A la mañana siguiente, cuando me presento en la sala de entrenamiento, no encuentro a Bree. Elijah nos hace pasar por otra sesión de tortuoso infierno. Tengo todos los músculos del cuerpo doloridos, más tirantes que una cuerda de arco demasiado tensa. Creo que me voy a partir por la mitad, pero a medida que avanzamos con los ejercicios me voy soltando.
Cuando termina la sesión, Elijah me felicita de nuevo por mi instrucción y desaparece con mi padre para ir a su reunión de seguimiento. Aunque mi intención es ir al comedor, cambio de dirección a medio camino y llego al hospital.
Blaine está en la misma cama, con vendas limpias. Sigue dormido. Lo observo desde la puerta. Una enfermera me anima a entrar, pero no ve que estoy aterrado. Pasar el tiempo acompañando a alguien a quien puedes perder es la peor tortura. Blaine y yo lo sufrimos con mi madre, nos sentábamos junto a su cama, le sosteníamos la mano y le decíamos que la queríamos, lo que solo sirvió para sentirnos mucho peor el día que ya no despertó.
Al final reúno el valor necesario y obligo a mis pies a moverse. Me siento en el borde de la cama de Blaine y le doy la mano. Le hablo, como me sugirió la enfermera del turno de noche, le cuento todo. Vuelvo a explicarle lo de nuestro viaje por el bosque, lo de la cascada detrás de las rocas, lo del Proyecto Laicos y el Rapto, lo de Frank y Harvey. Es agotador y me ayuda a darme cuenta de lo perdido que estoy, incluso después de obtener las respuestas. Sin Blaine, solo soy media persona.
—Despierta, Blaine, por favor, no puedo hacer esto solo.
Le aprieto la mano. Él duerme, el pecho le sube y le baja lentamente, pero, de repente, me parece que me devuelve el apretón. Es tan sutil que no estoy seguro de que haya ocurrido.
Le aprieto la mano una segunda vez. Esta vez sé que no me lo imagino: me devuelve el apretón.
—¿Blaine? ¿Me oyes? Él aprieta de nuevo.
Entonces me pongo a llamar a gritos a la enfermera, que se pone a mi lado cuando le digo que mire, aunque no necesita mirarle la mano a Blaine, porque esta vez, cuando se la aprieto, abre los ojos poco a poco.
—¡Blaine!
Una enfermera de más edad me aparta.
—Cuidado, hijo, no queremos sobresaltarlo. Está abriendo los ojos por primera vez en varios días.
—Vosotras sois las que lo vais a sobresaltar —respondo, apartándola de un empujón—. Es mi hermano, verme lo ayudará.
Sin embargo, Blaine respira con dificultad y un remolino de mujeres cae sobre su cama. Dan vueltas a su alrededor a toda prisa, y yo solo puedo pensar en que no va a salir de esta y ellas ni siquiera me dejan ser lo último que mi hermano vea.
Al final lo recuperan, tras una espera eterna. Está vivo, intacto, despierto. Blaine vuelve la cabeza a un lado y, cuando sus ojos dan con los míos, consigue sonreír.
—Gray —se limita a decir, y suena seco y frágil.
—Hola.
—Te he oído —dice, tras tragar saliva como puede.
—Me alegro, ya era hora de que despertaras.
—No solo eso. Lo he oído todo, cada palabra.
No parece ni enfadado ni confundido, nada que ver con mi reacción al descubrir la verdad, aunque puede que expresar todas esas emociones le requiera más energía de la que posee en estos momentos.
Blaine apoya las palmas de las manos en la cama e intenta sentarse, sin éxito.
—Tengo que ponerme bien —dice, y se nota que le cuesta hablar por la tensión de la voz—. Necesito salir de esta cama para detenerlo, Gray. Piensa en Kale.
No lo había hecho, y eso me hace sentir fatal. Por un largo momento no oigo nada más que el canturreo de una enfermera, hasta que Blaine por fin dice:
—Estaba oscuro y no sabía en qué dirección ir. Entonces te oí y todo fue fácil.
Lo que siento cuando él no está, ese pinchazo en el pecho…, al parecer a él también le pasa. Estamos unidos, conectados, dependemos el uno del otro por mucho que intentemos parecer independientes. Me necesita. Durante todo este tiempo, lo único que necesitaba era oír mi voz.
—Me alegro tanto de que estés bien… Es que… creía que… No sé qué decir.
—No digas nada.
Y no lo hago. Nos quedamos sentados, juntos, cómodos, en silencio. Cuando me empieza a hacer ruido el estómago, me pide que me vaya a comer.
—Ven a visitarme pronto.
—Solo si me prometes quedarte aquí, con nosotros —le respondo.
—Tengo que hacerlo, ¿no? No durarías ni un día sin mí.
—Blaine… —digo, riendo—, has hecho una broma.
—Aspiro a una rápida recuperación —dice, sonriendo, aunque parece que le duele.
En el comedor, cojo algo de comer y me instalo solo. La fruta del plato está blandengue, así que la muerdo con precaución. Un par de mesas más allá veo a Harvey, que enseña un extraño artilugio a Pinzas. El chico lo sostiene en las manos y le da vueltas, asombrado. No oigo de qué hablan, aunque está claro que Pinzas bebe de cada palabra que sale de labios de Harvey.
Estoy terminando de comer cuando una sombra cae sobre mi plato. Levanto la cabeza y me encuentro con una Bree agotada, pálida y sombría. Tiene el pelo de punta por culpa de la almohada y se le ven las marcas de las sábanas en los brazos. Todavía huele a alcohol.
—No. Digas. Nada —ordena al sentarse.
—No pensaba hacerlo —respondo, sin lograr reprimir la sonrisa. Es divertido verla tan avergonzada.
—Eres un imbécil. Retiro todo lo dicho anoche.
—¿Es que lo recuerdas?
—En parte —contesta mientras examina la fruta, aunque al final se decide por el agua.
—¿Qué hace Pinzas con Harvey? —pregunto por cambiar de tema.
—Está formándose —responde, restregándose las sienes—. Es el sucesor en el puesto de jefe de operaciones técnicas.
—¿En serio? ¿Es el más cualificado?
—¿Es que tienes algo en contra de los jóvenes con talento o qué? Pinzas inventó la máquina extractora él solito y ha diseñado gran parte de nuestra tecnología básica. Nada tan avanzado como lo que tenemos ahora, pero se encargaba de todo cuando todavía no contábamos con Harvey.
—Es que parece muy pequeño.
—¿Qué hacías tú a los trece, Gray? ¿Cazabas para tus vecinos? ¿La gente te encargaba cosas?
Asiento con la cabeza.
—Pues aquí es lo mismo. Confiamos en las personas con talento, al margen de su edad.
—Vale, vale, lo siento. No te alteres.
—Venga, Gray —dice ella con sorna mientras sopla para quitarse un mechón del ojo—. Como si fueras capaz de alterarme.
—Anoche lo parecía.
—Sí, bueno, eso fue anoche, y la sobriedad cambia las cosas —afirma, lanzándome una mirada asesina.
Está guapa incluso en su lamentable estado resacoso. Sin embargo, es ardiente e impredecible, un incendio descontrolado en el bosque. ¿En qué estaríamos pensando anoche? ¿Cómo es que nos confundimos tanto, aunque solo fuera un segundo? No hacemos buena pareja, se nos da mejor tirarnos al cuello del otro, retarnos. Somos mortíferos. En cualquier caso, queda claro que volvemos a la normalidad.