El día de hoy es una sucesión de últimas veces. Nuestra última comida. Nuestro último té de la tarde. Nuestra última partida de damas. Después de esta noche, se acabará; después de esta noche, él desaparecerá.
Blaine recoge una de sus fichas de arcilla oscura y salta por encima de dos de mis fichas de madera. Recorro las líneas del tablero tallado en nuestra mesa mientras él recoge mis piezas caídas con una sonrisita.
Cuesta creer que ya haya llegado el Rapto. Es como si los años hubiesen pasado volando, como si se me hubiesen escapado unos cuantos en un abrir y cerrar de ojos. Los momentos que recuerdo con mayor claridad son los hitos de nuestra niñez, como el comienzo del colegio y las prácticas para aprender a cazar. Xavier Piltess nos enseñó un verano de bochorno, cuando yo tenía diez años. Él había cumplido los quince y tenía su propio arco. Asistía a las reuniones del Consejo, podía votar en los asuntos importantes y sabía el precio exacto por el que podía vender un conejo en el mercado en comparación con un ciervo, un jabalí o un pavo salvaje. Tal como lo veíamos nosotros, no había pregunta que Xavier no fuera capaz de responder.
Hasta que, por supuesto, lo raptaron a él también.
Cuando cumplí los trece, Blaine y yo ya vendíamos con regularidad en el mercado y ayudábamos a mamá en el taller textil dos veces a la semana. Un año después, mamá cogió una fiebre que ni Carter y sus medicinas lograron curar, y los dos seguimos adelante solos.
Como es costumbre, nos hicimos hombres a los quince, empezamos a asistir a las reuniones del Consejo y entramos en las asignaciones. Por supuesto, se fomenta que los chicos hagan sus rondas por Barro Negro y cumplan las asignaciones. Sin embargo, a mí siempre me han provocado sentimientos encontrados. No es que no sean agradables, porque siempre lo son, sino que he llegado a odiar el ir de un sitio a otro, dormir con una chica una noche para que después te empujen hacia otra. No llego a sentirme cómodo del todo. Cada encuentro se convierte en una formalidad, una formalidad que, además, puede acabar fácilmente en paternidad. Aunque odio la rutina, comprendo por qué el Consejo nos señala a una chica distinta cada mes; si no queremos extinguirnos, no nos queda otra opción.
Blaine siempre ha ido un año por delante de mí en estos hitos, siempre ha abierto camino y dado ejemplo. Cuando yo dudaba, tenía miedo o me sentía confundido, él me tranquilizaba. Sin embargo, ahora quedan pocas horas para que me lo arrebaten para siempre.
—¿Gray? —pregunta Blaine, apartándome de mis pensamientos.
—¿Sí?
—Creo que voy a ir a la herrería. Tengo que mantenerme ocupado.
—No, no vayas a trabajar, vamos a acabar la partida, por lo menos.
Blaine toca una de sus fichas, pero aparta la mano sin moverla al siguiente cuadrado.
—No puedo seguir haciendo esto hasta la medianoche, Gray, estoy demasiado inquieto.
—Voy contigo —me ofrezco, pero él sacude la cabeza y señala mi barbilla.
—Deberías ir a que te curen la mandíbula. Tiene peor pinta que esta mañana.
Me doy cuenta por primera vez de que ya es media tarde. ¿De verdad llevamos tanto rato jugando o es que todas las últimas veces pasan más deprisa por definición?
—Vale —respondo—, iré a la clínica.
Él asiente con la cabeza para mostrar su aprobación, casi como hacía nuestra madre, y después me lanza mi mochila. Se pone su chaqueta nueva, aunque ahora mismo hace un calor agobiante, y me revuelve el pelo antes de irse. Me quedo allí sentado, mirando las fichas; hay bastantes más fichas de arcilla de Blaine que de madera. Nuestra última partida inacabada.
Habría ganado él.
La clínica tiene varias camas, separadas por finas cortinas colgadas de barras de madera que recorren todo el ancho del edificio. No hay ninguna cortina cerrada cuando llego y veo que Carter no se encuentra allí. Sí está su hija, Emma, que reorganiza una serie de tarros de arcilla en los estantes del otro extremo de la sala.
Conozco a Emma desde que éramos pequeños. Nuestras madres eran íntimas, sobre todo por lo enfermo que estaba yo siempre de niño. Mamá me contó una vez que no me había podido sacar de la casa hasta que cumplí un año; durante ese tiempo, Carter nos visitaba a menudo, se ocupaba de mí y obraba su magia. No sé qué haría exactamente, pero lo hizo bien. Medio Barro Negro todavía me mira como si fuese una especie de milagro, como si fuera imposible estar tan enfermo de bebé y convertirse en un chico tan sano.
Ma y Carter fueron inseparables durante la mayor parte de mi niñez, lo que me supuso pasar mucho tiempo con Emma. A veces, mamá nos llevaba a Blaine y a mí a la clínica, y perseguíamos a Emma alrededor de las mesas de madera hasta que ella suplicaba piedad. Otros días, si Carter no tenía mucho trabajo, se llevaba a Emma a nuestra casa y nos entreteníamos con juegos como las damas y mentirijilla.
Por aquel entonces, a pesar de que Emma era una cosita escuálida, nos seguía el ritmo. Si nos estábamos poniendo hechos una guarrería en la calle, ella iba con nosotros. Si trepábamos árboles y nos arañábamos las rodillas en las rocas, ella lucía con orgullo las mismas heridas de guerra. De todos modos, aunque de pequeños pasábamos juntos infinidad de horas, Emma siempre estuvo más unida a Blaine. Nunca he sido capaz de sacudirme los celos de encima, pero supongo que me lo gané a pulso. Cuando tenía seis años y ellos siete, empujé a Emma y le robé el juguete de madera con el que jugaba. A partir de ese día, Blaine se convirtió en su favorito y, obviamente, entonces fue cuando empezó todo: en cuanto eligió a Blaine, yo la elegí a ella.
Al principio era un tema infantil, aunque mi afecto nunca disminuyó. La he observado cambiar a lo largo de los años, abandonar su escuchimizada figura para adquirir las curvas que ahora le rellenan los vestidos. Se acerca a los dieciocho años y cada día está más guapa. Desde que tengo uso de razón, no he estado interesado en nadie más. He hecho las visitas que me correspondían en las asignaciones, pero mentiría si no reconociera que solo quiero a Emma. Supongo que resulta apropiado que nunca me hayan emparejado con ella, seguramente no me lo merezco.
—¿Está Carter? —le pregunto desde la entrada.
—Está visitando a un enfermo —contesta en respuesta a mis esperanzas, sin tan siquiera mirarme—. Dame un segundo y estaré contigo.
Me siento en una cama vacía, me restriego la mandíbula y hago una mueca cuando me toco una herida abierta. Blaine estaba en lo cierto, está claro que tienen que curarme.
Contemplo a Emma mientras espero, y admiro la facilidad con la que sus firmes dedos sacan tarros del estante. Se mueve muy deprisa, aunque también con elegancia, con las manos seguras de quien lleva años ofreciendo atención médica. Sus manos nunca vacilan, nunca fallan. También se le nota la concentración en los ojos, que vuelan de un lado a otro. Cada vez que miro en sus profundidades castañas, algo se me agita en el pecho.
Al final, cuando todos los tarros están colocados a su gusto, Emma se reúne conmigo en la cama. Tiene una marca de nacimiento en la mejilla derecha, y casi parece una lágrima que le baja por la cara.
—Debería negarme a ayudarte después de lo que le has hecho a Chalice… —dice la voz de Emma, que es suave, delicada y tranquila, como la primera nevada del invierno.
—Se lo merecía —respondo sin dudar.
—Tienes suerte de que crea que todas las criaturas heridas merecen que las cure.
Me mira, desconcertada, ladeando la cabeza como si estudiara un animal salvaje. Sé lo que piensa, es lo mismo que piensan todos: ¿cómo puedo parecerme tanto a Blaine por fuera y ser tan distinto por dentro?
Me toma la cara entre las manos y me examina la barbilla. El corte abierto pica, pero me concentro en su tacto, en sus dedos contra mi piel. Una vez satisfecha con su inspección, me da la espalda y empieza a mezclar varios ingredientes en un cuenco poco profundo. La observo machacarlos, flexionar el antebrazo y el hombro. Termina, se limpia las manos en el delantal y se vuelve de nuevo hacia mí.
—Con una cucharada debería bastar —dice, pasándome el cuenco con la mezcla pastosa—. Restriégatelo por el interior de la boca, cerca del corte. Se te dormirá la zona para que pueda darte puntos.
Cojo un puñadito de la mezcla con los dedos y me lo aplico como me ha indicado Emma. Me calma el dolor casi al instante.
—Y tómate esto —me ordena, pasándome un trocito de algo que no reconozco, pero que me trago igualmente—. Necesito que te quedes inmóvil, eso te ayudará a dormir.
Emma está preparando una jeringa cuando su madre entra en la clínica.
—¿Cómo ha ido? —pregunta Emma.
—El bebé no lo logró —responde Carter, dejando la bolsa en la mesa y recolocándose los mechones sueltos en lo alto de la cabeza; tiene el pelo del mismo color que Emma, castaño claro, como la piel de un cervatillo, con tozudas ondas que caen al azar—. Ha muerto en el parto. Casi mejor así, teniendo en cuenta que era un niño.
—¿Y la madre? —pregunta Emma, entristecida.
—Laurel está bien.
Sé que esa chica es una buena amiga de Emma, las he visto en el mercado, riéndose entre dientes y susurrándose mientras intercambian mercancías.
Emma suspira, aliviada, aunque veo que le cae una sola lágrima por encima de la marca que tiene bajo el ojo. Se la enjuga con el dorso de la mano y se concentra de nuevo en la aguja.
—Túmbate —me pide, y lo hago.
Noto una sensación curiosa en la cabeza, como si flotara. Emma, que se inclina para examinar la herida, parece brillar como la hierba cubierta de rocío a la luz del sol de la mañana. Me pide que me relaje, pero me he quedado atrapado en sus ojos y, en vez de hacerlo, dejo que las palabras me lleguen a los labios.
—¿Quieres hacer algo después? —le pregunto.
—¿Hacer algo? —pregunta, y su cara expresa una mezcla de sorpresa y asco.
—Sí, ir al bar o a dar un paseo. Cualquier cosa, la verdad.
—Mi mejor amiga pierde a su hijo, tú estás a punto de perder a tu hermano, ¿y solo quieres llevarme al bar?
Puesto así, reconozco que parece un poquito despreciable.
—No te pareces en nada a él, ¿lo sabías? —añade—. Puede que por fuera seáis iguales, pero por dentro sois muy diferentes.
Esas palabras duelen, aunque son ciertas.
—Emma, cielo, no es tan malo —interviene Carter desde la puerta—. Cada uno se enfrenta a las cosas a su manera.
No sé bien por qué sale Carter en mi defensa. A lo mejor es que no puede dejar de preocuparse por mí, incluso ahora, años después de mis problemas de salud. O quizá sea porque era muy amiga de mi madre o porque le recuerdo a mi padre; me ha contado mil veces lo mucho que Blaine y yo nos parecemos a él. En cualquier caso, se lo agradezco.
—¿Os han metido en esto? ¿El Consejo? —pregunta Emma—. Te han asignado a mí, ¿verdad? —insiste, atravesándome con la mirada.
—No, qué va. No me han asignado a nadie. Hacen la vista gorda por Blaine y el Rapto. No he tenido que ver a nadie en las últimas semanas y dudo que tenga que hacerlo hasta dentro de otras tantas.
La cabeza empieza a darme vueltas, quiero dormir, pero me resisto.
—Entonces, ¿crees que es un honor para mí porque lo haces de verdad? —pregunta Emma, frunciendo el entrecejo—. ¿Que debería estar contenta porque intentas cortejarme por voluntad propia y no por el Consejo?
Tiene la expresión ceñuda y los brazos en jarras; nunca la había visto tan enfadada.
—Olvídalo, Emma, ¿vale? Solo preguntaba. Nadie te obliga. —Me dejo caer en la cama, agotado. La medicina ha ganado.
Emma se inclina sobre mí y centra sus grandes ojos en mi mandíbula. La aguja se acerca a mi piel, aunque no hay dolor. Es solo ella, cosiendo mis pedazos como si fuera una colcha; después llega la oscuridad y me quedo dormido.