Hoy es el último día que veré a mi hermano.
Aunque debería pasar estas últimas horas con él, en realidad estoy en el prado, observando a un cuervo que picotea los restos de un jabalí a medio comer. El pájaro es una criatura asquerosa: brillantes plumas negras y un pico de hueso engrasado. Si quisiera podría retorcerle el pescuezo, acercarme con sigilo y partirle el frágil cuerpecillo entre las palmas de las manos antes de que me oyera llegar. De todos modos, da igual. Arrebatarle la vida al pájaro no salvará a mi hermano. Blaine está condenado desde el día que nació.
Como yo. Como todos los chicos de Barro Negro.
Me levanto de golpe. El cuervo, sobresaltado, alza el vuelo rápidamente hacia la luz del amanecer. Le lanzo una flecha y fallo, podría decirse que deliberadamente. En realidad soy tan carroñero como el cuervo, hurgo en busca de lo que sea, atesoro cualquier trocito de carne que alimente a los nuestros. Si en vez de cabello negro tuviera plumas, podría llegar a eclipsar la reluciente oscuridad del pájaro.
No queda gran cosa del jabalí. El cuerpo está hueco, los animales se han dado un festín con sus tripas. Veo una pata trasera casi intacta, pero hay demasiadas moscas y no quiero que nadie enferme. No merece la pena arriesgarse, y menos hoy. Lo que nos faltaba sería tener más tensión y preocupaciones en la víspera de un Rapto.
Me echo de nuevo la mochila al hombro y dejo que mis pies me lleven de vuelta al bosque. Mis botas conocen el camino, así que me dedico a pensar en Blaine mientras las suelas de cuero recorren los senderos de siempre. Me pregunto qué estará haciendo ahora, si dormirá hasta tarde para aferrarse a los restos de un sueño tranquilo. Supongo que no, la amenaza de lo que se le avecina es demasiado grande. Seguía en la cama cuando me fui al monte antes del alba, pero incluso entonces murmuraba en sueños.
Solo he cazado dos codornices esta mañana, más que suficiente para la comida. De todos modos, es probable que Blaine no tenga hambre. El Rapto le hace eso a la gente, sobre todo a los chicos que llegan a la mayoría de edad. Cumplir los dieciocho no es ni de lejos un motivo de celebración y, llegada la medianoche, Blaine aceptará de mala gana su destino. Desaparecerá ante nuestros ojos, igual que todos los chicos cuando cumplen los dieciocho años, podemos darlo por muerto. Estoy aterrado por él, aunque mentiría si dijera que no lo estoy también por mí. Que Blaine cumpla dieciocho esta noche significa que yo los cumpliré solo trescientos sesenta y cuatro días después.
De pequeños era divertido compartir cumpleaños. Mamá nos daba lo que podía: un barquito de madera, un gorro de punto, un cubo y una pala de metal… Galopábamos por el pueblo y lo convertíamos todo en nuestro patio de recreo. A veces eran las escaleras que llevaban al edificio del Consejo; otras, las camillas de la clínica, al menos hasta que Carter Grace ponía los brazos en jarras y nos echaba de allí entre maldiciones. Nuestras travesuras nos hicieron famosos en todo el pueblo. Éramos los hermanos Weathersby, los niños que tenían demasiada alegría de vivir para un sitio tan gris. Obviamente, aquella alegría de vivir no duró para siempre.
En Barro Negro se crece deprisa.
Ya es mediodía cuando llego al principio de la ruta de caza e inicio el camino de regreso desde el bosque. Paso junto a dos niños que juegan cerca de una pequeña fogata mientras sus madres cuelgan la colada en una frágil cuerda detrás de su casa. Uno es muy pequeño, puede que de cuatro o cinco años. El otro no debe de tener más de ocho. Sonrío a la madre al llegar a su altura y, aunque ella intenta devolverme el gesto, su mueca es poco convincente. Parece vieja, derrotada, aunque sospecho que no tiene más de veinticinco años. Sé que es por los niños. Me apuesto lo que sea a que todos los días piensa que ojalá fueran niñas o, al menos, que uno de los dos lo fuera.
Me encuentro con Kale junto al edificio del Consejo. Está jugando en los escalones, tirando de la cuerda de un pato de madera con el que Blaine y yo jugábamos de pequeños. Fue un regalo de nuestro padre, antes de que desapareciera. Los dos éramos demasiado niños para recordar el momento en que nos regaló el juguete (o a nuestro padre, ya puestos), pero mamá decía que lo había tallado él mismo a partir de una sola pieza de madera, y que había tardado tres meses. Al pato ya empieza a notársele la edad, le falta un trozo del pico y tiene una desportilladura irregular a lo largo de la cola. Cuando Kale corre hacia mí dando saltitos, el pato baja los escalones dando trompicones, sin caer de pie ni una sola vez.
—¡Tío Gray! —exclama.
Es una cosita pequeñita, ni siquiera ha cumplido todavía los tres años. Tiene una nariz rosada, que parece un botoncito diminuto en el centro de su cara. Sonríe de oreja a oreja al ver que me acerco.
—Hola, Kale, ¿qué te cuentas?
—Llevo a Patito de paseo. Mamá me dio permiso —me contesta, tirando del juguete de madera que lleva detrás de modo que aterriza de golpe sobre la calle de tierra—. ¿Dónde está papá? —me pregunta, mirándome con sus relucientes ojos azules; son idénticos a los de Blaine.
—No estoy seguro. ¿Por qué no vienes conmigo al mercado? A lo mejor lo encontramos juntos —digo; le ofrezco la mano, y ella la acepta y se agarra con sus dedos regordetes a mi pulgar.
—Echo de menos a papá —masculla cuando empezamos a caminar.
Le sonrío, no hay nada más que decir. Momentos como este me hacen pensar en la suerte que tengo: no soy Blaine, no voy a cumplir dieciocho años, no soy padre y no desapareceré cuando más me necesitan. Si Kale echa de menos a Blaine ahora, cuando solo está trabajando o durmiendo, ¿cómo se sentirá mañana, después del Rapto? ¿Cómo se lo explico? ¿Cómo se lo va a explicar nadie?
El mercado está a rebosar, como siempre. Mujeres y niñas comercian con hierbas, ropa y verduras. También hay chicos, todos de mi edad o algo más jóvenes. Algunos dejan en las mesas las presas recién cazadas, otros, herramientas, armas o aperos para el ganado, pero todos intercambian mercancías. Kale espera detrás de mí, inquieta, mientras yo hago un trueque con Tess, una mujer mayor que vende algodón y ropa cosida a mano en el taller textil.
—Lo sé, Tess, sé que un pájaro no vale una chaqueta nueva —reconozco, dejando mi codorniz delante de ella—, pero recuerda que, hace dos semanas, te di un conejo por casi nada porque estabas en un apuro.
—Gray, sabes que me quedaría sin negocio si me dejara llevar por la amabilidad en cada trato que hiciera.
—Es por Blaine —insistí, restregando con el pulgar los botones de madera de la chaqueta; es de algodón grueso, con rayas marrón oscuro y negras que recorren la tela—. Siempre ha querido una buena chaqueta, y me gustaría regalarle una por su cumpleaños, aunque solo disfrute de ella un día.
Finjo admirar la calidad de la prenda, pero me asomo por debajo de mi flequillo para ver cómo reacciona ante mi evidente intento de aprovecharme de su sentimiento de culpa. Tess se muerde el labio, nerviosa, ya que sabe tan bien como todos que esta noche Blaine se enfrenta al Rapto.
—Ay, vale, llévatela —dice, lanzándome la chaqueta—. Pero ya estamos en paz.
—Claro que sí —respondo.
Cojo a Kale de la mano, y salgo del mercado con una nueva chaqueta al hombro y el segundo pájaro todavía colgado de la cadera.
Kale sigue tirando del pato de madera de camino a nuestra casa, la de Blaine y mía. Está en el extremo sur de la aldea, alejada de las otras viviendas, un lugar tranquilo y silencioso. Frunzo el entrecejo al darme cuenta de que en menos de un día ya no será nuestra casa, sino mi casa.
—¡Ah, preciosa estampa! —dice Chalice Silverston, que se coloca delante de nosotros y esboza una sonrisa burlona—. ¿Padre e hija dando un último paseo?
Levanto la cabeza y la miro con rabia.
—Oh, hola, Gray, creía que eras tu hermano.
Ya me ha visto los ojos, que son lo único que nos diferencia. Los ojos de Blaine son azules y brillantes, vivos. Los míos son tormentosos, tan incoloros que me pusieron de nombre Gray, «gris», por su tono sombrío.
Gruño, pero no tengo ganas de discutir, prefiero concentrarme en disfrutar de este último día, si es que es posible.
—¿Qué pasa, Gray? ¿Te sientes un poco gris? —pregunta, arrastrando las sílabas.
«Gray Weathersby se siente gris». Chalice lleva haciendo ese mismo chiste desde que éramos pequeños, y ahora, después de oírlo un millón de veces, me harto.
—Chalice, será mejor que cierres ese agujero que tienes en la cara si no quieres que te lo cierre yo.
—Bah, venga, Gris, solo estás tristón por lo de tu hermano mayor. Triste y lloroso porque va a desaparecer en cuestión de horas.
Sus palabras ponen el dedo en la llaga. La rabia crece dentro de mí, sube hasta el pecho y se estrella contra mis costillas. No me importa nada que fuésemos al colegio juntos, que pasáramos tantos días sentados en la misma clase. Se me olvida que es una chica y que probablemente no deba pegarle. Reacciono automáticamente, suelto la mano de Kale y estrello el puño contra la mejilla de Chalice. Se lo merece, se lo merece todo. La golpeo de nuevo, esta vez en el estómago. Acabamos en el suelo, forcejeando. Unos cuantos porrazos después, alguien me aparta de ella y me tira a un lado.
—Contrólate, Gray —me dice.
Me vuelvo y me encuentro con Blaine de pie junto a mí, mirándome como si se sintiera decepcionado. Sasha Quarters, la madre de Kale, está detrás de él. Noto el sabor de la sangre dentro del labio y me palpita la mandíbula. Bueno, bien por Chalice, ha tenido el valor de devolverme el puñetazo.
—Estás loco —exclama Chalice, que tiene la boca llena de sangre—. Loco de remate.
—Pero es que… —empiezo, mirándola a ella y a mi hermano—. Estaba burlándose de ti, Blaine. Ni siquiera le importa el Rapto.
—Me importa una mierda que le importe o le deje de importar —responde él, frunciendo el entrecejo—. Preferiría saber por qué mi hermano menor le pega una paliza a una chica que es dos veces más pequeña que él. ¿Estás bien? —pregunta, volviéndose hacia Chalice.
Por eso Blaine le gusta más que yo a todo el mundo. Por eso todos lo echarán de menos, pero apenas notarán mi ausencia cuando me vaya. Es más tranquilo y tiene mejor corazón, sabe analizar las cosas en su conjunto. Sin embargo, yo soy imprudente, siempre reacciono a lo que sienta en el pecho.
Me incorporo en el suelo y me limpio la sangre de los dientes mientras Kale corre a esconderse entre las piernas de Sasha. Sasha es mayor que Blaine, aunque no lo parece. Creo que ahora tiene diecinueve o veinte años, pero cuesta notarlo porque es preciosa. La primera vez que se la asignaron a Blaine, me puse celoso. Meses después se quedó embarazada, y esos celos se convirtieron en alivio. Fue entonces cuando empecé a tener cuidado con mis propias asignaciones, evitándolas en la medida de lo posible. No quiero ser padre. Nunca.
Sasha ayuda a Chalice, que cojea. Las observo alejarse y me pregunto cómo soporta Blaine que Kale viva con Sasha mientras Sasha sigue con sus asignaciones. Blaine se ha quedado relegado al margen de la historia, como si no importara, lo que viene siendo habitual. Los varones son importantes hasta cierto punto, pero, tarde o temprano, todos desaparecemos, así que nadie se molesta en comprometerse. Los descendientes reciben el apellido del padre, poco más. Viven con las madres, y los varones, bueno, los varones flotan a la deriva.
—¿Adónde van? —pregunto.
—A la clínica —responde Blaine mientras me ofrece una mano y me ayuda a levantarme—. ¿Necesitas ir tú también?
—No, sobreviviré.
—Bien, te mereces todo el dolor que sufras —dice, sonriendo, y me da un puñetazo en el hombro; duele más de lo que debería. Entonces, a él también le cambia la cara, y se pone serio y paternal—. No puedes hacer esas cosas, Gray —me regaña; todavía parece decepcionado, lo que es peor que verlo enfadado—. Saltas incluso antes de intentar comprender a los demás. Chalice ha tenido que aguantar mucho dolor y sufrimiento. Por supuesto que odia el Rapto, y está amargada, y dice cosas desagradables. Ha perdido a tres hermanastros en los últimos dos años y medio. No es una carga fácil de llevar.
—Eso no le da derecho a burlarse de las pérdidas de los demás —respondo, poniendo los ojos en blanco.
Blaine suspira y me echa una miradita. Una miradita de hermano mayor. Una miradita de «yo sé más que tú». Entonces se agacha para recoger la chaqueta que le he comprado. Cuando se endereza, parece cansado, y yo no quiero discutir con él, hoy no. No en nuestro último día.
—La chaqueta es para ti —explico, señalando con la cabeza el bulto sucio que tiene en los brazos—. Feliz cumpleaños.
Durante un segundo parece encantado y después, aterrado, aunque se sacude la cara de miedo y se pone la chaqueta.
—Gracias, Gray —me dice, sonriendo otra vez; la sonrisa amistosa de hermano.
—De nada.
No decimos más. Hay muchas otras cosas con las que llenar el silencio que no significarían nada. Los dos sabemos lo que se avecina, nada puede cambiar eso, y mucho menos las palabras.
Recorremos juntos el resto del camino a casa, Blaine con su chaqueta puesta, a pesar de que el sol de verano calienta rápidamente la tierra.
—Te voy a echar de menos —le digo, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz.
—Gray, ni se te ocurra venirme con esas —responde en un tono más afligido que enfadado, como si debatir sobre su destino por enésima vez esta semana fuera la gota que colmaría el vaso.
—¿Y si huimos? ¿Nos ocultamos? Podríamos marcharnos esta noche y vivir en el bosque.
—Y después ¿qué, Gray? Solo podemos llegar hasta el Muro, y el Rapto es inevitable, esté donde esté.
—Lo sé, pero quizá si trepamos el Muro… A lo mejor hay más.
—No hay nada más —responde Blaine, sacudiendo la cabeza con aire grave.
—Eso no lo sabes.
—Todos los que trepan el Muro acaban volviendo a este lado, muertos. Si hay algo más, solo nos daría tiempo a verlo durante dos segundos antes de morir.
—Si vamos los dos juntos sería distinto. Como cuando cazamos. Somos mejores juntos, Blaine —insisto, casi suplicando. Esto no puede acabar así, la vida no puede ser tan corta.
—Ningún chico pasa de los dieciocho, Gray —dice mi hermano mientras se aparta el pelo de los ojos antes de abotonarse la chaqueta hasta el cuello—. El Rapto pasará lo queramos o no. No hagas esto más difícil de lo que ya es.
Los dos sabemos que tiene razón, así que entramos en la casa juntos, en completo silencio, por última vez.