Capítulo veintidós

Mi padre. Aquí. Vivo.

Recuerdo como me lleva por los fríos pasillos de piedra de vuelta al catre en el que desperté. Y como se inclina su rostro sobre mí mientras sucumbo a la oscuridad.

Algún impulso inconsciente decide que ya estoy lo bastante fuerte para abrir los ojos de nuevo. Bree está sentada a mi lado, examinando su arma. Me pregunto si la soltará alguna vez. Lleva un traje que, curiosamente, me recuerda a Barro Negro: chaqueta de lana ligera y gruesos pantalones de algodón.

—¿Cuánto tiempo llevo dormido? —pregunto, y me siento de golpe. Vuelvo a sentirme fuerte; hambriento, pero fuerte.

—Un día entero.

A mí me parece mucho más.

—¿Dónde está mi padre?

—Esperando para verte. Se supone que tengo que llevarte cuando despiertes.

—¿Y mi hermano?

—Lo han llevado al hospital. Al monte Mártir.

—¿No estamos allí?

—¿Crees que soy tonta? —pregunta, frunciendo el entrecejo—. ¿Que os llevaría a los dos a nuestro cuartel general antes de confirmar que sois los hijos de Owen?

—Pero dijiste… Cuando vino Pinzas…

—No. Fuiste tú el que dijo que estábamos en el monte Mártir. Yo ni lo confirmé ni lo negué.

Es verdad.

—¿Por qué a mí me habéis dejado aquí?

—Porque no estás en coma, como tu hermano. Él es inofensivo. Sin embargo, tú… No confiamos en ti.

—Vale. No confiáis en el tipo que ha estado a punto de morir de sed por buscar a los supuestos rebeldes.

—No sabes nada —responde ella, levantándose con actitud agresiva mientras se aparta un rubio mechón de pelo de los ojos—. Nada de nada. Llegas vistiendo ese horrible uniforme de la Orden, y nosotros te dejamos vivir y te curamos. Corremos un riesgo innecesario porque eres el hijo de uno de nuestros capitanes. Y en vez de ver lo que pasa a tu alrededor, te centras en que te hemos tratado injustamente.

Pongo los ojos en blanco, no me interesa nada seguir discutiendo con ella.

—A lo mejor deberías habernos pegado un tiro, Bree. A mi hermano y a mí. Eso te habría facilitado las cosas.

—Si de verdad piensas que quiero otra muerte sobre mi conciencia es que eres más tonto de lo que pensaba —dice, y recoge su arma—. ¿Quieres ver a tu padre o no?

—Sí.

—Pues cierra la boca y sígueme. Si intentas huir, te disparo. Si intentas atacarme, te disparo. Si haces cualquier cosa que me parezca algo sospechosa, disparo. ¿Lo entiendes?

Asiento con la cabeza. No confío en ella, pero ¿tengo elección? Y está mi padre. Esperándome. Con respuestas. Mi única opción es seguir adelante.

—Bien, pues muévete.

Bree me empuja con el arma; no la aprieta contra mí, como en nuestros últimos encuentros, aunque la tiene bien colocada para dejar claro que ella es la que tiene el control y yo sigo siendo el prisionero. Seguro que ahora podría derribarla si de verdad quisiera; me siento bastante bien. Sin embargo, eso no me llevará a mi padre y, sin duda, tampoco me ayudará a ganarme la confianza de nadie.

—No tenemos todo el día —me urge, empujándome con más energía.

Levanto las manos con aire juguetón, como si de verdad me sintiera amenazado con su orden.

—Veo que volvemos al principio —comento.

—Siempre —responde.

Sonríe un poquito. No es una sonrisa enfadada, sino una sonrisita de complicidad que desaparece al cabo de un segundo.

Al final resulta que estoy en un centro de interrogatorios. Pasamos junto a Luke en uno de los pasadizos de piedra, y veo que tiene las manos ensangrentadas y que en ellas lleva un instrumento feo y retorcido. Del pasillo oscuro que tiene detrás surge un grito estrangulado que me da escalofríos, unos escalofríos que se multiplican cuando Luke me mira y esboza lo que para él es, seguramente, una sonrisa tranquilizadora. Todavía estoy intentando librarme de esa sensación tan horrible cuando salimos de los confines de roca y me encuentro con una tarde soleada.

No hay sendero, pero Bree me dirige como si lo hubiera. Al cabo de veinte minutos de subida pronunciada, estoy sin aliento. Al llegar a una cima en la que el terreno se allana unos instantes, me doblo y jadeo en busca de aire. Bree me espera pacientemente y me lanza una cantimplora cuando me enderezo. Antes de poder darle las gracias, estamos otra vez en marcha.

Caminamos en silencio hasta que llegamos a lo que parece un callejón sin salida. Las pronunciadas laderas de lo que debe de ser el monte Mártir se yerguen sobre nosotros. Tardaríamos días en escalarlas, y delante solo veo más pared de roca.

—Ya hemos llegado —anuncia Bree.

Miro a mi alrededor pensando que habla con otra persona, pero estamos solos. El único camino posible es volver sobre nuestros pasos.

—Acabamos de ascender la parte más baja del monte Mártir, y esto —dice, señalando la monstruosa pared— es la entrada al valle de la Grieta.

—¿Valle de la Grieta? —pregunto, porque ese nombre no aparecía en el mapa de la Operación Hurón de Frank.

—Cuartel general —responde, asintiendo con la cabeza.

—Pues te juro que no parece un valle —comento mientras me quedo mirando la enorme montaña.

—Eso es porque primero tienes que atravesar la grieta.

Bree se acerca a la roca; la sigo y el pasadizo aparece ante mis ojos. Es una rendija oscura que recorre la piedra a todo lo largo, desde nuestros pies hacia el cielo, tan estrecha que apenas se ve. Con razón la Orden no ha conseguido localizar este lugar. Cuesta ver la entrada incluso estando justo frente a ella.

—Tú primero —me dice Bree.

—¿Por ahí? —pregunto, señalando la angosta fractura de la montaña—. ¿No hay otra entrada?

—Sí, pero tendríamos que rodear toda la montaña y no tenemos tiempo. Venga, muévete.

Avanzar por la grieta resulta más sencillo de lo que esperaba, no porque sea espaciosa ni porque esté bien iluminada, sino porque solo hay un sendero posible. Caminamos de lado por el diminuto espacio, con la espalda pegada a la roca por una parte, y casi arañándonos la nariz por la otra.

Al final, el pasadizo empieza a ensancharse. No tardo en poder caminar con normalidad, ya que el espacio es lo bastante grande para que me quepan los hombros. Unos segundos después tengo a Bree a mi lado. La luz de la entrada casi se ha desvanecido por completo cuando una nueva luz aparece delante de nosotros.

—¿Y si tenéis que escapar? —pregunto mientras seguimos por el sendero, que cada vez es más amplio—. ¿Y si la Orden se interna?

—Pues huimos por detrás.

—¿Y si se interna por ambos extremos a la vez? Aquí sois presas fáciles, os habéis atrapado vosotros solos.

—Qué mal concepto tienes de nosotros.

Me quedo mirándola, confundido, y ella levanta el dedo para señalar un punto en las grietas de las paredes de roca que nos rodean. Muy arriba, ocultos como insectos en las rendijas de piedra, hay hombres armados.

—Las dos entradas están vigiladas día y noche, y siempre nos queda el gas lacrimógeno, en caso necesario.

Aunque las palabras me son desconocidas, me estremezco. ¿Cómo esperaban Evan y su equipo tener éxito? Este sitio es una fortaleza, la única forma de entrar es con invitación.

Al final, el lugar hace honor a su nombre: el ancho de la grieta se duplica, se triplica, se cuadruplica. Se ensancha tanto que es inconmensurable, al menos para mí. Las paredes de roca siguen rodeándonos, pero dejan paso a las nubes y al aire fresco de arriba. Ante nosotros aparece el valle y un sendero que baja haciendo eses hacia él. Campos cultivados y jardines a cielo abierto. Las calles de tierra se meten entre las casas y los corrales. De un lejano mercado me llega el aroma a hierbas y carne asada. También hay gente, cientos de personas. Ni se me había pasado por la cabeza que Harvey hubiese logrado reunir a tantos seguidores, aunque puede que fuera Elijah. Vuelvo a recordar los archivos en la Central de la Unión, perplejo, y empiezo a cuestionarme la precisión de los datos de Frank. Hay algo que no encaja. A lo mejor Harvey ni siquiera está aquí.

Contemplo el pueblo. Desde donde estamos, las personas parecen muñecos diminutos vestidos con ropa de colores apagados. Hay jóvenes y viejos, mujeres y bebés, hombres y niños. Me resulta curiosamente familiar, como Barro Negro, como si hubiesen arrancado mi pueblo de su sitio para meterlo en una montaña hueca. A las afueras del valle, donde las escarpadas paredes empiezan a alzarse en dirección al cielo, veo túneles y pasadizos que se introducen en las profundidades de la roca. Si Harvey está aquí de verdad, encontrarlo no será tarea fácil.

—¿Cómo evitáis que el enemigo llegue por arriba? —pregunto.

—Tenemos nuestras defensas, aunque no las veas, pero todavía no estoy segura de poder contarte esos detalles. Será mejor esperar a tu votación.

Llegamos al nivel del valle, y Bree se mete por las calles que atraviesan el mercado. La gente se queda mirando el triángulo rojo de mi pecho, la efe bordada en su centro. Veo el odio en sus ojos, un odio tan patente que no cabe duda de que me quieren muerto.

—Esa votación —digo cuando salimos del mercado y nos metemos por una calle secundaria—. ¿Qué quieres decir con que es mía?

—Pues lo que he dicho. Es tu votación. Deciden si vives o mueres.

—¿Qué? Creía… creía que eso era justo lo que estaba decidiendo mi padre cuando fue a verme en el centro de interrogatorios.

—Bueno, sí y no. Owen estaba decidiendo si vivirías para ver el valle de la Grieta, pero no toma todas las decisiones. Ahora tienen que intervenir los otros.

—¿Qué otros?

Nos acercamos a dos hombres que están cerca de uno de los túneles oscuros que salen del valle. Son monstruos, los dos más altos que yo y casi el doble de anchos.

—Bree, ¿qué otros? —pregunto de nuevo, nervioso.

Ella no responde. Los dos hombres me levantan en volandas sin apenas esfuerzo, cada uno agarrándome por debajo de un codo. Forcejeo, pero no sirve de nada. ¿Por qué he confiado en Bree y en mi padre? ¿Por qué pensé que el cuartel general rebelde sería más seguro que Taem? Van a matarme, como ordenó Frank.

Grito a Bree mientras los hombres me llevan, pero ella se queda quieta donde está, estoica. Por un momento me parece percibir que se compadece de mí.

De repente me encuentro en una sala enorme abierta en un túnel iluminado con antorchas. Los dos hombres me lanzan a una silla y me atan las manos a los reposabrazos. Hay cinco personas alrededor de una mesa: los votos para mi sentencia. A cuatro no los conozco, pero el quinto es mi padre.