—El capitán Hornblower tomará el mando en el desembarco —concluyó el almirante Leighton.
Todos estaban sentados alrededor de la mesa de la asamblea en la cabina de popa de la Pluto. Elliot y Bolton hicieron un ademán de aprobación. Para mandar la escuadra de seiscientos hombres que habían reunido con miembros de los tres navíos de línea se necesitaba un capitán, por supuesto, y nadie dudaba que Hornblower fuese el hombre apropiado para desempeñar aquella empresa. Éste era un movimiento estratégico que todos habían esperado desde el mismo instante en que la Pluto volvió reparada desde Mahón y dispuesta de nuevo. Leighton había llevado a ella otra vez su insignia, que había ostentado entretanto la Calígula. También se había sospechado alguna cosa viendo los frecuentes viajes que hacía el coronel Villena desde el buque a la costa. Hacía tres semanas que la Sutherland y la Calígula cruzaban ante las costas de Cataluña, y, al volver de Mahón, la Pluto llevaba provisiones frescas, las tripulaciones de presa de la Sutherland y hasta una docena de hombres más para reforzar las dotaciones. Ahora era la ocasión de dar un golpe duro, y la conquista de Rosas (si salía bien) seguramente sembraría la confusión y el pánico entre las fuerzas francesas que intentaban dominar Cataluña.
—Señores, ¿tienen algo que añadir? —preguntó el almirante—. ¿Capitán Hornblower?
Hornblower miraba a su alrededor; el amplio camarote, los arcones sobre los cuales reposaban blandos almohadones, la plata sobre la mesa; Elliot y Bolton saciados por la suculenta comida que acababan de tomar, Sylvester con papel y tintero delante, Villena, con su vistoso uniforme, mirando al vacío mientras proseguía la para él ininteligible conversación en inglés… En la pared de enfrente pendía un retrato de lady Bárbara; el artista había sabido representarla con una semejanza tan grande que a Hornblower le parecía que iba a oír su voz de un momento a otro. Se sorprendió pensando qué harían con el retrato en cuanto prepararan el zafarrancho de combate, y con esfuerzo separó su pensamiento de lady Bárbara y apeló a todo el tacto que poseía para mostrar su desaprobación por aquel proyecto.
—Creo —dijo al fin— que tal vez, dada la situación, no sea muy conveniente confiar tanto en la cooperación que nos pueda prestar el ejército español.
—Hay siete mil hombres preparados para marchar —dijo Leighton—. Y desde Olot a Rosas apenas hay cuarenta y nueve kilómetros
—Pero en medio está Gerona.
—El coronel Villena me ha dicho que hay caminos secundarios que van por los alrededores de la ciudad y por los que puede pasar muy bien un ejército que no lleve artillería. Como usted sabe, él mismo ha hecho ese viaje cuatro veces.
—Sí… —Hornblower hubiese querido replicar que mandar a un solo jinete era mucho más fácil que hacer pasar por allí a siete mil hombres, siendo senderos de montaña; pero se limitó a preguntar—: ¿Podemos contar con siete mil hombres? ¿Y estamos seguros de que vendrán?
—Cuatro mil bastarían para el asedio. Pero yo tengo la promesa formal del general Rovira —dijo Leighton.
—Sin embargo podrían no acudir. —Hornblower se daba cuenta de la inutilidad de discutir con un hombre que no conocía por experiencia propia las promesas españolas, y que carecía de imaginación para apreciar de antemano las dificultades de combinar una acción con fuerzas separadas entre sí por cuarenta y nueve kilómetros de regiones montañosas. Pero en el entrecejo del almirante apareció la arruga del descontento.
—¿Qué alternativa sugiere entonces, capitán Hornblower? —preguntó.
Disimulaba a propósito la impaciencia que le causaba la idea de volver a discutir todo el asunto.
—Yo creo que el escuadrón debería limitarse a emprender acciones apropiadas a su capacidad y sin tener que recurrir a la ayuda de los españoles. La batería de costa de Llançà ha sido restablecida. ¿Por qué no damos un golpe allí? Seiscientos hombres son suficientes para el asalto.
—Las instrucciones que he recibido —dijo Leighton con estudiada lentitud— me obligan a obrar en estrecha cooperación con las fuerzas españolas. Rosas tiene una guarnición de dos mil hombres y Rovira tiene siete mil apenas a cuarenta y nueve kilómetros. El grueso del séptimo cuerpo del Ejército francés se encuentra al sur de Barcelona. Nosotros tenemos por lo menos una semana para conseguir algún resultado marchando sobre Rosas. Nuestra escuadra puede proporcionar artillería pesada, hombres para servirla y más hombres aún cuando hayamos roto las filas enemigas. Si ésta no es una ocasión magnífica para aprovecharla en una acción combinada… Capitán Hornblower, no puedo comprender sus objeciones. Aunque a lo mejor ya no os parecen tan convincentes, ¿no es así?
—No las he formulado sino a causa de su petición, señor.
—Yo no pedía objeciones, sino comentarios o Consejos prácticos. Esperaba encontrar por su parte una mayor solidaridad, capitán Hornblower.
La discusión se hacía inútil. Si Leighton no quería más que servil obediencia, no tenía sentido continuar. Hornblower sabía que sus reparos eran más instintivos que razonados, y un capitán no podía rebatir a un almirante con la excusa de tener más experiencia.
—Le aseguro que puede contar con toda mi lealtad, señor.
—Muy bien. ¿Capitán Bolton? ¿Capitán Elliot? ¿No dicen nada? Entonces podemos ponernos enseguida a la tarea. El teniente Sylvester les entregará las órdenes escritas. Creo poder afirmar que nos encontramos en vísperas del éxito militar más clamoroso que esta costa oriental haya visto jamás desde que empezó la guerra en España.
La caída de Rosas, si realmente se llegaba a conseguir, sería un éxito clamoroso. Con la escuadra inglesa para defender más tarde la pequeña ciudad marítima, sería muy difícil que los franceses consiguiesen recuperarla de nuevo. Constituiría una constante amenaza para las comunicaciones con Francia y una base para que desembarcasen las fuerzas peninsulares de que España podía disponer. Su importancia era tal que para defenderla o reconquistarla el séptimo cuerpo de Ejército francés tendría que desistir de cualquier tentativa de conquista en Cataluña y concentrar sus esfuerzos en el intento de recuperarla. De momento, y según las informaciones españolas, no había fuerzas francesas de ninguna clase en un radio de varios días de jornada. Y, segó lo prometido por los españoles, Rovira bajaría de Olot para asediar Rosas y, además, proporcionaría todos los animales de transporte que fuesen necesarios para arrastrar la artillería pesada inglesa desde el lugar del desembarco.
Pero, como a Leighton se le había metido en la cabeza, no quedaba otro remedio que dedicarse al asunto con todo entusiasmo. Si todo iba bien sería una gran victoria y, aunque Hornblower jamás había oído hablar de que todo marchase admirablemente en una acción combinada de guerra, alguna vez sin embargo, debería darse ese caso prodigioso y, por lo tanto, no le quedaba sino disponer el desembarco de acuerdo con esa esperanza.
Dos noches más tarde, la escuadra inglesa entraba ligera y silenciosamente en medio de la oscuridad con los acantilados del cabo de Creus dibujándose vagamente en la distancia, en la arenosa cala cerca de Selva de Mar, que de común acuerdo había sido escogida como el lugar más apropiado para el desembarco.
A seis kilómetros hacia poniente estaba la batería de Llançà; a unos cinco, hacia levante, existía otra que cerraba el cabo de Creus, y a cerca de nueve kilómetros al sur, al principio de la pequeña península que forma el cabo de Creus, se hallaba la pequeña ciudad de Rosas.
—Buena suerte, capitán —dijo Bush, surgiendo como un espectro de las tinieblas del alcázar, en tanto Hornblower se disponía a bajar a su chalupa.
—Gracias, Bush. —En comentarios extraoficiales como aquél se podía omitir el ceremonioso «señor». Pero el hecho de que el capitán sintiera su mano metida entre las callosas palmas de la de Bush y éste se la estrechara indicaba la gran importancia que concedía Bush a la operación que Hornblower iba a capitanear.
La chalupa volaba sobre las tranquilas aguas que reflejaban las miríadas de estrellas que se mostraban en el cielo; y de pronto el chapoteo del agua, que se deshacía en pequeñas olas sobre la arenosa playa, ahogó los apagados rumores que hacían los hombres que iban a desembarcar al meterse en las chalupas. De la playa partió un grito de «¿Quién vive?», dirigido a la chalupa que se acercaba, y Hornblower respiró al oírlo formular en español. No se trataba de fuerzas francesas apostadas allí para impedir el desembarco, sino que seguramente ya eran las bandas de guerrilleros que habían prometido cooperar en la acción. Hornblower saltó a la playa y un grupo de gentes que apenas se podían distinguir a la luz de las estrellas se acercó a él.
—¿El capitán inglés? —preguntó en español uno de los del grupo.
—Capitán Horatio Hornblower, para servirle.
—Soy el coronel Juan Claros, del segundo tercio de Migueletes Catalanes. Le traigo los saludos del coronel Rovira.
—Gracias. ¿Cuántos hombres trae?
—Los de mi tercio, es decir, un millar de hombres.
—¿Cuántas bestias?
—Cincuenta caballos y un centenar de mulos.
Villena había prometido que Cataluña sería recorrida a lo largo y a lo ancho en busca de animales de tiro. Entre el lugar del desembarco y la ciudad de Rosas había seis kilómetros de caminos montañosos y uno de camino llano; y para arrastrar por aquel terreno tan accidentado las dos toneladas y media de peso de cada cañón de veinticuatro eran necesarios cincuenta caballos. Si llega a haber menos animales Hornblower se hubiese negado a ponerse en camino, pero los españoles habían llevado el mínimo necesario.
—Llévese mi chalupa —le dijo Hornblower a Longley— y avise de que ya se puede lanzar el desembarco. —Luego, volviéndose de nuevo a Claros—: ¿Dónde está el coronel Rovira?
—Ya está por Castelló y se acerca a Rosas.
—¿De qué fuerzas dispone?
—Lleva consigo a todos los hombres capaces de sostener un fusil de todo el norte de Cataluña, capitán, exceptuando mi tercio. Por lo menos unos siete mil hombres.
—¡Ajá!
Todo salía exactamente según el plan previsto. El pequeño ejército podía encontrarse al amanecer bajo las murallas de Rosas y debería ser alcanzado, en el menor tiempo posible, por el transporte de la artillería, que abriría fuego sin vacilar desde el instante en que fuese dada la primera señal de alarma. El tiempo para llegar hasta Rosas antes de que apareciese el grueso de las fuerzas francesas era muy limitado. Y como los españoles procedían con tan buena voluntad en la parte del programa que se les había designado, Hornblower comprendía que era su deber cumplir la suya.
—¿Hay patrullas de voluntarios vigilando en Rosas? —preguntó.
—Sí. Un escuadrón de caballería regular. Darán la alarma en el caso de que hagan una salida desde la fortaleza.
—Perfectamente.
Era difícil poder llevar los cañones lejos de la playa antes del amanecer, y a esa hora Rovira habría rodeado Rosas como con una red y la caballería daría la alarma a la más mínima señal de movimiento en el fortín. Hasta ese instante la cosa marchaba perfectamente. Hornblower empezaba a creer que había juzgado mal a los españoles o que aquellos catalanes, soldados irregulares, tenían un espíritu militar de primer orden.
Un chasquido cadencioso de remos indicaba la llegada de las barcas que traían a los ingleses; los primeros ya estaban al lado de la playa, y los hombres saltaron a ella. Chapoteando en el agua, levantaban débiles fosforescencias, y los cinturones blancos de los infantes de marina destacaban sobre las rojas casacas que, en la oscuridad, parecían negras.
—¡Mayor Laird!
—¡Capitán!
—Tome un pelotón y lléveselo allá arriba, sobre el acantilado. Aposte los centinelas donde le parezca mejor, pero no se olvide de las instrucciones. Y que nadie se separe más allá de veinte pasos.
Fiándose poco de las precauciones adoptadas por los españoles contra una posible sorpresa, Hornblower deseaba disponer allí cerca una guardia de fuerzas bien disciplinadas que sirviesen de defensa; pero en la oscuridad, y ya que usaban a la vez tres idiomas (inglés, español y catalán), era conveniente no exponerse a confusiones y equívocos. Eran éstas las pequeñas dificultades técnicas que un almirante era incapaz de apreciar por falta de experiencia. A lo lejos, ya estaba rechinando la gravilla de los bajíos al paso de las barcazas que transportaban los cañones, y los hombres disponían un pontón primitivo para efectuar un desembarco, hecho con maderas unidas entre sí apoyadas en bocoyes flotantes que Hornblower había hecho poner. El trabajo encomendado a Cavendish, el primer oficial de la Pluto, estaba en buenas manos.
—¿Dónde están los caballos y los mulos, coronel?
—Están allá arriba.
—Pronto los voy a necesitar aquí abajo.
Era sólo cuestión de tiempo que el material fuese llevado a la orilla, aunque el millar de proyectiles (calculaban un centenar de descargas por pieza) pesase sus buenas diez toneladas. Pero trescientos marineros y otros trescientos infantes de marina (gente acostumbrada a la rígida disciplina naval) eran capaces de descargar en un abrir y cerrar de ojos diez toneladas de municiones, además del buey salado y el pan para las raciones diarias. Los cañones eran lo más difícil y pesado. Hasta aquel momento, sólo la primera de las piezas de veinticuatro había sido subida al pontón: era un trabajo enorme hacerle recorrer el breve trozo de rampa desde la plataforma levantada sobre las bancadas de las barcas, donde en equilibrio precario habían sido transportados los cañones por encima de la borda. El pontón se hundía bajo la enormidad del peso hasta que llegaba el agua a su superficie. Doscientos hombres, con el agua hasta las rodillas, tiraban de las cuerdas atadas al cañón y, chapoteando y afianzándose en el blando suelo arenoso, poco a poco iban arrastrando el cañón hacia la orilla.
Como todos los cañones que Hornblower había visto en su vida, también éste se comportaba con una terquedad estúpida, que podía suponerse inspirada por las potencias infernales dotadas de un perverso sentido del humor. Aunque había sido montado, siguiendo instrucciones de Hornblower, sobre ruedas de madera bastante grandes para poder sortear con más facilidad los accidentes del camino, al pasar sobre las vigas se atrancaba y se clavaba. Los hombres de Cavendish, a pesar de la completa oscuridad, manejaban hábilmente palancas, barras y picos. Sin embargo, el cañón reculaba y amenazaba con resbalar y caerse de la plataforma. Cavendish ya se había quedado ronco a fuerza de gritar «¡Basta!», a los hombres por miedo de que aquel diabólico objeto se soltara y cayera al agua. Solamente después de haber vuelto a colocarlo convenientemente los hombres pudieron empezar la tarea de tirar nuevamente de él. Hornblower recordaba que había diez de aquellos morteros y sería preciso tirar de ellos por subidas con pendientes y bajadas durante seis kilómetros de camino.
Había hecho prolongar el final del pontón por medio de otros maderos que formaban un entablado sobre la arena que había al empezar la rápida subida, que, siguiendo la orilla de los acantilados, se elevaba en rápida pendiente. Los mulos y los caballos estaban reunidos en grupo, con un hombre junto a cada uno cuyos harapos destacaban en la oscuridad. Pero los españoles, aunque sabían que los animales estaban destinados a arrastrar cañones, no habían pensado en llevar los arreos correspondientes para uncir los animales al tiro. Hornblower se volvió a un grupo de marineros que allí estaban esperando.
—¡Vamos, muchachos! Coged aquellas cuerdas y atad los caballos a los cañones. Hay una buena cantidad de ellas, pero si no bastan las cuerdas, haced tiras de lona.
—Sí, señor.
Era realmente increíble ver lo que eran capaces de hacer aquellos marineros. Atando y anudando, pronto tuvieron dispuestos arreos y bridas. Los improperios ingleses que usaban para azuzar a las bestias debían de sonar de un modo raro a los oídos de éstas; sin embargo, surtían efecto. Animados por el ejemplo, los carreteros y muleros catalanes también se pusieron a empujar y a tirar. Desorientados en aquella oscuridad, que apenas era rota por una docena de linternas, los pobres animales relinchaban y daban coces, pero al fin fueron puestos en fila; al cuello les colocaron improvisadas colleras de cuerda revestida de lona, y pasaron bridas de cuerdas por las anillas del tiro.
—¡Alto! —rugió un marinero cuando empezaba a haber un poco de orden entre aquel amontonamiento de hombres y bestias—. ¡Veo que aquel sinvergüenza de allá se ha enredado la pata de estribor con los cabos!
El segundo cañón ya estaba en la orilla cuando d primero estaba dispuesto para el arrastre. Los látigos chasquearon y los hombres empezaron a dar gritos, animando a los caballos, que empezaron a moverse fatigosamente, hundiendo los cascos en la húmeda arena. Entre tanto, el cañón se meneaba con grandes crujidos de maderas y con unas sacudidas espasmódicas e irregulares. Sin embargo, en cuanto el camino se hizo más empinado, se detuvieron. Aquellos veinte caballitos flacos y muertos de hambre jamás conseguirían arrastrar el enorme peso cuesta arriba.
—Señor Moore —dijo Hornblower, irritado—. Que suban ese cañón.
—Sí, señor.
Cien hombres se unieron a los caballos y se agarraron a las cuerdas. Otros hombres, detrás del cañón y provistos de estacas, lo ayudaban a pasar por los lugares difíciles y apuntalaban las ruedas con grandes piedras cuando a los hombres y a los animales había que darles un momento de respiro. A Hornblower le pareció haber conseguido una gran hazaña cuando a los primeros fulgores del amanecer, de pie en la cumbre, pudo ver la hilera de diez cañones y la montaña de provisiones que representaban el sobrehumano esfuerzo realizado durante aquella noche.
La luz del día, que cada vez iba en aumento, le permitió mirar a su alrededor. Abajo se extendía la dorada playa llena de hombres atareados y, sobre la gran extensión del mar azul, los navíos fondeados se mecían suavemente. En la altura en donde estaba Hornblower, la parte alta de la península se extendía en un territorio rocoso y accidentado. A la derecha, la roca formaba claramente una serie de colinas que terminaban en una altiplanicie; pero al sur y mirando hacia Rosas (en aquella dirección era hacia donde debían dirigirse ellos), un estrecho sendero de cabras serpenteaba a través del bajo monte de madroños. A la luz del sol, Hornblower pudo ver al fin a Claros, un hombre esbelto, de una piel tan bronceada que tenía color de tabaco, con largos mostachos negros que le caían sobre los labios y una dentadura deslumbrantemente blanca, que mostraba al sonreír a Hornblower.
—Tengo un caballo para usted, capitán.
—Gracias, coronel. Muy amable por su parte.
Algunos hombres morenos se movían desalentados entre las rocas, y en las hondonadas y entre las bajas crestas empezaban a distinguirse masas oscuras; lo que habían sido hasta entonces montones de hombres dormidos se iban disgregando en grupos de hombres soñolientos que, envueltos aún en sus mantas, se movían sin rumbo fijo.
Hornblower se volvió hacia el coronel y le dijo:
—¿Tendría la amabilidad de enviar un mensaje al coronel Rovira para anunciarle que estamos a punto de marchar sobre Rosas y que espero reunirme con él hacia el mediodía, con algunos de mis cañones por lo menos?
—Desde luego, capitán.
—Necesitaré la ayuda de sus hombres para el transporte de las municiones y de las provisiones.
Esta segunda petición pareció dejar perplejo a Claros, y aún más perplejo se quedó al saber que de sus hombres, cuatrocientos serían empleados en el transporte de los cañones, mientras que los otros cuatrocientos tendrían cada uno que cargar con una bala de cañón para las piezas de veinticuatro. Un poco contrariado, Hornblower pasó por alto las objeciones del coronel.
—Y, una vez que hayan hecho un primer viaje, será preciso que vuelvan aquí de nuevo a buscar más. Me habían prometido que tendrían bastantes animales de tiro y, como no me han traído bastantes bestias de cuatro patas, deberé usar las de dos. Y ahora, si no le importa, quisiera ver en camino esta columna.
Diez caballos o diez mulas para cada cañón y cien hombres en las cuerdas de tiro; cien hombres en la vanguardia para allanar el camino, quitar de en medio las piedras y rellenar las grietas; cuatrocientos hombres cargados con las balas de cañón y algunos para guiar a los mulos que cargaban con los barriles de pólvora. Claros puso cara de pocos amigos cuando oyó decir que todos los hombres de su tercio tendrían que hacer de bestia de carga, mientras que, según pretendía Hornblower, doscientos infantes ingleses de marina se verían libres de aquella pesada faena.
—Deseo que las cosas se hagan de esta forma, coronel. Si no le gusta, encuentre una batería de asedio española.
Hornblower pensaba en la necesidad de tener a mano por lo menos una parte de sus fuerzas para el caso de tener que rechazar una sorpresa, y su determinación era tan obvia, que acabó por vencer las protestas del coronel.
Se oyó un alboroto detrás de ellos cuando se estaban cargando las mulas. Hornblower corrió hacia allí, con Claros a sus talones, y encontró a un oficial español amenazando a Gray con la espada desenvainada, con sus astrosos guerrilleros detrás de él blandiendo sus mosquetes.
—¿Qué es todo esto? ¿Qué ocurre aquí? —preguntó Hornblower, primero en inglés y luego en español. Todos se volvieron hacia él y empezaron a hablar a la vez, como niños que se pelean en el patio del colegio. El rápido catalán del oficial le resultaba imposible de entender, y se volvió a escuchar a Gray.
—Esto es lo que pasa, señor —dijo el ayudante del oficial de derrota, mostrando un cigarro encendido en la mano—. Ese teniente, señor, iba fumándose esto mientras cargábamos las mulas. Yo voy y le digo, muy respetuosamente, señor: «No fume en el almacén, señor», pero él no hace caso. A lo mejor es que no me entendía; así que se lo vuelvo a decir más fuerte, para que me entienda mejor, y él me lanza el humo a la cara y me vuelve la espalda. Así que yo voy y le quito el cigarro, y él va y saca la espada, señor.
Al mismo tiempo, Claros escuchaba la explicación de su oficial, y Claros y Hornblower se encararon al final.
—Su marinero ha insultado a mi oficial —le espetó Claros.
—Su oficial ha sido un estúpido —replicó Hornblower.
Parecía un callejón sin salida.
—Mire, señor —dijo Gray, de repente. Señaló uno de los barriles que se balanceaba sobre los lomos de la paciente mula que lo cargaba. Estaba ligeramente agrietado y de él iba manando un hilillo de pólvora. Había pólvora en el flanco del mulo, pólvora en el suelo. El peligro de fuego era obvio, y tenía que serlo incluso para un catalán. Claros no pudo evitar esbozar una media sonrisa al ver aquello.
—Mi marinero actuó con un poco de brusquedad —dijo Hornblower al fin—, pero tendrá que admitir, coronel, que en parte el hombre tenía razón. Le presentará a su oficial una sincera disculpa y a lo mejor usted puede dar estrictas órdenes prohibiendo fumar al lado de la pólvora.
—Muy bien —accedió Claros.
Hornblower se volvió a Gray.
—Dígale al oficial: «Dios salve a nuestra graciosa majestad el rey, señor». Dígalo con un tono muy humilde.
Gray le miró, muy extrañado.
—Venga, hombre —exhortó Hornblower—. Haga lo que le digo.
Y Gray repitió la frase en inglés en un tono que sonó muy afectado, si no exactamente humilde.
—Este hombre desea expresarle su más profundo arrepentimiento por su anterior rudeza —tradujo Hornblower al oficial, y Claros asintió encantado, ladró un par de órdenes tajantes y se alejó. La crisis había remitido, y no se habían herido los sentimientos de ninguna de las dos partes. Los marineros estaban alegres y sonrientes, y los catalanes miraban orgullosos por encima del hombro a aquellos bárbaros despreocupados.