La siguiente semana transcurre rápidamente. Dedico las mañanas a cazar y las tardes a Emma, a quien transmito mis conocimientos sobre tiro con arco en los campos vacíos que hay detrás de los corrales. Empezamos con lo básico: entender la curva del arco y la forma de la flecha. La enseño a sostenerlos, a soltar la flecha y a adoptar la postura correcta. Ella se pasa dos días muerta de impaciencia porque me niego a dejarla disparar hasta que consiga preparar una flecha con los ojos cerrados. Cuando por fin lanza la primera, lo hace fatal, pero solo porque se le ha olvidado todo lo que he conseguido enseñarle. Los nervios hacen que se le olvide y la ansiedad le tensa los músculos. Mejora los días siguientes, sus flechas van más rectas y su puntería es más precisa.
Por mucho que me alegre de disfrutar de tanto tiempo con Emma, las palabras de la carta de mi madre no dejan de atormentarme. Revuelvo la casa de arriba abajo en busca de cualquier prueba. Leo el diario de Blaine de principio a fin, pero no descubro nada más. Aunque intento olvidarme de que encontré la carta, no lo consigo, quiero conocer el secreto que mamá compartió con Blaine; averiguar la verdad es tan importante como respirar. Es algo inconsciente que no logro controlar.
Una tarde de calor bochornoso y denso, con un aire que me oprime los pulmones maliciosamente, decido que ha llegado el momento de que Emma dispare a su primera diana real. Lanzar flechas a un campo abierto es una cosa, pero acertar a un blanco es algo muy distinto.
Desde la parte este del pueblo, dejamos atrás los cultivos y los campos del ganado y llegamos a nuestro campo de tiro habitual. Coloco una diana básica, y le doy a Emma unas flechas y mi arco de la niñez. Hace tiempo que no me sirve y a ella le irá mejor. Mientras me echo mi carcaj a la espalda, oigo un silbido y el golpe de una flecha al clavarse entre la hierba. Me vuelvo hacia Emma y veo que tiene cara de decepción.
—Te apresuras —le digo; la flecha se ha clavado en la tierra blanda que hay delante de la diana.
—Parecía muy fácil cuando disparábamos sin más y no había un blanco —responde, frunciendo el entrecejo.
—Todo es más sencillo cuando no hay restricciones. Mantén el brazo paralelo al suelo cuando tires hacia atrás. Y recuerda también la postura.
Tiro de la cuerda de mi arco para hacerle una demostración. Después, ella intenta imitarme, falla estrepitosamente, y yo intento reprimir la risa.
—Venga, te enseño —le digo.
Me pongo detrás de ella, le sostengo la mano con la que aguanta el arco y envuelvo su cuerpo con el otro brazo para sujetar también la cuerda.
—Ahora, concéntrate —le pido—. No existe nada más que el blanco.
Dejo caer los brazos y retrocedo unos pasos. Ella suelta la flecha, y esta vez da en la diana. Aunque apenas consigue clavarse en el anillo exterior, ahí está.
Emma se pone a dar saltos de alegría y se vuelve hacia mí.
—¿Has visto eso?
—Claro que lo he visto, estoy aquí detrás.
Ella prepara otra flecha y vuelve a apuntar. Contemplo cómo se le contraen los músculos al concentrarse, admiro la forma en que entrecierra los ojos. Me pregunto cómo es posible que no me haya pillado nunca mirándola así, ni una vez desde que empezamos a salir. A lo mejor el tiro con arco ha sido una buena distracción.
Emma suelta la cuerda. Esta vez lo hace mucho mejor, se clava en un anillo del centro.
Tras un grito de triunfo, me echa los brazos al cuello y me abraza, cogiéndome por sorpresa. Al tenerla entre mis brazos me resulta pequeña, aunque jamás me lo ha parecido en persona. Cuando se aparta, veo que está realmente orgullosa de sí misma.
—Creo que tienes un talento innato para esto —le digo.
—Y yo creo que eres un buen profesor.
—No, en serio… Enseñar y corregir pueden ayudar hasta cierto punto, pero todo lo demás depende de la habilidad de la persona.
Emma se acerca al blanco, saca la flecha y la guarda en su carcaj.
—Vamos a competir —dice.
—¿De verdad crees que puedes ganarme después de dar solo dos veces en la diana? —pregunto con escepticismo.
—Venga ya, vamos a jugar. Además, no soy yo la que te retó a una competición aquel día, en el lago.
—Vale —respondo, sonriendo—, como tú quieras. Pero no digas que no te avisé.
Nos pusimos a jugar, disparamos tres flechas a treinta pasos, después tres más a cincuenta y una serie más a setenta. Emma lo hace muy bien a los treinta pasos, pero su flecha empieza a desviarse a los cincuenta. En la distancia mayor no llega ni de lejos, las tres flechas aterrizan en el suelo que rodea la diana. Yo disparo a la perfección sin tan siquiera esforzarme. Recuperamos las flechas y nos sentamos en la hierba con las frentes perladas de sudor.
—Vale, tenías razón —reconoce Emma—: En cuanto al tiro al arco, me destrozas.
—Te lo dije.
Le doy un trago a mi odre y se lo paso. Me quedo mirando una gota de sudor que le cae por el cuello y le baja por la clavícula hasta desaparecer más allá del cuello de su camisa.
—Si te cuento una cosa, ¿prometes no contársela a nadie? —me pregunta cuando me devuelve el odre con agua.
—Claro —respondo; haría cualquier cosa por ella.
—¿Alguna vez has leído los pergaminos de la biblioteca en los que se documentan los inicios de este lugar?
—¿La historia de Barro Negro? Sí, los he leído.
—¿No te parecen raros?
—¿Por?
—Para empezar, sus recuerdos eran confusos después de que la tormenta destruyera Barro Negro. Recordaban algunas habilidades (cómo cuidar de los cultivos, usar un telar y reconstruir edificios), pero olvidaron los nombres de sus vecinos y su propio pueblo. Y todo lo que hacían antes de que llegara la tormenta. ¿Cómo puede pasar algo así? ¿Y dónde estaban sus padres? En los pergaminos no se menciona que tuvieran que enterrar a los fallecidos, y si no perdieron a los adultos en la tormenta, significa que no estaban aquí cuando empezó.
—Así que crees que sus padres estaban en otra parte, ¿no? —pregunto, atónito.
—A lo mejor. No lo sé. La lógica me dice que los niños nacieron en Barro Negro de madres que también debían de vivir aquí, ya que nadie puede cruzar el Muro y vivir para contarlo. Por otro lado, parece muy poco probable que todas y cada una de las madres murieran en una tormenta a la que solo sobrevivieron los niños pequeños.
Nunca lo había pensado de ese modo, pero tiene razón.
—Es poco probable —repito—, aunque posible.
—Aun así, me parece raro —insiste, arrugando la frente.
—Supongo que nunca lo sabremos. Los pergaminos podrían estar incompletos o mal escritos. Puede que no añadieran lo de enterrar a los adultos porque les resultaba doloroso.
—Sí, puede —responde, pero percibo la duda en su voz.
Las preguntas de Emma me recuerdan la carta de Ma y su mención a lo misteriosa que es la vida. Como mi madre, Emma está obsesionada con detalles inexplicables.
Bebo otro trago de agua. Ahora está tibia, aunque sigue siendo agradable mojarse los labios.
—Entonces, ¿por qué no puedo contárselo a nadie? —pregunto.
—Ya sabes que el Consejo se pone de los nervios cada vez que alguien insinúa que hay algo más al otro lado del Muro. Sin embargo, tiene que haberlo; si no, no entiendo de dónde salieron todos esos niños. Todos los seres vivos que hay dentro del Muro tuvieron que nacer de una madre. Y como es poco probable que todos los adultos murieran en la tormenta, si esos niños no tenían madres aquí, tenían madres en otra parte.
De nuevo, una conclusión acertada.
—Estás muy callado —dice Emma—. Crees que estoy loca.
—No creo que estés loca, en absoluto —respondo, riéndome.
—¿No se lo contarás a nadie?
—Tu secreto está a salvo conmigo.
—Gracias, Gray —responde, sonriendo.
Es una sonrisa torcida, solo se le levanta una de las comisuras de los labios; después se deja caer en la hierba, suspirando. Hoy no hay nubes en el cielo, es una gigantesca franja azul en la que no se ve nada más que el deslumbrante sol. Emma se retuerce hasta encontrar la postura y acaba más cerca de mí que cuando se tumbó. Noto su cadera contra mi costado. Todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo me piden que ruede, le tome la cara entre las manos y la bese, pero me quedo donde estoy, inmóvil. Lo que tenemos es casi perfecto, muy agradable, y temo fastidiarlo. Quiero que sea más, pero esto es manejable. Por ahora.
—De acuerdo, me toca preguntarte algo que no puedes contarle a nadie.
—Vale —responde, sin apartar la mirada del cielo.
—¿Qué harías si descubrieses que alguien te ocultaba un secreto?
—Enfrentarme a quien fuera, supongo.
—¿Y si no puedes? ¿Si esa persona ya no está?
—Entonces supongo que me enfrentaría a quien supiera algo. O empezaría a buscar respuestas.
—¿Y si no encuentras respuestas?
—Entonces es que no habría buscado lo suficiente.
Dejo escapar un bufido al pensar en el desorden en el que todavía está mi dormitorio. Si hay respuestas, está claro que no se encuentran en mi casa. Sin embargo, puede que haya otros sitios en los que buscar. A lo mejor, como dice Emma, no he buscado lo suficiente.
—¿En la clínica se guardan los historiales de los pacientes?
—¿Qué clase de historiales?
—No lo sé, cualquier cosa, la verdad. ¿Nacimientos? ¿Defunciones? ¿Cosas que dicen los pacientes en las visitas?
—Claro —responde, recostándose para mirarme—. Pero esa información no es lo que se dice pública.
—Emma, necesito echar un vistazo a un historial. Solo serán unos minutos.
—Al historial ¿de quién?
—De mi madre.
—¿Es ella la que tenía un secreto?
—Sí, Blaine y ella.
Sé que puedo confiar en Emma, así que saco del bolsillo la carta que lleva días atormentándome y se la paso. La lee con atención, abre mucho los ojos y después le da la vuelta en busca de más palabras, pero se queda sin ellas.
—¿Dónde está el resto? —pregunta.
—No lo sé.
—Pero no estará registrado en su historial, eso te lo puedo decir ya.
—Pero debe de haber algo —insisto mientras recojo la carta, la doblo y me la meto otra vez en el bolsillo. Empieza a formárseme un dolor de cabeza en la frente, así que me pellizco el puente de la nariz.
—La verdad es que no creo que encuentres nada —responde Emma, sentándose.
—Tengo que intentarlo de todos modos. Necesito saber de qué está hablando; si no, me volveré loco.
—Vale. Mañana por la mañana mi madre tiene una visita a domicilio. Podemos mirarlo entonces, pero deprisa.
—Gracias, Emma.
Ella se levanta y me ofrece un brazo.
—Deberíamos volver —dice—. La ceremonia de Mohassit es esta noche, y el banquete empezará pronto.
—Ah, se me había olvidado.
Otro chico que cumple dieciocho años, otra vida perdida. No soy muy amigo de Mohassit, pero lo conozco bastante bien del mercado. Trabaja cuidando de las ovejas y el ganado. Es delgado y frágil, y consigue enfermar más que nadie en Barro Negro. La suerte siempre parecía estar en su contra, pero, de algún modo, se negaba a rendirse. Por desgracia, sé que hoy no vencerá.
Recogemos el equipo y volvemos al pueblo. El sol empieza a ponerse cuando terminamos de dejarlo todo en mi casa. Al acercarnos a la campana del Consejo resulta obvio que ha pasado algo. La gente está reunida, como siempre, pero el grupo guarda silencio, nadie está acurrucado junto al fuego ni disfrutando de la comida; todos están de pie, muy tiesos, y miran calle arriba, hacia el inicio de la ruta de caza. Emma y yo los imitamos y, cuando lo vemos, nos quedamos paralizados.
Dos chicos vienen del bosque cargados con una camilla. Sobre ella hay un cadáver ennegrecido, con los rasgos tan carbonizados que es imposible reconocerlo. Sin embargo, esa figura tan frágil y delgada no puede ser de otro, no cuesta averiguar quién se ha arriesgado a saltar hoy el Muro. Como llegaba más tarde de lo normal a su cena ceremonial, una partida salió en su busca y lo encontró en algún punto de la base del Muro, donde reaparecen los escaladores. Muerto.
Esta noche no habrá Rapto, sino funeral.