Capítulo treinta y seis

Al principio, la sangre mana despacio, pausada y delicadamente; después se extiende por la tela de su camiseta como fuego tragándose hojas secas. Bree está tumbada boca arriba, mirando al techo, y respira entrecortadamente, aterrada. Me dejo caer a su lado sin tan siquiera molestarme en confirmar que ha eliminado la amenaza.

—¿Bree?

—Estoy bien, estoy bien —jadea.

Su mano busca la mía y la aprieta con fuerza. La bala le ha dado en el brazo. Al verla ahí tirada, intentando respirar, me doy cuenta de lo mucho que significa para mí. El corazón empieza a latirme con fuerza contra el pecho, me levanto deprisa y las manos se me mueven solas. Apunto con el fusil al pasillo, pero está vacío.

Hay un cadáver en el suelo de hormigón. Bo está a mi lado, en modo supervivencia, meciéndose, tamborileando y canturreando su canción de las bayas. Emma se agacha para examinar a Bree, y yo los dejo y me acerco con precaución al miembro caído de la Orden.

Es joven, y respira deprisa y con dificultad. La bala de Bree le ha dado en el pecho.

—No… saldréis… de aquí… con vida —dice entre jadeos. Le miro el pecho, húmedo de sangre.

—¿Estás solo? —pregunto, pero él no deja de jadear, así que le pongo el cañón del fusil delante de los ojos—. Responde, ¿estás solo?

—No… regresaréis —consigue decir después de asentir con la cabeza—. Frank… os… matará… a todos… A todos los rebeldes.

Aprieto los dientes, empujo el cañón contra su mejilla y toco el gatillo con la punta de los dedos.

—Hazlo —suplica—, por favor.

No lo hago.

—Por favor.

Me echo el fusil a la espalda y corro en dirección contraria.

—¿Creéis que vivirá? —pregunto tras arrodillarme al lado de Emma.

—No lo sé, solo le ha dado en el brazo, pero hay mucha sangre. Y sufrirá una conmoción por el dolor.

Cojo a Bree en brazos y le doy a Bo con la bota.

—Venga, vamos.

Él sigue balanceándose adelante y atrás, tapándose la cabeza con las manos mientras canturrea.

—Bo, por favor —insiste Emma.

Al tocarlo Emma, sale de su trance de terror y nos ponemos de nuevo en movimiento. Entramos agachados en el garaje y permanecemos ocultos, con la espalda pegada a la pared trasera. El aparcamiento está en plena ebullición, hay vehículos que maniobran alrededor de las tropas de camino hacia la salida para enfrentarse a la revuelta del centro.

—Bree no va a poder conducir —le digo a Bo. Noto el peso muerto de la chica que llevo en brazos y su sangre pegajosa contra la piel—. ¿Cuáles sabes manejar? —le pregunto mientras observo los coches que tenemos delante.

—Ninguno —responde—, pero no será tan difícil, ¿no? Con las manos diriges el volante, y con los pies paras y avanzas. Averiguaré lo demás sobre la marcha.

Soy escéptico al respecto, pero no es el mejor momento para discutir. Nos acercamos con sigilo a un coche verde intenso, Bo abre la puerta de atrás y yo dejo a Bree tumbada en el asiento. Bree se estremece al entrar en contacto con el cuero.

Bo encuentra unas llaves bajo el asiento, y Emma y yo subimos detrás. Miro a Bree. Todavía tiene la respiración entrecortada.

—¿Puedes ayudarla? —pregunto a Emma, que parece tan insegura que casi me siento desfallecer—. Por favor, Emma, necesito que la ayudes.

El coche empieza a moverse y nadie nos detiene. Solo somos otro vehículo de camino a la revuelta. Cuando salimos a la calle, ya oscura, Emma se agacha sobre Bree y abre su bolsa.

Entramos en el bosque cuando la última pizca de luz ya se ha escabullido del cielo nocturno.

La conducción de Bo es turbulenta, por decirlo suavemente, y Emma lucha contra las abruptas sacudidas del coche mientras se encarga de Bree. Pesca la bala (una habilidad que debe de haber aprendido en el tiempo que ha pasado trabajando en el hospital de la Central) y, en el proceso, convierte en un amasijo sanguinolento el brazo de Bree y el asiento del coche. Bree pierde el conocimiento por el camino, pero Emma la cose, venda la herida y me dice que ha hecho todo lo que ha podido. Bo nos lleva lo más lejos posible por una carretera de tierra que serpentea entre los árboles, unos árboles cada vez más abundantes, hasta que al final nos vemos obligados a dejar el vehículo.

Cojo a Bree en brazos y lidero la marcha por la dirección que creo correcta. Voy despacio cargado con ella, y eso me da mucho tiempo para pensar en Harvey. Lo hemos abandonado. No sabíamos si estaba vivo, muerto o prisionero, y nos hemos ido sin él.

Al final, Bo señala que tenemos que descansar.

—Solo Bree sabe cómo volver —explica—, así que deberíamos acampar para pasar la noche.

Apenas se ve la cúpula de Taem a lo lejos, y oímos un estallido o disparos de vez en cuando. Me siento incómodo estando tan cerca

—¿Y si alguien nos está siguiendo? —pregunto.

—No nos siguen —responde Bo—, ahora están metidos en una batalla más importante.

Bo enciende una fogata, y Emma y yo nos sentamos frente a frente, mirándonos a través de las llamas. Bree duerme con la cabeza sobre mi regazo. No le digo nada a Emma, ni siquiera sabría por dónde empezar… Quiero tenerla a mi lado, aunque a la vez la quiero lejos, muy lejos, porque todavía me duele.

—¿Gray?

Bajo la vista y veo que Bree abre los ojos poco a poco. Son de nuevo azules, debe de haberse librado de las lentes de contacto en algún momento.

—Hola, Bree.

Intenta sentarse, pero hace una mueca.

—¿Qué ha pasado?

—Te han dado —respondo.

—Eso ya lo sé, estúpido. ¿Qué ha pasado después de que me dieran? —pregunta, y lo hace despacio, aunque me doy cuenta de que pretende hablar con energía. Su tozudez me hace sonreír.

—Conseguimos un coche y Bo nos sacó de allí. Y Emma te curó. Ahora estamos acampados en el bosque.

—¿Emma? ¿La Emma de la que no me habías hablado nunca? ¿La chica por la que has arriesgado nuestras vidas?

—Sí, esa Emma.

—Significa mucho para ti, ¿verdad? —pregunta, frunciendo el entrecejo.

—Sí, pero tú también —respondo. Es una respuesta complicada, pero sincera.

Bree guarda silencio un segundo, mirándome.

—Tus ojos siguen siendo azules. Me gustan más cuando son grises.

—¿Por qué? —pregunto, pensando en que el gris es aburrido, ni siquiera es un color de verdad.

—Me recuerdan a los cielos nublados de Agua Salada. Y a las olas por la mañana. Es un color familiar, reconfortante.

Me quito las lentillas y las tiro a un lado.

—¿Mejor?

Ella sonríe. Vuelvo a mirar el fuego, embelesado por una zona más caliente que produce llamas azules.

—¿Gray? —susurra Bree otra vez.

—¿Sí?

—¿Recuerdas aquella noche en El Grifo, aquella en la que bebí demasiado?

—Sí, recuerdo que me vomitaste en las botas.

—No, eso no —dice sacudiendo la cabeza muy despacio—. Antes de eso. ¿Recuerdas lo que te pedí?

Asiento con la cabeza. No se me ha olvidado.

—Si te lo pidiera de nuevo ahora mismo, ¿me rechazarías?

—No —respondo con total sinceridad.

El recuerdo de Emma hizo que luchara contra lo que sentía por Bree. Emma, que prefirió no luchar en absoluto.

Bree intenta sentarse de nuevo, lo que le arranca otra mueca de dolor. Sin embargo, no se rendirá, es demasiado cabezota. Me echa el brazo bueno alrededor del cuello y tira de su cuerpo hasta quedar sentada en mi regazo. Su rostro está peligrosamente cerca del mío. Estoy seguro de que Emma nos mira, de que observa cada uno de mis movimientos desde el otro lado del fuego, pero estoy resentido, dolido y enfadado. Parte de mí quiere que ella también sufra.

Bree se inclina un poco, todavía agarrada a mi cuello.

—¿Me besas? —pregunta. Y lo hago.

Mientras los labios de Bree se encuentran con los míos, mientras sus brazos se aferran con más fuerza a mi cuello, algo me abruma. ¿Es la culpa? ¿La confusión? Intento no hacer caso, ya que, a pesar de ese sentimiento revolviéndome las tripas, Bree sabe muy bien. Dejo que pase de un beso a muchos. La beso una infinidad de veces, y después sigo por la nariz y el cuello.

Su piel es cálida, suave. Me sujeta como si la vida le fuera en ello. La deseo, pero también deseo venganza y, cuanto más la obtengo, peor me siento, porque no puedo apartarme. Me estrello, dando tumbos, ganando velocidad e incapaz de parar. No sé lo lejos que habríamos llegado los dos, incluso con Emma y Bo sentados al otro lado del campamento, si no hubiese empezado la celebración.

Primero hay un primer silbido, seguido de un estallido de luz azul en el cielo. El segundo estallido es rojo, el tercero es amarillo.

—Fuegos artificiales —dice Bo.

La batalla de Taem ha terminado. Nos quedamos mirando el espectáculo en silencio. Es precioso, una explosión de color sobre una manta de cielo negro. Después, una proyección ilumina ese cielo. Es una de las imágenes más oscuras y sombrías que recuerdo.

Harvey, muerto.

Está atado a un poste de madera en la plaza. Lo han desnudado y le han pintado un triángulo rojo en el pecho. La cabeza le cuelga sobre el triángulo, como si intentara besar la punta.

Los fuegos artificiales continúan a lo lejos, cubren la proyección de Harvey hasta que se desvanece por completo. Comparado con su sacrificio, mi venganza contra Emma de repente me parece infantil y tonta, completamente injustificada. Me concentro en lo más equivocado. Ajustar cuentas con Emma no importa, no importa nada. Ni siquiera me hace sentir mejor.

Lo que importa es que, aunque la misión haya tenido éxito, todavía nos queda mucho por delante. Si no derrotamos a Frank, la muerte de Harvey no habrá servido de nada. La batalla contra Frank y sus Imitaciones (Imitaciones ilimitadas, según lo que he averiguado en Taem), es la prioridad principal. Solo entonces la muerte de Harvey habrá merecido la pena. Solo entonces liberaremos a Barro Negro y los demás grupos de prueba. Y solo entonces podrá la gente de este extraño país decidir su propio destino y sus propias reglas.

Más tarde, cuando se apaga el fuego, y Bo y Emma se han dormido, Bree se acurruca a mi lado. Me da un largo beso y lo hace con tanta confianza que sé que pone el corazón en ello, que quiere estar conmigo, y eso me hace sentir de nuevo culpable. Se queda dormida mientras le acaricio la espalda.

Cuando ya ha transcurrido la mitad de la noche, Bo se despierta y se encarga de la segunda guardia, pero yo sigo sin poder dormir. Lo único que consigo es cabecear de vez en cuando, sin dejar de abrazar a Bree, aunque mi mirada se detiene en Emma, que se estremece en sueños.

Llega la mañana y nadie nos ha encontrado. Bo afirma que es porque ya tienen lo que de verdad querían.

—Harvey está muerto y eso, de momento, les basta. Pero al final vendrán, sobre todo cuando descubran que hemos entrado en su centro médico para robar algo.

Cuando el sol se eleva por encima de la densa arboleda, Bree se pone en contacto por radio con Ryder para informar. El primer día caminamos en silencio. Miro atrás de vez en cuando y veo que Emma charla con Bo. Tiene los labios fruncidos y cara de sueño. Bo parece llevar todo el peso de la conversación, se da golpecitos en la cabeza con sus nerviosos dedos e intenta sacarle alguna palabra a Emma, mientras que ella se limita a mirar la bolsa de medicinas que lleva en los brazos.

Esa noche, después de cazar un conejo y asar la carne en una pequeña fogata, Bo se me acerca.

—Deberías hablar con ella, de verdad —me dice—. Lo siente mucho y está aturdida.

—No tengo nada que decir —respondo, aunque, en cuanto lo digo, sé que no es que no quiera hablar con ella, sino que tengo miedo.

Estoy aterrado porque siento algo por Bree, y lo que he hecho con ella hace que no me diferencie mucho de Emma, que se dejó llevar por lo que sentía por Craw. Quiero disculparme y decirle a Emma que los pájaros todavía existen y que sí, que alguna gente de verdad vive así, pero no sé cómo expresarlo con palabras.

Este lío de emociones no tiene sentido. Siempre sigo mi instinto, encuentro el camino sin meditarlo mucho. Sin embargo, con Emma, es una desventaja. ¿Cómo se puede sentir tanto y no saber qué hacer?

Unos cuantos días después, después de mediodía, el monte Mártir surge entre la densa arboleda. Escalamos hasta la base de la Grieta y encontramos a Elijah esperando con la espalda apoyada en la superficie de roca. Está bebiendo de una cantimplora normal para el agua, pero cuando nos felicita por el buen trabajo y nos abraza uno a uno, huele a alcohol.

—Todavía no puedo creerme que lo hayáis conseguido —dice, sonriente—. Llevamos celebrándolo desde que Bree llamó para darnos la noticia.

Agita la cantimplora para ofrecérnosla y, al ver que nadie la acepta, sigue hablando.

—Le debemos mucho a Harvey.

Tras esas palabras, guardamos silencio un momento; no hay palabras que hagan justicia a Harvey. Elijah baja la bebida, se fija en el ensangrentado uniforme de Bree y añade:

—Supongo que deberíamos irnos. Todavía hay que administrar la vacuna.