Capítulo doce

El coche traquetea y da saltos por el irregular terreno. Rodeo con un brazo a Emma y dejo que mi mente vague de vuelta a la extraña luz del dormitorio de Maude. No puedo evitar pensar en que ella sabe que hay algo detrás del Muro. Intento convencerme de que no es posible. Si lo sabe, si lo ha sabido desde el principio… No quiero ni imaginar lo que eso significa.

El coche frena y nos detenemos frente a un muro. No es nuestro Muro, sino otro. Emma y yo estamos atrapados, tanto en Barro Negro como fuera de él. En el asiento delantero, Marco saca el dispositivo de comunicación y vuelve a hablar con él.

Lo que pasa a continuación no parece posible: una pequeña parte del muro se estremece y después se mueve, se abre como una nube dividiéndose en dos. Un segundo después tenemos ante nosotros un hueco vacío, un pasillo justo en el centro de la estructura.

—¿Has visto eso? —pregunta Emma, enderezándose en el asiento. Asiento con la cabeza, mudo de asombro.

—¿Crees que nosotros podríamos hacer eso? ¿En Barro Negro? ¿Crees que habrá una parte de nuestro Muro que se abra y que no la hayamos encontrado nunca?

Pero no puedo responder porque volvemos a salir disparados hacia delante a una velocidad tan increíble que me provoca náuseas.

Salimos a un río negro helado de tal linealidad y precisión que me pregunto si de verdad será un río. Atraviesa la tierra. El cielo está gris. La hierba, seca. Aquí fuera hay un gran montón de nada, solo veo una extensión de tierra que sigue y sigue. Me pregunto cuánta habrá y lo pequeño que será Barro Negro comparado con esto.

En cierto momento pasamos junto a varias casas desvencijadas y otras tantas estructuras tambaleantes. Emma señala las caras cansadas y sucias. Un pueblo, como Barro Negro. La gente asiste a un funeral, las cabezas gachas y el montículo de tierra recién movida no dejan lugar a dudas. A las afueras de la comunidad vemos a dos chicos jóvenes que cargan con cubos de agua; tienen los músculos de los antebrazos tensos por el esfuerzo. Me imagino que tendrán ampollas cuando lleguen a casa. O eso, o han hecho tantas veces el recorrido que ya pueden lucir con orgullo los callos de las manos.

Seguimos viajando durante un buen rato sin ver a nadie más.

Al final, aparece a lo lejos un bosque de troncos delgados que se estiran hacia las nubes. Sobre ellos hay un reflejo de luz con forma de arcoíris o cuenco al revés. Recoge los rayos de sol y los proyecta hacia el coche. Al acercarnos más me doy cuenta de que las formas del interior no son árboles, sino edificios, cientos de edificios de distintas alturas, todos estirados hacia el reluciente arco.

Marco conduce el coche hacia la brillante barrera a una velocidad pasmosa. Vuelve a decir algo al dispositivo portátil y, de nuevo, aparece una entrada.

«Bienvenidos a Taem, la primera ciudad abovedada», dice un cartel colgado sobre nosotros.

Taem no se parece a nada que haya visto antes. No dejo de pensar que estoy soñando, que me despertaré en mi cama de Barro Negro y descubriré que todo lo que ha pasado desde que entré en la casa de Maude hasta ahora no ha sido más que un truco de mi dormida imaginación. Parpadeo muy deprisa y me pellizco el antebrazo, pero no despierto.

Ya solo con su tamaño, Taem me deja sin aliento. Los edificios alcanzan unas alturas tan peligrosas que estoy seguro de que se nos caerán encima. Me doy cuenta de que el río helado por el que circulamos es, en realidad, una calle oscura y sólida, muy distinta a nuestras calles de tierra. En nuestro recorrido, la calle se divide, bifurca y multiplica, se retuerce formando intrincados patrones mientras los coches pasan volando junto a nosotros. Hay una larga serie de cubos plateados que cuelgan de cables y se mueven a toda prisa por el aire; en los laterales hay unas letras que ponen «Tranvía». Repito mentalmente el extraño término y me pregunto qué significa. Emma y yo no intercambiamos ni una sola palabra, estamos demasiado ocupados mirándolo todo con la boca abierta.

Las cosas de este lugar están fabricadas con materiales que no había visto nunca. Las luces iluminan la ciudad, su brillo supera a todas las velas y antorchas de Barro Negro juntas. Algunas proyectan su luz sobre la calle por la que avanzamos. Otras iluminan los laterales de los edificios con letras y símbolos frenéticos. Y la gente, hay gente por todas partes: andando, hablando, entrando y saliendo de edificios… Llevan ropas extrañas, y algunas mujeres caminan con unos incómodos zapatos que parecen elevarse bajo los talones. Muchas llevan bolsos que parecen poco prácticos, demasiado grandes o demasiado pequeños. No puedo dejar de mirarlo todo.

Aparte de todas las cosas que no entiendo (formas, sonidos y materiales nuevos), hay algo que sí: los hombres. Los hay en abundancia, tantos como mujeres. Algunos son jóvenes (de mi edad o niños), mientras que otros son viejos, de mediana edad y mayores. Lucen arrugas en la cara y canas en la cabeza. Su piel está seca como un pergamino, y tienen ojos cansados y con bolsas. Me revuelve un poco el estómago, aunque de felicidad.

Pasamos junto a más edificios y nos detenemos en un centro abierto en el que hay unos hombres, con el mismo uniforme negro que Marco y su compañero, sobre una plataforma elevada. Detrás de ellos se ve una estatua dorada que tiene la misma forma que el emblema de sus pechos, además de una larguísima fila de civiles haciendo cola que llena la plaza. Varios de los hombres de negro sostienen los mismos objetos delgados que llevaban Marco y su compañero, salvo que estos hombres señalan con ellos a la multitud. Conozco la postura: están apuntando. Apuntan a la gente. Los objetos que llevan son armas. Detrás de la estatua, una sección lisa de un antiguo edificio muestra unas palabras iluminadas: «Hoy, distribución de agua. Solo segmentos 13 y 14. Obligatorio presentar cartilla de racionamiento».

Volvemos a movernos con una sacudida, y la plaza desaparece de nuestra vista. La siguiente calle parece ser la vía principal de la ciudad. No había visto tanta gente junta en toda mi vida. Recuerdo cómo malvive la comunidad por la que hemos pasado antes y me pregunto por qué no viven aquí también, en estos edificios inmaculados, bajo esta cúpula reluciente. A lo mejor no hay más sitio en la ciudad. O no hay más agua. La idea resulta aterradora. En Barro Negro siempre parecía haber lluvia de sobra, y nuestros ríos y nuestro lago nunca se secaban. Pero, claro, solo éramos unos cuantos cientos de personas.

La calle se mete entre dos enormes edificios, los dos cubiertos de un repetitivo trozo de papel que sube, sube y sube hasta el techo abovedado de la ciudad. La cara de un hombre que nos mira ocupa toda la superficie. Sobre las orejas y el puente de la nariz lleva una especie de instrumento para proteger los ojos con un marco grueso y negro. Un extraño lazo le rodea el cuello y le cuelga por delante de la camisa. La imagen se corta a la mitad del pecho, pero se nota que el hombre echa los hombros hacia delante. Parece delicado y frágil, como si todo su cuerpo pudiera derrumbarse con una ligera brisa.

—¿Cómo crees que han dibujado eso? —pregunta Emma, señalando al hombre—. Son idénticos y parecen muy reales.

—A lo mejor no es un dibujo.

Los dos miramos atrás para examinar los supuestos dibujos.

«Harvey Maldoon», pone bajo cada imagen. Hay varias letras más pequeñas debajo, pero solo las distingo cuando Marco detiene el coche para dejar que la gente cruce la calle.

«Se busca vivo por delitos contra AmEste, incluidos sedición, espionaje y alta traición; por delitos contra la humanidad, incluidos tortura, asesinato y prácticas poco éticas de naturaleza científica».

No comprendo la mayoría de las palabras, aunque sí las suficientes para inquietarme. En Barro Negro tenemos pocos delitos gracias a las leyes dictadas y aplicadas por el Consejo, y en nuestros pergaminos solo se documenta un intento de asesinato.

Vuelvo a mirar a Harvey e intento imaginar a una persona cometiendo todos esos crímenes tan terribles. Al principio me había parecido una persona débil. Ahora, tras leer la descripción, algo en su mirada me resulta enfermo y retorcido. No me gusta la forma en que sus ojos me siguen cuando el coche avanza por la calle. Emma se estremece, y a mí me pasa lo mismo.

Cuando nos libramos del pasillo atestado, avanzamos unos cuantos minutos más antes de llegar a un edificio más espléndido que el resto. Está en lo alto de una extensión de hierba muy cuidada, cada brizna cortada con precisión para que las puntas parezcan tener exactamente la misma altura. Todo el lugar está rodeado de una intrincada valla de metal esculpida con tanto esmero y adornos que Blaine habría tardado toda la vida en forjarla en Barro Negro. El edificio en sí está impecable. Se dobla y curva en zonas extrañas dando paso a ventanas arqueadas y caprichosas bovedillas. El tejado varía de altura, creando peldaños hacia el cielo. Aunque las formas están todas mal, son cautivadoras. Distingo las palabras «Central de la Unión» sobre una gigantesca entrada principal.

Un hombre de negro saluda a Marco con la cabeza cuando entramos por la puerta. Marco lleva el coche hacia un lateral del edificio y nos metemos bajo tierra, en un espacio lleno de coches parados. Cuando el nuestro deja de vibrar, Marco sale, abre la puerta de atrás y se agacha junto a nosotros.

—Yo soy Marco, este es Pete —dice, señalando con la cabeza a su compañero, que está de pie detrás de él—. Siento no habernos presentado antes, pero no era seguro.

—En realidad, esto tampoco parece muy seguro —digo, pensando en voz alta mientras repaso las imágenes todavía frescas de un hombre en busca y captura, de agua racionada, y de hombres apuntando con armas a su propia gente.

—Claro, no nos des las gracias —responde Marco con un bufido—. Total, solo os hemos salvado la vida.

—Gracias —dice Emma, y alarga el brazo para darle la mano a Marco—. Yo soy Emma y este es Gray, que parece haber olvidado sus modales.

Marco sonríe al oírlo, pero no me gusta su sonrisa taimada ni la forma en que examina a Emma.

—A lo mejor sería más educado si nos dieran alguna respuesta —intervengo—. Todavía no sé quiénes sois ni por qué somos los primeros escaladores a los que habéis salvado.

—Como dije, no podemos hablar de eso —responde Marco mientras se pone de pie—. Pero después de que os lavéis os llevaremos a ver a Frank. Vamos.

Emma y yo salimos del coche.

—¿Quién es Frank?

—Pues el único que mantiene unido este país para que no termine de venirse abajo.

No entiendo las diferencias entre pueblos, ciudades y países, pero teniendo en cuenta lo que he visto hoy, si una ciudad es un pueblo grande, supongo que un país es una ciudad grande. O algo aún mayor.

—¿Y él tiene respuestas?

—Sí —responde Marco mientras mueve el arma en las manos, y añade—: Aquí nos separamos. Emma, tú vas con Pete. Gray, por aquí.

—Emma se queda conmigo.

—Muy bonito por tu parte, Romeo, pero no puede.

De nuevo ese nombre. Quiero corregirlo, pero él sigue hablando.

—Los chicos tienen un cuarto de baño y las chicas, otro. Así son las cosas.

Nunca hemos dividido nuestras letrinas en Barro Negro. La idea es ridícula, por no decir poco eficiente. Supone mucha más construcción, mantenimiento y limpieza.

—No pasa nada —me asegura Emma—. Estaré bien.

Asiento, aunque me haría sentir mejor que permaneciera a mi lado. Este lugar me pone la piel de gallina, y desde que trepamos el Muro nos hemos encontrado con más interrogantes que respuestas. Si Emma no está conmigo, soy incapaz de garantizar su seguridad. Me vuelvo para mirarla hasta que desaparece con Pete.

Marco y yo nos vamos en dirección contraria.

—¿Ya te arrepientes de haber trepado? —pregunta Marco en actitud paternalista.

Camina delante de mí, aunque apuesto una semana de caza a que sonríe.

—En absoluto —respondo, frunciendo el entrecejo—. Además, no me raptaron como se suponía, así que merecía la pena arriesgarse.

—Espera, repite eso —me dice mientras se para en seco—. La parte del Rapto.

—No me raptaron como se suponía.

Se vuelve muy despacio para mirarme. Parece tan pasmado como cuando yo intentaba asimilar Taem hace unos instantes.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que fui el único chico que se quedó en Barro Negro al cumplir los dieciocho años.

—Imposible —responde, boquiabierto.

¿Por qué cree que es imposible? ¿Por qué reconoce lo que significa «raptar»? Me estremezco con un escalofrío y, aun sabiendo que es un error, añado:

—No es imposible. Mi hermano gemelo… desapareció, y yo me quedé.

—¿Gemelo? —repite Marco, ahogando un grito. Después se pasa la mano por la cabeza, mira hacia el fondo del pasillo y después me mira a mí—. Cambio de planes —dice—. Por aquí.

Entonces prácticamente echa a correr por el pasillo, retrocediendo sobre sus pasos. Mis pies trabajan a toda prisa para seguirle el ritmo. Nos metemos en una caja de paredes metálicas que sale disparada hacia abajo. Las puertas se abren, y Marco me lleva por un pasillo, bajamos unas escaleras y doblamos unas cuantas esquinas. Me desoriento. Lo que sí tengo claro es que la zona de la Central de la Unión por la que ahora caminamos no es tan gloriosa como su estructura exterior. Las paredes son de piedra gris. El polvo se acumula en los recovecos y el moho se aferra con ganas a las esquinas húmedas. Los pasillos están iluminados desde arriba mediante unos raros paneles de luz que parpadean y proyectan un antinatural resplandor azulado.

Bajamos por un último tramo de escaleras, y la humedad del aire parece triplicarse. En el pasillo en el que entramos hay un hombre de negro sentado en un taburete solitario. Es un pasillo estrecho y repleto de puertas a izquierda y derecha, unas puertas demasiado bajas para pasar por ellas sin agacharse.

—¡Estamos llenos! —grita el hombre.

—Bueno, pues habrá que doblar —dice Marco—. Mételo con nuestro amigo, el Tarado. Le hará buena compañía.

Marco me empuja con una fuerza impresionante hacia el otro hombre y después se aleja a toda velocidad por donde hemos venido, con aspecto de estar más nervioso que nunca.

—¿Adónde va?

El hombre no responde, sino que me empuja hacia una puerta en el otro extremo del pasillo, aprieta con el pulgar una placa metálica, y la puerta se abre.

—Lo siento, chaval —me dice—. Este tío está un poco pirado.

Tras esas palabras, me empuja al interior de la habitación, que está oscura, y huele a moho y orina. La puerta se cierra detrás de mí, y hasta que no oigo el clic metálico no me doy cuenta de que me han encerrado en una prisión.