Nuestro paseo por la Central, a través del pasillo repleto de carteles de búsqueda y captura de Harvey, y por la plaza pública de la ciudad, nos lleva bastante más rato del esperado. Emma y yo encontramos un banco con algo de sombra y nos sentamos en él. Me quedo mirando la estatua dorada, mientras que Emma se apoya sobre mi brazo, pone los pies en el asiento y mira en dirección contraria. Su pelo me hace cosquillas en el hombro. Ya no huele a jabón de Barro Negro, algo extraño ha reemplazado el aroma. De todos modos, le doy un beso en la cabeza y nos quedamos sentados en un cómodo silencio durante un rato.
—Todavía no he obtenido respuestas, ¿sabes? —bromea—. Es muy decepcionante. Empiezo a pensar que solo querías una excusa para salir conmigo.
—Puede —respondo, sonriendo mientras ella se retuerce para sentarse bien.
La plaza se ha ido llenando de civiles en el rato que llevamos en el banco. Ahora hay casi una multitud. Llegan arrastrando los pies, se ponen en fila hacia la plataforma y se empujan con agresividad para conservar su puesto. En una pared aparece el siguiente mensaje iluminado y ya conocido: «Hoy, distribución de agua. Solo segmentos 1 y 2. Obligatorio presentar cartilla de racionamiento».
A continuación aparecen en fila los miembros de la Orden de entre algunos edificios, con los coches detrás. Los que van a pie se colocan en la plataforma elevada con las armas preparadas. Los instrumentos son los mismos que vi durante nuestra llegada a Taem y, como entonces, la Orden apunta a la multitud, que crece por momentos. Los ciudadanos de Taem son un latido constante que fluye junto a nuestro banco y se reúne al lado del escenario. Todos llevan unas tarjetas rojas en la mano, unos papeles que deben de ser las cartillas de racionamiento. Un hombre de mediana edad y con cara de desesperación pasa corriendo junto a nosotros y me pisa.
—Cuidado —le digo.
Él vuelve la cabeza para mirarme con ojos furibundos y masculla algo. Después sale corriendo sin hacer caso de la cola y se abre camino entre la gente. La bolsa que lleva a la espalda se agita de un lado a otro, golpeando a cualquiera que esté demasiado cerca. Más adelante empieza la distribución, una sola jarra de agua por cada civil, uno a uno.
Emma y yo decidimos marcharnos porque empieza a haber demasiada gente, aunque nos cuesta avanzar. Somos como peces contracorriente, una corriente formada por cuerpos implacables que empujan en dirección contraria. Justo cuando llegamos al perímetro exterior de la plaza oigo los gritos.
—¡Detenedlo! ¡Detened a ese hombre!
Detrás de nosotros las cosas están en relativa calma, la multitud sigue avanzando hacia el escenario. Entonces, una pequeña ola se forma en el centro y va creciendo cada vez más, mientras la gente se aparta de su estela.
—¡Detenedlo! ¡Ladrón! —siguen gritando las voces.
Entonces lo veo, es el mismo hombre que me dio el pisotón. Se aleja corriendo de la multitud, empujando a todo el que se interpone en su camino. No se aferra a una jarra de agua, sino a dos.
Los miembros de la Orden en la plataforma están como locos, intentan abrirse paso entre la multitud para perseguir al ladrón. Miro a Emma y veo que el hombre va directo hacia ella; Emma le bloquea el callejón al que se dirige.
Intenta apartarse de su camino, pero no es lo bastante rápida y el ladrón le da un codazo que la tira al suelo. Cuando el hombre pasa junto a mí, saco una pierna y le hago tropezar. Las jarras de agua se le caen de las manos y el contenido de su bolsa se derrama por el suelo. Se pone de pie como puede y sale corriendo por el callejón, pero yo soy más rápido: me lanzo sobre él, lo agarro por la camisa y lo lanzo contra la pared.
—Deberías mirar por donde vas —le gruño.
—Por favor, no lo entiendes. Mi mujer, mis hijos, están enfermos.
Ya no veo furia en sus ojos, sino abatimiento, como si les faltaran pocos segundos para caer en la desesperación. Me asomo al callejón; Emma se está levantando, tiene los pantalones blancos rotos y las rodillas ensangrentadas. Empujo de nuevo al hombre contra la pared. La Orden se acerca, los oigo gritar.
—Por favor —me suplica el ladrón—. Necesitan el agua.
—Parece que todo el mundo la necesita.
—¿Qué sabrás tú? —dice, mirando mi uniforme—. Vives en ese lugar, sigues las órdenes de un corrupto.
El primer miembro de la Orden dobla la esquina, y el hombre se retuerce para intentar soltarse.
—Por favor, mi hijo, solo tiene cinco años. Todavía queda tiempo, suéltame. Diles que te apuñalé o que te di una patada. O que te escupí en el ojo.
Estoy a punto de hacerlo. Estoy a punto de permitir que se me escape su camisa de entre los dedos, ya que parece muy sincero. Sin embargo, vuelvo a revivir mentalmente la caída de Emma, el empujón que la tira al suelo, así que le sujeto la camisa un segundo más, y entonces llega un miembro de la Orden. El hombre empuja al ladrón contra la pared, la mejilla arañada contra el ladrillo mientras le ata las manos, no con cuerda, sino con una extraña cadena de eslabones metálicos, dos de los cuales se le cierran en torno a las muñecas.
—Date la vuelta —ordena el soldado.
Como el ladrón no obedece, el otro lo empuja, y el ladrón se golpea la cabeza contra la pared y empieza a sangrar por las cejas mientras suplica:
—Por favor, la necesito. No lo entiendes.
—Date la vuelta.
—Haré lo que me pidas, pero deja que primero lleve el agua a mi familia.
—¡Ahora!
El ladrón apoya la espalda en la pared. Está llorando, la sangre se mezcla con las lágrimas. El miembro de la Orden da un paso atrás y apunta con su arma.
Entonces se produce un estallido, un ruido tan fuerte que me repiquetea en la cabeza, entre las orejas, dejando allí el eco durante una eternidad. Parpadeo y, al abrir los ojos, el ladrón está muerto en el suelo. No hay flecha, ni lanza, ni cuchillo, nada más que un agujero abierto en la frente. Me quedo mirando su cráneo ensangrentado hasta que me vuelvo para apoyarme en la pared, entre arcadas.
Emma no deja de temblar en todo el camino de vuelta. No llora, aunque al menos reacciona mejor que yo. Ella demuestra miedo, remordimientos, nervios o algo. Yo me limito a mirar al frente y a preguntarme qué es lo que ha pasado y si soy responsable de algún modo. Todos querían agua. Todos esperaban en fila. Él robó algo. Era un ladrón. Sin embargo, ¿merecía morir por una jarra de agua?
Me guardo las preguntas para mí porque temo que, si las digo en voz alta, Emma se desmaye. Caminamos hasta la Central; yo la rodeo con un brazo, la sangre de los pantalones se le está secando. La llevo a su habitación, que resulta estar en la misma planta que la mía, en un ala distinta, y después voy derecho al despacho de Frank. Aporreo la puerta hasta que sale alguien para decirme que Frank no tiene tiempo de hablar conmigo. Exijo verlo. Me piden que me vaya. Vuelvo a exigirlo.
Acabo sentado en el suelo frente a la puerta de su despacho, cruzado de brazos. Doy una cabezada y me despierto cuando alguien me da con el pie en el costado.
—Gray.
Es Frank, está a mi lado con un montón de documentos en la mano.
—Tengo que hablar contigo —le digo mientras me levanto.
—Lo he oído. Solo tengo un minuto, pero entra, por favor.
Nos sentamos a su escritorio, y cuando deja encima los papeles, de repente todo parece fuera de lugar, como si una sola pila desordenada sacara de su órbita aquella habitación tan metódica. Frank se retrepa en su silla, junta las puntas de los dedos formando una ola tranquilizadora y dice:
—Bueno, Gray, ¿en qué puedo ayudarte?
—Hoy he visto a un hombre en la ciudad, le han…
—Disparado —termina él por mí.
—Pero no había flechas.
—Es cierto, en Barro Negro llevas un arco, ¿no es así? ¿Disparas flechas?
Asiento.
—En la Orden Franconiana llevamos armas de fuego. Disparamos balas.
Se levanta la camisa y se saca algo de un cinturón. Es mucho más pequeña que las armas que tenían los hombres de la plaza. Frank la apunta hacia otro lugar del cuarto y saca una especie de caja fina de su base antes de tirar de la parte de arriba del arma. Extrae algo del artefacto, una cosa dorada y reluciente, y me la da.
En la palma de mi mano parece muy pequeña, tanto que me pregunto cómo mataría al ladrón. Sin embargo, también salió a una velocidad increíble del arma y dio en el blanco tan deprisa que ni siquiera me di cuenta de lo que sucedía. Pequeña y poderosa. Rápida y mortífera. A su lado, mi arco y mis flechas resultan ridículos.
Dejo rodar la bala de la palma de mi mano al escritorio.
—No merecía morir —digo.
Frank esboza una sonrisa amable, igual que mi madre cuando Blaine o yo nos portábamos mal y tenía que regañarnos, aunque en realidad no quería.
—A veces tenemos que hacer cosas que no son demasiado agradables.
—No —respondo sin dudarlo—, no tenía que ser así. Su familia estaba enferma, solo necesitaba un poco más de agua.
—Todos quieren más agua, Gray. Todos y cada uno de ellos. Y daría lo que fuera por proporcionársela, pero nuestro suministro es limitado. Se llevó lo que no era suyo y, enfermo o no, no tiene el privilegio de recibir más agua que su vecino. Seguro que lo entiendes.
—Pero ni siquiera se le dio la oportunidad de defenderse.
—Era culpable —dice Frank.
—¿Y si no lo era? ¿Y si no todo es blanco o negro?
—Lo es. Estaba huyendo con el agua. Sabía que lo que hacía estaba mal —insiste Frank y se inclina sobre el escritorio para bajar la cara a mi altura—. Hiciste lo correcto al detenerlo, Gray. Taem es hoy un lugar más justo gracias a tu intervención.
Asiento, aunque vuelvo a oír las últimas palabras del ladrón, sus súplicas y ruegos. Me da la impresión de que falta una pieza clave del rompecabezas, como si estuviese viendo la situación desde un ángulo incorrecto y solo necesitase una perspectiva mejor para encontrarle sentido a todo. Lo único que sé con certeza es que no estoy de acuerdo con Frank. Por muy obvio que parezca algo, toda historia tiene dos versiones, y al ladrón no le ofrecieron la oportunidad de contar la suya.
Quiero explicárselo a Frank. El problema es que ha sido muy bueno conmigo, me ha vestido y alimentado, y está intentando liberar al resto de Barro Negro, sin por ello dejar de preocuparse por los problemas de su propio país. A lo mejor está justificado que permita a la Orden actuar con tanta rapidez. ¿Qué sé yo? Barro Negro es mucho más pequeño y las cosas aquí son bastante más complicadas.
—Lo que has visto no es lo normal, Gray —me asegura—. Reservamos ese trato para los ladrones y los delincuentes. Los corruptos.
Asiento, pero noto algo en las tripas, el diminuto germen de la duda, un germen que surge de una idea que el ladrón ha plantado en mi cabeza:
«¿Qué sabrás tú? Vives en ese lugar, sigues las órdenes de un corrupto».
Me disculpo y me dirijo a la puerta. Antes de salir al pasillo, Frank me llama.
—Ah, Gray, no sé cómo ha pasado, pero parece que hemos confundido tus códigos de acceso durante la limpieza. No deberías poder abrir las puertas principales. La situación en Taem suele ser bastante inestable, por no hablar del mundo más allá de la cúpula. Solo puedo garantizar tu seguridad si te quedas aquí, en la Central. Seguro que comprenderás que te pida que no vuelvas a salir sin previo aviso.
Ayer habría recibido sus palabras como una muestra de cariño. Hoy me suenan a orden, a exigencia.
—Por supuesto —respondo.
Sin embargo, cuando se cierran las puertas del despacho, voy directo a por Emma. Noto esa semilla en las tripas y solo ella sabrá si debería aplastarla antes de que tenga la oportunidad de echar raíces.