Capítulo dieciocho

Arrastran a Emma a la prisión, mientras que a mí me llevan al despacho de Frank, a pesar de que Frank no está allí. Han abierto la ventanas con los gigantescos paneles de cristal hacia fuera, y las cortinas que los flanquean se agitan con la brisa de los últimos días del verano.

Marco deja caer unas llaves en el escritorio de Frank y después me sienta de un empujón en la silla que hay frente a él. Tengo un guardia a cada lado, ambos con armas. Me muevo para intentar liberarme, pero el metal se me clava más en la piel. Dejo de forcejear y me quedo mirando la ventana. La verdad no merecía la pena. De repente noto un sabor agrio en la boca, como a leche pasada.

Marco se deja caer con aire prepotente en el asiento de Frank y me mira con desdén.

—El chico que no fue raptado. Eres un misterio, qué pena que acabes así, volviéndote contra Frank —dice, y chasquea la lengua—. Espero que sea creativo con el castigo, hay muchas opciones interesantes.

Hace una pausa, como si esperase que ofreciera una sugerencia para mi propia pena de muerte, y luego sigue.

—Podríamos dejar a tu novia en el Anillo Exterior y esperar a que arda, por ejemplo —propone, sonriendo con malicia—. Aunque a lo mejor sería demasiado rápido, demasiado indoloro. Creo que deberíamos dejarla en una celda, que se pudra allí hasta que se haga vieja. Eso te preocuparía más, ¿verdad?

Aprieto los puños y Marco sonríe.

—Oh, Romeo —susurra—, deberías darme las gracias. Así tendrá una larga vida.

En mi cabeza aparece una imagen del Tarado: tamborileando, con la mirada de demente y el canturreo interminable. Emma no puede pasarse toda la vida en una celda, eso acabaría con ella. Tiro de mis ataduras y, de nuevo, el metal se me clava en la piel.

La puerta se abre de golpe, aunque no entra Frank, sino un miembro mayor de la Orden que camina con movimientos enérgicos y hace un gesto a Marco para que vaya con él. Se reúnen debajo del supuesto dibujo de una familia que hay en la pared y hablan en voz baja, de modo que no logro captar ni una palabra.

Al final, Marco pierde la paciencia.

—Vale, vale, ¿cuál es el veredicto? ¿Qué ha dicho Frank?

El otro miembro de la Orden me señala con un gesto de cabeza y responde:

—Ejecútalo.

Delante de mí, al otro lado de la ventana abierta, remonta el vuelo un cuervo negro. Me acuerdo del cuervo del prado de Barro Negro, el que no logré acertar con la flecha. Me acuerdo del cuervo en lo alto del Muro, el que me urgió a trepar. Y ahora veo a este cuervo que vuela a la altura de los tejados, guiándome de nuevo. No me lo pienso, no me paro a meditar si es la opción correcta; me limito a reaccionar.

Me levanto de un salto de la silla, me subo al escritorio de Frank y agarro las llaves de Marco por el camino. He pasado corriendo entre los dos guardias y estoy a medio camino de la ventana antes de que se den cuenta de que me muevo.

Marco empieza a gritar detrás de mí:

—¡Disparadle! ¡Disparad ya!

Mis pies ya casi están allí, ya tengo una bota sobre el alféizar. Saco el cuerpo por la ventana y suenan los disparos, fuertes y ensordecedores. La caída me parece eterna, agito los pies como si estuviera bajo el agua y buscara la superficie.

No hay mucha distancia hasta el tejado de abajo, aunque se me doblan las rodillas con el impacto. Me caigo hacia delante, incapaz de frenar el impulso porque llevo las manos atadas. Las tejas me arañan la mejilla y casi al instante noto el calor de la sangre que me cae por la oreja.

Los disparos continúan, así que corro. Las balas salpican el tejado a mi alrededor. No sé adónde voy, pero no me detengo. El cuervo me lleva ventaja, huye por el aire, y yo corro tras su negra silueta hasta refugiarme bajo una ancha chimenea.

Jadeo un instante, intentando recuperar el aliento. Me siguen pitando los oídos y noto una punzada en el costado. Me limpio con el hombro la sangre de la cara y dedico un incómodo momento a pelearme con las llaves. Encuentro la que encaja en los eslabones metálicos, abro cada uno de ellos y me suelto las manos.

Espero otro momento y corro. El cuervo ha desaparecido, estoy solo. Salgo disparado hacia el sol, bajando de un tejado a otro. Cuando llego al nivel más bajo, todavía sigo a bastante distancia del suelo. Aunque el salto no es imposible, podría romperme algo. Mientras permanezco sentado, sin aliento, sopesando mis opciones, aparece una oscura forma en el horizonte, más allá de la cúpula de Taem.

Al principio creo que es un pájaro, puede que un cuervo, pero vuela demasiado deprisa y hace un rugido de furia que crece a medida que se acerca a la ciudad. Y no es uno, sino cuatro. Planean formando una línea precisa, sin agitar las alas. No tardan en situarse justo sobre mí produciendo un ruido insoportable, tanto que me tapo las orejas con las manos.

El primero de los extraños pájaros suelta algo, un huevo de tamaño anormal que se dirige a la cúpula de Taem y la golpea con un estruendo monstruoso. El eco del sonido me retumba en los oídos y el mundo parece temblar. El cielo se ilumina por un instante. Los otros pájaros sueltan también sus huevos, uno detrás del otro. La cúpula de Taem parpadea, aunque resiste.

Los pájaros pasan volando a toda velocidad por el cielo, dando vueltas. Distingo una marca que tienen en los costados: un triángulo rojo, como el emblema franconiano, salvo que este tiene un círculo azul en el centro y una estrella blanca en vez de la efe en cursiva de la Orden.

Detrás de mí se disparan una serie de alarmas por toda la Central. Su eco es casi inmediato en el centro de Taem. El ruido es un chillido interminable, el sonido del pánico, del miedo. No hace falta que me digan que estos artilugios voladores son el enemigo del que hablaba Frank, ni que sus palabras sobre AmOeste eran ciertas y sinceras.

Cuando los pájaros se ponen de lado y empiezan a girar, varios coches surgen debajo de mí. Son unas grandes máquinas verdes bastante más voluminosas que el coche en el que viajamos Emma y yo cuando nos trajeron a Taem. Estos modelos tienen los techos planos y puertas con bisagras en la parte de atrás.

—¡Al centro! —oigo gritar a alguien debajo del tejado—. Es un código rojo.

Mientras los coches avanzan a toda velocidad hacia las puertas de la Central de la Unión, los pájaros atacan la cúpula de Taem por segunda vez. El tejado vibra bajo mis pies, aunque, de nuevo, la barrera resiste.

El hombre que da órdenes, al que ahora veo, empieza a hacer señas a otra fila de coches.

—Esta tanda al Gran Bosque, ¡ahora!

De repente, el mapa de los informes de Frank me viene a la cabeza. El Gran Bosque más allá de Taem, donde sospechan que los rebeldes ocultan su cuartel general entre las compactas montañas del norte. Los rebeldes quizá me protejan de Frank y respondan a mis dudas sobre Harvey. Y en este momento necesito ambas cosas.

En vez de dirigirse al centro, el segundo grupo de coches rodea la Central y sale por otra puerta. Me pongo en pie siguiendo mi instinto y lo persigo. La cúpula de Taem se sacude tras un nuevo ataque y estoy a punto de perder pie por culpa del temblor resultante.

Los coches se alejan del edificio y se meten por una carretera de tierra; es mi única oportunidad. Salto del tejado y aterrizo sobre el último vehículo. Una descarga de dolor me recorre el tobillo derecho. No hay nada a lo que agarrarse, de modo que me deslizo por el extremo del coche y me caigo al suelo al dar con un bache. Me pongo en pie como puedo.

El coche se mueve despacio a causa del terreno, lo que me permite alcanzarlo y abrir la puerta de atrás, que se pone a batir con fuerza. Me obligo a correr más deprisa y, en el momento correcto, salto al interior del vehículo, justo antes de que la puerta se cierre de golpe.

Me dejo caer en el suelo. El coche no frena.

Hay bolsas gruesas tiradas por el suelo y unas cajas apiladas a un lado con el emblema franconiano. Una fila de armas delgadas cuelgan de la pared del vehículo. No hay ventanas, ni forma alguna de que me vea el conductor. Por ahora, estoy a salvo.

Mientras avanzamos dando sacudidas por este terreno tan irregular, pienso en Emma, sola en una celda, y en mí, huyendo de ella. Me digo que no puedo ayudarla si estoy muerto, que ella entenderá por qué he tenido que marcharme. Es la única manera de conseguirlo: ponerme a salvo, pensar un plan y volver a por ella. El ataque de AmOeste me ha venido muy bien para huir, pero si Taem está en peligro, Emma también. Necesito que la cúpula de la ciudad resista por ella. Necesito que la Orden rechace el ataque enemigo.

Cojo una bolsa verde y rebusco en ella para distraerme. Dentro encuentro varias novedades. Hay un extraño cacharro que proyecta luz por un extremo cuando se gira, mapas, una caja que pone «cerillas», un cuchillo de caza muy resistente, un equipo médico y un par de voluminosas prolongaciones para los ojos que, al acercarme a la cara, hacen que todo parezca estar mucho más cerca de lo que debería. También veo una cantimplora con agua y un poco de fruta desecada. Le doy un trago al agua y espero.

Varias horas después frenamos y miro las armas de la pared, pero, en vez de coger una, recojo el cuchillo envainado de la bolsa de equipo y me lo meto en la cintura de los pantalones. Después me cuelgo la mochila a la espalda y espero a que se abran las puertas.

Primero oigo las voces.

—Pasaremos aquí la noche.

—Pero nunca hacemos noche cuando llevamos suministros al campo.

—Hemos salido antes por el ataque. No podíamos arriesgarnos a quedarnos atrapados en Taem. Evan espera los suministros mañana.

Evan. El nombre me resulta familiar, aunque no recuerdo dónde lo he oído.

Las puertas del vehículo se abren y propino una patada en la cabeza a un sorprendido miembro de la Orden, que cae al suelo. Salgo corriendo. Alguien grita detrás de mí y me lanzan otra lluvia de balas, pero llego ileso al bosque. De nuevo estoy entre los árboles: árboles verdes, aire fresco y espesura que me hacen sentir como en casa.

Ahora me han puesto un montón de etiquetas: traidor, rebelde, objetivo. Me ejecutarán, así que mi única esperanza se encuentra en las profundidades del bosque. Mis pies vuelan al norte, acompañados por el constante movimiento de mis brazos.

Hacia la incertidumbre, hacia el monte Mártir, hacia los rebeldes.