene sentido, el elemento que no logro comprender.

—A lo mejor el diario está mal.

—¿Por qué iba a estar mal? ¿Es que tu madre escribiría algo que no pasara de verdad?

—No, pero ¿por qué iba a anotar una cosa en el cuaderno y después otra cosa completamente distinta en el pergamino de Sara al llegar a la clínica?

—No tengo ni idea.

—¿Crees que eso era lo que tu madre estaba a punto de contarle a Blaine en la carta? ¿Que sois gemelos?

Pienso en las últimas palabras de la carta, ya que la he leído tantas veces que la tengo memorizada: «Así que comparto esto contigo ahora, hijo mío. Tu hermano y tú no sois lo que os he hecho creer. De hecho, Gray es…».

De hecho, Gray es tu hermano gemelo. Debe de ser eso, encaja a la perfección. Es la respuesta que buscaba, el secreto que me habían ocultado. Lo acepto como si fuese un hecho. La idea se apodera de mí, me taladra la piel y me llega hasta la médula. Soy su gemelo, sigo aquí; soy el único chico de más de dieciocho años que ha vencido al Rapto. Pero ¿por qué? ¿Porque lo mantuvieron en secreto?

—Tenemos que preguntar a tu madre —digo al fin—. Ella lo escribió en el diario, y quiero saber por qué lo cambió al copiarlo todo a los pergaminos.

Emma sacude la cabeza con desesperación.

—No, no podemos hacer eso. Entonces sabrá que hemos curioseado en sus historiales personales.

—Emma, esto es mucho más importante. Puede que tenga dieciocho años y, si los tengo, creo que todo el mundo merece saber que no me raptaron —insisto mientras se me acelera el corazón en el pecho.

—Pero ese es el problema, Gray —responde ella con tristeza—. Si de verdad tienes dieciocho, deberían haberte raptado. El diario está mal.

—Si se lo preguntamos a tu madre lo sabremos seguro.

—¿Preguntarme el qué? —dice Carter, que acaba de aparecer en el umbral de la clínica con su maletín en la mano.

—Nada —responde Emma al instante—. Gray y yo habíamos entrado para protegernos del sol.

Tras decir eso, me agarra del brazo y tira de mí hacia la salida, soltando de camino el libro en el escritorio cuando Carter no mira.