CAPÍTULO 16

Unos truenos lejanos señalaban la proximidad del temporal que se iba condensando en el horizonte cuando Hornblower puso nuevamente los pies sobre la cubierta del navío. A pesar de todo, no disminuía el calor y el viento había desaparecido casi por completo. Los negros nubarrones cubrían el cielo poco a poco; el fragmento de azul que aún se veía tenía un duro brillo metálico.

—Pronto estará aquí, capitán —dijo Bush, mirando con cierta satisfacción hacia arriba. Había hecho recoger las velas dejando sólo las gavias, y en aquellos instantes los hombres se hallaban ocupados en coger unos rizos—. Pero de dónde vendrá, eso sólo Dios lo sabe. —Y se secó la frente húmeda de sudor. El calor era espantoso y la nave se deslizaba pesadamente sobre el inquieto mar. Los motores chirriaban ásperamente con su balanceo.

—¡Vamos! Acabemos de una vez —gruñó Bush.

Por un instante un soplo de aire, caliente como si saliese de un horno, animó el bajel. A aquel soplo siguieron otros aún mas calientes y fuertes.

—¡Ahí viene! —exclamó Bush, señalando al cielo.

Un relámpago cegador desgarró de repente las nubes negras y siguió casi al instante el estallido de un gran trueno. Las cataratas del cielo se desbordaron y la lívida superficie del mar se vio acribillada por espesos alfilerazos. Cogida casi al pairo, la Sutherland tembló y se metió en una ola con la proa. A las órdenes que Hornblower gritaba al timonel, se levantó. La lluvia se había vuelto granizo; caían piedras gordas como cerezas que golpeaban contra el maderamen con un ruido seco y azotaban el mar, levantando espesa espuma entre un estrépito que ahogaba cualquier otro rumor. Bush se subía el cuello del chaquetón impermeable y trataba de protegerse los ojos con el ala del sombrero; pero a Hornblower el aire fresco le resultaba tan agradable que se dejaba golpear la cara. Polwheal, que había acudido al puente con el chaquetón y el sombrero encerados, tuvo que tirarle de un brazo para llamar su atención y obligarle a ponérselos.

La Pluto, al pairo, llegó derivando a dos cables de distancia de la Sutherland. Dios sabe cómo estaría ahora el coronel Villena, pensaba Hornblower. Seguramente, encerrado en un camarote entre desagradables crujidos de las tablas y encomendándose a todos los santos.

La Calígula, con las gavias arrizadas, se dirigí todavía a barlovento. Su larga insignia de buque de guerra ondeaba con el viento, rígida y horizontal como un pendón. De las tres era la que mejor desafiaba el mal tiempo; los armadores que la construyeron se preocuparon de hacerla resistente a las tormentas, y no como con la Pluto, en la que habían metido el mayor número posible de cañones, y mucho menos como los holandeses que habían botado al agua la Sutherland ofreciendo el mínimo calado compatible con la mínima resistencia a la fuerza del viento.

De repente el viento cambió cuatro cuartos completos; la Sutherland dio una guiñada y sus velas de temporal estallaron como una descarga de mosquetería antes de inclinarse a sotavento de nuevo. Al granizo siguió una lluvia torrencial, que el viento huracanado inclinaba en hilos casi horizontales. El repentino cambio de viento levantaba pequeñas olas cortas y rápidas, sobre las cuales brincaba la Sutherland desmañadamente. La Pluto casi fue cogida al pairo; pero Elliot, que sabía manejarla, la había salvado a tiempo. Sin embargo, Hornblower prefería comandar la vieja Sutherland, con su aplastada quilla, a aquel pesado navío de triple cubierta a pesar de los noventa y ocho cañones, los treinta y dos morteros y el buen sueldo que llevaba consigo.

Una nueva ráfaga de viento ululante estuvo a punto de arrancarle el chaquetón del cuerpo. La Sutherland tratando de machetear en una tempestad como aquélla era como una vaca que intentase bailar un vals. Bush gritaba algo a través del fragor de las aguas; Hornblower sólo entendió las palabras aparejo de la caña del timón e hizo un gesto afirmativo, y Bush desapareció bajo cubierta.

Cuatro hombres en la rueda, ayudados de la fuerza de palanca de la barra del cabrestante, debían, al fin, conseguir dominar el timón, a pesar del desordenado movimiento del navío; pero el esfuerzo exigido a la caña del timón era enorme y era una medida de prudencia colocar seis o siete hombres a proa que apoyasen la maniobra, para aliviar el esfuerzo tanto de los hombres del timón como de los de los cabos. Un segundo contramaestre apostado en la porta más cercana al timón gritaba las instrucciones a los hombres del aparejo de la caña del timón; era un trabajo muy delicado y al pensar en ello Hornblower bendecía la inspiración de haber hecho una leva de marineros expertos en el convoy de las Indias Orientales.

A barlovento, el horizonte estaba cubierto de nubes de color perlado (un espectáculo de rara belleza), pero a sotavento era más claro y por aquella parte aparecía una faja de azul oscuro: las montañas españolas. En la misma dirección se ocultaba la bahía de Rosas, que con viento de sudeste ofrecía un refugio muy precario, y en cualquier caso, custodiada como estaba por la artillería francesa, sería inaccesible para un buque inglés. Rosas era una fortaleza cuyo asedio y captura por parte de los franceses había proporcionado a Cochrane ocasiones de distinguirse el año anterior. En la extremidad septentrional del golfo estaba el cabo de Creus; la Amélie se preparaba a doblarlo cuando fue capturada por la Sutherland. Más allá del cabo, la costa volvía a inclinarse al nordeste, ofreciendo una gran extensión de mar en la que un buque podía huir de la tormenta, puesto que aquellos huracanes veraniegos del Mediterráneo, aunque muy violentos, eran de poca duración.

—El buque insignia hace señales, capitán. —La voz del guardiamarina sonaba estridente a través del clamor de la tempestad—. Número 35: «Ice las velas conforme al tiempo».

La Pluto ya tenía las velas de estay de tormenta y las gavias arrizadas; era evidente que el almirante consideraba que el cabo de Creus estaba peligrosamente cerca, y apresuradamente deseaba alejarse hacia alta mar cuanto antes mejor y ponerse a barlovento. Era una medida prudente. Hornblower dispuso que la Sutherland siguiese el mismo rumbo, puesto que los hombres del timón y los del aparejo ya hacían todo lo posible para impedir que virara contra el viento. Los artilleros estaban ocupados asegurando los cañones para impedir que con el balanceo se soltasen, y también había un grupo ocupado con las bombas. Hasta entonces la nave no hacía mucha agua, pero Hornblower deseaba tener la sentina libre, por si llegaba el momento en que fuese necesario recurrir a las bombas con urgencia. La Calígula ya estaba lejos. Bolton aprovechaba sus cualidades marineras para huir de la tempestad. La Sutherland y la Pluto no corrían peligro de momento, pero un incidente cualquiera (la pérdida de una berlinga, un cañón que se soltase, una brecha) y la situación podría llegar a ser muy peligrosa.

Los truenos eran tan seguidos que Hornblower ya no los notaba. El juego de los rayos tras las nubes era de una belleza impresionante. La tempestad se había desencadenado con tanta violencia que no podía durar mucho rato; pronto se haría de nuevo la calma. Pero aún había que contar con alguna ráfaga más, como solía ocurrir en aquella parte poco profunda del Mediterráneo, y, entretanto, las enormes olas barrían las cubiertas. El aire, la lluvia y hasta el granizo eran reconfortantes, después del asfixiante calor de los pasados días, y la salvaje música que el viento arrancaba a las jarcias, muy agradable hasta para los oídos poco musicales de Hornblower. Le sorprendió ver que había pasado tanto tiempo cuando Polwheal subió a avisarle de que la comida estaba servida, si se podía llamar comida a lo que el cocinero había podido preparar sin encender hornillos en la cocina.

Cuando Hornblower subió a cubierta de nuevo, el viento había disminuido sensiblemente y a barlovento ya se veía algún claro de un verde azulado con reflejos de acero. También había cesado la lluvia, pero el mar estaba más agitado que nunca.

—Se ha aclarado bastante deprisa —dijo Bush señalando al cielo con la mano.

—Sí —replicó Hornblower, no sin ciertas reservas mentales. En aquel lívido azul no veía aún ningún presagio de la vuelta del buen tiempo; nunca vio terminar aquellas tempestades mediterráneas sin que antes tuviesen un recrudecimiento. Y el cabo de Creus allá en el horizonte… Hornblower miró a la Pluto, rodeada de espuma a sotavento. Las velas de la Calígula, a barlovento, ya apenas se distinguían por encima de las aguas grises, movidas y revueltas. Luego, el recrudecimiento del temporal cogió a la Sutherland de pleno, tras un renovado surgir del huracán, y la hizo dar vueltas en un remolino con rapidez espantosa. Agarrado a las jarcias de mesana por barlovento, Hornblower rugía sus órdenes. Mientras duró, fue una pesadilla; pareció por un momento que el buque ya nunca más podría enderezarse y que iba a ser tragado por una vorágine. El viento aullaba, bramaba y silbaba con una violencia que antes no había mostrado. Sólo después de sobrehumanos esfuerzos los marineros pudieron poner de nuevo la nave al pairo y, mientras tanto, bajo aquella racha huracanada, el mar estaba más movido que nunca; la nave se levantaba y se hundía de forma tan caprichosa que hasta a los marineros más experimentados les costaba mantener el equilibrio. Pero se había destrozado ni un palo, ni tampoco se soltó un solo cabo, prueba indudable del buen trabajo realizado en los astilleros de Plymouth y de la competencia de Bush y Harrison.

Bush estaba gritando algo y señalando hacia opa, y Hornblower siguió el ademán con la mirada. La Pluto había desaparecido; por unos segundos, Hornblower supuso que se había hundido con toda su tripulación. Luego una ola enorme, partiéndose en dos, la descubrió echada de costado, con las olas grises rompiendo en su quilla y llenándola de espumarajos, los palos apuntando en diagonal al horizonte y las velas y jarcias que resaltaban en negro sobre aquel hervor blanquecino.

—¡Jesucristo! —chillaba Bush—. ¡Aquellos infelices se van a pique!

—¡Largad los estays del mastelero de mayor otra vez! —gritaba Hornblower.

Aún no se había hundido; podía quedar algún superviviente que resistiese en aquel mar revuelto hasta que llegara la Sutherland en su socorro, echándole un cabo para izarle a bordo antes de que muriera extenuado. Era preciso intentarlo, aunque no fuera más que por la esperanza de salvar a alguno de los mil hombres que llevaba a bordo. Lentamente Hornblower hizo maniobrar a su navío en dirección a la Pluto, que aún se hallaba a flote, azotada por las grandes olas que rompían rabiosamente sobre sus flancos, lo mismo que la marea alta contra una escollera. Hornblower imaginaba las escenas que se desarrollaban a bordo: las cubiertas inclinadas casi verticalmente y los objetos cayendo y golpeando todo lo que encontraran a su paso. Por barlovento los cañones colgaban seguramente de sus brancas; sólo con que tuviesen el más mínimo defecto, se romperían y caerían a plomo por las cubiertas hasta abrir agujeros en el costado opuesto que hundirían de inmediato al buque. Y bajo la cubierta, en medio de una oscuridad espantosa, los hombres se debatirían a ciegas; y en cubierta, aquellos que no hubieran sido barridos por las olas se aferrarían desesperadamente a los palos y a las escotillas como moscas en un cristal, empapados a cada nueva montaña de agua que se les viniera encima.

El catalejo le reveló una mancha sobre la parte de la cubierta que permanecía fuera del agua; era una mancha que se movía, una mancha que reaparecía a cada nueva oleada. Vio otras que también se movían y despedían centelleos metálicos con gestos rápidos y regulares. Un valiente debía de haber reunido a algunos hombres para cortar a golpes de hacha los obenques del palo mayor y del de trinquete. Como si hiciese el último esfuerzo, la Pluto se elevó sobre el mar como una ballena, soltando torrentes de agua por todas las portas y, mientras se deslizaba en dirección a la Sutherland, también su mástil de mesana se vino abajo por el otro lado.

Libre del contrapeso de los palos, milagrosamente la nave había conseguido recuperar su aplomo. La disciplina y el valor de su tripulación le proporcionaron una nueva probabilidad de salvación durante los pocos segundos de vida que le quedaban ya escorada. Los hombres, ya más tranquilizados, dirigían furiosos hachazos a las jarcias que colgaban de los costados.

Pero el buque se hallaba en una triste situación. Sus palos se habían roto a poca altura de la cubierta; hasta el bauprés se había perdido. Y al perder aquellas partes que le daban su aplomo, el casco era juguete de las olas; se elevaba tan alto que descubría el forro de cobre de la quilla y volvía a hundirse de golpe en un remolino que se abría delante, recorriendo en pocos segundos toda la largura de un ángulo recto. Era un milagro que aún se mantuviese a flote. En su interior debían de desarrollarse escenas horribles y, sin embargo, aún existía y se mantenía a flote y algunos hombres de la dotación andaban por las cubiertas. En el corazón de las nubes se desencadenó un trueno con un estruendo final. Allá a occidente, a sotavento, el sol de España intentaba mostrarse de nuevo a través de un desgarrón entre las nubes. El viento ya se había reducido a poco más de un ventarrón fuerte. Eran los últimos coletazos de la tempestad, que moría de agotamiento y que había sido fatal con su furia para la nave almirante.

Sin embargo, aquel último recrudecimiento debió de haber durado mucho más de lo que Hornblower podía sospechar, pues de repente vio erguirse en el horizonte el cabo de Creus y hacia él se veían empujadas por el duro viento ambas embarcaciones. En menos de una hora, todo 10 más dos, el navío desarbolado se hallaría entre los bajíos al pie del cabo y aquello representaba la muerte cierta, y para hacerla más segura, allí estaban los cañones franceses, dispuestos a herir a un blanco indefenso.

—Señor Vincent. Señale: «Sutherland a buque insignia. Vamos en su socorro» —dijo Hornblower.

Al oír esas palabras Bush pegó un salto. En un mar tan enormemente revuelto como una caldera hirviente y teniendo la costa a sotavento, ¿sería posible que la Sutherland pudiese socorrer a una mole desarbolada y dos veces mayor que ella? Entretanto, Hornblower se dirigía a él.

—Señor Bush, haga pasar el cabo del ancla de repuesto por una de las escotillas de popa. Lo más de prisa que sea posible, por favor. Vamos a remolcar al buque insignia.

Bush no pudo expresar sus reparos más que con una mirada; conocía demasiado bien a su capitán para protestar abiertamente. Pero hasta un grumete comprendería que intentar aquello era exponer a la Sutherland a un peligro probablemente inútil. El proyecto resultaba prácticamente imposible desde el principio, por la dificultad de echarle un cabo a la Pluto, que se balanceaba y cabeceaba como un cascarón inerme. Sin embargo, Bush desapareció antes de que el capitán pudiese leer sus pensamientos. Con aquel viento ligero que los empujaba hacia la costa, cada segundo que pasaba era inapreciable.

Panzuda y con las gavias tendidas, la Sutherland corría mucho más rápidamente hacia sotavento que la Pluto. Hornblower tenía que maniobrar su nave con muchísimo cuidado, dirigiéndose hacia barlovento a todo ceñir antes de ponerse en facha y poder retroceder de nuevo. Sólo podía permitirse un margen muy ajustado. El viento seguía siendo fuerte; el más mínimo descuido, una vela o un palo que fallasen, supondría un gran peligro. A pesar del aire frío y de la lluvia que había vuelto de nuevo, los gavieros sudaban desesperadamente, empleados en aquella continua y peligrosa maniobra que les exigía su capitán. La Sutherland daba vueltas alrededor del buque insignia desarbolado, como una gaviota alrededor de un despojo. Y el cabo de Creus se les echaba encima. Entretanto, bajo cubierta había un pataleo acompasado, unido al ruido de un pesado roce. Eran los marineros de Bush, que arrastraban el pesado cabo de veinte pulgadas a lo largo de todo el puente inferior hasta la escotilla de popa.

Hornblower calculaba las distancias y la dirección que llevaba el viento con mucho cuidado. No se podía esperar remolcar a la Pluto hasta alta mar pues ya le costaba bastante trabajo a la Sutherland abrirse camino a barlovento, pero su intención era echarla un poco de banda a fin de que pudiese aprovechar el pedazo de mar libre y tranquilo que encontrarían al otro lado del cabo. Retardar el desastre siempre era positivo. Si el viento caía, como era probable, o cambiaba de dirección, la Pluto encontraría la manera de levantar bandolas, recuperando de ese modo el control. El cabo de Creus se hallaba a occidente y el viento soplaba del nordeste, más norte que este. Desde este punto de vista, sería más prudente remolcar a la Pluto hacia el sur, pues así habría más probabilidades de doblar el cabo sin incidentes. Sólo que al sur del cabo se extendía el golfo de Rosas, limitado por el cabo Bagur, y aquel rumbo podía llevar a los navíos al alcance de los cañones de la ciudadela de Rosas y a las molestias de las cañoneras de costa que hacían la guardia allí, terminando en un desastre peor que el naufragio. Al norte no existían esos peligros; la batería de Llançà aún no debía de estar arreglada y, de todos modos, desde la punta del cabo hasta Llançà había veinte millas de mar libre. Sí, el rumbo hacia el norte era el más seguro, siempre que se pudiera doblar el cabo de Creus con la Pluto a remolque.

Hornblower trataba de calcular con datos insuficientes la posible deriva y la distancia a la que podría remolcar a la nave desarbolada en el tiempo de que disponía. Como los datos eran insuficientes, tendría que poner en juego la imaginación. Hornblower se había decidido por el rumbo hacia el norte, cuando llegó corriendo al castillo un joven marinero.

—El teniente Bush dice que el cabo estará dispuesto dentro de cinco minutos, señor —anunció.

—¡Bien! Señor Vincent, haga señales al buque insignia. «Prepárese para recoger un cabo». Señor Morkell, avise a mi timonel.

¡Un cabo! Los oficiales del alcázar se miraron entre sí. La Pluto seguía allí, sacudida como un cascarón de nuez. Tan pronto se hundía por la proa, mostrando el revestimiento de cobre del fondo, como se caía hacia atrás hundiendo en el agua la popa hasta las bordas, hasta enterrar las listas blancas de sus portas, pero, además, en medio de las olas revueltas, daba bandazos ya a un costado ya a otro. Era tan peligroso acercarse a ella como a un cañón suelto sobre una cubierta que se balanceara, y una colisión entre ambos navíos podía dar como resultado el hundimiento irremediable de los dos.

Hornblower dirigió los ojos hacia Brown y contempló su abultada musculatura.

—Brown, le he escogido a usted para tirar un cabo al buque insignia en cuanto pasemos por delante de él. ¿Conoce a alguien aquí que pueda hacerlo mejor que usted? ¡Sea franco! —le dijo.

—No, señor. Francamente, no conozco a nadie, capitán.

La confianza que Brown demostraba en sí mismo era reconfortante.

—¿De qué modo piensa hacerlo?

—Colocando en el extremo de la cuerda una cabilla de maniobra, capitán. Y querría que el cabo fue, se de los de sondar, si me lo permite, capitán.

Brown era hombre de recursos y, como ya le había pasado otras veces, Hornblower se sintió más tranquilo sólo con mirarle.

—Entonces prepárese. Procuraré acercar nuestra popa lo más posible a la de ellos.

En aquel momento la Sutherland, con las velas de tormenta y las gavias arrizadas, se acercaba lentamente por barlovento a doscientas yardas de la Pluto. Nuevamente Hornblower calculó los saltos locos y los tumbos desaforados del buque desarbolado, el rumbo que seguía la Sutherland, el movimiento de las olas y la probabilidad de ser cogidos por una de ellas de través. Tuvo que esperar dos interminables minutos con los ojos fijos en la Pluto antes de poder aprovechar el momento favorable.

—Señor Gerard, ponga en facha la gavia —dijo. Estaba demasiado preocupado para sentir temor.

La Sutherland detenía su progreso, la franja de mar que separaba a los dos navíos (un abismo de grises aguas revueltas, salpicado de olas espumeantes) empezaba a estrecharse. Por fortuna la Pluto no se movía de costado; solamente cabeceaba asaltada por el oleaje. Brown, plantado sólidamente sobre la batayola parecía una estatua. A sus pies estaba el rollo de cuerda que en su extremo tenía atada la cabilla, que se balanceaba como un péndulo en su mano Mientras esperaba el momento favorable. Su atlético cuerpo se destacaba contra el cielo, y ni una ligera sombra de temor aparecía en sus facciones mientras contemplaba cómo se acortaba la distancia Hasta en esos momentos sentía Hornblower un mordisco de envidia al ver la absoluta confianza que su timonel tenía en su propia fuerza física. La Sutherland se acercaba rápidamente al buque insignia y en el castillo de proa, barrido por el oleaje, Hornblower distinguía un grupo de hombres esperando con ansiedad el momento de poder recoger la cuerda. Por última vez, se aseguró de que estaba dispuesto un cable más fuerte para atar al cabo.

—¡Ya lo creo que la haremos llegar! —dijo Gerard a Crystal. También Gerard podía equivocarse; teniendo en cuenta las respectivas velocidades y la inercia que las empujaba, las dos embarcaciones pasarían al menos diez yardas demasiado lejos la una de la otra para que Brown pudiese lanzar la cabilla con su cabo.

—Señor Gerard, cubra la gavia de mesana —dijo Hornblower en tono tranquilo.

Los hombres estaban dispuestos para la maniobra; apenas había sido dada la orden cuando inmediatamente era obedecida. La Sutherland adelantó un poco y el espacio se acortó aun más. Levantada por una oleada, la proa de la Pluto amenazó con caer sobre la otra. Horrorizados, tanto Gerard como Crystal maldecían en voz baja sin saber lo que estaban diciendo, mientras miraban fascinados.

Hornblower sintió el frío viento azotarle los hombros. Hubiese querido gritar a Brown «¡Ahora!», y sólo con un esfuerzo se dominaba. Brown era quien mejor podía juzgar lo que debía hacer. Aprovechándose del instante en que una oleada levantaba a la Sutherland, lanzó la cabilla, que, silbando, hendió el aire con su larga cola, alcanzó la proa de la Pluto y fue a engancharse en lo que quedaba de obencadura del bauprés, en donde un marinero andrajoso, montado a caballo sobre el espolón, la agarró. Una oleada le cogió de lleno, pero él se mantuvo firme y se le vio entregar la punta del cabo a un grupo que esperaba dispuesto en el castillo de proa.

—Señor Gerard —decía Hornblower—. Bracee a tope la gavia de mesana.

—¡Hecho! —gritaba Gerard—. ¡Ya está, ya está, ya está!

El cabo se desenrollaba velozmente sobre el puente de la Sutherland, a medida que la Pluto lo iba recogiendo. Pero no había tiempo que perder; con el mar en aquel estado, era imposible poder mantener ambos navíos a la misma distancia y, además, también era peligroso intentarlo. La Sutherland, puesta a la capa, se colocó a sotavento antes que la Pluto, y ciñéndose al viento pudo adelantar. La tarea de Hornblower consistía en combinar esos dos factores para que la creciente distancia entre los buques mantuviera al mínimo, un buen problema algebraico de series convergentes que Hornblower debía resolver mentalmente mediante cálculos aritméticos. Justamente entonces, y sin ninguna razón aparente, la Pluto se precipitó sobre la Sutherland. Hornblower tuvo que rehacer sus cálculos mientras todos a bordo estaban esperando la inevitable colisión, conteniendo el aliento. Gerard ya tenía dispuestos dos grupos de marineros para rechazar al buque insignia por medio de largos palos (aunque la esperanza de poder rechazar tres mil toneladas de peso muerto resultase irrisoria) y una vela vieja llena de hamacas arrolladas para hacer de parachoques en el costado. También el castillo de proa de la Pluto parecía un hormiguero por su actividad; pero, en el último instante y entre un coro de maldiciones, la nave desarbolada se echó a un lado y se alejó, y todos volvieron a respirar; es decir, todos menos Hornblower. Si la Pluto era capaz de echárseles encima de un modo tan inesperado, también podía dar una arrancada en dirección opuesta; y si eso sucedía cuando el cabo todavía se hallaba al extremo del cable de cuarenta y tres pulgadas, seguramente rompería el cabo lo mismo que si fuese un hilo y deberían empezar de nuevo, y entretanto el cabo de Creus se hacía cada vez más visible.

—Capitán, la Calígula hace señales: «¿Puedo ayudar?» —anunció Vincent.

—Conteste: «Espere» —le gritó Hornblower por encima del hombro. En realidad, se había olvidado de que existiese en el mundo una Calígula. Bolton sería un idiota si se acercaba, sin necesidad, a sotavento de una costa que podía ocultar peligros.

Una fuerte sacudida en la popa indicó que Bush arriaba desde abajo un poco el cable a través de la porta a fin de intentar aflojarlo algo, por si la Pluto se balanceaba demasiado; pero el trabajo era fatigoso: se trataba de un cable de cáñamo que se hundía en el agua y, si se soltaba en demasía, existía el peligro de perderlo. Hornblower se inclinó sobre la popa.

—¡Señor Bush! —gritó.

—¡Capitán! —contestó Bush desde abajo por la escotilla abierta.

—¡Cesen ahí!

—Sí, señor.

Lentamente el cabo se ponía tenso y el grueso cable flotaba sobre las aguas como una gran serpiente. Hornblower lo veía estirarse. Aquel asunto requería un cálculo más minucioso que ningún otro hasta el momento. Tenía que gritarle a Bush las órdenes para que largara más cable o esperara sin perder de vista los dos buques, el mar, el viento. El cable tenía una longitud de doscientas yardas más o menos, pero una cuarta parte estaba en el interior de la Sutherland y era necesario completar el trabajo antes de que los dos navíos se hallasen a ciento cincuenta yardas de distancia el uno del otro. Cuando vio el extremo del cable que salía del mar subía por la proa de la Pluto, Hornblower se sintió más tranquilo y respiró al fin cuando una hilera de banderolas le dijo que el cable había sido finalmente amarrado.

Entonces dirigió su atención a la tierra que se acercaba, y sintió el viento en las mejillas. Sus cálculos volvían al punto de partida. Manteniéndose en aquel rumbo, aunque evitaran la costa irían directos a meterse en la bahía de Rosas.

—Señor Vincent. Señale al buque insignia: «Nos preparamos para virar de bordo».

La cara de Gerard expresaba asombro. A él le parecía que con aquella maniobra el capitán se exponía a peligros innecesarios; él no veía más allá del cabo de Creus, no veía más que el mar amigo y la tierra peligrosa. Su instinto de marino le pedía llevar a los dos navíos lo más deprisa posible hacia donde hubiese aguas profundas, donde sería más fácil maniobrar, y no era capaz de ver más allá. Veía la tierra y sentía el viento, y ante esos elementos reaccionaba instintivamente.

—Señor Gerard —dijo Hornblower—, vigilad el timón. Cuando el cable esté tenso…

El Consejo era innecesario para Gerard. Con un peso muerto de tres mil toneladas a popa, la Sutherland se comportaría como ningún contramaestre vio jamás en ninguna otra ocasión; por eso era necesario tomar medidas extraordinarias para impedir que volara como una paja al viento. Ya se ponía tensa la guindaleza. El trozo hundido en el mar surgía lentamente chorreando agua y se tensaba como una barra, mientras unos sospechosos crujidos indicaban el esfuerzo que hacían las bitas. Luego el cable se aflojó un poco y los crujidos disminuyeron; la Sutherland lo había conseguido. A medida que la Pluto iba recogiendo el cable que la Sutherland le largaba poco a poco se inclinaba menos a sotavento, y en el momento en que se dejase manejar por el timón, el esfuerzo de los cabos de derrota de la Sutherland se vería muy aliviado.

Bush, acabado su trabajo bajo cubierta, subió otra vez al alcázar.

—Señor Bush; encárguese de la maniobra cuando viremos de bordo.

—Sí, señor.

Bush echó una mirada a la costa, calculó el viento y sus pensamientos fueron exactamente los mismos que los de Gerard, con la diferencia de que Bush no se hubiese permitido ni por un instante dudar de la pericia marinera de su capitán. Si Hornblower aseguraba que una cosa estaba bien hecha, seguramente era así y no había nada más que decir.

—Mande los hombres a las brazas en cuanto yo dé la orden; todo deberá ir con la velocidad del rayo.

—Sí, señor.

La Pluto adquiría velocidad, y cada yarda que ahora se ganase hacia el sur sería esfuerzo perdido cuando volviesen hacia el norte.

—Poned en facha la gavia de mesana —mandó Hornblower. La Sutherland perdía velocidad y la Pluto se acercaba. Hornblower veía al capitán Elliot correr a proa para enterarse de lo que pasaba; era evidente que no comprendía las intenciones de Hornblower.

—¡Señor Vincent, prepárese para levantar la señal de «Virad»!

La Pluto estaba ya muy cerca, y Hornblower ordenó:

—Ponga en viento las gavias de mesana, señor Bush.

Se volvía a recuperar un poco de velocidad; para poder virar antes de que el cable demasiado tenso lo pudiese impedir, no disponía de más distancia que la que concedía el aflojamiento del remolque. Hornblower vigilaba el cable y calculaba la velocidad que llevaban.

—¡Pronto, señor Bush! ¡Señor Vincent! ¡La señal!

El timón metió caña; fueron braceadas las vergas. Rayner, en la proa, cuidaba la vela de estay del mastelero de proa. Las velas se llenaban de viento con un zumbido; los de la Pluto, en cuanto vieron la señal, tuvieron el sentido común de meter caña también y, maniobrando con cautela, ofrecieron a Hornblower un poco de espacio donde moverse. La Sutherland había conseguido ponerse en la otra bordada, e iba adquiriendo velocidad, pero la Pluto no había virado más que a medias. Un momento más y había que esperar una tremenda sacudida. Hornblower no perdía de vista el cable, que veía tensarse y aflorar a la superficie.

—¡Aguante, señor Gerard!

Vino la sacudida y la Sutherland se estremeció. La guindaleza, tensa en la popa, ejercía un efecto sorprendente sobre la nave. Hornblower oía a Gerard gritar órdenes a los timoneles y a los que maniobraban abajo. Durante el espacio de un segundo lleno de emoción pareció que el buque se iba a romper, pero entre Gerard en el timón, Bush en la maniobra y Rayner en la proa lo defendieron con desesperación. Al fin consiguió virar, la Pluto la siguió y ambos navíos pusieron proa al norte hacia la relativa seguridad que les ofrecía el golfo de León.

Hornblower miraba las verdes alturas del cabo de Creus, que estaba cercano, un poco por delante a babor. Doblarlo sería una empresa peligrosa; además de exponerse a perder el rumbo, la Sutherland se sentía empujada a sotavento por el peso muerto de la Pluto, que también le disminuía la velocidad. Sí, era una empresa peligrosa. Manteniéndose de cara al viento, Hornblower reflexionaba. Volvió a mirar a la Pluto; corría más ligera e iba bastante bien. El cabo de remolque estaba en ángulo de un largo de la Sutherland, y la Pluto a un ángulo más amplio del cabo de remolque. Se podía confiar en que Elliot manejase acertadamente el timón, pero, de todos modos, el esfuerzo que realizaba la Sutherland era formidable.

Hubiese podido intentar ganar un poco mas de velocidad, pero con aquel viento no se podían desplegar nuevas velas para evitar accidentes. Si se rompía una vela o un palo, al momento irían a parar a la costa.

Por centésima vez, Hornblower se puso a calcular la distancia que le separaba de la costa y que disminuía a ojos vistas, y, mientras la contemplaba, surgió un aviso desde las olas a un cable de distancia, como un fantasma marino. Era una columna de agua casi de seis pies de altura, que nacía del interior de una ola y que se desvaneció veloz y misteriosamente, lo mismo que había emergido. Por un segundo Hornblower creyó que lo había soñado, pero una mirada que dirigió a las caras voluntariamente impasibles de Bush y Crystal le dijo que había visto bien. Había caído una bala de cañón, levantando aquella columna de agua. El zumbido del viento impidió que llegase a sus oídos el rumor de la descarga y tampoco pudo ver el humo de la batería. En el cabo de Creus habían abierto fuego contra la Sutherland, que ya se hallaba casi a tiro. Dentro de unos minutos oirían el zumbido de los proyectiles del cuarenta y dos.

—El buque insignia hace señales, capitán —anunció Vincent.

A bordo de la Pluto habían conseguido colocar un motón en el tocón del palo de trinquete y hacer señales desde él. Desde el castillo de la Sutherland se veía muy bien la fila de banderitas que flameaban al viento.

—«A la Sutherland —leyó Vincent—: Soltad cabo de remolque si es necesario».

—Conteste: «No es necesario».

Era preciso ir más deprisa, no había duda. El juego era emocionante, pero más adecuado para interesar a un jugador de azar que a uno de whist. No era fácil tomar una decisión. Desplegar más velas aumentaría el peligro para los dos navíos, pero al mismo tiempo también aumentarían las probabilidades de ponerse ambos a salvo. Sin embargo, si desplegaba todo su velamen, aunque perdiera algún pedazo de arboladura, la Sutherland evitaría el peligro de todos modos y la Pluto no estaría peor de lo que ya estaba si la abandonaba ignominiosamente a su suerte soltando el cable…

—Señor Bush, suelte los rizos de la gavia del trinquete.

—Sí, señor. —Bush había previsto que el capitán escogería el partido más arriesgado. A pesar de su edad, Bush aprendía rápido.

Sosteniéndose milagrosamente con los pies en los nudos de las cuerdas, apoyándose con los brazos en las vergas en medio del furioso viento, los gavieros estaban ocupados en los rizos. La vela se sacudió gualdrapeó con un gran chasquido; de pronto el navío dio espantosamente de banda. Hornblower vio que cable se había tensado aún más, pero sin dar señales de romperse a pesar del enorme esfuerzo. A pesar de la inclinación del buque, los hombres del timón tenían la tarea más fácil, porque el contrapeso de la enorme gavia de trinquete hacia delante tendía a compensar la tensión del cable que llevaban en la popa.

Se volvió a mirar hacia tierra en el preciso instante en que salía una nubecilla de humo de la cima del cabo de Creus y se disolvía en el viento.

¿Dónde caían los proyectiles? Nadie podía decirlo, pues la mar gruesa impedía que se viese en dónde se levantaba la columna de agua al caer. Pero el hecho de que la batería siguiera abriendo fuego quería decir que las dos naves estaban aún a tiro y, por lo tanto, al borde del desastre. Sin embargo, la Sutherland corría más, y en la cubierta de la Pluto se distinguía un gran movimiento de gente atareada que intentaba levantar una bandola. En una hora podía estar terminada la tarea, y el más mínimo trozo de vela que se pudiese desplegar aliviaría enormemente el esfuerzo de la Sutherland. Dentro de una hora la oscuridad habría llegado y los protegería del fuego de la batería, y entonces se habría decidido su suerte de una forma u otra. Todo dependía del cariz que tomasen los acontecimientos durante el transcurso de aquella hora.

El sol se había abierto paso entre las oscuras nubes a occidente y doraba con sus últimos rayos las cumbres de los montes españoles. Hornblower llamaba en su ayuda toda su fuerza de voluntad para poder soportar la enervante espera de aquella hora postrera, que parecía transcurrir con una lentitud exasperante.

Una hora más tarde, la Sutherland y la Pluto habían doblado felizmente el cabo de Creus y habían llegado tan hacia el norte que la tierra que quedaba a sotavento se había alejado de la primitiva milla y media hasta las quince millas donde se hallaban. Caía la noche y ambos navíos estaban salvados y el capitán Hornblower, exhausto.