El capitán Hornblower detuvo su caballo en la cima de la última estribación rocosa de la serie que hasta aquel momento se había desarrollado incesantemente delante de él. El sol de agosto caía a plomo, despiadadamente, y las innumerables moscas le atormentaban, lo mismo que a su caballo y a sus compañeros.
A su lado cabalgaba Claros; detrás de él, Longley y Brown guardaban el equilibrio como podían sobre sus huesudos rocinantes, en compañía de tres oficiales españoles. Algo más alejadas por aquel sendero de cabras, relucían las guerreras escarlatas. El mayor Laird y sus hombres iban en vanguardia, mientras de vez en cuando, entre la escasa vegetación grisácea y verdosa, alguna mancha escarlata indicaba el sitio en donde el mayor había colocado algunos centinelas por precaución. Aún más abajo se veía una especie de ciempiés de hombres, desnudos hasta la cintura, afanándose en su tarea de mejorar el camino para los cañones, y más allá otra especie de ciempiés múltiple con una gran mancha negra en la cola señalaba el sitio donde había llegado el primer cañón. En cinco horas había recorrido poco más de cuatro kilómetros. Levantando la mirada hacia el sol, Hornblower se dijo que le quedaba una hora y media para conseguir sus propósitos, para arrastrar los cañones a través de una milla de rocas y otra por el llano que tenía enfrente en declive. Sintió una punzada en la conciencia al pensar que seguramente el primer cañón llegaría con tanto retraso que no le iba a ser posible abrir fuego antes de las cinco o las seis de la tarde.
Allá abajo se extendía la pequeña ciudad de Rosas casi a una milla, pero con aquel aire transparente parecía mucho más cercana. Hornblower reconocía las características del lugar indicadas en sus mapas. A la derecha se levantaba la ciudadela. Desde la elevada posición en que se hallaba, Hornblower distinguía el contorno de los grises bastiones en forma pentagonal, con el mar azul al fondo. En el centro estaba la ciudad, con una calle única que costeaba la orilla del mar y que tenía por la parte de tierra una serie de fosos de protección. A la izquierda se erguía la elevada torre del fuerte Trinidad. El punto más débil, indudablemente, se hallaba en el centro; pero asaltarlo resultaría poco ventajoso, puesto que la ciudadela y el Trinidad podían resistir independientemente. El mejor partido era el de coger al toro por los cuernos, atacando la ciudadela por un lugar cercano al mar, de manera que se abriese una brecha. Al caer la ciudadela, la ciudad no podría defenderse; luego el Trinidad podía dar bastante que hacer; pero eso ya era otro cantar.
Hornblower, al abandonarse a sus pensamientos y fantasear sobre la capitulación de Rosas, no se había fijado en la paz que reinaba en aquel lugar. Las banderas tricolores que pendían desmayadamente de sus mástiles en la ciudadela y en el fuerte Trinidad eran todos los signos belicosos que se podían descubrir a la vista. En toda la extensión de la llanura no había ni rastro de milicias de asedio. Entretanto, sólo era cuestión de tiempo que la guarnición descubriese que se acercaba un gran convoy y que se diese cuenta de lo débiles que eran sus defensas.
—¿Dónde está el ejército catalán? —preguntó Hornblower a Claros. Y obtuvo por contestación un encogimiento de hombros desalentado.
—Lo ignoro, capitán.
Eso quería decir que el precioso convoy y la aún más preciosa tropa de desembarco se hallaban desparramados a lo largo de cuatro kilómetros de camino, a merced de cualquier columna que pudiera enviar el gobernador de Rosas.
—¡Me dijo usted que el coronel Rovira marchaba sobre Rosas anoche!
—Parece que se ha retrasado.
—El mensajero que dijo usted que enviaría al amanecer, ¿ha vuelto?
Levantando las cejas y haciendo un gesto con la cabeza, Claros pasó la pregunta a uno de sus oficiales.
—Es que no ha ido —dijo el oficial.
—¿Cómo? —exclamó Hornblower en inglés. Tuvo que luchar para contener su asombro y reprimir sus sentimientos para ser capaz de hablar de nuevo en español—. ¿Por qué no?
—Habría puesto al oficial en un aprieto innecesario —dijo el oficial del puesto de mando—. Si el coronel Rovira viene, ya vendrá. Y si no, ningún mensajero nuestro conseguirá que venga.
Hornblower señaló a la derecha un vallecito entre dos colinas donde se veían unos cuantos caballos desensillados y algunos hombres sentados en el suelo; sin duda era el escuadrón de caballería, que desde el día anterior había vigilado la ciudad.
—¿Y por qué no nos han informado ellos de que el coronel Rovira no ha llegado? —preguntó.
—El oficial al mando tiene órdenes de informar sólo cuando llegue —respondió Claros.
No mostraba signos de indignación ante la expresión de desprecio que Hornblower apenas conseguía disimular. Sin embargo, Hornblower se tragó su rabia un poco más, esforzándose por sacar adelante el plan.
—Nuestra situación es muy peligrosa —afirmó.
—Mis gentes conocen muy bien estas montañas y, en el caso en que la guarnición saliese para atacarnos, podríamos huir tomando aquellos caminos —dijo Claros, y con la mano señalaba los barrancos lejanos de los montes que tenía enfrente—. Allí nadie se atrevería a seguirnos y el que lo hiciera no nos atraparía.
Hornblower se volvió a Longley como única respuesta:
—Pero, ¿y mis cañones? ¿Y mis hombres?
—En la guerra siempre hay peligros —replicó Claros, altivo.
—Vuelva atrás inmediatamente y lo más deprisa que pueda —le dijo Hornblower al muchacho—. Haga parar los cañones. Detenga el convoy. Detenga a todo el mundo que vea por los caminos. Nadie debe dar un paso más sin mi consentimiento.
—Sí, señor.
Longley dio la vuelta a su caballo y salió a toda prisa, con una desenvoltura que demostraba que antes de ingresar en la Marina había aprendido a montar a caballo. Claros y su estado mayor, Hornblower y Brown se quedaron mirándole hasta que una revuelta del camino lo ocultó y luego se miraron entre sí. Los españoles se figuraban poco más o menos las órdenes que había recibido.
—Ni uno solo de mis cañones, ni uno de mis hombres se moverá —dijo Hornblower— hasta que vea al ejército del coronel Rovira en aquella llanura. Ahora, ¿querríais hacerme el favor de mandarle un correo?
Claros se atusó el mostacho y luego se volvió a conferenciar con sus hombres, uno de los cuales tomó un papel que escribió el más viejo y se marchó.
Estaba claro que a ninguno le apetecía la perspectiva de una cabalgada de quizá treinta y dos kilómetros bajo un sol de justicia en busca de la columna de Rovira.
—Casi es la hora de comer —dijo Claros—. Capitán, ¿querríais mandar que distribuyan el rancho a mis hombres?
Hornblower se quedó boquiabierto. Había pensado que ya nada podía sorprenderle, pero estaba muy equivocado. La cara morena de Claros no mostraba otra expresión que la tranquila convicción de que sus mil hombres tenían que alimentarse de las provisiones que laboriosamente había acarreado el escuadrón. Hornblower estuvo a punto de negarse en redondo, pero lo pensó mejor. Comprendió que si no recibían alimentos, los hombres de Claros sencillamente se evaporarían para ir en busca de comida, y todavía existía una vaga posibilidad de que llegase Rovira y se llevase a cabo el asedio. Por si se daba esa posibilidad, tenía que ceder y aprovechar lo mejor posible las pocas horas de que disponían antes de que se descubriera su presencia.
—Voy a disponerlo todo para ello —dijo al fin, y la orgullosa expresión del coronel no mostró alteración alguna, ya estuviera prestando favores o recibiéndolos de aquel inglés con el que había estado a punto de pelearse.
Pronto los marineros ingleses y los voluntarios catalanes se hallaron comiendo fraternalmente con buen apetito. Hasta el escuadrón de caballería, desde su lejano puesto, parecía haber olido la comida, pues como una banda de buitres hambrientos había acudido a participar del festín a todo correr, dejando a media docena de compañeros como centinelas para vigilar Rosas. Claros y su estado mayor habían formado grupo aparte y se hacían servir por sus asistentes. Y como era de esperar, después de la comida vino la siesta; después de haberse hartado a más no poder, todos se tendieron a la escasa sombra de los matorrales, roncando con un filosófico desprecio por las moscas que zumbaban sobre sus bocas abiertas.
Hornblower no comió ni durmió, sino que dejó encomendado su caballo a Brown y se puso a andar de un lado para otro por aquel pedregal mirando hacia Rosas, con el corazón lleno de amargura.
Había mandado un mensaje escrito al almirante, explicándole vagamente las razones del retraso; lo hizo vagamente porque no quería ser de aquella clase de oficiales que ven una dificultad a cada paso. Leighton le contestaba de un modo que le indignaba, preguntando si no era posible intentar nada contra la fortaleza con los mil quinientos hombres que tenía a su disposición. ¿Y dónde estaba el coronel Rovira? Sólo la pregunta ya suponía una sospecha de que Hornblower tuviese la culpa de las dificultades que hubiese podido encontrar aquel ejército. El capitán Hornblower no debía olvidar la obligación de trabajar en estrecha colaboración con los aliados de Inglaterra. La escuadra inglesa no podía proveer de víveres durante mucho tiempo a las fuerzas del coronel Claros; con mucho tacto, el capitán debía llamar la atención del coronel sobre la necesidad de proveer por sí mismo la comida de su gente. Era de la mayor importancia que a su llegada la escuadra inglesa obtuviese una victoria notable, con una acción armada digna de recordarse, y, por otra parte, no debía emprender por ningún motivo una acción que pudiese poner en peligro a las tropas de desembarco. En resumen, la epístola de Leighton era un documento inútil y vacuo para quien estuviese al corriente de la situación, pero una comisión de jueces, ignorante del desarrollo de los sucesos, podía considerarla.
—Perdón, capitán —dijo de pronto Brown—. Allá abajo hay algo que se mueve…
Hornblower se estremeció y miró hacia Rosas. De la fortaleza salían tres filas como tres serpientes; tres largas y estrechas columnas de tropas que desembocaban en la llanura, partiendo una de la ciudadela, otra de la Trinidad y la tercera del pueblo. Un grito ronco que se levantó del lado donde estaba el piquete de caballería española indicó que ellos también las habían visto. El pequeño grupo dejó su puesto y cabalgó hacia el disperso ejército español. Durante dos largos minutos, Hornblower se quedó mirándolos. Las columnas eran interminables y seguían saliendo, como si no tuviesen fin, del interior de las fortificaciones. Dos de ellas se dirigían directamente hacia el lugar en donde él se hallaba, mientras que la tercera, la que salía de la ciudadela, tomaba una dirección opuesta, dirigiéndose hacia la derecha. Era evidente que lo hacía con la intención de cortar el camino de retirada hacia el interior a los españoles. Los cañones de los mosquetes brillaban al sol y las columnas seguían desarrollándose; debían de tener por lo menos mil soldados cada una. Los españoles se habían equivocado por completo estimando en sólo dos mil hombres como máximo los que contenía aquella guarnición.
Claros llegó con gran estrépito de espuelas junto con su plana mayor y examinó la llanura. Hizo una breve pausa para asimilar la importancia de lo que veía (todos los hombres que le acompañaban señalaban hacia la columna que iba por el flanco) y luego picó espuelas de nuevo y dio la vuelta. Mientras lo hacía sus ojos se encontraron con los de Hornblower. No mostraban expresión alguna, como de costumbre, pero Hornblower se dio cuenta de lo que pretendía. Si abandonaba el convoy y se alejaba con sus hombres a toda prisa hacia la meseta, le daría tiempo a salvarse. Ya estaba decidido a hacerlo Hornblower supo que no valía la pena intentar convencerle de que cubriera la retirada del convoy, aunque los catalanes hubieran tenido la capacidad suficiente para luchar a retaguardia contra un ejército muy superior en número.
La seguridad del convoy dependía ahora solamente de sus propios esfuerzos, y no tenía un momento que perder.
Las vanguardias de las columnas francesas ya habían adelantado por la llanura y dentro de poco empezarían a escalar la áspera subida a la altiplanicie. Hornblower montó inmediatamente, salió al galope detrás de Claros y, acercándose al lugar en donde el mayor Laird había colocado a sus hombres en fila, frenó el cansado caballo y siguió andando a un moderado trote. No debía demostrar que estaba irritado y ansioso; eso alarmaría inútilmente a los hombres.
El problema que debía resolver era muy arduo. El mejor partido, no hay que decirlo, era abandonarlo todo, cañones, municiones y provisiones y echar a correr con todos los hombres hacia el barco. Las vidas de aquellos marineros, todos ellos hombres escogidos y bien adiestrados, eran demasiado preciosas para exponerlas a la ligera, y si a él le quedaba una onza de buen juicio, lo primero que debía pensar era en llevarlos sanos y salvos a bordo antes de que apareciesen los franceses. En la escala de valores relativos, unas pocas vidas humanas tenían siempre más valor que diez morteros con sus municiones y unos cuantos sacos de víveres. Sin embargo, en la guerra esa escala de valores se trastocaba. Una huida desenfrenada, abandonando armas y municiones, sólo serviría para abatir el ánimo de los hombres, y en cambio una retirada en buen orden, con el honor a salvo y sin pérdidas, se lo aumentaría. Hornblower ya había hecho su elección cuando detuvo el caballo ante el mayor Laird.
—Laird, dentro de una hora tendremos a tres mil franceses encima —le dijo serenamente— y usted debe procurar contenerlos mientras nosotros nos ocupamos de llevar las armas y las provisiones a bordo de nuevo.
Laird asintió. Era un escocés gigantesco, de cabellos y cara rojos, con propensión a la gordura. El sombrero de tres picos que llevaba plantado en el cogote dejaba descubierta la sudorosa frente, y él se la secaba con un pañuelo de color violeta que, bajo la cegadora luz del sol, hacía un violento contraste con la casaca y la faja colorada de su uniforme.
—Sí, señor —dijo—. ¡Así se hará!
Hornblower se detuvo un momento para echar un vistazo a la doble fila de infantes de marina, honradas caras morenas que bajo los chacos, los blancos cinturones y las correas de las cartucheras formaban una línea en zigzag. Su disciplinada compostura le tranquilizó y le dio confianza. Dio con la espuela en el flanco del caballo y se fue al trote por el camino, hacia abajo. Se topó con Longley, que subía a toda la velocidad de la que era capaz su caballito.
—Vuelva atrás a la playa, Longley. Dígale al almirante que nos vemos en la perentoria necesidad de reembarcar hombres, provisiones y armamentos; que ordene inmediatamente que todas las embarcaciones de la escuadra nos ayuden.
Una columna de españoles se apresuraba ya, desordenadamente, por un sendero que conducía tierra adentro. Un oficial español reagrupaba a los hombres que le quedaban; un oficial británico miraba asombrado cómo soltaban a un tiro de caballos de uno de los cañones y se los llevaban.
—¡Alto! —rugió Hornblower, galopando hacia allí en el último momento, mientras rebuscaba en su mente las palabras adecuadas en español—. Tenemos que quedarnos esos caballos. Aquí, Sheldon, Drake, vuelvan a traerlos. Brown, vaya a galope y dígales a todos los oficiales que los hombres se pueden ir, pero que no se llevarán ni un solo caballo ni una mula.
Los españoles le miraron ceñudos. En un país que había sido saqueado hasta el último rincón durante dos años de guerra, los animales de carga y de tiro eran extremadamente valiosos. Hasta el más mísero campesino español alistado en el ejército lo sabía; sabía que la pérdida de aquellos animales podía significar tener el vientre vacío en alguna campaña al cabo de un mes. Pero los marineros ingleses también eran gente decidida. Blandieron sus machetes y sus pistolas con toda la intención de usarlos si era necesario, y los españoles eran conscientes de que la columna francesa en marcha les cortaba la retirada. Abandonaron, pues, los animales en el camino y se alejaron, torvamente, mientras Hornblower espoleaba a su fatigado caballo y salía al galope.
Armas, municiones y todo lo que había sido llevado hasta allí con tantísimo trabajo volvía a emprender el camino por donde vino. Hornblower se detuvo un momento en lo alto de la áspera pendiente antes de emprender el descenso. En la serena tarde, el mar tenía un azul de esmalte, y allá abajo los navíos de la escuadra fondeados se balanceaban calmosamente. La arena de la playa brillaba como una alfombra de doradas lentejuelas, y sobre el terso espejo de las aguas, las chalupas y las lanchas parecían grandes escarabajos flotantes. Alrededor de él cantaban ensordecidas las cigarras.
Al llegar abajo, Hornblower pudo ver que los marineros ya habían embarcado una buena parte de los barriles de carne de buey salado y de los sacos de pan. Podía dejar encargada aquella parte del trabajo a Cavendish; dando otra vez media vuelta, volvió a emprender la subida de la cuesta y llegó arriba justamente en el mismo momento en que una fila de marineros llegaba con los mulos cargados. Les ordenó que apenas hubiesen sido descargados, volviesen a subir los animales y los unciesen a los cañones, y luego se marchó de nuevo.
El cañón más próximo se hallaba a media milla del desfiladero, y hombres y animales trabajaban en el arrastre; por aquel lugar, el terreno descendía en pendiente a lo largo de un barranco. Los hombres recibieron al capitán con gritos de salutación, a los que él contestó agitando la mano. Intentó adoptar un aire de buen jinete, y se consoló con el pensamiento de que Brown, que iba a sus espaldas, aún cabalgaba peor que él, y por contraste, haría que su capitán pareciese mejor de lo que era. Entretanto, un lejano tiroteo le indicó que la retaguardia de Laird había entrado en acción.
Apresuró el trote, llevando pegados a los talones a Longley y a Brown, y, adelantándose a los otros cañones que subían penosamente la cuesta, se dirigió hacia el lugar de donde provenía el tiroteo. A lo largo del camino se encontraban desperdigadas balas de cañón que los españoles habían dejado caer al cundir la alarma. Sería imposible recuperarlas y llevarlas de nuevo al barco. De repente se encontró en el sitio en donde se estaba desarrollando la escaramuza. Allí el terreno era muy quebrado y lleno de altibajos y malezas entre las cuales cantaban las cigarras, tan fuerte que a ratos dominaban el ruido del tiroteo. Laird había diseminado a sus hombres sobre la cumbre de uno de los montículos de rocas más anchos y él se había colocado sobre un peñasco que dominaba el sendero, con el pañuelo morado en una mano y la espada desenvainada en la otra y sin preocuparse de las balas que llovían a su alrededor. Tenía todo el aspecto de divertirse grandemente y miró a Hornblower con la irritación de un artista que se ve importunado mientras está realizando una obra maestra.
—¿No hay novedad? —preguntó Hornblower.
—No —replicó Laird, y luego de mala gana añadió—: Venga y véalo usted mismo.
Hornblower bajó del caballo, trepó al peñasco y, procurando no resbalar por él, se colocó al lado del mayor en inestable equilibrio.
—Observará —dijo el mayor en tono pedante y arrastrando mucho las erres— que las tropas en formación, en un terreno como éste, deben colocarse en los senderos, porque los grupos que se entretienen en escaramuzas separadas pierden pronto el sentido de la orientación, y esta vegetación espinosa es de lo más adecuada para entorpecer los movimientos.
Desde la roca, Hornblower veía a sus pies un mar de verdor (los matorrales casi impenetrables que crecen en las laderas de las rocosas colinas que bordean el Mediterráneo en España), que escondía maravillosamente las casacas rojas de los soldados que se hallaban ocultos tras los matojos. Las volutas de humo que aparecían en algunos puntos indicaban el lugar de donde partían los disparos. En la ladera opuesta se veían también nubecillas de humo y agitación entre los matorrales. Hornblower veía allí caras blancas, guerreras azules y, de vez en cuando, algún calzón blanco; los franceses se abrían camino entre la espinosa vegetación. Más lejos vio parte de una columna de soldados esperando en el sendero. Dos o tres balas de mosquete silbaron sobre su cabeza.
—Aquí estamos seguros —dijo Laird— hasta que el enemigo se vuelva hacia nuestro lado. Mire hacia la derecha y verá un regimiento francés que avanza a lo largo de un camino casi paralelo a éste. En cuanto haya alcanzado aquella eminencia, nosotros nos retiraremos a otra posición y ellos deberán volver a empezar el juego. Por suerte, ese caminito no es más que un sendero de cabras y tal vez no los lleve a esa cumbre.
Siguiendo la dirección que señalaba el mayor con el dedo, Hornblower veía una larga fila de gorros franceses adelantando, ondulantes, entre la maleza: la tortuosa marcha indicaba, como había supuesto Laird, que el caminito no llevaba una dirección precisa. Otra bala les silbó en los oídos.
—Los tiradores franceses son peores que los de Malta, donde yo tuve el honor de formar parte del estado mayor de sir John Stuart —decía Laird—. Aquellos soldados me están disparando sus mosquetes hace media hora sin alcanzarme; sin la más remota probabilidad de alcanzarme. Pero como ahora somos dos, las probabilidades son dobles. Capitán, me permito aconsejarle que se vaya y que procure acelerar la marcha del convoy.
Se cambiaron una mirada de inteligencia. Hornblower sabía que era mejor no inmiscuirse en la acción de la retaguardia, que estaba al mando de Laird, porque éste ya sabía cumplir con su obligación. Era el temor de parecer miedoso el que le hacía vacilar en marcharse. Mientras estaba allí dudando, un violento golpe le arrancó el sombrero de la cabeza y apenas tuvo tiempo de cogerlo antes de que se le cayera al suelo.
—Aquella columna —decía Laird imperturbable— habrá alcanzado la cumbre de la que le hablaba hace un momento dentro de unos minutos. Debo rogarle oficialmente, capitán —y alargó desmesuradamente la palabra «oficialmente»—, que se vaya antes de que yo reúna a mis hombres para la retirada. Y necesariamente deberemos retirarnos con cierta velocidad.
—Muy bien, mayor.
Dejándose deslizar por la roca con toda la dignidad de que fue capaz, Hornblower sonreía a su pesar. Cuando estuvo en el sendero, saltó a su caballo y se marchó al trote. No sin cierto orgullo examinó su sombrero, observando que la bala había agujereado el nudo del dorado galón delantero y le había pasado a dos dedos de la frente sin que él se estremeciese. Pero volvió a dirigir a su caballo hacia un nuevo camino que se abría delante, subiendo hacia otra altura. A sus espaldas se había recrudecido el fuego de mosquetería. Se detuvo y pronto vio llegar a un destacamento de soldados de marina con el capitán Morris a la cabeza corriendo hacia él. Sin fijarse en él, se metieron por los matorrales, buscando lugares apropiados desde los que pudiesen cubrir la retirada de los camaradas. El fuego de mosquetería crepitó de repente y llegaron corriendo Laird y luego un joven teniente con cinco o seis soldados que abrían camino a sus compañeros. De vez en cuando se volvían y, con algún disparo, mantenían a raya al enemigo.
Viendo que la retaguardia estaba bien dirigida, Hornblower bajó al pie de una cuesta, en donde el último cañón parecía haber echado raíces. Entre un coro de maldiciones, los caballos, medio reventados, tiraban desesperadamente, resbalando sobre el suelo rocoso en un vano intento de hacer avanzar un poco aquel enorme peso muerto, pero ahora no había más que media docena de marineros que ayudaban a levantar el cañón a fuerza de palancas, palmo a palmo, en lugar de los cincuenta españoles que habían ayudado antes a subirlo desde la playa. Sus desnudos torsos, que en el esfuerzo mostraban las costillas claramente, estaban brillantes de sudor. Hornblower buscó en su memoria algunas palabras apropiadas a la situación.
—¡Duro, muchachos! ¡Boney no tiene cañones tan buenos como éstos! ¡Seguramente no querréis que los dragones se los regalen!
La columna de españoles se veía ahora como un largo gusano que ascendía por los abruptos costados de la meseta. Ya habían conseguido huir. Hornblower, al mirarlos, sintió un súbito ramalazo de odio por ellos y por su raza. Eran una nación orgullosa, pero no tanto como para desdeñar los favores ajenos. Odiaban a los extranjeros sólo un poco más de lo que se odiaban entre sí. Eran ignorantes, desorganizados, derrochaban los bienes que la naturaleza, pródiga, había concedido a su país. España era presa natural de cualquier nación fuerte. Francia había intentado conquistarla, y sólo el celo de Inglaterra conseguía derrotarla. En el futuro, más tarde o más temprano, el país quedaría roto en mil pedazos debido a las luchas entre liberales y conservadores, y en algún momento de esa lucha los poderes europeos se pondrían de acuerdo para echar mano a esos fragmentos. Guerra civil y agresión extranjera, siglos de ambas cosas quizá constituyeran el futuro de España a menos que los españoles fueran capaces de poner orden en su propia casa.
Se esforzó en alejar de sí aquellos pensamientos, procurando fijar su atención en los problemas que tenía que resolver en aquel instante. Debía devolver las yuntas de mulos para ayudar a arrastrar los cañones, y apresurarse a embarcar todo el material y los hombres. El estrépito de la mosquetería le recordaba que sus soldados soportaban el fuego enemigo, y quizá se vieran heridos y muertos en su intento por contenerlo y darle tiempo para realizar esas tareas urgentísimas. Desechó la duda que le asaltaba de si realmente merecía la pena y espoleó, resuelto, a su caballo, que salió al trote.
Consiguieron llevar la mitad de cañones a la playa (el último tramo de la bajada era mucho más fácil), mientras los que faltaban iban acercándose a lo alto de la cumbre. Los barriles y los sacos de víveres habían sido embarcados y ya se empezaba el transporte de la artillería por medio de los pontones flotantes. En cuanto Cavendish vio a Hornblower, se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué hacemos de los animales, capitán?
Embarcar ciento cincuenta bestias era una empresa tan dificultosa como embarcar los cañones. Además, a bordo serían una molestia insoportable. Pero de ningún modo había que dejar que cayera en manos de los franceses aquello que en España era considerado como el mejor botín. Seguramente el remedio más rápido era matar allí mismo a todos aquellos animales; sin embargo, tenían un enorme valor. Si conseguían llevárselos y mantenerlos a bordo durante un par de días, después se podrían desembarcar y entregar nuevamente a los españoles. Sin contar con que la matanza de las pobres bestias haría en sus marineros un pésimo efecto; peor aún que si hubiesen perdido los cañones. Después de todo se les podía alimentar con galleta machacada (a juzgar por su aspecto no debían de estar acostumbrados al lujo), y además, el problema de darles agua de beber no era una cosa insoluble. Laird y los suyos aún luchaban y el sol ya empezaba a teñir de rosa la cumbre de los montes, anunciando su ocaso.
—Llevadlos a bordo con todo lo demás —dijo al fin Hornblower.
—Sí, señor —se limitó a decir Cavendish, sin demostrar su pensamiento de que meter a los animales en las chalupas y subirlos a bordo era un trabajo aún peor que el de los cañones.
Se trabajaba febrilmente. A un cañón, con la pérfida intención de todos los de su clase, se le ocurrió caer y desmontarse durante el viaje de bajada; pero los hombres no dejaron que el incidente los retrasara demasiado. A fuerza de palancas y barras movieron la enorme masa de hierro y la hicieron rodar por la parte más pendiente hasta la arena de la playa; luego la subieron al pontón y allí la metieron en la lancha correspondiente. Con las poleas de a bordo su peso resultaría mucho más ligero.
Hornblower, apeándose, entregó su caballo a dos marineros para que fuera llevado al navío por las buenas o por las malas y luego él se dirigió a pie cuesta arriba, a colocarse en una altura desde donde podía vigilar la playa y al mismo tiempo el barranco en donde se había detenido el mayor Laird.
—Corra a decirle al mayor Laird que ya está todo en la playa —le dijo a Brown.
Diez minutos más tarde, los acontecimientos se precipitaron y tomaron un cariz inesperado. Brown debió de encontrar a los soldados de marina en su último movimiento de retirada, pues los uniformes colorados aparecieron de pronto en el sendero, ganando la altura en la que se había colocado Hornblower. Los franceses corrían a su alcance. Y Hornblower descubría las guerreras azules entre los matorrales, y el fuego de mosquetería crepitaba frenéticamente.
—¡Cuidado, capitán! —le gritó Longley de repente, y, dándole un fuerte empujón en el costado, le hizo caer de la piedra en donde estaba subido. Hornblower oyó tres o cuatro balas silbar sobre su cabeza mientras intentaba recuperar el equilibrio y, en aquel mismo instante, un grupo de infantería de los franceses, formado por unos cincuenta o más, salió corriendo del matorral y se dirigió directamente hacia donde él se hallaba. De repente se colocaron entre Hornblower y los infantes de marina más próximos; la única salida era la parte más escarpada de la roca y no le quedaba más que un segundo para decidirse.
—¡Por aquí, capitán! —chillaba Longley—. ¡Por aquí!
Haciéndole desesperadas señales con los brazos, el muchacho se dejó caer sobre un saliente inferior, con la agilidad de un mono. Ya le iban a dar alcance dos soldados franceses que llegaban con la bayoneta calada y uno de ellos gritó algo que Hornblower no comprendió. Dando media vuelta, saltó detrás de Longley y con la punta de los pies tocó apenas el saliente que estaba casi a doce pies debajo de él. Allí se quedó milagrosamente en equilibrio, con una caída vertical de cien pies debajo. Longley le cogió por el brazo y, echándose hacia delante, con una frialdad que en su desenfado tenía algo de escalofriante, examinó la bajada.
—Éste me parece el mejor camino, capitán. ¿Ve aquel matorral? Si conseguimos llegar a él, podremos seguir adelante. Después viene un pequeño barranco que desemboca en otro mayor. ¿Quiere que vaya yo primero, capitán?
—Sí —contestó Hornblower.
Sonó un tiro cercano, seguido de un silbido continuo. Los franceses se servían de la roca como si fuera un parapeto y desde allí disparaban sobre los dos ingleses. Longley pareció recoger todas sus fuerzas y luego pegó un salto dejándose caer a plomo, resbaló entre una nube de polvo y de piedrecitas y se agarró al matojo que había señalado a Hornblower. Moviéndose con tiento, halló un saliente para apoyarse y se volvió para hacer una señal al capitán. Hornblower tomó aliento y ya estaba a punto de saltar cuando una bala que rebotó a sus pies le obligó a echarse hacia atrás. Con la cara junto a la roca, se dejó resbalar pesadamente. La roca le desgarraba el traje. Al fin cayó sobre el matorral, y se agarró a sus ramas desesperadamente, buscando apoyo para sus pies.
—Ahora, capitán, procure llegar a aquella roca con la mano… Ponga el pie en ese saliente. ¡No! ¡Ese pie no! ¡El otro, por Dios!
La vocecilla de Longley parecía el chillido de un murciélago. El pobre estaba muy preocupado por la responsabilidad que se había echado encima salvando a su capitán. Hornblower se había quedado pegado a la roca, lo mismo que una mosca a un vidrio. Le dolían las manos y los brazos; la frenética actividad que había desplegado durante dos días y una noche habían menguado sus fuerzas. Una piedra que se había desprendido por el efecto de un tiro le dio un golpe en la rodilla. Involuntariamente se inclinó para mirársela y al ver el vertiginoso precipicio que tenía a los pies sintió que se mareaba; en el estado de extenuación en que se hallaba, por un momento estuvo a punto de soltarse y dejarse caer en el barranco, abandonándose a la muerte, que parecía abrirle los brazos.
—¡Vamos, capitán! —le animaba Longley—. Ya casi hemos llegado… ¡No mire abajo!
Hornblower se rehízo. Poniendo un pie tras otro con cuidado, colocando aquí una mano, allí la otra, siempre siguiendo los Consejos de Longley, fue bajando poco a poco.
—¡Un momento, capitán! —dijo Longley—. ¿Está bien colocado? Espere un poco que voy a ver.
Atontado de fatiga y de miedo, con la cara pegada a la roca y los músculos doloridos, Hornblower esperó. Oyó a Longley de nuevo junto a él.
—Vamos bien, capitán. Solamente nos falta pasar un trozo peligroso. Ponga el pie aquí, así… allí, en aquel saliente. Donde está ese matojo.
Hubieron de dar la vuelta a un relieve y durante unos angustiosos momentos Hornblower se sintió suspendido en el vacío, buscando con los pies un nuevo punto de apoyo.
—Aquí no nos pueden ver. Si quiere, puede descansar, capitán… —decía el muchacho, solícito.
Sobre un estrecho reborde que tenía el saliente de la roca, Hornblower se dejó caer boca abajo y estuvo allí tendido, sin tener conciencia de otra cosa que de sentirse aliviado del tremendo esfuerzo. Pero de repente volvió a recordar todas sus obligaciones: su dignidad, el trabajo que se desarrollaba en la playa, la angustiosa pelea que aún duraba allá arriba, y se levantó mirando hacia abajo, dominando el vértigo. A la incierta luz crepuscular, la playa aparecía casi desierta, en comparación con el incesante hormigueo del principio. Todos los cañones habían sido reembarcados y no quedaban más que unos pocos animales esperando ser colocados finalmente en las barcas. En las alturas parecía que empezaba a disminuir el fuego; o los franceses no conseguían nada, o bien se estaban reagrupando de nuevo para intentar otro ataque.
—Vamos —dijo con aspereza.
La última parte de la bajada era fácil. Agarrándose donde podía, resbalaba y rodaba hasta que se sintió bajo sus pies el suelo arenoso. Un Brown de cara sombría por la preocupación apareció venido de no se sabía dónde; su cara se alegró al ver al capitán. Cavendish acababa de despachar el último cúter.
—Muy bien, señor Cavendish. Ahora pueden ir los marineros. ¿Están dispuestas las barcas armadas?
—Sí, señor.
Ya era casi de noche, y a los últimos resplandores de la tarde los soldados de infantería de marina llegaron por el áspero sendero y se desparramaron por la playa. Los últimos disparos de aquella retirada, que parecía interminable, fueron hechos por los morteros de aquellas dos barcazas que aún estaban en la orilla de la playa, mientras que el último pelotón de soldados se embarcaba chapoteando. Las largas lenguas de fuego iluminaron la oscura masa de franceses que se precipitaban sobre la playa, y a la salva de metralla siguió un coro de alaridos que resonó agradablemente en los oídos de los ingleses.
—Ha sido una hermosa operación —aseguró el mayor Laird, sentado en la popa de una barca al lado de Hornblower.
Extenuado de cansancio, éste le tuvo que dar la razón, aunque llevaba la ropa empapada, temblaba de frío y sentía el escozor de sus manos llenas de cortes y arañazos, lo mismo que otras partes del cuerpo machucadas por tantas horas de montar a caballo, que aún le dolían más. Fue una vuelta muy extraña a un navío lleno de relinchos y que ya olía como si fuese una cuadra.
Hornblower se tambaleaba al subir a bordo. Le pareció que el segundo contramaestre, que sostenía la linterna, le miraba, con curiosidad y extrañeza, la cara pálida y los vestidos destrozados y chorreantes. Pasó a lo largo de la fila de mulos y caballos, atados a las bordas del puente por los cabezales; no los vio y se metió en el refugio de su camarote. Debía pensar en el informe para el almirante; pero había tiempo hasta la mañana siguiente. Le parecía que la cubierta se movía rítmicamente bajo sus pies. Polwheal estaba esperándole, y sobre la mesa, iluminada con velas, estaba preparada la cena. Pero Hornblower jamás pudo recordar qué fue lo que cenó aquella noche. Sólo recordaba vagamente que Polwheal le había ayudado a desnudarse y también recordaba, con impresionante claridad, que le oyó disputar tras la puerta cerrada con el centinela que estaba fuera.
—¡Horny no ha tenido la culpa! —aseguraba Polwheal con tono contundente.
Luego Hornblower se hundió en el sueño; un sueño que a pesar de ser profundo no acababa de hacerle olvidar el dolor y el cansancio del cuerpo, los peligros corridos durante la jornada y el espanto que le había asaltado cuando se vio en el precipicio.