Al principio me entra el pánico. Tiro de la puerta como un loco y, como no cede, me dejo caer en el suelo y oculto la cara entre las manos. No debería haber confiado en esta gente. A lo mejor este era el plan de Marco desde el principio, a lo mejor no tenía ninguna intención de ayudarnos. Me da un vuelco el corazón al pensar en Emma en otra celda, atrapada en algún lugar de este enorme edificio, mientras que yo no puedo hacer nada por ayudarla. Frustrado, la emprendo a golpes con la puerta que tengo detrás.
—Eso no sirve de nada, ¿sabes? —grazna una voz desde la esquina—. Lo de perder los nervios, digo.
Se me había olvidado que tenía un compañero de celda. No le veo la cara y, la verdad, tampoco me importa.
—Eres nuevo —comenta, tamborileando a oscuras con la punta de los dedos en la piedra. Siguen un curioso ritmo, un extraño compás que está un pelín equivocado, como si un dedo funcionara sin su consentimiento y golpeara la roca antes de tiempo—. ¿De qué grupo vienes?
—¿Cómo dices?
No tengo ganas de hablar, y menos con un hombre tan ido que le han puesto un apodo ridículo. «Tarado» no significa nada para mí, pero me he fijado en la forma en que Marco lo ha dicho, en la forma en que arrugaba los labios al pronunciar la palabra.
—Grupo —repite—. ¿De qué grupo vienes? ¿A? ¿B?
—Mira, no soy de ningún grupo —le suelto, sin saber bien de qué me habla—. Y tampoco soy de Taem.
Él sale de la esquina arrastrando los pies, agachado para no darse contra el techo, y se mete en la pequeña zona que recibe algo de luz a través de la ventana de la puerta de la celda. El hombre es desgarbado, delgado y viejo, la persona más vieja que he visto. Tiene arrugas en la cara y una barba blanca que le crece en matojos irregulares. Por sus ojos, es como si llevara semanas sin dormir, y la ropa está hecha jirones y desgastada. Los pantalones oscuros le cuelgan hechos pedazos alrededor de las espinillas.
—Un forastero, ¿eh? —dice, dedicándome una sonrisa de loco—. ¿Se está bien allí? ¿Fuera de la ciudad? —pregunta, dejando los dedos bailar de nuevo a toda prisa sobre la piedra mientras habla.
—Era mejor que esto —reconozco.
El hombre suelta una terrible carcajada echando la cabeza atrás como un perro salvaje y aullando con ganas.
—Me gustas —dice—. Tienes sentido del humor.
No le confieso que no intentaba ser gracioso. Él se ríe hasta hartarse y después sigue tamborileando.
Fuera de la celda, alguien se acerca por el pasillo; después oímos hablar a los guardias. Intento distinguir lo que dicen, pero el Tarado empieza a tamborilear con más fuerza, como si intentara ocultar la conversación a posta. Se pone a balancearse adelante y atrás sobre los talones mientras masculla…, no, mientras canta para sí:
—Cinco bayas rojas todas en fila, sembradas con amor para que cobren vida. Cinco bayas rojas todas en fila, sembradas con amor para que cobren vida.
Lo repite una y otra vez con voz ronca, casi como si fuera una nana. Casi. Las palabras arrancan ecos de las paredes de nuestra diminuta celda hasta que empiezo a confundir las que salen de su boca con las que me llegan rebotadas de los muros.
—¿Puedes callarte de una vez? —le espeto.
Él se queda quieto, me mira y se tira del pelo de la cabeza.
—Estoy intentando oír lo que dicen al final del pasillo —explico.
No parece importarle, reanuda el tamborileo y la canción, los mismos dos versos de nuevo. Mueve las manos sobre las piedras a tal velocidad que pronto se convierten en una enorme mancha borrosa de carne. Me doy cuenta de que hay un triángulo desvaído en su oscura camisa deshilachada. ¿Acaso este loco antes era como los hombres uniformados de Taem? ¿Como Marco y Pete?
—Cinco bayas rojas todas en fila, sembradas con amor para que cobren vida. Cinco bayas rojas todas en fila, sembradas con amor…
—Para que cobren vida —lo interrumpo—. Ya lo pillo, déjalo ya.
Entonces para el tamborileo y se endereza de golpe, de modo que casi se da en la cabeza contra el techo. Después se arrastra por el suelo como una araña hasta ponérseme enfrente, tan cerca de mi cara que me llega su aliento a rancio.
—¿Conoces esa canción? —pregunta con la nariz prácticamente pegada a la mía.
—He memorizado los dos primeros versos gracias a ti —respondo, empujándolo.
—¿Y el resto? —pregunta, desanimado.
Sacudo la cabeza. Él se pone a tamborilear y cantar, aunque no regresa a su esquina. Me aparto de él, pego la oreja a la puerta y presto atención por si oigo a los guardias. Sin embargo, solo distingo pasos que aumentan de volumen hasta que se detienen en la puerta de nuestra celda. Alguien forcejea con ella. El Tarado se abraza las rodillas y se mece.
—Cinco bayas rojas todas en fila, sembradas con amor para que cobren vida.
Se oye el clic de la plaquita y la luz inunda la celda.
—Cinco bayas rojas todas en fila, cinco bayas rojas todas en fila —canta el Tarado, más alto.
—Tú, chico —me llama una voz desde el pasillo—. Te quieren ver arriba.
El guardia entra en la celda y me agarra por la muñeca. El Tarado empieza a gritar, aunque parece hacerlo para sí.
—¡Cinco bayas rojas todas en fila, cinco bayas rojas, cinco bayas rojas, bayas, bayas, bayas!
—¡Eh! —chilla el guardia antes de darle una patada al anciano.
La bota le da en el triángulo desvaído del pecho y lo lanza dando tumbos hacia la esquina.
El guardia cierra la puerta y me tira del brazo.
—¿Vamos?
Tras un momento de silencio, el frenético tamborileo se reanuda, seguido por la espeluznante melodía del Tarado. Doblamos la esquina y dejo de oírlo, aunque sé que sigue cantando… sobre bayas y amor, dos cosas que nunca jamás lo salvarán de esa húmeda celda.
El despacho de Frank es una habitación rectangular que tiene tantas cosas que soy incapaz de distinguir lo funcional de lo decorativo. El guardia me ordena que me siente en una de las sillas que están frente al enorme escritorio de madera rojo oscuro y que espere. Me recuesto para admirar el techo mientras lo hago.
Hasta ahora no sabía que los techos pudieran ser tan complejos. Sobre mi cabeza hay paneles cuadrados con dibujos estampados. En el centro de la habitación hay un gigantesco objeto colgante con unos brazos a intervalos precisos, cada uno de los cuales sostiene una vela, salvo que estas velas no parpadean ni se derriten. La luz que proyectan en la habitación es uniforme y constante.
Todo está colocado con esmero: un perchero al lado de una ventana inmensa; una planta cerca de unas cortinas de un intenso color morado. Hasta los bordes de los papeles repartidos por el escritorio están alineados bajo un pisapapeles. De las paredes cuelgan cuadros enmarcados en materiales que brillan a la luz. En uno se ve a una familia, dos padres y dos chicos jóvenes, de pie, dando la espalda a un reluciente coche negro. No es como los otros cuadros, que claramente son resultado de un pincel sobre un lienzo. Esta imagen se parece al supuesto dibujo de Harvey en Taem, su realismo me sorprende. La madre tiene un brazo sobre el hombro del chico más joven, mientras que el segundo hijo mira algo que le interesa más allá del marco. Donde están hace sol y viento, por el modo en que el pelo de la madre cae sobre su sonrisa. Me pregunto si el padre será Frank, y entonces se abren las puertas que tengo detrás.
No cabe duda de que el hombre que entra no es el padre del supuesto dibujo. Tiene la piel algo cuarteada, como si se hubiese pasado demasiados días al sol. Las mejillas le caen con delicadeza sobre las comisuras de los labios, y estos están resecos. El poco pelo que tiene es de un blanco brillante, ralo y fino por encima de las orejas. Es de constitución delgada, aunque no muy alto. En él no hay nada que indique que se trata del que está al mando, del que tiene las respuestas.
—Gray, ¿no? —pregunta, sonriendo mientras me ofrece una mano.
Decenas de finas líneas le florecen alrededor de los labios. Su voz es suave como algodón, blanda como mantequilla. Al instante me hace sentir que aquí por fin encontraré la verdad. Este hombre con su rostro sin pretensiones y sus papeles organizados podría tener las respuestas.
Sin embargo, a pesar de todo, dudo sobre si debo estrecharle la mano.
—Ah, sí, ¿por qué ibas a confiar en mí? Te sacamos del Anillo Exterior, no te explicamos nada y te metimos en una celda —dice, llevándose un dedo a los labios antes de sentarse—. No sabes cuánto siento la forma en que te han tratado al llegar aquí, Gray. A tu amiga y a ti…
—Emma.
—Sí, Emma. Sois los primeros a los que hemos podido salvar, así que nuestros procedimientos no están demasiado pulidos todavía. Marco reaccionó con imprudencia cuando le proporcionaste una información muy interesante. Quiero que sepas que, si pudiera volver a empezar, en tu entrada en Taem no tendría cabida ninguna celda. En absoluto.
Levanta una jarra transparente, sirve dos vasos de agua y me da uno. Como no he bebido nada desde el amanecer y no sé cuánta habrá disponible en Taem, incluso para alguien como Frank, la acepto y la bebo con ganas. Frank se bebe la suya con una equilibrada combinación de elegancia y formalidad. No sonríe con los labios, aunque sí con los ojos.
—Entonces, tú eres Frank —digo cuando dejo el agua.
—Dimitri Octavius Frank —aclara, ofreciéndome de nuevo la mano. Esta vez la acepto. Tiene unos dedos largos y esbeltos, pero su apretón es firme.
—Gray Weathersby.
—Ah, ya veo —dice, llevándose de nuevo un dedo a los labios.
—¿Que ves qué?
Frank apoya lo codos en el escritorio, alinea las manos de modo que estén meñique contra meñique, anular contra anular, etcétera. Se mueven formando una ola constante mientras piensa, y es como si no me mirara a mí, sino a través de mí, sumido en sus reflexiones. Pierdo la paciencia muy deprisa.
—Mira, olvídate de la celda, de Marco y de todo eso, disculpas aceptadas. Pero no puedo quedarme aquí sentado mientras te dedicas a jugar con los dedos. Tengo que encontrar a Emma y tengo que volver a Barro Negro para decirles que hay algo más y que los ayudaré a salir. Vosotros podéis esperar fuera con esos coches o como se llamen mientras ellos trepan y después…
—Lo hemos intentado, Gray —responde en voz baja, con la mirada fija en algo detrás de mí, algún objeto interesante que debe de estar al otro lado de la habitación, justo detrás de mis ojos—. Hemos… A ver, ¿cómo decirlo?
Me dan ganas de lanzar el vaso contra la pared para ver cómo se hace añicos.
—Dilo de una vez, puedo soportarlo, pero dilo ya.
—No existe una forma sencilla de explicarlo —empieza; se traba, hace una pausa y baja la vista a su escritorio—. Dios, cabría pensar que uno se acostumbra, pero cada vez que pasa es tan difícil como la primera.
Ahora me mira a mí, no a través de mí. Su cara está tan descompuesta como la de mi madre cuando cerró los ojos por última vez. Los ojos de Frank también se han oscurecido, como los de ella.
—Al entrar has visto unos carteles. Carteles de «se busca».
Es una afirmación, pero espera a que asienta con la cabeza para confirmárselo.
—Harvey Maldoon es un científico, uno de los mejores que este país ha conocido desde la Segunda Guerra Civil. Hace muchos años, Harvey empezó algo, un experimento, por así decirlo. Quería estudiar la naturaleza humana y la construcción de las sociedades, y no estoy seguro de qué más. Solo sabemos algunas cosas. Estoy convencido de que al principio tenía buenas intenciones, pero su trabajo era poco ético. Cuando descubrimos lo que estaba haciendo intentamos detenerle. Huyó. Sin embargo, el experimento que había iniciado está en una especie de piloto automático. Algunas partes siguen funcionando aunque haga mucho tiempo que se marchó de Taem.
—¿Qué estás diciendo? —pregunto; noto un nudo tan grande y persistente en la garganta que apenas puedo tragar saliva.
—Digo que Barro Negro…
Creo que lo sé, pero no puede ser cierto.
—No es lo que tú crees que es —concluye.
No.
—Todo lo que conoces, tu mundo, tu gente…
Esto no puede estar pasando.
—Es el experimento de Harvey. Barro Negro era y es un experimento.
No. No.
—No. —La última negación se me escapa—. Entonces, todo es…
—¿Alguien lo hizo así? ¿Alguien construyó el Muro? ¿Y nos metió dentro? —pregunto mientras me tiemblan las manos.
Frank hace una mueca y baja la mirada. Saca un trozo de papel del escritorio y escribe seis letras en él: «laicos».
—Barro Negro no es más que un experimento, Gray. Harvey lo llamaba Proyecto Laicos en la poca documentación que hemos logrado confiscar. No sabemos mucho más. Lo siento mucho.
Cierro los puños y los nudillos se me ponen blancos.
—Lo mataré —digo, sin tan siquiera darme cuenta de que la idea se había formado en mi mente.
Si a Frank le sorprende mi reacción, no lo demuestra.
—Reconozco que yo haría lo mismo, hijo. Taem ha sufrido mucho por culpa de Harvey. Cuando intentamos detenerle, mató a nuestros hombres en vez de entregarse pacíficamente. Después de huir, robó recursos de su propia gente y cortó unos cuantos cuellos de propina. Las cosas no van demasiado bien aquí, la situación no es la ideal. Lo que nos faltaba era que Harvey la empeorase. A lo mejor te ayuda conocer algo más sobre nuestra historia aquí y el papel de Harvey en ella.
Le da otro trago al agua y sigue hablando.
—Antes de los terremotos, las inundaciones y la Segunda Guerra Civil, este país era grande, extenso, y estaba unido. Ahora somos dos divisiones, literalmente dos fragmentos: AmEste y AmOeste. Aquí, en AmEste, sobre todo en Taem, he intentado restaurar el orden y he hecho un trabajo aceptable. Me ha llevado casi toda la vida que Taem se encuentre en esta situación. El país perdió tantas vidas en la guerra que el preciado recurso por el que antes luchábamos, el agua dulce, ahora se encuentra en abundancia si se raciona bien. Doy agua a mi gente. Les ofrezco seguridad mediante la Orden Franconiana —añade, llevándose la palma de la mano al triángulo rojo de su uniforme—. Mantenemos a raya a los traidores de AmOeste, Gray. Ellos empezaron la guerra hace muchos años. Fueron ellos los que nos atacaron primero, y a pesar de haber dejado atrás las peores batallas, todavía nos siguen atacando. Y como si no hubiera cometido ya suficientes injusticias, Harvey los ayuda. Les vende secretos industriales, armas e información a cambio de seguridad. Cree que me olvidaré de sus crímenes si me asusta lo suficiente. Utiliza el miedo como un arma, pero no me doblegará. Te aseguro que lo castigaremos por todo lo que ha hecho, tanto a nuestra gente como a la de Barro Negro.
Frank se pellizca el puente de la nariz, y me doy cuenta de que se me ha quedado la boca seca. Están pasando demasiadas cosas demasiado deprisa y no consigo comprenderlo todo. Intento imaginarme el país dividido del que habla Frank. Taem parece grande comparada con Barro Negro, y la idea de que exista algo aún más grande, una tierra exponencialmente mayor que ambos lugares, me resulta imposible de imaginar. La gigantesca guerra de la que habla es algo extraño, un concepto muy distinto a nuestros despreocupados juegos de niños: Blaine y yo contra Septum y Craw, disparando flechas imaginarias hasta que alguien nos regañaba y parábamos. La historia de Frank no es un juego.
Y después está lo de Barro Negro, el experimento. Los niños originales sobre los que Emma y yo habíamos hablado nunca acabaron aislados en las ruinas de un pueblo. No perdieron a sus madres en una tormenta terrible. No fue más que Harvey, que seleccionó personas como si fuesen piezas de un tablero y las colocó donde le dio la gana. De repente, todo lo que he hecho, todas las personas que he conocido y todo lo que he dicho, parece mentira.
—Entonces, ¿el Muro? ¿Los cadáveres quemados? ¿El Rapto? —suelto—. ¿Todo lo hizo Harvey? ¿Todo forma parte de ese Proyecto Laicos? —pregunto, y el nombre me sabe a sucio.
Frank asiente con la cabeza.
—Y a pesar de que se oculta, ¿no podéis detenerlo? ¿No podéis trepar el Muro y liberar Barro Negro?
—Lo hemos intentado, pero hemos perdido a muchos hombres por culpa de la cosa que patrulla el Anillo Exterior —responde. Quiero preguntarle qué es esa cosa, pero Frank sigue antes de tener la oportunidad de hacerlo—. No tenemos medios para luchar contra lo que Harvey activó a este lado de vuestro Muro, así que nos concentramos en intentar salvar a los que lo escalan. Los localizamos desde las torres de observación, pero nunca llegamos a tiempo. Emma y tú sois los primeros —afirma mientras apoya la espalda en la silla y sonríe con amabilidad—. No obstante, hay esperanza, Gray. Marco ha sido un idiota al meterte en una celda, aunque lo hizo porque dijiste algo muy, muy interesante. Algo que le pareció demasiado valioso para tratarlo a la ligera.
Casi me da miedo repetir mi afirmación, ya que la primera vez solo sirvió para que me encerraran en una celda, pero la voz de Frank inspira mucha confianza. Casi me recuerda a mi madre, tranquila y preocupada. Y todas sus respuestas tienen más sentido que lo que Emma y yo imaginamos en Barro Negro.
—Tengo un hermano gemelo —le digo—. Tengo dieciocho años y no me raptaron.
Frank se echa hacia delante y me señala.
—Exacto —responde.
—¿Qué quiere decir eso?
—Dímelo tú. A mí me parece fascinante. No como para encerrarte en la cárcel, pero significa algo. Si averiguamos cómo o por qué te libraste del Rapto, quizá tengamos alguna posibilidad de salvar al resto de los tuyos.
A pesar de que podría contarle sin problemas lo que leí en el cuaderno de Carter, de repente me pregunto cómo Marco y Frank saben ya tanto sobre el Rapto.
—Y si no sabes lo que significa, tampoco pasa nada —añade Frank ante mi silencio—. Podemos averiguarlo juntos. Estoy ocupadísimo, pero te prometo que Barro Negro sigue siendo una de mis prioridades. Eres importante para desentrañar este misterio, Gray. Puedes quedarte en Taem, aquí mismo, en la Central de la Unión, si quieres. Emma y tú. En realidad es lo menos que podemos hacer si vas a ayudarme a solucionar esto. ¿Qué me dices?
¿Qué puedo decir? Emma y yo no tenemos ningún sitio al que ir. Me imagino a Carter al otro lado del Muro, deseando reunirse con su hija. Existe una posibilidad de lograrlo. A lo mejor soy la clave para descubrirlo todo y acabar con el proyecto de Harvey. Sería egoísta y tonto si no lo intentara.
—Nos quedaremos. Gracias —respondo.
Frank sonríe y las arrugas vuelven a recorrerle las mejillas.
—El chico que se libró del Rapto, aquí, en la Central. Es un honor estar en presencia de semejante misterio y de la esperanza que supone.
Cuando menciona el Rapto vuelvo a tener esa sensación, la sensación de que sabe más de lo que le he contado.
—Sobre el Rapto… Si Emma y yo somos los primeros escaladores que salváis, ¿cómo sabéis tanto sobre eso?
—Te conté que gran parte del Proyecto Laicos continúa como si estuviera en piloto automático. Bueno, sabemos que raptan a los chicos a los dieciocho porque aparecen en nuestro campo de entrenamiento en plena noche y nos lo cuentan. Puf, allí están de repente, como si fuesen dientes de león nacidos de la hierba.
Debe de notárseme la conmoción en la cara, porque Frank se ríe.
—Yo tampoco lo entiendo —dice—. Para nosotros es tan misterioso como para ti. A lo mejor tu situación única arroja algo de luz sobre el asunto.
Asiento como en un sueño y de repente me quedo paralizado. La idea me golpea como un puñetazo en el estómago.
—Espera, ¿aquí? ¿Los chicos raptados aparecen aquí?
—Weathersby has dicho, ¿verdad?
Frank hojea algunos papeles que ha sacado del escritorio, encuentra lo que busca y me guiña un ojo.
—Blaine. Estará en la cafetería a estas horas. El desayuno.
Casi se me olvida respirar. Frank me hace señas para que me levante y me pone una mano en el hombro. La palma es cálida y reconfortante. Es más bajo que yo y alza la cabeza para mirarme a los ojos antes de decir:
—Venga, vamos a buscar a tu hermano.