Me despierto temprano, o puede que sea medianoche, porque es imposible distinguir una cosa de la otra. Me pregunto si habrá luna, si proyectará su luz azul plateado sobre la tierra más allá de las montañas. En Barro Negro, las noches que Blaine roncaba demasiado fuerte como para poder dormir, me acercaba a los pastos y me quedaba mirando el cielo. Algunas veces, las estrellas brillaban tanto y el cielo se estiraba de tal modo que temía resbalar en la hierba y flotar hacia la nada. Ahora solo tengo cuatro paredes de piedra.
Por mucho que intento regresar a mis sueños, el catre cada vez me parece más rígido. Al final me siento y me pongo las botas. Si no puedo dormir, debería hacer algo útil, y ya he pasado demasiado tiempo sin ver a mi hermano.
El hospital del valle de la Grieta es mucho más avanzado que el de Barro Negro, y más grande. Veo pantallas iluminadas que parpadean y extrañas unidades que zumban. No hay nadie cuando llego, salvo los pacientes que duermen profundamente en la penumbra. Encuentro a Blaine en la parte de atrás, en la última cama.
Le han extraído la flecha y duerme en pantalones cortos, con el muslo envuelto en una venda. La forma en que está vendado parece algo ridícula, como si se le hubiese partido la pierna por la mitad e intentaran volver a unirla con un trozo de cuerda. Le empieza a crecer el pelo, como a mí, y el pecho le sube y le baja lentamente. Está conectado a una especie de máquina de la que salen unos tubos que se le meten en los brazos.
Le cojo la mano, que pesa y está rígida, como la de una estatua.
—Está mejor, aunque no lo parezca —me dice una enfermera joven que ha aparecido detrás de mí. No me había dado cuenta de que hubiera alguien más despierto.
—¿Sabes cuánto tiempo falta? ¿Cuándo se despertará?
—Podría ser un día o meses —responde, sacudiendo la cabeza—. No hay forma de saberlo.
¿Meses? ¿Y si se queda así para siempre? ¿Y si nunca despierta? Le suelto la mano sin mirarlo. Es como ver que se llevan a Emma a la cárcel de Frank, no quiero ser testigo de otra situación que me haga sentir impotente.
Me dirijo a la salida a toda prisa, pero la enfermera me llama y dice:
—Deberías volver otro día y hablar con él. Creo que le gustaría.
Miro a Blaine una última vez y me voy sin decir nada. Consigo dormir un poco, aunque no sé bien cómo. Me aterra la idea de volver a perder a Blaine, de ser la mitad de mí mismo durante el resto de mi vida. Duermo sin soñar; me sudan las palmas de las manos.
Por la mañana me someten a un régimen que apenas logro cumplir. Después de desayunar gachas y té, Bree me conduce a la sala de entrenamiento, que es un amplio espacio cerrado situado en un extremo del túnel en el que están los alojamientos de los capitanes. Hay una roca para practicar escalada, blancos que cuelgan del techo, y una serie de escaleras y plataformas por las que no deseo subir.
Bree me deja con Elijah para el entrenamiento inicial y se va a una sesión de preparación más avanzada que dirige mi padre. Él me saluda con la mano para tranquilizarme, pero de repente, como si demostrar afecto lo hiciera sentirse tonto o incómodo, vuelve a centrarse en sus tropas.
Elijah empieza con una carrera tan larga que resulta ridícula, siguiendo un circuito cerrado que rodea toda la sala. Noto una punzada en el costado tras la segunda vuelta, aunque lo soporto. Me concentro en Emma y, mientras corro e intento no hacer caso de los calambres del abdomen, me prometo regresar con ella cueste lo que cueste.
Doce vueltas después tengo las piernas como un flan. Sin embargo, a Elijah todavía le queda cuerda para rato y, tras una serie de ejercicios llamados flexiones, sentadillas y medias sentadillas, nos ponemos a escalar la pared de roca. Nos ordena que trepemos en todas direcciones: de arriba abajo, de un lado a otro y en diagonal. Cada pase supone más esfuerzo y concentración que el anterior, los músculos se debilitan y cada vez cuesta más encontrar apoyos para los pies. Cuando pasamos a un ejercicio que Elijah llama «suicidios» (correr a toda velocidad varias distancias), yo ya he perdido la sensibilidad en las piernas. Después toca el arco y las flechas; apenas soy capaz de mantenerme en pie sin entrechocar las rodillas.
Al menos, disparar es divertido. Los blancos móviles que se desplazan a toda prisa por el techo crean un efecto casi realista. Tengo los brazos cansados de escalar, pero consigo acertar a nueve de mis diez dianas. Por una vez, destaco fácilmente entre los demás de mi grupo. Por mucho tiempo que pase sin hacerlo, dar en el blanco con una flecha es parte de mi naturaleza. Mis manos son incapaces de olvidar la tensión justa para soltar el proyectil, imposible no recordar cómo preparar el disparo y que debo dejar escapar el aire al concluir.
Terminamos la sesión con una última vuelta alrededor de la sala, y me dejo caer en el suelo al llegar al final. Cuando me dejan de gritar los pulmones, cuando por fin consigo respirar sin jadear, me siento y descubro que el resto del grupo ya se ha ido.
—Lo has hecho bien —me dice Elijah mientras vuelve a guardar los arcos en un armario. Parece demasiado joven para haber empezado una rebelión—. Has seguido el ritmo, y eso es más de lo que puede decir la mayoría de su primera sesión.
Le doy las gracias y se disculpa, murmurando algo sobre una reunión de seguimiento a la que llega tarde.
Me quedo en el suelo y me pongo a estirar los músculos, que empiezan a tensarse. A lo lejos veo que el grupo de Bree está terminando su sesión. Mi padre los tiene subiendo por cuerdas que cuelgan de unos ganchos clavados en el techo, y Bree se mueve por ellas como si flotara, como si la cuerda hiciera el trabajo por ella.
Su último ejercicio consiste en encontrar la manera de llegar de una plataforma elevada en la parte de atrás de la sala a otra plataforma, tarea que me parece imposible. El espacio entre ambas es enorme, y una caída supondría romperse varios huesos. El chico más grande del grupo, que tiene pinta de oso, se limita a saltar, pero sus piernas son tan largas que la ventaja es injusta. Casi todos los demás se rinden, incapaces de completar el ejercicio.
Sin embargo, Bree coge una lanza y corre a toda velocidad hacia el hueco. Cuando sus pies se acercan al borde, clava la punta de la lanza en el filo de la plataforma y se impulsa hacia delante. La lanza se arquea con elegancia y la impulsa al otro lado del barranco con la misma naturalidad que un pájaro en vuelo. Bree suelta la lanza al llegar a lo más alto del arco, y aterriza sana y salva en la otra plataforma, doblando las rodillas y apoyando las manos en el suelo antes de enderezarse. Mi padre aplaude, mientras que los demás se quedan mirando. Igual que yo. Está completamente loca, es salvaje e implacable. Frunzo el entrecejo, como si lo desaprobara, hasta que me doy cuenta de que no se diferencia tanto de mí. En cuanto terminan su sesión, mi padre menciona que tiene que unirse a Elijah y sale corriendo.
—Los capitanes celebran reuniones de seguimiento diarias —explica Bree al acercárseme. Le veo un círculo de sudor en el cuello de la camiseta—. Novedades sobre la guerra, planificación, tácticas, esas cosas.
Me levanto y estiro los brazos por encima de la cabeza. Todos los músculos del cuerpo protestan, y ya empiezo a notar un dolor generalizado.
—¿Biblioteca? —pregunta, cambiando de tema.
—Sin duda. Suponiendo que todavía estés dispuesta a llevarme.
—No es lo primero en mi lista de prioridades —responde, esbozando una media sonrisa—, pero sé que estás deseando conocer la verdad. Además, tu padre se dejó muchos detalles, como el tamaño del proyecto, por ejemplo.
—¿Tamaño?
—Odiarás más todavía a Frank cuando descubras que no había un solo grupo de prueba, sino cinco —responde, apretando los labios.
—¿Cinco? ¿Cinco Barro Negros distintos?
—Bueno, ¿de dónde crees que he salido yo, descerebrado? ¿Creías que era uno de esos insulsos miembros de la Orden que se había pasado al bando rebelde?
—¿No lo eres?
—Venga ya, Gray. Hasta tú reconociste que era buena: silenciosa, sigilosa, rápida… No es tan extraño que en algunos sitios se rapte a las chicas.
Tiene sentido. Sus movimientos fluidos y veloces, su absoluto silencio cuando sigue a alguien. Es dura. Salvaje y fuerte. Bree es como yo, solo que de otro Barro Negro.
De repente, me resulta el doble de interesante.
Al salir de la sala de entrenamiento, el chico grandote que había saltado de una plataforma a la otra me pasa rozando. Me lleva más de una cabeza de altura y tiene manos del tamaño de un nido de avispones.
—Menuda exhibición, Bree —comenta, pasándole la mano por el hombro en un gesto que, más que expresar sinceridad, da a entender que se siente superior—. No hay nada más sexy que una mujer fuerte y agresiva.
—No me interesa, Drake —responde ella mientras le aparta la mano.
—Venga, vamos, Bree, sabes que quieres —insiste él, intentando tocarla de nuevo.
—Te ha dicho que no le interesa —le suelto.
—Oye, a ti no te ha preguntado nadie —me responde, y me da un empujón en el pecho con ambas manos, tan fuerte que estoy a punto de caer de espaldas.
—No, pero le has preguntado a ella, y ella te ha rechazado, así que sigue caminando.
Ni siquiera veo venir el puñetazo en la mandíbula. Doy un par de traspiés hacia atrás.
—Nos vemos mañana, preciosa —le dice Drake a Bree antes de alejarse con pasos lentos y torpes.
Bree cruza los brazos sobre el pecho y me mira.
—No tenías por qué hacerlo. Sé cuidar de mí misma.
—Lo sé —respondo; me lamo los labios y noto el sabor de la sangre—. Deberías denunciarlo.
Bree se encoge de hombros, y me sorprende ver en ella lo que, sin duda, ha visto Drake: a pesar del sudor, es muy guapa. Impresionante, en realidad. Extremidades delgadas y esbeltas, curvas hechas para acariciar. Y su mirada, normalmente dura y tozuda, de repente se ha ablandado. Me aterra que se me haya metido tan adentro.
—Bueno, ¿vas a denunciarlo o no? —insisto.
—¿Para qué? La gente tiene cosas más importantes en la cabeza. Estamos en guerra, al fin y al cabo. Además, enfrentarte a algo tú sola te hace más fuerte.
Estoy bastante seguro de que no es cierto, pero prefiero no discutirlo.