CAPÍTULO 20

La situación era capaz de quitar el sueño a cualquier capitán: cuatro navíos enemigos a barlovento, que requerían una continua observación, y la desasosegadora sospecha, que afloraba constantemente a la mente, de que la Cassandra no llegase a tiempo con el almirante Leighton a fin de poder cortar el camino al adversario. También el tiempo era inseguro. El viento, que por la tarde se había vuelto algo tempestuoso, había caído hacia medianoche, y luego se había vuelto a levantar para caer de nuevo con la inconsecuencia de los vientos mediterráneos. Hornblower, desde luego, no había esperado disfrutar de una noche de sueño tranquilo. Estaba demasiado nervioso y su mente demasiado activa. Una vez que se hubo relevado la guardia de noche, se echó en la litera para descansar un poco y, convencido de que no podría dormir, cayó en un profundo sueño, tan pesado que Polwheal a medianoche tuvo que sacudirle para que se despertara. En cubierta encontró a Bush junto a la bitácora.

—Demasiado oscuro para poder ver, capitán —le dijo.

—Entonces, ¿no ha conseguido ver al enemigo?

—Hace media hora creí ver algo, pero no podría jurar que fuesen ellos. También el viento ha caído un poco.

Como sucedía con frecuencia en el mar, no quedaba más remedio que tener paciencia. Dos linternas sordas oscilaban en la cubierta, en el lugar en que los marineros se habían acurrucado envueltos en sus mantas al lado de los cañones. El viento arrancaba arpegios a las jarcias, y sobre un mar encrespado por olas amenazadoras el navío bailaba con una gracia y una ligereza de la que nadie le hubiese creído capaz. No había más remedio que esperar. Permaneciendo sobre cubierta Hornblower no hubiese hecho más que moverse, revelando así su excitación nerviosa, por lo que prefirió ir a encerrarse en su camarote.

—Mándeme llamar en cuanto avisten al enemigo —dijo con estudiada indolencia, y se marchó tranquilamente.

Se tendió en la litera, para poder ponerse a reflexionar con más comodidad, pues, como ya había dormido, no temía volver a adormecerse. Tan firme era su convicción, que de nuevo le atenazó el sueño mientras estaba pensando en la Cassandra. Creyó que habían pasado solamente unos minutos cuando la voz de Polwheal le llegó de la lejanía.

—El teniente Gerard le desea los buenos días, capitán; está amaneciendo.

Tuvo que hacer un esfuerzo para despertarse del todo y ponerse de pie. Solamente cuando, aún lleno de sueño, estuvo levantado, se sintió contento de que su asistente le hubiese encontrado dormido cada vez que vino a llamarlo. Se imaginaba que hablaría a sus compañeros de los nervios de acero de su capitán, que le permitían dormir como un niño en una noche en que todo el navío hervía de excitación por la perspectiva de un inminente combate.

—¿Nada nuevo, Gerard? —preguntó al subir al alcázar.

—No, capitán. Durante una hora, a las dos campanadas, me he visto obligado a arrizar, pues el viento era bastante fuerte… Pero ahora se va calmando y se vuelve al sudeste.

—¡Ajá!

Una claridad lívida empezaba a colorear el cielo oscuro, pero aún no se veía nada a un cable de distancia. El viento de sudeste casi era contrario para los franceses que se dirigían a Barcelona, y contrario del todo para la Piulo y la Calígula.

—Me ha parecido sentir la proximidad de tierra un poco antes de empezar a amanecer —añadió Gerard.

—Ya —dijo Hornblower. Durante la noche, el rumbo que seguían debió de llevarlos a las cercanías del cabo de Creus, de infausta memoria. Cogió la pizarra que había junto a la bitácora y, calculando por las lecturas horarias de la corredera, estableció su posición en alrededor de quince millas de distancia del cabo. Si los franceses habían mantenido el mismo rumbo, no tardarían mucho en encontrarse con la bahía de Rosas a sotavento y con la esperanza de hallar cierta protección, siempre que no se hubieran escapado durante la noche; pero en esta eventualidad Hornblower prefería no pensar.

La luz aumentaba por momentos. A levante, las espesas nubes de lluvia parecían aclararse, precisamente por encima del horizonte. Sí, indudablemente se aclaraban… Por un instante se abrieron dejando ver una franja dorada, allí en donde el horizonte se juntaba con el mar espumeante, y un largo rayo de sol se proyectó sobre las aguas.

—¡Tierra a la vista! —gritó el vigía, y en occidente apareció un ligero vislumbre grisáceo. Los montes españoles empezaban a asomar por el horizonte. Gerard miró ansiosamente al capitán, dio algunos pasos por el puente, se mordió las uñas y al fin no pudo dominar su impaciencia.

—¡Eh, vigía! ¿Qué se ve del enemigo?

Antes de que se oyese la respuesta pareció transcurrir una eternidad.

—Nada… Nada a la vista excepto la tierra a sotavento.

Gerard renovó sus ansiosas ojeadas hacia el capitán, pero éste se había cuidado de poner una cara impasible y severa. Ahora subía Bush al puente y seguramente se daría cuenta de la ansiedad de todos. Si cuatro buques de línea franceses habían desparecido del horizonte, evadiendo un combate, para el capitán Hornblower suponía tener que pasar el resto de su vida a medio sueldo, o algo mucho peor. Mientras tanto, él mantenía la cara impasible, orgulloso de saberse dominar hasta ese punto.

—Señor Gerard; cambie de bordada y ponga el navío con rumbo a estribor.

Los navíos franceses podían haber cambiado el rumbo durante las horas de oscuridad y haberse perdido por el Mediterráneo Occidental, pero Hornblower no lo creía. Sus oficiales no habían dejado el margen suficiente para la zafiedad de los inexpertos franceses. Si Gerard se había visto obligado a arrizar las gavias durante la noche, podía haber ocurrido que los otros se hubiesen visto obligados a ponerse al pairo, y durante la noche la Sutherland tal vez habría adelantado veinte millas a los franceses. Volviendo atrás de nuevo, Hornblower no desesperaba de volverlas a encontrar.

No desesperaba en la parte concerniente a su mentalidad de jugador de whist, porque, por lo demás, le resultaba difícil frenar aquella angustia que le invadía, atacándole en la boca del estómago, o los apresurados latidos de su corazón. No tenía más remedio que disimular, convertir su rostro en una máscara impasible y obligarse a estar parado en lugar de pasear de un lado a otro. Se le ocurrió ocuparse de una cosa que le distraería sin traicionar su nerviosismo.

—Que venga mi mozo —le dijo a un marinero.

Sus manos estaban lo suficientemente tranquilas como para permitirle afeitarse, y la ducha helada bajo la bomba le dio nuevo vigor. Se cambió la ropa interior y el traje y peinó con meticuloso cuidado el pelo que cada vez tenía más claro.

Mientras se estaba duchando pensaba que los franceses serían avistados de nuevo antes de que él terminase de vestirse y por eso se sintió muy desilusionado cuando dejó el peine (ya no había excusas para seguir alisándose el pelo), sin que de los franceses se hubiese avistado nada.

Pero justamente cuando ponía el pie en la pasarela, el guardiamarina Parker, que estaba de vigía, lanzó un grito salvaje:

—¡Velas a la vista! Dos… tres. ¡Cuatro! ¡Es el enemigo!

Sin ninguna prisa (confiaba en que alguien se diera cuenta), Hornblower continuó subiendo. Bush ya estaba a medio camino de la obencadura, trepando por las jarcias con su catalejo, y Gerard casi bailaba de alegría sobre cubierta. Al verlos, Hornblower se sintió satisfecho de no haber cedido a pueriles dudas sobre su manera de obrar.

—Señor Bush, por favor, viremos a estribor.

Un capitán hablador hubiese dado esa orden añadiendo una pequeña explicación sobre la conveniencia de mantener el rumbo entre los navíos franceses y la costa española, pero Hornblower se tragó las palabras que casi tenía en la punta de la lengua. No se permitiría hacer ningún comentario que no fuese absolutamente indispensable.

—El viento sopla del sur, capitán —dijo Gerard.

—Ya.

Y seguramente iría menguando a medida que el día fuese creciendo. El sol se abría paso entre las nubes; todo anunciaba que iba a ser un día caluroso, uno de aquellos días del otoño mediterráneo en que apenas hay un soplo de aire y el barómetro sube progresivamente. Las hamacas ya habían sido amontonadas dentro de la red y los hombres de guardia que no estaban en el puesto de maniobra trabajaban sobre cubierta con cubos y arena. Las faenas diarias debían realizarse como siempre, aunque antes de que el sol se pusiese en aquellas mismas cubiertas que se limpiaban con tanto esmero hubiesen de correr ríos de sangre. Los hombres se divertían, volaban bromas y pullas, y Hornblower sentía cierto orgullo al contemplarlos, recordando a la descorazonada tripulación con que se vio obligado a zarpar de Inglaterra. La conciencia de haber conseguido algo real y tangible ya era una compensación para su ingrata tarea, y también le ayudaba a olvidar aquella desagradable idea de que un día u otro (pronto, en todo caso), en medio del ardor de la lucha, volvería a sentir una vez más aquel miedo físico del que se sentía completamente avergonzado.

A medida que el sol iba subiendo el viento disminuía, dirigiéndose aún más hacia el sur. Las montañas de la costa se avecinaban y se dibujaban más claramente en el horizonte. Hornblower mantuvo su rumbo todo el tiempo que pudo, colocó las velas en cuanto el viento cambió de dirección y finalmente tuvo que virar. Mientras tanto, la escuadra francesa iba haciéndose más visible sobre el horizonte. Los cuatro navíos habían sido sacados por el viento de su posición a barlovento; si adelantaban para atacar a la Sutherland, ésta podía huir hacia el norte e intentar unirse a la Pluto y a la Calígula en el caso de que se viese perseguida; pero Hornblower no confiaba mucho en que las cosas se desarrollasen en esa forma. Unos navíos franceses que habían burlado el bloqueo seguramente intentarían la fuga, que era su primera intención, y sólo en segundo lugar aceptarían el combate si el cebo era seductor.

Si el viento volvía a girar, mantendrían el rumbo hacia Barcelona; Hornblower no tenía la más mínima duda de que sería así, a menos que él hiciese todo lo posible por impedirlo. Era preciso pegarse a su costado e intentar atacarlas por separado, si durante la noche no llegaba ninguna ayuda.

—Están haciéndose muchas señales, señor —observó Bush mirando por el catalejo.

Ya hacía mucho rato que estaban haciendo señales por la emoción que los producía la vista del navío inglés, sin saber que éste los había avistado quince horas antes y los esperaba. Los franceses, opinaba Hornblower, hasta en el mar conservan su locuacidad; un capitán francés no se sentía satisfecho sin haber cambiado un montón de señales con los demás navíos de la escuadra.

La Sutherland ya había dejado a su espalda la península del cabo de Creus, y la bahía de Rosas se hallaba ante ella. En aquellas mismas aguas, pero en condiciones muy diferentes, la Pluto se vio desarbolada y remolcada por la Sutherland a costa de enormes esfuerzos, y allí mismo, sobre aquellas pendientes de un verde gris, se había desarrollado el desafortunado intento de ataque a Rosas; con el catalejo, Hornblower consiguió descubrir el barranco por el cual el coronel Claros y sus catalanes se habían retirado. Si el viento se mantenía favorable para los franceses, las baterías de Rosas les ofrecían un refugio seguro, hasta que los británicos pudieran llevar allí brulotes y barcos de explosivos con los que obligarlos a salir fuera de la bahía. Pero de momento, aquel refugio era más seguro que el puerto de Barcelona para ellos.

Hornblower miró la bandera que ondeaba en el palo mayor. El viento se volvía cada vez más hacia el sur; era dudoso que los franceses, con el rumbo que llevaban, llegasen a doblar la punta de Palamós, mientras que la Sutherland debería virar de bordo y seguir a los franceses, perdiendo por culpa de la inconstancia del viento toda la ventaja de su posición. El viento soplaba ya en rachas irregulares, señal indudable de que disminuía su fuerza. Hornblower volvió a dirigir su catalejo a la escuadra francesa y vio que habían colocado una nueva serie de banderolas.

—¡Ah de cubierta! —gritó Savage desde la cofa.

Siguió una pausa. Savage no debía de estar muy seguro de lo que veía.

—¿Qué hay, Savage?

—Me parece, pero no estoy muy seguro, capitán, me parece que hay una nueva vela a la vista y a popa del enemigo.

¡Otra vela! Si no era una embarcación mercante aislada, no podía ser más que uno de los navíos de Leighton, o la Cassandra.

—Procure no perderla de vista, señor Savage.

Incapaz de esperar otro aviso, Hornblower se agarró a los obenques y trepó. Cuando estuvo al costado de Savage, dirigió el catalejo hacia el punto que éste le señalaba. Por un momento, dentro del campo visual de la lente bailoteó la escuadra francesa, y luego desapareció.

—Un poco más allá, señor. Allí, en ese punto.

Era una manchita blanca casi imperceptible, demasiado fija para ser la cresta de una ola o algún desgarrón de una de las pocas nubes que en el horizonte se destacaban contra el azul del cielo. Hornblower estuvo a punto de hacer una observación, pero se limitó a su acostumbrado «¡Ejem!».

—Ahora está un poco más cerca —decía Savage con el catalejo pegado al ojo—. Juraría que es un sobrejuanete.

No había duda. Una nave corría a todo trapo detrás de los franceses y se disponía a cortarles el camino.

—¡Ejem! —Sin más comentarios, Hornblower cerró el catalejo y se dispuso a bajar.

Bush se dejó resbalar por las jarcias adonde había trepado y le salió al encuentro; también Gerard y Crystal estaban ya en cubierta y le miraban con ojos en los que se leía la ansiedad.

—La Cassandra se dirige hacia nosotros —les dijo el capitán.

Al decir esto arriesgaba su propia dignidad y su fama de buena vista. Nadie podía reconocer a la Cassandra en aquel minúsculo pedazo de velamen; pero una nave que apareciese en aquel lugar no podía ser más que la Cassandra, a menos que él se equivocase del modo más absoluto, en cuyo caso haría el ridículo. Sin embargo, la tentación de afirmar haberla reconocido, cuando Savage aún no podía afirmar si se trataba o no de una vela o de una nube, era demasiado fuerte.

De pronto, todas las consecuencias de la aparición de la Cassandra se presentaron a la imaginación de los oficiales.

—¿Dónde estarán el buque insignia y la Calígula? —preguntó Bush, sin dirigirse a nadie en particular.

—Tal vez estén al llegar —dijo Gerard.

—Entonces los franceses van a pasarlo mal —aseguró Crystal.

Con la Pluto y la Calígula en el mar libre, la Sutherland hacia tierra, la punta de Palamós a barlovento y aquel caprichoso viento que soplaba de donde le parecía, solamente por milagro podrían eludir la batalla. Todos se pusieron a mirar a la escuadra francesa, que se dirigía hacia el sudoeste. Primero venía un triple cubierta, seguido por otro doble; en los palos de trinquete del primero y del tercer navío ondeaba orgullosamente la insignia de un almirante. Las anchas listas blancas pintadas sobre la amura se distinguían con nitidez y claridad en el aire límpido. Si la Pluto y la Calígula se habían quedado perdidas a lo lejos, detrás de la Cassandra, los navíos franceses ignoraban su proximidad, lo mismo que la Sutherland, y eso explicaba por qué aún conservaban el mismo rumbo.

—¡Ah de cubierta! —gritó Savage en aquel instante—. ¡Esa vela es la Cassandra! Ya veo las gavias.

Las miradas de Bush, Gerard y Crystal se dirigieron hacia Hornblower, con respeto muy visible por su penetrante visión. Valía la pena haber arriesgado la propia dignidad.

Las velas, de pronto, dieron un chasquido. A una momentánea calma había seguido una racha de viento que aún venía más del sur. Bush se volvió a gritar las órdenes para la maniobra y los otros se quedaron mirando qué medidas adoptaban los franceses.

—¡Están virando! —dijo Gerard en voz alta.

Era verdad; en el nuevo rumbo doblarían la punta de Palamós, pero se hallarían más cerca de la escuadra inglesa, si es que estaba allí.

—Señor Bush, cambie de bordada, por favor —dijo Hornblower.

—¡La Cassandra señala, capitán! —gritó Savage.

—¡Andad vosotros arriba! —dijo Hornblower a Vincent y a Longley, que no se hicieron rogar; y en menos tiempo del que se tarda en contarlo subieron arriba con los catalejos y el código de señales a cuestas.

—Capitán, la Cassandra hace señales al buque insignia —anunció rápida la argentina voz de Vincent.

Entonces Leighton estaría en algún lugar más allá del horizonte, pero los franceses seguramente lo veían ya, a juzgar por la forma en que se comportaban. Bonaparte había mandado cuatro navíos franceses contra tres ingleses, pero ningún almirante francés, conocedor de lo que podían dar de sí las dotaciones a sus órdenes mucho mejor que el propio emperador, obedecería aquellas órdenes si podía evitarlo.

—¿Qué dice la Cassandra, muchachos? —gritó Hornblower a los de arriba.

—Está demasiado lejos para poderla ver bien, capitán, pero… pero creo que señala el nuevo rumbo del enemigo.

Si los franceses mantenían aquel rumbo solamente una hora, estarían perdidos: serían empujados lejos de Rosas y los alcanzarían antes de estar a la vista de Barcelona.

—¡Dios mío, vuelven a virar! —exclamó de repente Gerard.

Sin decir una palabra, Hornblower y sus oficiales observaron la maniobra de los cuatro navíos; los vieron virar hasta que todos sus mástiles (tres en cada navío) estuvieron en una sola línea, como si fuese uno solo, y todos se dirigían derechos hacia la Sutherland.

—¡Ejem! —exclamó Hornblower, observando lo que se le venía encima. Y volvió a repetir—: ¡Ejem!

Los vigías franceses debían de haber avistado las velas de Leighton. Con la bahía de Rosas a seis millas a sotavento y Barcelona a cien millas a barlovento, el almirante francés, al ver aquellas velas extrañas en el horizonte, no había vacilado mucho tiempo sobre lo que le convenía hacer y por eso corría precipitadamente en busca de refugio. Aquel navío de línea que se le ponía por delante para cortarle el camino debía ser destruido, si no se podía evitar.

La aprensión que se apoderó de Hornblower no consiguió hacerle perder la calma. Los franceses tenían la ventaja de seis millas y un viento favorable. En cuanto a él, aún desconocía los datos sobre la circunferencia del hipotético círculo que tenía por centro al buque insignia francés, alrededor del cual se movía Leighton. Pero éste, seguramente, aún había de recorrer más de veinte millas y con el viento por el través, si se hallaba en la posición más ventajosa. El poco viento que soplaba, siendo tan variable, al cabo de un par de horas sería sin duda contrario. Hornblower apostaba veinte contra uno a que el almirante conseguiría alcanzar a los franceses antes de que éstos se pusieran bajo la protección de los cañones de Rosas. Pero para eso se necesitaba que soplase un viento extraordinariamente favorable, y era necesario, además, que la Sutherland hubiese podido echar abajo, por lo menos, algunos palos del enemigo antes de verse reducida a la impotencia. Tan desapasionados habían sido los cálculos de Hornblower que sólo al final pensó que la Sutherland era su navío y la responsabilidad, también la suya.

Longley se había dejado descolgar por las jarcias, resbalando desde las alturas. Tenía la cara blanca por la agitación.

—Me envía Vincent, capitán. La Cassandra ha señalado, y le parece que se dirige a nosotros, el número 21, y el número 21 dice: «Ataque al enemigo». Pero es difícil a esa distancia…

—Está bien. Confirmen.

Al parecer, Leighton había tenido el valor moral de asumir la responsabilidad de mandar a un navío contra cuatro. Considerándolo así, era digno de ser el marido de lady Bárbara.

—Bush, tenemos un cuarto de hora de tiempo. Procure que los hombres coman algún bocado entretanto.

—Sí, señor.

Hornblower volvió a mirar a los cuatro navíos que avanzaban en su dirección. No podía esperar obligarlos a dar media vuelta, pero sí acompañarlos en su huida hacia el golfo de Rosas. Aquéllos que él consiguiese desarbolar serían una presa fácil para Leighton, y a los otros por lo menos debía desarbolarlos de tal manera que se viesen en la imposibilidad de reparar sus averías en Rosas, donde había un astillero muy pequeño. Y tendrían que permanecer allí hasta que una expedición organizada en mayor escala con otros navíos de guerra pudiese llegar a bombardearlos y destruirlos por completo. Sí, podía conseguirlo; pero no llegaba a imaginar cuál podría ser la suerte que le esperaba a la Sutherland en aquella ocasión. Con un nudo en la garganta, se limitó a planear la maniobra de su primer encuentro. La principal de las naves enemigas llevaba ochenta cañones; sus bocas parecían sonreírle desde las portas abiertas. En los palos de cada navío, ondeaba, casi como una bravata, una bandera tricolor. Hornblower contempló la fogueada bandera roja, que ondeaba ya un poco descolorida, recortándose sobre el cielo azul, y volvió luego a la realidad.

—Los hombres a sus puestos, señor Bush. Quiero que la maniobra se efectúe con la velocidad de un rayo en cuanto dé la señal. Y usted, señor Gerard… ¡Haré azotar a todos los artilleros que disparen antes de tiempo!

Los artilleros sonrieron; por aquel capitán darían su propia vida; no necesitaban que se les amenazase y, además, estaban seguros de que él lo sabía.

Proa contra proa, la Sutherland se acercaba increíblemente al navío de ochenta cañones; si sus respectivos capitanes mantenían el rumbo que seguían, se exponían a chocar con tal fuerza que los dos se irían a pique. Hornblower no perdía de vista el navío francés, para aprovecharse de la primera señal de irresolución; con las velas a punto de gualdrapear, la Sutherland seguía el viento lo mejor que podía. Si el capitán francés tenía el sentido común de ceñir el viento, la Sutherland no podría emprender ninguna acción decisiva; pero lo más probable era que dejase su decisión para el último momento y luego pusiese su buque viento en popa instintivamente, por ser lo más fácil para una tripulación poco diestra. Pero, cuando se encontraron a media milla de distancia, una voluta de humo surgió por la proa del navío francés inesperadamente y un proyectil pasó zumbando sobre la nave. Los franceses disparaban sus cañones de caza, pero no había necesidad de advertir a Gerard que no contestase; él sabía perfectamente todo el valor que tenía una primera descarga. Pocos momentos después aparecieron dos grandes boquetes en la gavia mayor de la Sutherland; tan absorto estaba Hornblower en observar el movimiento del enemigo que no había oído el disparo. Y la distancia entre ambos navíos se había acortado.

—¿Adonde irán? —dijo Bush, golpeándose la palma con el puño cerrado—. ¿Adonde? Son más tercos de lo que me figuraba.

Cuanto más lejos fueran, mejor sería; cuanto más apresurada fuese su maniobra, más desesperada resultaría. Los dos palos del bauprés distaban apenas un centenar de yardas el uno del otro. Hornblower apretó los dientes para no dar la orden de virar. Luego vio un gran movimiento en la cubierta de su enemiga y su proa se volvió de repente a sotavento.

Hornblower gritó a Gerard que esperase para abrir fuego, temiendo que una descarga prematura echase a perder la buena oportunidad. Por toda contestación, Gerard agitó el sombrero y sus dientes blancos produjeron, al sonreír, un relampagueo en su moreno rostro. Los dos navíos estaban a menos de treinta yardas, a punto de abordarse, y los cañones franceses ya se estaban preparando. A la viva luz solar, se veían brillar las charreteras de oro de los oficiales y cómo se inclinaban a observar por la mira los hombres de las carroñadas de proa. Había llegado el momento.

—Caña a estribor, despacio —dijo Hornblower al timonel. A Bush le bastó una mirada; ya había esperado aquella orden. Lentamente, la Sutherland empezó a virar para pasar por la popa del navío francés antes de encontrarse a su costado. Mientras Bush gritaba órdenes a los hombres de las brazas y las escotas, del navío francés partió una descarga de llamas y de humo. Un trueno ensordecedor retumbó en el aire, la Sutherland se estremeció violentamente al choque, y sobre la cabeza de Hornblower un obenque de mesana se partió, abriéndose un boquete en el parapeto del alcázar, entre un montón de astillas; pero la proa de la Sutherland casi tocaba la popa del navío francés y Hornblower podía ver sobre su cubierta un gran ajetreo que se asemejaba mucho al pánico.

—¡Aguanta ahí! —gritó Hornblower al timonel.

Luego, la Sutherland cruzó ante la popa del enemigo. Uno tras otro fue disparando sus cañones, produciendo una serie de truenos mortíferos que sembraron la ruina de proa a popa. Gerard llegó de un salto al castillo; había recorrido la cubierta en toda su longitud a medida que se producían los disparos. Se inclinó sobre la carroñada más cercana; con rápido movimiento modificó la elevación y luego aplicó la mecha haciendo un ademán a los artilleros más próximos para que hiciesen lo mismo. Los cañones volvieron a tronar, sembrando de metralla el alcázar enemigo. Hornblower veía a los oficiales correr por cubierta, con movimientos mecánicos de soldaditos de plomo; veía caer las jarcias y vio también caer una gran vela como si fuese un telón que hubiese perdido el apoyo.

—Ahora estarán escarmentados —dijo Bush.

Había sido una descarga de las que deciden un combate. Por lo menos, habría matado y herido a la mitad de la tripulación, además de desmontar media docena de cañones. En un duelo naval individual, en menos de una hora, una nave así destrozada se vería obligada a arriar la bandera. Sin embargo, ésta había seguido hacia delante mientras la Sutherland acababa de dar la vuelta, y el navío que seguía (y que ostentaba la insignia de almirante) se le acercaba amenazador. Avanzaba a toda vela y no tardaría en alcanzar a la Sutherland y barrerla, del mismo modo que ella lo había hecho con su compañera.

—¡A estribor! ¡A los cañones del costado de babor!

En el silencio que siguió a los cañonazos, su voz adquirió un timbre extrañamente sonoro.

El buque insignia francés adelantaba impertérrito, con todo el aspecto de no desdeñar un duelo costado con costado, pero no intentaba hacer ninguna maniobra; tal vez consideraba a su adversario demasiado ágil y dispuesto, y la maniobra le haría siempre perder un tiempo precioso cuando era urgentísimo ponerse a cubierto en la bahía de Rosas. Los barcos se inclinaban el uno hacia el otro, cada vez más cerca a medida que el francés adelantaba y el rumbo de la Sutherland se aproximaba al suyo. Ya estaba tan próximo a la Sutherland que desde el puente se oían las órdenes que daban los oficiales franceses, que intentaban contener a sus hombres hasta el momento oportuno.

A pesar de todo no lo consiguieron. Los hombres debían de haberse aturdido, porque las piezas fueron descargadas desordenadamente, una antes que las demás, y luego las otras, y sólo Dios sabía adonde fueron a parar los proyectiles. A una orden de Hornblower, la Sutherland viró atrevidamente y se colocó paralela a su adversario. Mientras se colocaba en el nuevo rumbo, Hornblower hizo una seña a Gerard para que abriera fuego. Entre las dos descargas apenas había pasado medio segundo; la Sutherland, que se había estremecido con la sacudida de su propia descarga, volvió a estremecerse con el choque de la descarga enemiga, que la hirió a su vez. Entre espirales de humo acre, el aire se conmovió por el estallido de la madera astillada, y los gritos y las maldiciones indicaron que el flanco había sido alcanzado de lleno.

—¡Valor, muchachos! ¡Disparad a voluntad! —les animaba Gerard.

Todas las horas de entrenamiento dieron entonces su fruto. Las lanadas fueron introducidas en las humeantes bocas de los cañones, y al retirarlas éstos quedaron preparados para recibir la pólvora, la munición y el atacador. Casi simultáneamente rugieron las cureñas, al precipitarse los artilleros a tirar de los cabos de los motones y enfilar los cañones, y al momento sonó la descarga. Esta vez hubo un intervalo perceptible antes de que los franceses respondieran con una contrasalva irregular y entrecortada. El viento era demasiado ligero para disipar el humo que se amontonaba cubriéndolo todo. Hornblower veía a los artilleros que se afanaban sobre cubierta, como vagos fantasmas perdidos en una niebla espesa, mientras que los palos y las velas del navío francés destacaban claramente sobre un cielo color cobalto. La tercera descarga de la Sutherland siguió un segundo después a la de su adversario.

—Tres a dos, como siempre —observó Bush, frío.

Una bala que había dado en las bitas de mesana sembró la cubierta de astillas.

—Aún sigue, capitán.

No era fácil mantener la cabeza despejada entre aquel escándalo, en medio del cual la muerte hacía una buena cosecha. El capitán Morris había apostado a sus soldados a lo largo de la pasarela de babor con la orden de disparar sobre todos los que estuviesen a tiro en el puente enemigo. Ambos buques se encontraban ahora a la distancia de tiro de mosquete. Las descargas de la Sutherland se sucedían de un modo irregular; los artilleros más expertos disparaban más deprisa que los otros. También los franceses mantenían un fuego más sostenido, en medio del cual las explosiones más sonoras indicaban cuándo habían sido disparadas varias piezas a la vez. Eso daba la rara impresión de un batir estrepitoso de cascos de caballo sobre un empedrado, que resonasen a veces al unísono y luego se fuesen desperdigando.

—Me parece que el fuego de esa gente se debilita, capitán. Y no me asombra nada —dijo Bush.

A juzgar por el número de muertos que tenía en cubierta, la Sutherland aún no estaba herida de muerte. Todavía podía resistir un rato.

—¡Mire aquel palo, capitán! —exclamó Bush.

Lentamente y con cierta elegancia, el árbol del palo mayor del adversario se inclinaba hacia delante y aún más francamente el mastelero de juanete. A través del humo se veía el palo mayor tambalearse hacia la popa. Luego todo aspecto de solemnidad desapareció de la altísima pirámide de velas y la arboladura, que durante un momento formó en el aire una gran ese, de repente se desplomó, arrastrando en su caída hasta los mástiles de trinquete y de mesana. Este espectáculo produjo a Hornblower una torva satisfacción. En Rosas sería dificilísimo que pudiesen procurarse un palo mayor. La tripulación de la Sutherland acogió el desastre enemigo con un grito de júbilo y se apresuró a enviar algunos proyectiles más a su desarmado adversario. Unos momentos más tarde cesaban los truenos, el viento deshacía la cortina de humo y un sol deslumbrador iluminaba el indescriptible desorden que reinaba en las cubiertas.

A popa, la Sutherland había conseguido inmovilizar al navío adversario, convirtiéndolo en un enorme montón de velas y jarcias que pendían de sus costados; por la proa, el segundo cañón del puente inferior aún apuntaba con un inverosímil ángulo de elevación, demostrando que al menos uno de los cañones estaba desmantelado e inútil. A un cuarto de milla ante ella, el segundo navío (primero sobre el que abrió fuego la Sutherland), sin cuidarse de lo que pasaba detrás de su popa, corría a toda vela buscando el refugio de Rosas, donde esperaba ponerse a salvo. En el horizonte se veía el anfiteatro de los ásperos montes de España y los blancos tejados de Rosas, muy visibles sobre la dorada playa. La Sutherland no estaba lejos de la ancha entrada de la bahía, y a medio camino entre ella y Rosas, sobre la lisa superficie del mar, dos gigantescos escarabajos venían a su encuentro. Eran dos cañoneras que se disponían a salir a alta mar.

Entretanto, seguían al navío desarmado los otros dos buques franceses: el de triple cubierta, con su insignia de vicealmirante y, detrás, el de doble cubierta.

Era el momento de tomar una decisión.

—¡Vigía! —llamó Hornblower—. ¿No se ve aún a nuestro buque insignia?

—No, capitán. Sólo se ve a la Cassandra.

Hornblower podía ya distinguir las velas de la Cassandra a simple vista en el horizonte; pero la Pluto y la Calígula debían de estar aún a veinte millas, por lo menos, y tal vez en una encalmada. Aquel soplo de aire que empujaba a la Sutherland hacia la bahía probablemente era una simple virazón; el día era bastante caluroso para poder suponerlo así. Era casi imposible que Leighton llegase a tiempo para poder participar en la batalla. Hornblower podía virar de repente y buscar su salvación en la huida, dejando a distancia a las dos naves enemigas en el caso de que quisieran molestarle, o bien cruzarse en el camino de éstas. Se imponía una decisión rapidísima, pues a cada instante se encontraba más cerca de Rosas. Enzarzándose en una batalla existía la lejanísima esperanza de que Leighton apareciese, por lo menos para recoger a los heridos; pero era una esperanza tan débil que Hornblower ya se había resignado a descontarla.

La Sutherland sería destruida, pero sus enemigos se hallarían reducidos a la impotencia y tendrían que permanecer días e incluso semanas en Rosas.

Esto era precisamente lo que Hornblower quería, porque costaría un cierto tiempo hacer los preparativos necesarios para poder atacarlos en su fondeadero, y durante ese tiempo siempre podía darse el caso de que aquéllos (tres por lo menos) huyesen de Rosas lo mismo que habían huido de Tolón.

Mentalmente, Hornblower calculaba lo que representaría para Inglaterra la pérdida de un buque de setenta y cuatro cañones, ante la perspectiva (muy segura) de que perdiera Francia cuatro buques de línea. De pronto comprendió que sus cavilaciones eran inútiles. Si él se retiraba, durante el resto de su vida se preguntaría si lo había hecho por cobardía, y con impresionante claridad se representaba aquellos años de remordimiento y desazón moral. Daría la batalla aunque no fuese prudente hacerlo, y apenas hubo tomado esta decisión se dio cuenta aliviado de que el rumbo que seguía le llevaba irremediablemente a ella. Aún perdió unos segundos en mirar el azul del cielo que tanto amaba y luego, resueltamente, se olvidó de sus emociones.

—Señor Bush, le ruego que vire a babor —dijo.

La dotación volvió a estallar en gritos de júbilo. Estaban contentos, pobres infelices, viendo que volvían de nuevo a enfrentarse a los franceses, aunque aquello seguramente significase la muerte para la mitad de ellos. Hornblower sintió un impulso compasivo (¿o era desprecio?) por aquella gente y su sed de sangre o de gloria. Y Bush, a juzgar por cómo se le iluminó la cara ante la orden que dio Hornblower, no estaba menos loco que los demás. Quería la sangre de los franceses, sólo porque eran franceses, y no le importaba quedarse sin piernas a cambio de la satisfacción de destrozar antes unas cuantas piernas francesas también.

El navío de doble cubierta con la insignia de contralmirante se acercaba dando bordadas; aquel vientecillo virazón se daba el trabajo de empujarlos a todos al interior de la bahía de Rosas, bajo los cañones de la fortaleza. Los hombres que, de mala gana, limpiaban las cubiertas de todos los escombros que las abarrotaban lo abandonaron todo cuando, al levantar la cabeza, se dieron cuenta de que les estaban apuntando los cañones de la nave inglesa. Tres veces los descargó la Sutherland sin que los franceses contestaran ni una sola. «Otro medio centenar de franceses muertos por Bush», pensó Hornblower con perversa alegría mientras se apagaba el ruido de los cañonazos y los hombres, silenciosos, esperaban junto a las piezas. Ahora se adelantaba el navío de tres cubiertas, hermosísimo bajo la ingente mole de su velamen y mostrando la horrible mueca de sus bocas de fuego. Incluso en aquel momento, Hornblower, desapasionadamente, admiró la alta entrada, mucho más grande de lo que acostumbraba ser en los buques ingleses.

—Maniobre despacio, señor Bush —dijo Hornblower, resuelto a clavar los dientes en el navío lo mismo que un bulldog.

Y la Sutherland viró poco a poco, poco a poco. Hornblower observó que aquella última maniobra que él ordenaba con la Sutherland se llevaba a cabo con toda la perfección que se podía desear. La nave se colocó sobre el mismo rumbo del navío de triple cubierta. En el instante en que éste se hallaba delante, los cañones de ambos se dispararon a la vez a un centenar de yardas de distancia, vomitando fuego por todas sus bocas.

A Hornblower, en todos los anteriores encuentros, le había parecido que el tiempo se eternizaba. Ahora le parecía que volaba. El espantoso rugido de la artillería se sucedía ininterrumpidamente, y las figuras que corrían entre el humo se movían al doble de la velocidad normal.

—Acerquémonos más —dijo Hornblower al timonel, y después de dar esta última orden se abandonó a la loca inconsecuencia de toda aquella aventura. Los proyectiles llovían en torno a él, sobre el puente, abriendo grandes agujeros en el entarimado. Con la claridad con que se ven las cosas en una pesadilla vio caer a Bush. La sangre le salía a chorros por el muñón de la pierna al haberle sido arrancado un pie. Dos ayudantes del cirujano se lo llevaron corriendo.

—Dejadme en cubierta —gruñía él—. Dejadme estar aquí, perros.

—Lleváoslo —dijo Hornblower, y su voz enronquecida concordaba con la locura que le rodeaba; estaba contento de haber podido mandar que se llevasen a Bush a un lugar seguro donde aún podría vivir.

El palo de mesana cayó entre una lluvia de obenques, palos y jarcias; era la muerte, que caía del cielo del mismo modo que surgía del mar. Y Hornblower vivía aún. Vio a Hooker, que, junto con algunos hombres, subía a reparar el palo de la verga de trinquete que había sido roto por la descarga. Por el rabillo del ojo vio llegar, brillando entre una nube de humo, un nuevo buque: era el cuarto navío francés, que avanzaba hacia el flanco aún indemne de la Sutherland. Hornblower agitó en el aire el sombrero, gritó alguna cosa absurda a sus marineros, que contestaron con vítores, e inmediatamente se dispusieron los cañones de estribor. El humo se espesaba y los estampidos, cada vez mayores, con todos los cañones en acción, hacían temblar al navío hasta lo más profundo de sus fibras de madera.

Hornblower vio a su lado al pequeño Longley, con la cara pálida, milagrosamente vivo aún después de la caída del palo de mesana.

—¡No, no tengo miedo! ¡No, no tengo miedo! —repetía el muchacho; tenía la chaqueta desgarrada en el pecho y se esforzaba en colocársela bien, con el mismo empeño que ponía en tragarse las lágrimas que se escapaban de sus ojos.

—No, hijo mío; ya sabemos que no tienes miedo —le dijo Hornblower.

Y entonces murió Longley, con las manos y el pecho destrozados, convertidos en sangrienta papilla. Por encima del cuerpo de Longley, Hornblower contemplaba un cañón en cubierta, que no estaba como debía. Ya se disponía a llamar la atención de alguien sobre ello cuando vio que los artilleros habían muerto allí mismo y estaban espantosamente destrozados en torno al cañón. Pronto habría otros cañones inutilizados, sin hombres para su maniobra. La carroñada más cercana no tenía más que tres hombres, lo mismo que la de al lado, y la de más allá. Corrían los marineros sobre cubierta, llevando pólvora y proyectiles; tal vez los hubiese llamado Gerard, porque ya no quedaban grumetes. ¡Si al menos hubiese pasado aquel estrépito infernal, dejándole un momento de reposo para pensar!

Le pareció que se redoblaba el estruendo. El palo mayor y el de trinquete se derrumbaron con un estrépito que, por un momento, apagó el de los cañones, y las jarcias, en enorme embrollo, cayeron a estribor. Hornblower se precipitó hacia la proa, a donde ya había acudido Hooker con un grupo de hombres armados de hachas, que habían abandonado los cañones para cortar y tirar al mar toda aquella ruina. El palo mayor, grueso en su base como un gran tronco de árbol, al caer había hecho pedazos la armadura de un cañón y aplastado a los hombres que lo manejaban. Por aquel lado, los proyectiles habían matado a algunos hombres, y una humareda que se levantaba entre las caídas velas indicaba que el fuego había prendido en ellas. Hornblower arrancó un hacha de las manos de un marinero muerto y comenzó a dar hachazos junto con los demás. Apenas hubieron cortado la última cuerda y lanzado al mar la informe masa de despojos, se aseguró de que las llamas no se habían propagado. Luego, dirigió una mirada a su alrededor: las cosas se podían ver bajo un nuevo aspecto.

Cadáveres y restos humanos se hallaban esparcidos por toda la cubierta. Ya no tenían timón: los palos, las amuradas estaban rotas, y las propias brazolas de las escotillas estaban indicadas por una hilera de astillas. Pero los cañones que quedaban en su sitio, manejados por algunos hombres, aún no habían cesado de disparar. A uno y otro lado, como vagos fantasmas entre la niebla del humo, se distinguían los navíos enemigos. El de triple cubierta había perdido dos vergas de gavia, y el de dos, el palo de mesana; las velas se caían a pedazos y las jarcias, que pendían como festones, les daban un grotesco aspecto de naves empavesadas. Pero el fuego era más violento que nunca. Hornblower se preguntaba torpemente por qué extraño prodigio habría escapado a la tempestad del fuego, cuando atravesó la cubierta para volver a su lugar en el alcázar.

Alguna ráfaga de viento alteraba las respectivas posiciones de los buques. El de triple cubierta, girando sobre sí mismo, se acercaba a la Sutherland.

A Hornblower le parecía tener los pies de plomo. Los marineros franceses estaban ya allí, dispuestos al abordaje, y Hornblower, corriendo, desenvainó la espada.

—¡El enemigo nos aborda! —gritó—. ¡Pronto! ¡Todos a rechazar al enemigo! ¡Hooker, Crystal!

Como en una pesadilla, vio lanzarse sobre su buque al del adversario. En tomo a él llovían las balas con estrépito. Hombres armados de picas y espadas estaban a horcajadas en la borda de la nave de triple cubierta y saltaron luego sobre la cubierta de la Sutherland. Hornblower se vio arrastrado por un grupo de marineros británicos, desnudos hasta la cintura, negros por el humo y armados con machetes, atacadores, espeques y picas. Era una lucha cuerpo a cuerpo en la que todos golpeaban, empujaban, caían, se levantaban. La corriente humana llevó a Hornblower ante un pequeño teniente francés, con el sombrero fieramente calado de través. Las apreturas le impedían mover los brazos y el francés intentaba desenfundar una pistola que llevaba al cinto.

Rends-toi —le gritó, consiguiendo por fin apuntarle con el arma, pero Hornblower le dio un rodillazo en el vientre. Con una expresión de agudo dolor, el francés dejó caer la pistola y echó la cabeza hacia atrás.

Empujado por una ráfaga de viento más fuerte que las otras y por los palos con que Hooker, Crystal y sus hombres lo empujaban, el triple cubierta volvía a alejarse. Algunos de los franceses habían saltado a tiempo a su propio navío. Otros se echaron al agua y una docena, que se habían quedado en la nave inglesa, dejaron caer las armas, uno de ellos demasiado tarde para detener la pica que se le hundió en el estómago. La racha de viento continuaba aún y había disipado un tanto la humareda, llevándose a la deriva, lejos de la desarbolada Sutherland, la nave de triple cubierta. El sol iluminaba el horrendo espectáculo, empalidecido y como velado por una nube. Casi como por encanto cesó el fragor del cañoneo.

Con la espada en la mano, Hornblower miraba a los prisioneros que sus hombres estaban atando. Al cesar el estruendo, no sintió aquel alivio que tanto había anhelado; al contrario, se sentía entorpecido, embrutecido, cansadísimo, y entre la enorme fatiga que le agobiaba hizo un esfuerzo sobrehumano para pensar con claridad.

En toda la amplitud del horizonte no se veía ni rastro de la Pluto ni la Calígula; sólo la Cassandra había sido testigo del épico encuentro. Los dos navíos franceses, tan malheridos como la Sutherland, navegaban a la deriva a poca distancia; por una porta del de triple cubierta goteaba un líquido oscuro: sangre humana. Con mirada alelada, Hornblower contemplaba al doble cubierta: la parte estropeada quedaba al otro lado y al dar la vuelta ofrecía a los ojos de la Sutherland primero la popa y luego la parte menos averiada. Una nueva explosión sacudió el aire; una descarga cogió de lleno a la Sutherland. Del destrozado muñón del palo trinquete voló una nube de astillas, y el cañón más cercano a Hornblower vibró como una campana bajo el choque de un proyectil.

—¡Oh! ¡Basta! ¡Basta, por el amor de Dios! —murmuró Hornblower.

Algunos hombres que aún estaban sanos se dirigieron penosamente a los cañones. A Gerard no se le veía por ninguna parte, pero Hooker, un valiente muchacho, señalaba a cada hombre el lugar que debía ocupar al lado de los cañones, de modo que hiciesen funcionar alguno por lo menos. Pero los hombres, extenuados, ya no se tenían de pie. La suerte de la Sutherland parecía echada. Entretanto, el enemigo le dirigía una nueva descarga. Sordamente, por debajo de todos los otros ruidos, Hornblower percibía un continuo lamento lastimoso; era la voz de los heridos, acurrucados por todas partes. Las dos cañoneras que salieron de la bahía maniobraron con cautela para colocarse enfrente de la popa de la Sutherland y pronto sus morteros de cuarenta y dos libras abrirían fuego. El sol, el mar azul y el azul del cielo, los montes verde grisáceo de España en lontananza, la playa dorada, las blancas casitas de Rosas, todo lo veía Hornblower y, al verlo, se le desgarraba el corazón.

Vio caer a dos hombres, heridos, a los pies de Hooker, chorreando sangre y con las vísceras fuera.

—Rindámonos —dijo en voz alta—. No nos queda más remedio que rendirnos.

Pero la Sutherland no tenía ninguna señal que pudiese izar para rendirse, y la entorpecida mente de Hornblower luchaba con este problema. Mientras se dirigía a popa, el mortero de cuarenta y dos libras de una de las cañoneras tronó con fuerza. Hornblower estuvo a punto de caer a causa de la violencia producida por la descarga, que hirió el costado de la nave justamente debajo de sus pies. Encontró a Hooker y a Crystal en el puente de popa junto con Howell, el carpintero.

—Hay cuatro pies de agua en la sentina, capitán, y no tenemos ni una bomba sana —dijo el último.

—Sí —contestó Hornblower con apatía—. Me rendiré.

Leyó la aprobación en las pálidas facciones de sus oficiales, pero ninguno de ellos dijo una palabra. ¡Si al menos la Sutherland se hundiese de repente! El problema se resolvería por sí mismo, pero era esperar demasiado. Continuaría embarcando agua y hundiéndose con lentitud a medida que ésta fuese ganando un puente tras otro. Entretanto, continuaba despiadado el cañoneo. Podía estar flotando veinticuatro horas antes de hundirse por completo, y durante ese tiempo, aquel ligero soplo de viento la empujaría inexorablemente bajo los cañones de Rosas. ¿Qué remedio quedaba sino la rendición? Mentalmente se escudó Hornblower en el ejemplo de otros capitanes británicos que también se habían rendido al hallarse en un apuro semejante. Thompson, de la Leander, el capitán de la Swiftsure y el infortunado que estaba a las órdenes de Saumarez en la bahía de Algeciras. Todos ellos habían arriado su bandera después de una larga pelea en condiciones de aplastante inferioridad.

Una voz gritaba algo desde el navío de doble cubierta. Hornblower no entendía las palabras, pero debía de ser una invitación para rendirse.

Oui! —gritó—. Oui!

En contestación le dirigieron una nueva descarga que produjo otros destrozos entre el maderamen, con el acompañamiento de agudos gritos desde abajo.

—¡Dios mío! —exclamó Hooker.

Hornblower comprendió que no había entendido la pregunta y entonces se le ocurrió instantáneamente lo que debía hacer. Corriendo tan deprisa como se lo permitieron sus doloridas piernas, bajó al indescriptible caos en que se había convertido su camarote. Apresuradamente rebuscó entre aquel revoltijo, ante las asombradas miradas de algunos artilleros; finalmente, halló lo que buscaba, y con un bulto de tela bajo el brazo volvió a subir el puente.

—Aquí está —les dijo a Howell y a Crystal—. Cuélguenla en el costado.

Era la bandera tricolor que él había hecho confeccionar para engañar a la batería de Llançà. Al verla, los hombres de la cañonera se pusieron a remar para acercarse al costado de la Sutherland. Con la cabeza desnuda bajo el sol, Hornblower esperaba Le quitarían la espada de honor. La otra espada de honor seguía empeñada en casa de Duddingstone, el proveedor. Ahora que había arruinado su carrera, jamás la podría rescatar. La desarbolada Sutherland sería remolcada en triunfo bajo la protección de los cañones de Rosas. ¿Cuánto tiempo habría de pasar aún antes de que la flota del Mediterráneo consiguiese vengarla y recuperarla, quitándosela a los vencedores, o bien incendiarla convirtiéndola en una enorme pira junto con las maltratadas vencedoras de hoy? Y María habría dado a luz un hijo: un hijo al que no vería jamás, durante sus años de cautiverio. Lady Bárbara leería en los periódicos la captura del capitán Hornblower. ¿Qué pensaría de él cuando supiese que se había rendido? Entretanto, el sol le abrasaba el cráneo y experimentaba una indecible fatiga.