Capítulo treinta y tres

Craw suelta una palabrota.

—¡Blaine, espera! —grita Emma, que corre detrás de mí, todavía envuelta en las sábanas. No me detengo.

—¡Blaine! —grita de nuevo antes de agarrarme por el brazo—. Pero ¿qué te pasa?

Me vuelvo para mirarla. Estoy muy, muy enfadado, pero tengo que seguir interpretando mi papel. Aprieto los dientes.

—¿Por qué has hecho eso? —me pregunta—. Nunca te había visto pegar a nadie. ¿Es que…?

De repente, deja de hablar y me mira a los ojos en busca de algo. Me examina, empezando por las cejas y bajando hacia la mandíbula. Después levanta una mano y me la pone en la mejilla. Abre mucho los ojos mientras me recorre la nariz y el contorno de la barbilla con un dedo.

—Madre mía —dice, conteniendo el aliento un segundo y retirando la mano—. Gray.

No tengo ni idea de cómo lo sabe, pero lo sabe. Estoy a punto de perder los nervios, de estallar en medio del pasillo, así que me vuelvo y empiezo a alejarme.

—Gray, por favor —me detiene, agarrándome del brazo—. No es lo que crees.

—¿El qué, Emma? —le grito, girándome para mirarla. Ella retrocede, casi con miedo.

—Creíamos…, creíamos que estabas muerto. Lo creía todo el mundo. Me dijeron que estabas allí cuando atacaron los rebeldes, y que os mataron a Blaine y a ti.

—¡Pues no!

—¿Crees que ha sido fácil?

Las lágrimas empiezan a acumulársele en los ojos, y una se le desliza hacia el lunar de la mejilla. Hasta cuando estoy furioso me duele verla llorar.

—¿Crees que ha sido fácil para mí, Emma? No tienes ni idea de lo que he pasado para llegar hasta aquí. ¿Y cómo me lo pagas? Te acuestas con Craw.

—Eso no es justo.

—¿Justo? ¿Yo soy el injusto? No he dejado de pensar en ti, mientras que tú pasabas página en cuestión de días.

Ella se queda donde está, impotente, sujetando las pálidas sábanas sobre su pecho, cubriendo la piel que Craw ha visto, pero yo no. Se suponía que era mía, y yo, suyo. Se suponía que éramos como los pájaros. Emma se seca las lágrimas de la cara con el dorso de la mano.

—No he pasado página, Gray. Puede que sí físicamente, porque estaba perdida y desconsolada, pero nunca de verdad. Por favor, no huyas de mí, no me abandones otra vez.

Intenta tocarme, pero me aparto.

—¿Te dio Craw mi mensaje, por lo menos?

—Sí —responde, mirando la moqueta.

Estoy pensando en que eso es aún peor cuando oigo un crepitar en el oído.

—Pronto —susurra Bree—. Prepárate.

—Tengo que irme —le digo a Emma.

—No —me suplica ella—. Siento mucho que me hayas visto así, siento haber hecho esto, pero, por favor, no te vayas.

—Necesito tiempo.

—¿Para qué?

—Para decidir si te mereces una segunda oportunidad.

Todas esas veces que sentí algo por Bree, todas las ocasiones en las que noté que crecía mi afecto por ella, me contuve por Emma, me decía a mí mismo que no era real. Lo único que he hecho es pensar en ella, intentar volver con ella, y ella me ha olvidado casi al instante.

—Todo el mundo merece una segunda oportunidad, Gray —me dice, todavía entre lágrimas.

—Puede —respondo, y le doy la espalda. La distracción está a punto de empezar y debo estar listo.

Vuelvo a la habitación donde retienen a Harvey y observo a los guardias dar vueltas delante de la puerta. Me quedo a la vuelta de la esquina, a la espera. Es curioso, me siento vulnerable, débil tras mi encuentro con Emma, e indefenso, ya que me han quitado el fusil.

De repente se oye un gran crujido por toda la Central y un chirriar estático en el sistema de comunicación. La señal de Bree. Mi turno.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta uno de los guardias.

Los demás sacuden la cabeza. Entonces empieza, primero muy bajito, como el repiqueteo de la lluvia en una tormenta nocturna. Es delicado y paciente, pero después crece, las notas aumentan de volumen, la melodía gana fuerza.

—¿Es eso… música?

—Eso parece.

—No había oído música desde que era pequeño. Es preciosa.

Hasta yo estoy asombrado. No tiene nada que ver con nada que haya oído antes, es mucho más poderoso que el puñado de tambores y flautas que se tocaban alrededor de las fogatas de Barro Negro. Me atraviesa el alma y me deja sin aliento, estoy suspendido en el tiempo. La música recorre toda la Central, ocupa pasillos, se proyecta en el campo de entrenamiento exterior. Miro por la ventana que tengo detrás y veo que todo el mundo se ha quedado paralizado mirando al cielo, en busca del origen del sonido.

—Está sonando por todas partes, incluso fuera —comenta un guardia.

—Frank se va a poner furioso —dice otro y, justo mientras habla, el sistema interno de alarma vuelve a sonar.

Se encienden unas luces rojas, braman la sirenas, es igual que la alarma que oí desde el tejado cuando atacó AmOeste.

Sin embargo, esta vez va acompañada de una voz que resuena por los pasillos.

—Código rojo, cierre de emergencia —anuncia sin un ápice de emoción en la voz—. Los miembros de la Orden se presentarán para recibir órdenes. Código rojo, cierre de emergencia —sigue repitiendo la voz al ritmo de la atronadora alarma, aunque ninguna de las dos cosas consigue silenciar del todo la música.

Los miembros de la Orden salen a los pasillos, corriendo a derecha e izquierda, listos para entrar en acción. Los guardias de Harvey abandonan sus puestos y se alejan a toda velocidad. Le pongo la zancadilla a uno y utilizo el arma para golpearle la cabeza. El hombre cae al suelo hecho un ovillo, mientras los demás, llevados por el pánico general, ni siquiera se dan cuente de que su compañero está en el suelo. Arrastro al guardia inconsciente hasta la habitación de Harvey y utilizo su muñeca para abrir la puerta.

Harvey está de pie frente a mí y tiene un aspecto mucho mejor que la última vez que lo vi, tanto que me deja asombrado. Todavía se le ve hinchada la nariz, pero los médicos le han recolocado el hombro y le han dado una camisa limpia.

—Mozart —exclama—. Cuando trabajaba en los laboratorios escuchaba esta obertura todo el tiempo.

—¿Cuánto crees que tardarán en recuperar el control del sistema?

—¿Veinte minutos? Treinta, como mucho.

—Bueno, pues vámonos ya.

La Central de la Unión es un caos. Los trabajadores corren por los pasillos y atestan los ascensores que los conducirán a las cámaras de seguridad para el cierre de emergencia. Los miembros de la Orden intentan presentarse a sus superiores, como les exige la voz del sistema de comunicaciones. Nadie se fija en que bajamos por distintas escaleras y nos metemos en habitaciones en las que no deberíamos entrar.

Harvey va delante, tuerce a un lado y luego al otro, metiéndonos por corredores ya vacíos y agitando la muñeca delante de paneles que no han cambiado los códigos de acceso. Acabamos en un pasillo sin ventanas varias plantas por debajo del nivel del suelo. A pesar de ello, está absolutamente impoluto, con paredes de cristal y suelos relucientes. Atravesamos la sección a la que Harvey se refiere como a su antiguo puesto de trabajo. Lo han abandonado con la conmoción, los trabajadores han buscado protección en los refugios subterráneos, aunque todavía se ven algunas armas y máquinas sobre las mesas de metal, además de las pantallas encendidas y repletas de números y gráficos.

—Esta —dice Harvey, acercándose a una puerta con otra caja plateada para controlar el acceso.

Al acercar la muñeca, la unidad emite una luz roja. Lo intenta de nuevo; nada.

—¿Necesitáis ayuda, chicos? —nos pregunta alguien desde atrás.

Una mujer alta y delgada vestida con una bata de laboratorio está de pie en el pasillo. En el pecho lleva un triángulo rojo. La encañono con el arma al instante, y ella levanta las manos.

—Soy Christie. Ryder se puso en contacto conmigo, me dijo que a lo mejor necesitabais ayuda.

Harvey asiente con la cabeza, así que bajo el arma.

Christie nos mete en la instalación de investigación médica y nos cuenta que lleva infiltrada más de un año, trabajando para los rebeldes, informando a monte Mártir sobre hallazgos, noticias y envíos de suministros.

—No teníamos ni idea de la existencia del virus —le explica a Harvey mientras este examina los archivos informáticos—. A los ciudadanos se lo vendieron como una inyección genérica, una medida preventiva contra la temporada de la gripe invernal. Cuando Ryder nos avisó de vuestra llegada nos aseguramos de que alguien pudiera acceder a esta sala. Ojalá pudiéramos ofreceros más información.

—Ya habéis hecho más que de sobra —le digo.

Harvey encuentra los datos que busca y localiza la supuesta vacuna en un armario de acero. Saca varias botellas mientras Christie llena de jeringas y suministros una bolsa de lona.

—Para que podáis cultivar más a vuestro regreso —explica cuando le entrega la bolsa a Harvey.

—Te lo agradezco —responde él.

La música se corta de golpe y después comienza de nuevo desde el principio. Harvey me lanza la bolsa.

—Deberíamos irnos. Quédate con la bolsa y no la pierdas.

Algo ha cambiado en Harvey. Está seguro de sí mismo, no quedan ni rastro de los nervios de antes. Me pregunto si es por la certeza de que tendremos éxito, de que con la vacuna en nuestras manos y la distracción en funcionamiento podremos escapar de la Central fácilmente. Espero que no se equivoque.

—¡Gracias, Christie! —le grito volviendo la cabeza atrás mientras salimos corriendo de la sala.

Ella agita un brazo, y la perdemos de vista al doblar la esquina.

—¡Bree, la tenemos! —digo por mi micrófono—. ¿Dónde estás? Nos reunimos y salimos de aquí.

—Bueno, eso va a ser un problema, ¿verdad? —responde, y se me cae el alma a los pies—. La Central está en cierre de emergencia intentando averiguar quién ha puesto la música. No puedo salir. Vosotros, tampoco. Me parece que creen que AmOeste se ha infiltrado de algún modo en la Central. Se suponía que la música los pondría nerviosos, los distraería un rato, no que los asustaría tanto como para ordenar un código rojo en toda regla.

—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunto al llegar con Harvey de nuevo a las plantas principales.

—No lo sé. Intenta salir al campo de entrenamiento. En el exterior reina el caos, pero si al menos conseguimos reunirnos, a lo mejor se nos ocurre algo.

Harvey y yo doblamos la esquina a toda velocidad, camino de su habitación. La música por fin para, aunque siguen sonando las sirenas y las luces rojas todavía iluminan las paredes. Cuando nos acercamos a su cuarto, veo una figura moverse al otro lado de la esquina de su puerta. La reconozco, sé quién es antes de ver aparecer su rostro. Estoy preparado para disparar si debo hacerlo, pero entonces un equipo de la Orden ocupa el pasillo y me doy cuenta de que estamos atrapados. Hago lo único que se me ocurre para mantener nuestra tapadera.

—¡Quieto! —le grito a Harvey, apuntándole a la espalda con mi arma.

Él me mira, horrorizado, hasta que Marco sale del cuarto y lo entiende.

—Lo he pillado intentando escapar en medio del pánico —le explico a Marco.

—Y eso no sería bueno, ¿verdad? No después de todo lo que has hecho para devolvérnoslo —responde él, esbozando una sonrisa salvaje—. Creo que Harvey es un poco más problemático de lo que esperábamos, ¿no te parece, Blaine?

—Sin duda.

—Hablaré con Frank. Creo que lo mejor sería adelantar la ejecución a esta noche para solucionarlo antes de que pase nada más.

Noto que se me abre la boca.

—¿Adelantarla? Pero ¿por qué? Todavía no entiendo por qué nos damos tanta prisa en librarnos de él. ¿No necesitaba Frank su ayuda?

Sé que la respuesta es sí, que Frank quiere su suministro ilimitado de Imitaciones y que necesita a Harvey para conseguirlas. A no ser…

Dejo de apretar el arma. Puede que Frank ya lo haya resuelto. Puede que, en el tiempo que he pasado fuera, uno de los investigadores de los laboratorios haya dado con la programación correcta y ahora Frank pueda fabricar una Imitación tras otra. Infinitas copias de las copias. Oigo de nuevo su voz: «Hemos avanzado bastante en tu ausencia. Ya no necesitamos sus respuestas».

Marco deja escapar una carcajada burlona.

—Frank no quiere la ayuda de traidores. Lo único que le interesa de gente como Harvey es verla morir.

Tras decir eso, se acerca a él y le vuelve a dislocar el hombro. Harvey grita de dolor y cae al suelo. Lo único que puedo hacer es quedarme donde estoy, sintiéndome impotente, sabiendo que hemos fracasado.