Capítulo once

Me agacho para recoger la tea antes de que se apague sobre la hierba mojada y después me quedo donde estoy, boquiabierto. Emma aprovecha mi silencio para correr hacia mí. Lleva pantalones, una chaqueta bien confeccionada y una bolsa cruzada en la espalda. Se ha pensado esto a fondo, me ha seguido a propósito.

Junta los brazos detrás de mi cuello mientras yo la abrazo y le beso el pelo, que está húmedo por la lluvia. Está diciendo algo, pero tiene la cara apretada contra mi pecho, así que no la oigo bien. Entonces, cuando se pasa la sorpresa inicial de su llegada, soy por fin consciente de lo grave de sus acciones. La agarro por los hombros y la aparto de mí.

—¿Qué haces aquí? —pregunto.

—Gray —empieza, intentando tocarme, pero le doy un manotazo.

—No, en serio, Emma, ¿en qué estabas pensando? ¿Por qué me has seguido?

Ahora estoy casi seguro de que los movimientos que advertí antes entre la maleza los provocó ella, que me pisaba los talones.

—Quería… ¡Bueno, vale, Gray! Yo también me alegro de verte.

—Ese es el problema, Emma, que no me alegro nada de verte —le espeto—. ¿Cómo iba a alegrarme de esto? Yo tengo una oportunidad aquí, pero a ti te pasará lo mismo que a todos los demás. ¿Se supone que me tengo que alegrar por eso?

—Todavía no estoy muerta.

—Bueno, todavía no nos ha encontrado. Sea lo que sea, va a pasar, y no podré hacer nada para salvarte.

Quiero pedirle que se vaya, que escale de nuevo el Muro para ponerse a salvo, pero la superficie es demasiado lisa para eso y la ausencia de árboles cercanos la ha dejado atrapada aquí.

—A lo mejor no quiero que me salves —sigue diciendo Emma—. A lo mejor estoy aquí porque yo también quiero saber la verdad, cueste lo que cueste. Lo que sientes ahora mismo, esa necesidad de encontrar respuestas, es algo que yo llevo sintiendo toda la vida. ¿Por qué está más justificado en tu caso que en el mío?

—Está justificado porque yo tengo una posibilidad real.

—Eso es una tontería —me suelta.

—¡Me da igual! —le grito—. Yo me libré del Rapto. No sé cómo ni por qué, pero quizá esa misma magia me salve aquí. Tú no tienes esa oportunidad.

Emma se muerde el labio y mira la hierba. El silencio se alarga bastante más de lo que resulta cómodo y, cuando por fin habla de nuevo, lo hace en voz baja.

—Allí ya no hay nada para mí, Gray. Las dos cosas que más quiero, respuestas y a ti, ahora están a este lado del Muro.

La oigo decirlo y sé que yo también la quiero, pero de una forma más peligrosa, de una forma que siempre he temido reconocer ante los demás e incluso ante mí mismo.

Estoy enamorado de ella, y «amor» es una palabra demasiado fuerte para las parejas de Barro Negro. Rara vez se pronuncia en voz alta y, cuando se hace, solamente es entre padres e hijos. Sentir algo tan profundo por alguien de tu edad es una tontería; el Rapto destroza todas las relaciones, por muy sólidas que sean. A nosotros no nos destruirá porque lo he vencido, pero este mundo de detrás del Muro, lo que sucede a todos los que lo escalan… Eso sí podría destruirnos.

—¿Gray? —pregunta Emma, que sigue esperando respuesta.

Está muy guapa, incluso a pesar de la humedad que le encrespa el pelo. No puedo seguir enfadado con ella, no en este lugar en el que no tenemos garantía de supervivencia. Quiero contarle la verdad, decir esa palabra, pero me hace sentir torpe.

—Lamento haberte gritado —le digo.

Ella asiente y, de repente, la estoy besando. Es más fácil que formar palabras. Los labios le saben a lluvia, y deseo tenerla más cerca, a pesar de que también la quiero lejos, a salvo detrás del Muro. Cuando por fin nos separamos, la tormenta está amainando.

—Tienes que prometerme que me escucharás a partir de ahora. Si te doy una orden, por rara que suene en ese momento, confía en mí, ¿vale?

—Lo prometo —responde, asintiendo.

Bebemos un poco de agua y abro la marcha para meternos entre la densa maleza y alejarnos del olor a humo que sigue flotando en el aire. Tengo la inquietante sensación de que, si descubrimos su origen, será el fin de Emma.

Salimos de Barro Negro a última hora de la noche, así que el alba no tarda en introducirse entre el toldo de ramas. Entrecerramos los ojos para protegernos de la luz y seguimos avanzando hasta que los árboles dan paso a un campo abierto. Es mucho más grande que el claro del bosque de Barro Negro y no hay ni piedras ni senderos de tierra. Es casi tentador, así que me resulta sospechoso.

Una brisa agita el prado y el humo vuelve a llegar hasta nosotros. Es más denso, más acre. Creía que nos movíamos en dirección contraria a su origen, pero ya no estoy tan seguro.

—¿Qué es eso? —susurra Emma, señalando un punto al otro lado del prado.

Allí, donde comienza otra línea de árboles, se intuye la silueta de una estructura, puede que un edificio. Se me eriza el vello del antebrazo.

Respuestas.

Nos metemos con cuidado en el campo. Yo voy delante y me detengo cada vez que oigo un ruido extraño o tengo un mal presentimiento. Poco a poco, la silueta cobra nitidez.

Efectivamente, es un edificio, una cosa estrecha y esquelética que lleva mucho tiempo abandonada. Parte del tejado se ha caído, y la puerta principal se agita abandonada a la brisa. Sin embargo, este lugar tiene algo raro. A pesar de su estado de deterioro, es demasiado perfecto. Se distingue que antes la estructura estaba meticulosamente alineada, las ventanas uniformes y el tejado nivelado. Pienso en nuestras casas de Barro Negro y en que, aunque las construimos con cuidado, tienen defectos e imperfecciones. Las manos que construyeron este edificio demuestran una habilidad extraordinaria.

O no eran manos humanas.

—A lo mejor hay gente —dice Emma—. Vamos a ver.

La agarro por la muñeca y tiro de ella hacia mí. Me doy cuenta de que el lugar está abandonado y lleva bastante tiempo así.

—Creo que deberíamos esperar un minuto —le digo.

Empiezo a sentir algo extraño, como si, de repente, nos observaran.

—Siempre he sabido que tenía que haber más aquí fuera, detrás del Muro —comenta Emma—. Gray, sabes lo que significa esto, ¿no? Alguien ha estado aquí. ¡Personas! Fuera de Barro Negro. A lo mejor los originales venían de aquí. O puede que los adultos estuvieran aquí cuando estalló la tormenta, ¡y los niños se quedaron encerrados dentro!

No sé qué esperaba encontrar a este lado del Muro (puede que un agujero negro en el que perderme para siempre), pero este sitio lo cambia todo. Existe vida más allá de Barro Negro, vida y tierra como en nuestro lado del Muro.

—Vamos, echemos un vistazo —me pide Emma de nuevo.

Quiero hacerlo, lo estoy deseando, noto que las respuestas flotan en el aire frente a nosotros, intentan agarrarme, se me meten bajo la piel como el calor de un buen fuego, aunque no logran espantar las dudas que me atormentan. Todavía tengo la sensación de que unos ojos invisibles nos observan, así que miro a nuestro alrededor como si esperara encontrar a un intruso al que disparar.

Estamos solos.

Como no puedo seguir conteniendo el deseo de saber, accedo a la petición de Emma y nos dirigimos al edificio. Una vez dentro, giro uno de los muchos pomos oxidados y nos dedicamos a explorar.

Este sitio tiene un suelo bien acabado, como el de la casa de Maude en Barro Negro, aunque no es solo madera, sino un material suave que no había visto nunca. A pesar de la capa de polvo y porquería, se nota que antes brillaba y reflejaba la luz y el movimiento. También encontramos un fregadero que escupe agua oxidada de una tubería con tan solo girar una manilla, y hay extrañas ramas colgadas del techo que despiden luz cuando Emma aprieta algo en la pared. Este lugar es mágico. Ahora estoy convencido de que no lo han construido manos humanas.

—¿Te lo puedes creer? —pregunta Emma mientras da vueltas por el vestíbulo vacío—. Ojalá pudiéramos contarles esto. ¿Te imaginas si todos trepáramos el Muro juntos? Tendríamos agua corriente y velas mágicas y…

Se oye un estruendo ensordecedor y alguien abre la puerta de una patada.

Emma se pega a mí. En la entrada hay dos figuras que esperan entre la nube de polvo que han levantado. En los brazos sostienen unos instrumentos metálicos largos, finos y estrechos, y de algún modo sé que aunque disparase mis flechas no serviría de nada contra estos intrusos.

—Menos mal que no os ha encontrado todavía —dice uno de ellos.

Tiene una cicatriz que le llega desde debajo del ojo izquierdo hasta una densa barba que le tapa la boca, mientras que en la cabeza no se le ve ni un pelo. El hombre que tiene al lado parece más joven y está bien afeitado. Los dos son mayores que yo, eso sí, y como nunca había visto a un hombre mayor de dieciocho años, para mí son ancianos. Llevan ropa a juego: pantalones negros con chaquetas negras en cuyo pecho han bordado un triángulo rojo con una letra efe blanca en cursiva.

—¿Estáis solos? —pregunta el de la barba. Emma y yo asentimos con la cabeza a la vez.

—Hay una cosa que patrulla esta zona, algo peligroso. Tenéis suerte de que os hayamos encontrado nosotros primero.

—¿Algo? —pregunto. Es lo único que me sale, y lo digo con voz temblorosa.

—No estáis a salvo aquí, venid con nosotros —responde. Se acerca, agarra a Emma por el codo y tira de ella.

—Quítale las manos de encima —le suelto.

Él se vuelve y pone la cara justo frente a la mía. El ojo de la cicatriz me desconcierta, porque lo cubre una capa de niebla.

—Si sabes lo que os conviene a ti y a tu novia, cierra el pico y síguenos para que os pongamos a salvo. Pero si prefieres arder, tú mismo, quédate aquí.

Arder. Los cadáveres carbonizados. ¿Somos los primeros trepadores que se han encontrado con estos salvadores de negro? ¿Los primeros que evitan la muerte?

—¿Y bien, Romeo? —pregunta el barbudo, enderezándose. Tardo un instante en darme cuenta de que se refiere a mí—. ¿Qué va a ser?

Miro a Emma. Su rostro es puro miedo, seguro que igual que el mío. Ella asiente bruscamente, me coge la mano y me la aprieta.

—Iremos —le digo al hombre.

—Bien, pues vamos. No tenemos mucho tiempo.

Fuera, esperando en lo alto de la colina, delante de nosotros, hay dos extraños artefactos sobre ruedas. Son idénticos en tamaño y color, los dos lo bastante grandes como para albergar a varias personas, aunque no lo suficiente como para ser un hogar, como indican sus ventanas y puertas. El barbudo saca una cajita rectangular del bolsillo de la chaqueta. No es mucho más grande que la palma de su mano, pero habla con ella como si fuese una persona.

—Todo bien —dice.

Una fracción de segundo después, el dispositivo contesta:

—Nos vemos en la Central de la Unión, Marco.

Una figura saluda desde una de las ventanas, y me da la impresión de que era su voz la que ha respondido al barbudo.

La jaula con ruedas gruñe sobre la colina y cobra vida, rodando a toda velocidad hacia el bosque en el que Emma y yo habíamos estado antes. Nunca jamás había visto algo tan rápido. Antinaturalmente rápido. Parpadeo y ya no está.

Seguimos a Marco colina arriba.

—Al coche —ordena, abriendo una puerta trasera.

La idea de quedar atrapado en esa cosa que llama «coche» me pone nervioso, y ya no sé si quiero seguirlos. ¿Y si es una trampa? ¿Y si han afirmado que nos ayudarían, pero en realidad piensan llevarnos hasta la muerte que nos espera?

El compañero de Marco me empuja, pero me resisto.

—¿Por qué nos ayudáis?

Marco cambia el peso de una pierna a la otra sin dejar de sostener la puerta.

—No tengo permiso para comentar eso contigo ahora, ni tampoco tiempo. Pero si entráis en el coche os llevaré al hombre que tiene las respuestas.

Viento, seguido del olor a humo.

—Venga, Marco, tenemos que salir de aquí —dice el otro hombre—. No pienso arriesgar la vida porque estos dos sean demasiado estúpidos para salvar las suyas.

Los dos entran en el coche. Marco baja la ventana y se me queda mirando con su ojo bueno.

—Última oportunidad, Romeo.

¿Por qué me sigue llamando así? Quiero corregirlo, pero Emma me toca el brazo y dice:

—Creo que deberíamos entrar.

—No confío en ellos. No sé quiénes son ni cómo nos han encontrado. Si pueden salvarnos, ¿por qué no salvaron a los demás escaladores?

—No estoy segura —responde Emma, metiéndose un mechón de pelo detrás de la oreja—, pero ya sabes lo que pasará si nos quedamos. Huele a humo. Los dos hemos visto los cadáveres. Y dicen que nos llevarán al hombre que tiene las respuestas. No tenemos alternativa.

El coche gruñe y Marco nos mete prisa de nuevo.

—No pienso esperar ni un segundo más —dice—. Ahora o nunca.

Vencí al Rapto y puede, solo puede, que también logre vencer al humo. Sin embargo, Emma no puede. Es su única oportunidad y lo sé.

—Vamos —digo; me meto en el coche y ella me sigue.

Marco dice algo a su compañero, pero hay un panel transparente que separa los asientos delanteros de los traseros, así que no oigo bien sus palabras. Lo que sí oigo es el coche que retumba bajo nosotros. Emma se apoya en mi hombro y, de repente, echamos a volar.