CAPÍTULO 19

La Sutherland se agitaba sobre las aguas convulsas del golfo de León, bajo un cielo tormentoso, y sobre el cabeceante alcázar, su capitán gozaba oyendo la salvaje canción del frío e impetuoso mistral.

Habían pasado tres semanas desde la peligrosa aventura del desembarco y la intentona de asedio de Rosas; hacía quince días que el barco se veía libre de caballos y mulas y el olor de cuadra casi había desaparecido. El orden y la limpieza volvían a reinar en las cubiertas. Además, como la Sutherland había sido enviada en servicio de destacamento con la obligación de vigilar la costa francesa hasta Tolón, Hornblower se veía libre de la molesta proximidad del almirante y respiraba aquel viento vivificante con la delicia de un prisionero que se ve en libertad. El marido de Bárbara no era una persona a la que resultase agradable servir.

Todo el navío parecía disfrutar de este sentimiento de liberación, a menos que ello se debiese al contraste entre el tiempo, que se volvía variable y la paz y la tranquilidad que hasta entonces habían disfrutado.

Allí estaba Bush, que llegaba frotándose las manos. Su ancha cara sonreía como una máscara.

—Sopla un vientecillo, capitán. Y creo que nos va a dar trabajo antes de darse por vencido.

—Eso parece. —Hornblower le devolvió la sonrisa. Sentía el corazón alegre y el ánimo ligero. Era curioso lo estimulante que resultaba verse empujado de nuevo a barlovento por una fuerte brisa, sobre todo sabiendo que el almirante más próximo se hallaba por lo menos a cien millas de distancia. En el sur de Francia, aquel mismo vientecillo debía de ocasionar protestas y murmuraciones y seguramente los buenos burgueses se envolverían en sus abrigos para protegerse de él; pero en el mar era un encanto, una verdadera delicia.

—Mande hacer a los hombres el trabajo que le apetezca, señor Bush —dijo Hornblower con magnanimidad. Pero la verdad es que él quería evitar la tentación de dejarse arrastrar a una charla inconveniente.

—Sí, señor.

El pequeño Longley se acercaba con el reloj de arena para echar la corredera como cada hora. Hornblower le observó de reojo. El muchacho ya tenía aplomo y daba sus órdenes con seguridad Era el único entre los guardiamarinas que ponía un minucioso cuidado hasta en las tareas más nimias, y la aventura de la roca demostró que tenía un carácter enérgico a pesar de su juventud. Hornblower había decidido que le promovería a teniente al final de aquella expedición, aprovechando cualquier pretexto. Ahora lo estaba mirando, mientras se empleaba en aquella sencilla tarea que se repetía de hora en hora, y el examen del muchacho le producía un raro sentimiento de estupor, como si estuviese contemplando en él a un futuro Nelson, a un almirante que un día llegaría a mandar cuarenta buques de línea.

Era un muchachito más bien feo, con unas facciones simiescas bajo un pelo estropajoso, y, sin embargo, Hornblower no le podía mirar sin sentir que su corazón se conmovía. Si el pequeño Horatio, que murió de la viruela en aquella posada de Southsea, hubiese sido así, Hornblower se sentiría orgulloso de él. ¡Quién sabe…! Pero no debía ponerse triste con aquellos recuerdos precisamente aquella mañana tan hermosa. Al volver a su hogar se hallaría con un nuevo hijo. Por lo menos Hornblower esperaba que fuese un chico, y seguramente María deseaba lo mismo. Desde luego, ningún otro niño podía ocupar el lugar de Horatio… Hornblower se sintió invadido por una nueva oleada de tristeza al recordar cómo el pequeñín había apoyado la carita en su hombro gimiendo: «Papá, ¡quiero a mi papá!». Aquella noche que empezó a tener fiebre…

Hornblower volvió a sacudir los tristes pensamientos. A su vuelta a Inglaterra, si había sacado bien las cuentas, el niño ya andaría a gatas por todas partes. Tal vez hasta hubiese empezado a hablar con los primeros balbuceos, y a la llegada de aquel papá desconocido escondería la carita, lleno de susto; a él le correspondería la tarea de conquistar la confianza del niño y su amor. Sería una tarea muy agradable.

María le había comunicado el deseo de rogar a lady Bárbara que hiciese de madrina del niño, y era de esperar que ella accediese. Un muchacho que pudiese contar con la influencia de los Wellesley podía decir que tenía su porvenir asegurado. Sin duda se debió a esa influencia que Leighton obtuviese el comando de la escuadra del que hacía tan mal uso. Hornblower también estaba seguro de que fueron los Wellesley los que le consiguieron el comando de una nave de línea en aquella escuadra y que no se quedase ni un solo día a medio sueldo. Aún no sabía qué motivos pudieron mover a lady Bárbara, pero en una mañana de viento tan vivo como aquélla, se inclinaba a suponer que lo hizo por amor a él y, a decir verdad, hubiese preferido muchísimo más que fuese por ese motivo que por ningún otro, ni siquiera por la única razón de que ella le apreciase como buen marino. ¿O tal vez no era más que capricho y condescendencia por parte de una gran señora que se sabía amada por un hombre de una clase inferior a la de ella?

Esta última suposición le indignó. Una vez, ella se le había ofrecido. Él la había besado, la había estrechado entre sus brazos. Poco importaba (en el estado de ánimo en que se hallaba, pasaba por alto este recuerdo), poco importaba que él no se hubiese atrevido a hacerla suya; ella se le había ofrecido y él no la aceptó. La que había sido sierva no tenía derecho a darse aires de dueña. Ante ese recuerdo que le escocía, Hornblower pateaba la cubierta, moviéndose de un lado a otro.

Pero su clarividencia se vio ahogada por su deseo de idealizar las cosas. Al recuerdo de una lady Bárbara fría y dueña de sus sentimientos, ejemplo de perfecta gran señora y digna consorte de un almirante, se sobrepuso el pensamiento de una lady Bárbara dulce, de una lady Bárbara enamorada… de una belleza como para hacer perder la cabeza a cualquiera. El deseo que sentía por ella le llenaba el corazón, se sentía triste, enfermo y abandonado, en su deseo de aquel ángel de bondad, de dulzura y mansedumbre que él imaginaba en ella. El latido de su corazón se aceleraba al pensar en la blancura de aquel seno sobre el cual reposaba el collar de zafiros, y, como para reforzar la devoción casi infantil que sentía por ella, se sintió invadido por una sombría llamarada de pasión.

—¡Vela a la vista! —gritó desde la cofa el vigía. Y en un instante y como si cayese un telón, los sueños de Hornblower desaparecieron para dar paso a la realidad.

—¿Dónde?

—Justo contra el viento, capitán, y va muy rápida.

Una buena brisa del nordeste como aquélla que soplaba debía de resultar ideal para las naves francesas que quisiesen romper el bloqueo de Tolón y de Marsella. Las ayudaría a salir del puerto y recorrer mucho mar durante la noche, y al mismo tiempo empujaba lejos a sotavento a la escuadra inglesa. La vela avistada podía ser muy bien una nave que intentase romper el bloqueo; pero, si era así, tenía pocas posibilidades de escapar estando la Sutherland a sotavento. La perspectiva de poder ganar un buen botín venía a completar la buena suerte que hasta entonces había sonreído al capitán Hornblower.

—Mantenga el rumbo derecho como va —le dijo a Bush en contestación a la muda interrogación que éste le dirigió—, y llame a los hombres para la maniobra.

—¡Eh! ¡Cubierta! —llamaba el vigía—. Es una fragata inglesa, al parecer.

Eso era una desilusión. Había un montón de razones plausibles para que apareciese una fragata inglesa en aquellas aguas que no ofrecían ninguna posibilidad de actuación, y una sola de que se debiera precisamente a la proximidad de un enemigo.

Ya se veían las gavias que blanqueaban contra el color plomizo del cielo.

—Perdón, capitán —dijo el artillero de una de las carroñadas de babor del alcázar—. Mi camarada Stebbings cree conocer esa fragata. —Stebbings, un hombre maduro de barba canosa, era uno de los artilleros sustraídos al convoy de las Indias Orientales.

—A mí me parece que es la Cassandra, señor, número 32. Nos escoltó en la última travesía.

—Capitán Frederic Cooke, señor —añadió Vincent, que había ojeado rápidamente el anuario.

—Pida el número y asegúrese de su nombre —ordenó Hornblower.

Cooke había sido nombrado capitán seis meses más tarde que Hornblower; por lo tanto, en cualquier acción combinada le correspondía a él el mando.

—Sí, capitán. Efectivamente, la Cassandra —confirmó Vincent mirando por el catalejo, después de haber sido izada en el peñol del trinquete una hilera de banderolas.

—Deja sueltas las escotas —dijo Bush, y su voz no podía ocultar cierta emoción—. Es raro, ¿verdad?

Desde tiempo inmemorial, que databa de mucho antes de que se hubiese decidido usar un sistema de señales más prácticas, el dejar sueltas al viento las escotas significaba un aviso de que se acercaba una flota enemiga.

—Vuelve a hacer señales —dijo Vincent—. Es difícil poderlas leer, pues las banderolas flamean hacia nosotros con este viento…

—Demonios, Vincent —dijo Bush perdiendo la paciencia—. ¡Aguce la vista si no quiere parecer tonto!

—Numerales: Cuatro. Letras. Diecisiete… —empezó Vincent con lentitud.

—«Cuatro… Buque de línea… Enemigos… A popa… Barlovento… Rumbo… Sudoeste». —Tradujo Longley con el código de señales.

—Teniente Bush, zafarrancho de combate, por favor. Y viramos en redondo.

Combatir en proporción de uno a cuatro no era apropiado para la Sutherland. Hornblower pensó que, si el enemigo era perseguido por navíos ingleses, él podría interceptar al enemigo e intentar inutilizar por lo menos a dos buques franceses, a fin de asegurar su captura. Pero mientras no supiera más de la situación, era conveniente mantenerse lo más alejado posible.

—Pregunte: «¿Hay más navíos ingleses en las cercanías?» —le dijo a Vincent; mientras la Sutherland macheteaba primero de costado y luego se estabilizaba, Bush se ocupaba en disponer las maniobras.

—Respuesta negativa, señor —dijo Vincent un momento más tarde, a través del estrépito de los preparativos del zafarrancho de combate.

Así, era aquello que Hornblower se había figurado en el primer momento. Las cuatro naves francesas habían salido de Tolón, aprovechándose de la oscuridad, mientras la escuadra de bloqueo se veía empujada a sotavento. Sólo la Cassandra, que recorría la costa explorando, las había avistado y corría delante de ellas para poder observar sus movimientos.

—Pregunte: «¿Dónde está el enemigo?» —dijo Hornblower.

Era un interesante ejercicio, que merecía conocimiento del código de señales, intentar plantear un mensaje de modo que se usara el menor número de banderas posible.

—«Seis… millas a popa… rumbo… nordeste» —tradujo Longley con el código una vez que Vincent leyó los números.

Luego los navíos franceses viajaban con el viento. Podía ser así por la sencilla razón de que deseasen poner la mayor distancia posible entre ellos y la escuadra que bloqueaba Tolón, pero, por otra parte, parecía raro que el capitán que mandaba el grupo se dirigiese a un desastre seguro precipitándose de esa forma a sotavento, a menos que ese rumbo fuese el más conveniente para sus intenciones. El rumbo que seguían, que no podía tener como objetivo llegar a Sicilia, ni al Adriático, ni al Mediterráneo Oriental, y más bien apuntaba a la costa española, cerca de Barcelona y tal vez más abajo, hasta el estrecho de Gibraltar.

En el alcázar, Hornblower intentaba concentrarse y calcular cuál era el pensamiento que Bonaparte había tenido en las Tuberías al ordenar aquella salida. Más allá del estrecho se extendía el Atlántico y el resto del mundo. Sin embargo, era difícil imaginar en aquel espacio sin límites qué objetivo podían buscar cuatro navíos de línea franceses. Las Indias Occidentales francesas, después de las numerosas expediciones inglesas, quedaron muy reducidas. El cabo de Buena Esperanza estaba en manos inglesas. La isla de Mauricio estaba a punto de caer. Aquella escuadra francesa podía tener como único objetivo el de molestar al comercio por medio de ataques, pero, en tal caso, un número correspondiente de fragatas hubiese sido más barato y efectivo. No era propio de Bonaparte. Por otro lado, había transcurrido bastante tiempo para que la aparición de la escuadra inglesa de Leighton y la consiguiente penuria de aprovisionamientos fuese comunicada a las Tuberías, y para que fuesen expedidas órdenes pertinentes hacia Tolón. Esas órdenes serían del estilo concordante con la actividad napoleónica. ¿Tres navíos ingleses en las costas de Cataluña? Mandemos cuatro franceses equipados con hombres reclutados en todos los barcos que están detenidos en la rada de Tolón. Carguémoslos con todas las mercancías que reclame la guarnición de Barcelona. Hagámoslos salir en una noche oscura, con rumbo hacia Barcelona y, si pueden, que destruyan a la escuadra inglesa, y que vuelvan si tienen suerte. En una semana podían estar de vuelta sanos y salvos, y si no vuelven… Bueno, el que quiere una tortilla ha de romper los huevos.

Tal debía de ser el proyecto francés, y Hornblower se hubiese jugado todo lo que tenía a que la cosa era así. Quedaba por resolver de qué modo se las arreglaría para impedirlo. Lo primero que debía hacer era mantenerse entre los franceses y su objetivo; lo segundo, dejarse ver lo menos posible, de manera que fuese para ellos una desagradable sorpresa encontrarse delante a un navío de fuerza considerable y no sólo una simple fragata en su camino, y la sorpresa significaba haber ganado media batalla. En ese caso, el primer movimiento instintivo de Hornblower había sido muy acertado y la Sutherland estaba en el camino más conveniente para conseguir sus propósitos. Ahora no quedaba más que llamar a la Pluto y a la Calígula. Tres navíos de línea y una fragata podían enfrentarse a cuatro buques franceses, aunque estuviesen equipados lo mejor posible, para vergüenza de su amo Bonaparte.

—Listo el zafarrancho de combate, señor —anunciaba Bush, saludando militarmente. Ya le brillaban los ojos al pensar en la lucha inminente. Más que nunca, Hornblower descubría en él la madera del hombre nacido para pelear, un tipo al cual él sentía no pertenecer, un hombre que disfrutaba con sólo pensar en la batalla, por puro gusto; que amaba el peligro físico, que jamás se detendría a calcular los pros y los contras.

—Deje libres a los de la guardia de abajo, por favor —dijo Hornblower. Como no había una necesidad urgente, era inútil mantener a todos los hombres en guardia. Hornblower vio que Bush cambiaba de expresión al oír esas palabras, que querían decir que la Sutherland no se lanzaría ciegamente a una aventura que representaba para ella una desventaja de cuatro a uno.

—Sí, señor —contestó de mala gana.

Sin embargo, siempre podía alegarse alguna cosa en favor de su punto de vista. Bien dirigida, la Sutherland podía echar abajo tantos palos franceses como para dejar dos o tres navíos enemigos averiados, de tal manera que pudieran caer en manos de los ingleses con mucha facilidad. Pero podía costarles la propia destrucción, y siempre estaban a tiempo para hacerlo. El viento en popa de hoy podía ser mañana contrario, y entretanto la Pluto y la Calígula tendrían tiempo para acudir en cuanto se les informase de la proximidad de una buena presa.

—Déjeme un momento el código de señales —le dijo Hornblower a Longley.

Hojeó las páginas, refrescando la memoria sobre los términos de algunas de las señales menos conocidas. Al mandar mensajes largos era fácil confundirse. Hornblower se pellizcaba la barbilla mientras combinaba el suyo. Como todos los capitanes dispuestos a batirse en retirada, corría el riesgo de verse mal juzgado, aunque la nación inglesa en pleno, que estaba tan engreída por las pasadas victorias, no podría condenarle por haberse retirado frente a un enemigo que se presentaba con fuerzas tan superiores. Pero si las cosas iban mal, la camarilla de los Wellesley podría requerir una cabeza de turco, y el mensaje que estaba a punto de lanzar tal vez representase la diferencia entre la derrota o la victoria, entre el Consejo de guerra y el público reconocimiento en el Parlamento.

—Mande este mensaje —le ordenó a Vincent con brusquedad. Una bandera tras otra iban subiendo al mástil. La Cassandra debía desplegar todas las velas posibles y, aprovechándose de su mayor velocidad de fragata, dirigirse inmediatamente hacia el oeste y buscar a la Pluto y la Calígula (Hornblower no podía darle el lugar de su posición con exactitud), y conducirlas hacia Barcelona. Una frase tras otra eran confirmadas por la Cassandra. Luego hubo una pausa, antes de que Vincent con el catalejo en un ojo dijese:

—Capitán, la Cassandra señala y dice: «Nos sometemos».

Era la primera vez que Hornblower oía aquella palabra dirigida a él. Él mismo se había servido de ella muchas veces, al hacer señales a los almirantes y a los capitanes más antiguos que él. Ahora había un capitán que le dirigía una señal en contestación a las suyas y empezaba con la consagrada frase de «Nos sometemos». Eso era una prueba visible y clara de su antigüedad, y le produjo una emoción como no recordaba haber experimentado otra igual desde el día en que oyó por primera vez pitar los silbatos al pasar él, saludándole. Sin embargo, esa palabra era el preludio de una protesta. El capitán Cooke, de la Cassandra, no tenía ningún deseo de verse alejado de una manera tan perentoria del teatro de una acción que prometía ser tan interesante. Sin embargo, se sometía, pero haciendo constar que sería mejor que la Cassandra no perdiese de vista al enemigo.

—Señale: «Lleve a cabo las órdenes dadas» —se limitó a decir Hornblower. Cooke se equivocaba y él tenía toda la razón, y la protesta de Cooke contribuyó a afirmarle en su decisión. La función que debía desempeñar una fragata no era sino la de proporcionar ocasión a los navíos de línea para entrar en acción. La Cassandra no podría soportar ni una sola descarga que le hiciesen los buques que venían tras ella; pero si conseguía llevar a la Pluto y a la Calígula a tiempo al lugar de la acción, realizaría un trabajo inestimable que multiplicaría su valor. Para Hornblower era muy confortador haber hallado una solución acertada para el desenlace de los acontecimientos que se preparaban; además, estaba convencido de tener toda la razón de su parte. Aquellos seis meses de antigüedad que le llevaba a Cooke hacían que no solamente tuviese que obedecerle en esos momentos, sino que, si un día ambos conseguían enarbolar la insignia de almirante, Hornblower siempre sería el más antiguo.

Vio perfectamente cómo la Cassandra soltaba los rizos de las gavias y se dirigía hacia el oeste. Los cinco nudos de superioridad en velocidad le eran de gran ayuda.

—Arrice las velas, señor Bush.

Dentro de poco los franceses verían desaparecer a la Cassandra en el horizonte y la Sutherland tal vez podría observarlos sin ser vista. Metiéndose el catalejo en un bolsillo, Hornblower empezó a trepar por las jarcias de mesana. Subía con calma, un poco fatigosamente. Comprometía su propia dignidad con ello, porque cualquier marinero de a bordo era capaz de subir con más agilidad que él; pero era indispensable que observase al enemigo con sus propios ojos. El navío se movía mucho en el mar revuelto y el viento le silbaba en los oídos. Se necesitaba cierto valor para seguir subiendo sin detenerse, de manera que diese la sensación de que aquella lentitud era simplemente un privilegio que un capitán podía permitirse, sin por eso llegar a parecer ni apocado ni torpe.

Al fin halló un lugar adecuado para colocarse en la cruceta del mastelero de mesana y apuntó el catalejo hacia el inquieto horizonte. Con la vela de gavia del palo mayor reducida, la velocidad de la Sutherland había disminuido considerablemente…, no podía avanzar mucho y los franceses pronto le darían alcance. Enseguida los distinguió: un minúsculo rectángulo blanco que apenas se percibía en el horizonte y detrás otro, y otro aún más lejos.

—¡Señor Bush! —se inclinó para gritar—. Cargue de nuevo la gavia mayor y mándeme aquí a Savage.

Los cuatro buques franceses adelantaban pesadamente a media milla uno de otro (tal vez sus capitanes temían una colisión si se acercaban más), y había que apostar cien contra uno a que sus vigías no se habían fijado en aquella manchita blanca que era todo lo que podía verse de la Sutherland. En un abrir y cerrar de ojos, Savage trepó hasta donde estaba su capitán por los flechastes y llegó jadeando un poco.

—Tome mi catalejo; ¿ve la escuadra francesa? —le preguntó—. Quiero ser advertido inmediatamente en el momento en que cambien de rumbo o si se van a adelantar a nosotros, o viceversa.

—Sí, señor —respondió Savage.

Volviendo a bajar a cubierta, Hornblower se dijo que ya había hecho todo lo que estaba en su mano y sólo tenía que esperar con paciencia hasta el día siguiente, en que habría de cosechar una victoria o un fracaso. Pero si no se daba ninguna de ambas alternativas, querría decir que los franceses se habían fugado y que a Hornblower le aguardaría un Consejo de guerra.

Tuvo cuidado en mantener una fisonomía tranquila, como si no sintiese la impaciencia que le devoraba. De manera que, siguiendo la antigua costumbre, invitaría a cenar a sus oficiales y luego jugarían una partida de whist.