Capítulo treinta

Mis primeros dos meses en el valle de la Grieta transcurren a toda velocidad.

El entrenamiento me ocupa casi todo el tiempo y, al final, consigo pasar del grupo de Elijah al de mi padre. Se trabaja más, pero mi cuerpo se ha fortalecido. Gano peso de una forma que en Barro Negro no era posible, los repetitivos ejercicios consiguen que me aumente la musculatura. Mis lecciones de tiro ahora incluyen armas de fuego. Al cabo de un tiempo las domino, aunque solo las más largas y esbeltas, los fusiles. Necesito un cañón largo para sentir que sostengo un arco y poder acertar en el objetivo.

Entrenar con Owen es agradable, aunque sigo sin verlo como a un padre. Si acaso, como a una versión mayor de mí mismo, con ideales similares y una personalidad igual de tozuda. Intimamos poco a poco, nos tomamos algo en El Grifo o hacemos alguna sesión de entrenamiento adicional los dos solos, pero no es lo típico entre padre e hijo. Las únicas ocasiones en las que lo veo como a un padre es cuando estoy entrenando y lo pillo mirándome con una expresión de absoluta perplejidad en el rostro, como si no estuviera seguro de que de verdad fuese su hijo.

Los dos visitamos a Blaine a menudo. A pesar de la rápida recuperación que deseaba, progresa a ritmo lento, aunque constante.

—Lo de constante es lo más importante —dice nuestro padre—, no la velocidad.

La mayoría de nuestras visitas al hospital solo consisten en observar a Blaine caminar con las muletas mientras le decimos que lo está haciendo estupendamente, incluso cuando no es verdad. Sabe que mentimos y cambia de tema de conversación, haciendo preguntas sobre el Proyecto Laicos o sobre el valle de la Grieta. Casi todos los detalles que le cuenta mi padre son cosas que yo ya conozco, aunque me entero de unas cuantas perlas, entre ellas que nuestro padre se unió a los rebeldes igual que yo, después de que lo capturaran y lo arrastraran al valle a la fuerza, y que el valle es tan fabuloso y está tan bien abastecido porque antes eran unas instalaciones militares.

—Cuando Elijah lo encontró, todos los vestíbulos y salas ya estaban allí, hasta la sala de entrenamiento, como si estuviera esperando a que alguien la usara, y la Cuenca estaba llena de cultivos echados a perder. Aquí había vivido gente antes de llegar nosotros. Y que casi todo el lugar tuviera electricidad, además de unos cuantos refugios antibombas subterráneos que resistirían a un ataque importante… Bueno, eso prueba que era más que un escondite ingenioso en el bosque.

—Si es un activo militar tan estupendo, ¿por qué no se adueñó de él la Orden? —pregunta Blaine.

—Nosotros también nos lo hemos preguntado. Ryder cree que este sitio cayó en el olvido mucho antes de que Frank y la Orden llegaran al poder. Él apuesta a que su ubicación era alto secreto, solo unos cuantos oficiales clave la conocían y todos ellos murieron en la guerra.

—Un golpe de suerte —comento.

—De enormes proporciones. Si Frank está tan ansioso por entrar en el monte Mártir para atrapar a Harvey, imagínate cómo se pondría si supiera que en el valle de la Grieta hay, en realidad, unas instalaciones militares operativas.

—Bueno, pero ¿qué se cree ese tío? —pregunta Blaine, cojeando con las muletas—. ¿Que dormís bajo las estrellas con la única compañía de unas cuantas tiendas y un par de fogatas?

—¿Quién sabe? Tiene mucho entre manos —responde nuestro padre—. Y somos una amenaza pequeña si nos comparas con AmOeste. El pobre hombre no da más de sí. Como se descuide, se le va a descontrolar todo.

—Qué tragedia, ¿no? —respondo entre risas.

A veces cuesta creer que el valle de la Grieta floreciera de ese modo tan deprisa, hasta que recuerdo que Barro Negro surgió de las calles de tierra en menos de doce meses. Ante la necesidad, los rebeldes encontraron el modo, y los oficiales militares que diseñaron el valle ya les habían proporcionado unos edificios resistentes al máximo.

Después de volver a cultivar, la tierra prosperó. La luz del sol y la lluvia se abrieron paso hasta la Cuenca, haciendo crecer el maíz, el grano, e interminables hileras de fruta y verdura. Los pastos están frondosos y siempre hay productos lácteos disponibles. En el hospital es demasiado frecuente ver a soldados heridos o discapacitados, pero en el gran campo que hay al lado siempre hay juegos, gente que se une para darle patadas a una pelota o para celebrar competiciones de tiro amistosas. Las risas de los participantes ahogan los gritos de los heridos.

También hay un sistema escolar para los más jóvenes. Veo mucho a una niña con unos rizos tan exuberantes que me recuerda a Kale. Imagino que en algún momento de sus vidas, esta niña y todos los niños del valle de la Grieta volverán la vista atrás y comprenderán lo que sucedió aquí. Llegarán a entender que no estaban solo viviendo, sino resistiendo. Que se metieron bajo tierra con sus padres y crecieron en medio de una revolución. La gente de este lugar ha elegido esta vida. Sin embargo, Kale no podrá permitirse ese lujo. Su vida siempre formará parte del plan de otro.

Mi lugar favorito del valle, con diferencia, es el Centro Tecnológico. Es un lío de edificios, campos de prueba e instalaciones de almacenamiento que empieza en la Cuenca y se despliega por una serie de túneles que agujerean las entrañas de la tierra. Mientras que la mayor parte del centro es fruto del trabajo de Pinzas, bajo la dirección de Harvey se han añadido mejoras sustanciales. Existe una unidad de armamento (donde los trabajadores limpian, reparan y actualizan cualquier arma de fuego, arco, flecha, lanza o hacha que aparezca en la Grieta) y una sala de vigilancia, desde la que Harvey no solo controla la zona que rodea el monte Mártir, sino también los detectores de movimiento.

Me gusta pasear por el centro en las noches tranquilas y admirar las distintas pantallas y los relucientes cuadrantes. A veces observo desde lejos y tomo nota de la paciencia con la que Harvey maneja el complicado equipo. Se sienta en una postura muy poco recomendable, con los hombros arqueados de mala manera y las gafas apoyadas en la punta de la torcida nariz. Cuando me pilla mirándolo, siempre sonríe y agita débilmente la mano para saludarme.

Una de esas noches en calma, me acerco a Harvey y le hago la pregunta a la que llevo dándole vueltas en la cabeza desde que me habló por primera vez de los laboratorios de Frank.

—Si una Imitación no es más que una copia, un duplicado físico y mental de un chico raptado, ¿por qué es tan leal a Frank?

Harvey se quita las gafas y las deja sobre la mesa.

—Esa, Gray, es una fantástica pregunta, una que no muchos se plantean. Al fin y al cabo, es la razón por la que ninguno de los trabajadores de Frank logró crear una Imitación estable antes de que llegara yo. Si conseguían crear una, su mente era demasiado libre. Cuestionaba a Frank, así que él se deshacía rápidamente de esas réplicas. Por otro lado, yo era un apasionado de la tecnología, amaba el mundo de la programación y se me daba bien el software, y eso supuso la diferencia.

—Me estoy perdiendo algo.

—Una Imitación es similar a nosotros —continúa—. Contiene los mismos órganos, bombea el mismo tipo de sangre y está construida con los mismos huesos. Pero tú y yo tenemos libertad de pensamiento, Gray. Una Imitación funciona gracias a un software, a unos datos implantados en su cerebro que le dicen cómo actuar y a quién escuchar.

La sonrisa de Harvey, la que surge cuando habla de su pasión, se desvanece.

—Fue algo espectacular cuando lo creé. Ahora, sobre todo, me asusta ser el responsable de algo tan poderoso.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste, Harvey? ¿Por qué trabajaste para él?

—Era joven e impresionable, supongo —responde al cabo de un momento—. Frank me sacó del orfanato donde pasé la niñez y me llevó a la Central de la Unión, donde había laboratorios y tecnología de vanguardia, y más agua de la que era capaz de beber. Me trataba muy bien y, por primera vez en mi vida, era como tener una familia. Alguien cuidaba de mí. Alguien actuaba como si fuera mi padre. Quería su aprobación, quería demostrarle que era capaz de cualquier cosa, que era más listo que los adultos que trabajaban en sus laboratorios. Supongo que lo conseguí, ¿eh?

No digo nada, pero lo entiendo. Me pasó lo mismo con Frank, aunque solo durante unos días.

—Y lo de copias ilimitadas… —digo, animándolo a seguir—. Si conseguiste una Imitación útil, ¿por qué no una segunda o una tercera de esa misma persona? No entiendo qué te detuvo.

—Es un proceso muy complicado —responde—. Si intentara hacer demasiadas copias de ti, Gray, te mataría. No solo estoy duplicando tus atributos físicos, sino también tu mente, tu personalidad, tus recuerdos. El cerebro humano tiene un límite de resistencia. Concentré mis esfuerzos en crear una Imitación de una Imitación, pero era un proceso aún más complejo. Cada generación era un poco peor que la primera. Algunas partes del software no se integraban bien, y las Imitaciones duplicadas acababan siendo desobedientes. No funcionaban como debían. Es probable que lo hubiese resuelto con el tiempo —añade, volviendo a ponerse las gafas y guiñándome un ojo—. Por suerte, ya no me desvivo por agradar a Frank.

Hay días especiales en los que me permiten salir, aquellos en los que los informes de reconocimiento son positivos y no detectan miembros de la Orden cerca. Sienta bien ver el sol de nuevo, me rejuvenece. Un día salgo fuera y una fría ráfaga de viento otoñal me alborota el pelo. Me ha vuelto a crecer, ya no es una pelusa tiesa, sino que está llegando a un punto en el que vuelve a ser suave, me cae sobre los ojos y se me riza detrás de las orejas.

Cuando camino por el bosque es como estar en Barro Negro. Hay días que deseo estar allí de verdad, disfrutar de nuevo de una vida sencilla. Sin embargo, Barro Negro ya no será nunca el hogar reconfortante de antaño porque, a pesar de su estructura, sus reglas y su seguridad, es un fraude. En el valle de la Grieta las cosas son complicadas, pero lo que ocurre es porque así lo deciden sus habitantes. No existe un poder superior a ellos que los mantenga prisioneros o encerrados.

A veces, cuando envían a Bree en una misión de exploración o en busca de agua, me aventuro a visitar el cementerio cubierto de hierba que se encuentra en las colinas, más allá de la entrada trasera del monte Mártir. Es como si cada vez que pasara surgiera un nuevo montículo de tierra recién removida, como una margarita en busca de sol. Mi padre dice que no es más que el principio, que la batalla de verdad todavía no ha empezado. Hago compañía a los fallecidos mientras Bree está fuera, me refugio entre los cadáveres sin nombre que yacen bajo el suelo; sin embargo, incluso entonces, siento una extraña soledad, como si fuera un fantasma en un mar de gente.

No sé por qué me he aferrado a Bree de este modo, pero cada vez que se va me siento un poco perdido. Echo de menos su fuego, su mirada ceñuda, su naturaleza salvaje y sus comentarios desdeñosos. Cada vez que vuelve pienso en decírselo, cosa que nunca hago. A veces incluso pienso en preguntarle si todavía quiere ese beso. Entonces, Emma aparece en mi cabeza. Emma, la que hace que me duela el pecho desde hace meses, un dolor al que todos los días rezo por poner fin reuniéndome con ella. Así que siempre dejo que los sentimientos por Bree (los que se apoderan de mí cuando me dedica una sonrisa o me da un puñetazo juguetón) se desvanezcan.

En pleno otoño, cuando los días se hacen más cortos y las noches, más frescas, llego a un punto del entrenamiento en el que me consideran apto para el combate. Mi padre me pone en la lista de activos y yo me emociono. Blaine se preocupa a su estilo de hermano mayor, pero como sigue en recuperación, no puede ofrecerse en mi lugar. A pesar de que ya camina sin las muletas, le quedan dos meses enteritos de entrenamiento. Tiene que cumplir, como todo el mundo.

Mi primera misión es muy básica, una operación de reconocimiento que dirigirá Raid. La Orden ha intentado reanudar la Operación Hurón varias veces desde mi llegada al valle, y nuestra misión consiste en cubrir la zona oeste del monte Mártir, comprobar si está despejada y, si vemos a la Orden, informar de las coordenadas para enviar a un equipo de contraataque y dispersarlos.

Nunca llego a unirme a la misión.

La víspera, un sudoroso Xavier entra sin avisar en una reunión de seguimiento. La reunión trata sobre la misión en sí, por eso estoy entre los sorprendidos asistentes. Aquí están los capitanes, junto con Ryder, sentados en una mesa circular, mientras que Bree y yo estamos de pie, de espaldas a la pared. Hasta Harvey está en la sala, aunque solo porque se usarán unas gafas de visión nocturna mejoradas en la excursión y quiere asegurarse de que comprendamos las nuevas funciones.

—Ahora no, Xavier —dice Ryder cuando el otro abre la puerta de golpe.

—Pero es importante, señor —responde Xavier, jadeando, a punto de ahogarse con las palabras—. He venido corriendo directamente desde el centro de interrogatorios.

Sus palabras tienen algo que llama la atención de Ryder, así que le hace un gesto con la cabeza para que continúe.

—Es el nuevo prisionero, el que el equipo de Fallyn trajo el otro día.

—¿Qué pasa con él? —pregunta Ryder.

—Luke ha podido con él. Sabemos cómo se infiltrará la Orden en el valle de la Grieta. Es un virus, señor. Han diseñado un virus.