Capítulo veintiuno

Cuando recupero el conocimiento estoy tumbado en un catre, en una habitación que parece hecha de madera y roca, como si alguien intentara construir un espacio que se fundiera con la tierra. La chica rubia está de espaldas a mí, hablando con un hombre que la dobla en altura y la cuadriplica en edad. Parece preocupado, tiene los brazos cruzados sobre el voluminoso estómago.

—No deberías haberlos traído aquí, Bree —dice el hombre.

—Luke, míralos. Dime que no lo ves y reconoceré que me equivoco. —Luke no responde.

—Y este dijo: «De donde vengo».

Nada.

—Y son gemelos —insiste.

—Me da igual —dice Luke, sacudiendo la cabeza—. Llevan uniformes de la Orden. Son una amenaza.

—Uno de ellos está inconsciente. Seguramente en coma por una herida en la cabeza.

—Aun así.

—Owen debería verlos —insiste Bree—. Si él también los quiere muertos, adelante. Pero quiero asegurarme.

—Vale, pero primero voy a por Pinzas. Ya ha terminado con el inconsciente, así que no quiero pasar ni un momento más con este chico sin que se lo quiten.

Luke me mira con suspicacia antes de salir.

—¿Quién es Pinzas? —pregunto, sentándome. El movimiento me marea.

—Su especialidad es extraer dispositivos de seguimiento —responde Bree—. Toma, bebe un poco de agua.

Me da una taza de forma algo basta y bebo con ganas.

—¿Dispositivos de seguimiento?

—Sabes dónde estás, ¿no? —pregunta mientras pone los brazos en jarras.

—Monte Mártir —respondo, porque supongo que es ahí donde me encuentro; me imagino que Bree está con los rebeldes y me ha llevado a su cuartel general—. ¿Dónde está mi hermano? Quiero verlo.

—¿Cómo te llamas? —pregunta la chica tras sentarse al borde de la cama, mirándome a los ojos como si pudiera sacarme la respuesta a fuerza de voluntad.

—¿Y tú?

—Bree.

—Encantado.

—Diría que igualmente, pero todavía no me has dicho quién eres —responde ella, frunciendo el entrecejo.

—Lo sé, y no pienso hacerlo.

No confío en ella. Pensó en dispararme, y también a Blaine, que estaba inconsciente y era tan inofensivo como un árbol caído.

—Al final nos lo dirás —dice—. Sabemos cómo hacer hablar a la gente.

Alguien llama a la puerta y entra un chico más joven. Es un ser delgaducho de ojos entrecerrados y grandes manos. No puede tener más de doce o trece años.

—Este es Pinzas —dice Bree—. Va a anular tu dispositivo de seguimiento.

El chico sonríe, orgulloso.

—No tengo ni idea de lo que me hablas —respondo.

—Claro que no —se burla ella—. Seguramente te dijeron que necesitabas inyecciones, píldoras y un corte de pelo, lo llaman limpieza. Y después te despertaste al día siguiente con un extraño dolor en el cuello. Te metieron un dispositivo de seguimiento.

La miro sin comprender.

—Mientras respires y tengas implantado el dispositivo, en Taem obtendrán una lectura muy precisa de tu ubicación —me explica—. Así que lo que hará Pinzas es extraer el dispositivo. Cuando te lo saque, dejará de funcionar y la Orden Franconiana perderá su preciada lectura. Para ellos será como si hubieses muerto. Lo he explicado bien, ¿no, Pinzas?

—Vaya que sí —responde él.

Es lo mejor que podría pasarme. Si Frank me cree muerto, podré empezar una nueva vida. Buscaré a Harvey y averiguaré cómo liberar Barro Negro. Después, en el momento oportuno, cuando Frank se haya olvidado de mí, regresaré a Taem a por Emma.

—Toma —dice Bree, pasándome una cuchara de madera—. Para que lo muerdas. Te va a doler un montón.

Se vuelve un poco y veo que tiene una fea cicatriz que le llega desde debajo de la oreja derecha hasta la clavícula. Supongo que en algún momento fue miembro de la Orden.

Pinzas limpia una zona de mi cuello y saca de su bolsa un extraño artilugio. Conecta unos cuantos cables y deja a mi lado unos instrumentos de aspecto amenazador.

—¿Bree? ¿Seguro que Pinzas está cualificado para esto?

—Clayton lleva haciendo esto muchos años —responde ella, arrugando la frente—, por eso se ganó el nombre de Pinzas. Y era un crío de once años cuando me quitó el mío, así que seguro que puede con el tuyo. Es muy probable que ni siquiera te quede una cicatriz tan fea —añade, y esboza una sonrisa malévola.

—¿Listo? —pregunta el chico.

—Cuenta hasta tres —le pido—, así sabré cuándo empieza. Pinzas sostiene junto a mi cuello algo que no puedo ver.

—Vale —me dice—. Allá vamos. Uno… Dos…

Sin previo aviso, el dolor me recorre el cuello y todo arde. Noto una puñalada, como si un hierro candente me atravesara los músculos del cuello, y después como si me arrancara algo y tirara para sacármelo del cuerpo. Grito tan fuerte que hasta a mí me duelen los oídos. Estoy seguro de que he partido la cuchara por la mitad.

Pinzas me aprieta algo caliente contra el cuello, aunque no me alivia, más bien es como si la piel se me fundiera, ardiera y se llenara de ampollas. Un segundo después retira el instrumento y el dolor empieza a remitir.

—¡Has dicho que contarías hasta tres! —le grito.

—Lo siento —contesta, y parece sentirlo de corazón—. Solo funciona si la persona está relajada. Si hubiese contado hasta tres, te habrías puesto tenso para prepararte y no habría servido.

—Es verdad —interviene Bree, y sonríe como si se alegrara de verme sufrir.

—Mira —me dice Pinzas, acercándome un espejo—. Apenas te ha quedado cicatriz.

Ahora luzco una pálida línea roja en el lateral del cuello. Tiene razón, no es tan fea como la de Bree, ni mucho menos. Es como si Pinzas se hubiese liado a navajazos con su cuello.

—¿Puedo ver el dispositivo? —pregunto.

Pinzas me enseña un cuenco, y en su base veo una insignificante tirita metálica más corta que mi pulgar. Saber que me habían implantado algo sin mi conocimiento hace que me sienta sucio.

—De acuerdo, Pinzas, con eso vale —dice Bree—. Todavía no hay que darle una lección completa. Ni siquiera sé si se quedará por aquí.

—¿Estás de broma? —protesta el chico mientras se mete el dispositivo de seguimiento en la bolsa—. ¿Acabo de pasar por todo el proceso solo para que lo matéis?

—¿Qué? —exclamo.

Me llevo la mano al cuchillo de la cintura, pero no está. De todos modos, estoy demasiado débil para luchar, aunque quisiera. Creo que necesito más agua.

—Debemos tomar precauciones —responde Bree, encogiéndose de hombros—. Al final, no es cosa mía.

—¿Y quién toma la decisión?

—Owen.

—¿Quién es?

—¿Por qué no vamos a averiguarlo? —pregunta a su vez mientras me apunta con su arma y me propina un codazo en el hombro.

De nuevo subo los brazos, y salimos de la habitación. Recorremos una serie de estrechos pasillos de roca sin cruzarnos con nadie. Se me ocurre saltar sobre Bree y salir corriendo, pero seguramente vagaría en círculos y me capturarían antes de encontrar una salida. O eso, o me desmayaría de agotamiento. Además, no puedo irme sin Blaine.

Nos detenemos y Bree forcejea con una puerta hasta que la abre.

—Adentro —me dice, moviendo el arma—. Owen llegará dentro de un momento.

No me molesto en discutir. Entro en una habitación oscura y lúgubre, con paredes de roca. Me recuerda a la celda que compartí con el Tarado en Taem, solo que esta no huele tan mal. La única luz del techo permite ver el otro extremo del cuarto. Veo una silla contra la pared, de modo que arrastro las cansadas piernas hacia ella. En cuanto me siento, entra un hombre.

—Quédate donde estás —dice, y su voz me resulta curiosamente familiar.

Dejo que mi cuerpo se desplome sobre el asiento. Desde donde estoy solo distingo sus espinillas y sus pies (lleva unos gruesos pantalones de lana y un par de robustas botas); las sombras ocultan el resto.

—Bree me ha dicho que debería verte antes de que nos deshagamos de ti —dice—. ¿Sabes por qué será?

—¿Se siente culpable por asesinar a alguien que ya se ha rendido? —sugiero, todavía mirándole los pies.

—Muy gracioso —gruñe el hombre—. Los de la Orden tenéis un extraño sentido del humor.

Entonces se quita algo del hombro y lo deja en el suelo. Parece un arco, aunque no estoy seguro. Se acerca a la esquina y coge un palo largo y fino que coloca delante de sí. Después de girar otra cosa que forma parte del palo, la habitación se ilumina y él ajusta la fuente de luz hasta que me queda prácticamente encima. Es cegadora y hundo más la cabeza en el pecho.

—Mírame —me ordena el hombre; de nuevo, su voz me resulta familiar, pero no la ubico. Mantengo la cabeza donde está—. Te he dicho que me mires —repite.

A pesar del brillo, levanto poco a poco la cabeza. Abro los ojos uno a uno, aunque dejándolos entrecerrados. El hombre da un paso atrás cuando me ve la cara.

—Tú… —empieza, pero se le apaga la voz—. ¿Cómo te llamas? Suena como Bree.

—No entiendo qué sentido tiene decírtelo si me vais a matar de todos modos.

—A lo mejor no lo hacemos.

—A lo mejor, sí.

—Chico, tú dime cómo te llamas, por favor.

El tono de voz ha pasado de mandón a amable, como si no hubiera nada más importante en este mundo que saber mi nombre en este preciso momento. Sin embargo, me lo llevo guardando tanto tiempo que parece una tontería decírselo ahora solo porque me lo ha pedido por favor.

—¿Eres Blaine o Gray? —pregunta al ver que guardo silencio.

Las palabras me hacen dar un respingo, y abro los ojos algo más para intentar verlo. ¿Por qué, entre todos los nombres, ha decidido emparejar esos dos?

—Ninguno —le suelto, pero sé que mi reacción me ha delatado.

—No, seguro que eres uno de los dos. Apostaría la vida.

—No sé de qué hablas.

¿Por qué no se acerca a la luz y muestra la cara? Qué cobarde.

—Claro que no, no me llegaste a conocer, pero yo a ti, sí.

El hombre me está poniendo incómodo. Me encojo todo lo que puedo en la silla cuando se acerca. Hay un momento en que pasa de ser una silueta negra a una persona de rasgos tan reconocibles que creo que mis ojos me engañan, que la deshidratación me ha afectado a la vista. Pelo oscuro, salvaje como el mío antes de cortarlo. Hombros anchos. Ojos azules y profundos, como los de Blaine.

—Soy Owen —dice cuando por fin llega hasta mí, y me ofrece una mano—. Owen Weathersby. ¿Y tú?

—Gray —respondo mientras intento levantarme—. Soy Gray.

Me estrecha contra su pecho y me rodea con fuerza la espalda con un brazo.

—Bienvenido a casa, Gray —susurra—. Bienvenido a casa.